DIEZ RECETAS PARA LA FELICIDAD

CARDENAL MARCELO GONZÁLEZ MARTÍN

“En aquellos días, Dios pronunció estas palabras: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te ha liberado de Egipto y de la esclavitud. No tendrás más Dios que Yo. No te fabricarás ídolos ni imagen alguna, ni te postrarás ante ellos ni los servirás; porque Yo soy tu Dios, un Dios celoso, que castiga en los hijos la culpa de los padres que me odian, pero que demuestra su favor durante miles de generaciones a quienes me aman y cumplen mis mandamientos”.

En la reciente Conferencia Mundial sobre la Mujer, celebrada en Pekín, han rizado el rizo y han conseguido batir el récord de las trampas del lenguaje: al asesinato del feto, al feticidio, lo han denominado eufemísticamente “selección sexual prenatal”; como si la trampa del lenguaje pudiera dulcificar la barbarie.

Nada nuevo bajo el sol: antes ya habían logrado que todo el mundo hablase de eutanasia, de buena muerte, al referirse a la aséptica liquidación de un enfermo terminal, eso sí, con música de Beethoven de fondo; y hasta han conseguido que las personas más insospechadas y teóricamente más reticentes a hacerlo llamen al crimen abominable del aborto “interrupción del embarazo”. ¿Es que acaso, tras el vil asesinato del inocente que tiene derecho a nacer, va a seguir algo que se han “interrumpido” de momento?

Son solo algunas muestras inapelables de hasta qué punto se manipula en nuestro tiempo la impagable maravilla de la palabra. Y malo sería, pero no irremediable, si la cosa se quedara en una simple manipulación de palabras. Lo grave, lo verdaderamente inhumano y monstruoso es que se manipula, se tergiversa, se engaña, se comercia, se rentabiliza, se trampea con la Palabra, con mayúscula: hay un intento descomunal, un programado tinglado planetario para tratar de ofuscar el esplendor de la verdad del que con tan exigente como coherente claridad ha hablado Juan Pablo II.

“No tendrás otros dioses que Yo”, dijo el Señor. El compendio de todos los mandamientos es de deslumbrante sencillez: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, toda tu alma y todas tus fuerzas, y a Él solo servirás”. Y Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, añadió: “Y a tu prójimo como a ti mismo. En esto conocerán que sois mis discípulos: en que os amáis los unos a los otros”. En esto se resume toda la Ley y todos los profetas.

“Maestro –le pregunta el joven del Evangelio a Jesús-: ¿qué he de hacer yo de bueno para conseguir la vida eterna?” Y Jesús le responde: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos”. Comenta el catecismo de la Iglesia católica: “Y, a continuación, Jesucristo cita a su interlocutor los preceptos que se refieren al amor al prójimo: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás testimonio falso, honra a tu padre y a tu madre”. Y al final, Jesús resume estos mandamientos, de manera positiva, así: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

A esta primera respuesta se añade una segunda: “Si quieres ser perfecto, vete, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven y sígueme”. Esta respuesta no anula la primera. El seguimiento de Jesucristo implica cumplir los mandamientos. Y estos dicen: “No matarás”. No dicen: “No interrumpirás el embarazo” o “No harás una selección sexual prenatal”. La ley no es abolida: a la pecadora Jesús le perdona sus pecados y no la condena: “Ya que nadie te ha condenado, yo tampoco te condeno”. Mientras escribía con su dedo en la arena del suelo, todos los que la acusaban, “comenzando por los más viejos”, en vez de tirar la primera piedra contra ella, al no encontrarse libres de pecado, habían agachado la cabeza y se habían largado; pero Jesús añade a renglón seguido algo que muchos “se olvidan” de citar. Dijo a la mujer: “Vete... y no peques más”.

La ley no es abolida, sino que el hombre es invitado a encontrarla en la Persona de su Maestro y Señor,  que es quien da a la vida humana plenitud perfecta. El Decálogo debe ser interpretado a la luz del mandamiento del amor, que es la plenitud de la Ley. Decálogo significa literalmente “diez palabras”: las diez palabras que Dios reveló a su pueblo en la montaña santa del Sinaí. Las escribió con su dedo creador, no en la arena, sino en la roca viva del mismísimo corazón del hombre. Son palabra de Dios por antonomasia e indican las condiciones de una vida liberada de la esclavitud del pecado, que es, por cierto, la única auténtica liberación cristiana.

Son diez palabras, cada una de las cuales remite a las demás, y que pertenecen a la revelación que dios hace de sí mismo. Dando a conocer su voluntad, Dios se revela a su pueblo. La existencia moral es una respuesta a la iniciativa amorosa y gratuita del Señor que es la alianza de Dios con su pueblo. Al mismo tiempo que a todo el pueblo, Dios habla en Moisés a cada uno en particular. En todos los mandamientos de Dios hay un pronombre personal en singular que designa al destinatario. No es, pues, una ley abstracta para no se sabe quién. Los diez mandamientos obligan a los cristianos, y el concilio enseña que el hombre justificado está también obligado a observarlos, porque están grabados por Dios en el corazón de todo ser humano que viene a este mundo.

