DOS AÑOS HA, DON MARCELO POR DELANTE, UNA ETERNIDAD FELIZ

MONSEÑOR RAFAEL PALMERO RAMOS,
Obispo de Orihuela-Alicante

 Era ya arzobispo emérito, puesto que estaba jubilado desde 1995. Muchas personas, sin embargo, de toda índole y condición y con edades diversas, acudían a su residencia de Toledo o a su mansión de Fuentes de Nava (Palencia). Querían verle, saludarle, hablar con él, y escuchar su palabra alentadora siempre.

Sus fuerzas físicas fueron debilitándose progresivamente y su voz, la voz de don Marcelo, tan conocida en España, tan familiar en ciertos ambientes y tan escuchada en ocasiones, dejó de ser pronunciada. El puente aéreo que se establece, según S. Agustín, entre la persona que pronuncia la palabra y el hermano que la escucha, uniendo corazón con corazón para sembrar la semilla de uno en el otro, desapareció de nuestra vista. Nos dejaba entonces don Marcelo. En el lugar en que había nacido su madre. En una casa grande y muy acogedora. Rodeado, en ese momento, de las personas más cercanas. Entre jaculatorias y otros rezos entrecortados. Con dolor y esperanza compartidos. En la tarde memorable del 24 de agosto de 2005.

La fiesta de S. Agustín, patrono del pueblo, estaba a dos pasos. Faltaban sólo 4 días para que don Marcelo celebrara la Eucaristía y predicara al pueblo, como venía haciéndolo, año tras año, en repetidas ocasiones. Pero ya no pudo hacerlo. Don Marcelo nos dejó, casi sin despedirse, y se fue a conocer personalmente a S. Agustín en el cielo...

Qué dos Obispos. Qué par de predicadores. Qué amor tan grande, amor único, gozosamente compartido, en favor de la Iglesia Madre. En siglos distintos y distantes, el V y el XX, pero hermanados ambos por el “cor unum et anima una”. Es decir, en la sintonía perfecta de dos almas convergentes, que no han dejado de amar. “Nuestro corazón está inquieto, pensaban uno y otro, hasta que descanse en ti” (1)

Reflexionando en voz alta, llegó a comentar el Obispo de Hipona, en cierta ocasión: “El hombre mismo consagrado en nombre de Dios, en cuanto muere al mundo para vivir para Dios, es sacrificio” (2) . Y don Marcelo, Cardenal de la Santa Iglesia, con el título de San Agustín, si se señaló por ello en tiempo del Concilio Vaticano II y de los Papas Juan Pablo I y Juan Pablo II, fue por una larga vida ministerial consagrada a la Santa Iglesia (en Valladolid, Astorga, Barcelona y Toledo...), por los años desgranados en una entrega comprometida a permanecer en Cristo.

“Me ha tocado vivir mi sacerdocio durante estos 50 años – explicaba don Marcelo en sus Bodas de Oro- en una época difícil, de muchas “transiciones”. Doy gracias a Dios incesantemente. Siempre he tratado de canalizar mis