Expresan deberes fundamentales del hombre hacia Dios y hacia su prójimo. Son obligaciones graves, básicamente inmutables, y su obligación  vale siempre y en todas partes. Nadie podría dispensar de ellos. La voz se apaga, pero la palabra permanece. La palabra es comunicación, entrega y, si es palabra de Dios, es fuente de vida. No se trata de algo pasado, out, desfasado, anacrónico, inerte. Los mandamientos son lo más in del ser humano, lo más dinámico, lo más vital y actual, lo menos banal. Es incomparable su riqueza perenne y permanente su actualidad. Son vida de la vida.

Por eso es tan deleznable y sórdida –y tan grave- la manipulación de esta palabra; por eso es tan inhumano y tan diabólico el intento sistemático de borra, de minusvalorar, de hacer olvidar, de camuflar, de trampear con esta palabra, y por eso son tan terribles sus consecuencias. No hay desprecio más insensato ni suicida por parte del hombre. Todos somos testigos y víctimas -¡ojalá que no cómplices!- de la más grave traición de nuestro tiempo: la traición a la palabra: palabras como amor, verdad, libertad, justicia significan, por desgracia, cosas diversas según quién, cómo, dónde y cuándo se pronuncien. ¡Qué extraña esquizofrenia e hipocresía! No debe ser así.

La palabra ha perdido su valor unívoco incontestable. Nada tienen de extraño nuestras cotidianas y absurdas torres de Babel: decimos las mismas palabras, pero no nos entendemos porque cada cual entiende lo que quiere o lo que le interesa. La verdad, el incomparable y sugestivo esplendor de la verdad, es camuflada, prostituida, apagada, sofocada y pretendemos que mentiras inmensas pasen de matute, como verdades, el fielato de nuestra conciencia. Es el más sucio contrabando y el más envilecedor ejercicio de cinismo que cabe imaginar.

El Papa, opportune et inopportune, nos pone sobre aviso y ha encendido, bien alta, la luz en el candelero, para que alumbre a todos los de la casa que quieran dejarse alumbrar: no debemos buscar nuestra verdad, sino la verdad. La verdad no es cosa de sondeos sociológicos ni de votaciones democráticas; no es un kleenex de usar y tirar; no es un producto más del supermercado self service, a gusto y capricho del consumidor. Si se programa y promueve el consumismo de la verdad, se la reduce y, antes o después, se pagan las consecuencias, porque tan miserable comercio no puede quedar impune. No valen subterfugios, recovecos, excusas ni suplicatorios, chantajes ni excepciones, cesiones ni derogaciones: la mentira es siempre mentira y el mal es mal, por mucho que se disfrace, o por mucho que el padre de la mentira consiga engañar a los pobres seres humanos que se dejen y no cumplan con responsabilidad el compromiso de ser libres.

El hombre no puede asfixiar su hambre de Dios, de plenitud, de verdad. No le bastan medias verdades, verdades efímeras o trozos de verdad. Busca más. Todo hombre o mujer, lo sepa o no –y la inmensa mayoría lo sabe, que lo quieran aceptar o no ese ya es otro cantar-, se siente inquieto en esta humanísima búsqueda de plenitud inscrita por Dios en el meollo de su corazón.

Que once cardenales y obispos españoles, con diversas experiencias y desde diferentes ópticas personales y pastorales, hayan reunido en estas nobles páginas su buen saber y entender sobre los mandamientos y lo hayan hecho precisamente aquí y ahora, en la España de hoy y con el fin de siglo a la vuelta de la esquina como quien dice, me parece, además de un singular acierto editorial, una iniciativa determinante, dignísima y merecedora de la bendición de Dios. Es una bocanada de oxígeno y una ráfaga de luz en la oscuridad, un punto de referencia y una sacudida moral en medio de nuestra buscada o confusa pero comodísima ambigüedad. Este es el código moral más antiguo de la humanidad y el único válido. Quien se quiera esconder de la luz, él se lo pierde; quien quiera atribuir su propia debilidad y sus fallos a que “son cosas de estos tiempos”, debe recordar el agustiniano “Nos sumus tempora”: somos los hombres quienes hacemos, o debemos hacer, los tiempos, y que los tiempos sean como nosotros queremos; y no al revés.

En estas páginas está condensado el magisterio de la Iglesia católica: en el amor que no se impone y que, para los marxistas, es una utopía irrealizable, como recuerda el cardenal Suquía; en Dios, la familia, la patria, la ley, la lealtad y el honor, que hasta hace poco eran entre nosotros valores incuestionables, como explica el arzobispo de Sevilla; en las falsas éticas de situación que denuncian el cardenal Jubany y monseñor Montero; en las bienaventuranzas del corazón que exalta el arzobispo de Valladolid; en el descubrimiento de la interioridad que describe monseñor Rosendo Álvarez; en las seis lecciones de justicia a que se refiere el cardenal Carles; en las enseñanzas sobre el desprendimiento y el respeto a las posesiones de los demás de monseñor Rouco y de García Gasco. Palabras nada equívocas, dignas de ser leídas y meditadas, porque en ellas está la única posible esperanza del mundo.

Quien tenga la agradecida alegría, la segura humildad y el noble deseo de escuchar esta palabra sin doblez, sin buscarle tres pies al gato, con coherencia, sin prejuicios a la carta, sabe desde ahora que no lo tiene fácil –el amor es exigente-, pero sabe también que escucha y, sobre todo, vive palabras de vida eterna.

Del prólogo “Los Diez Mandamientos
Publicado por Planeta Testimonio (Mayo 1996).

 

 

 

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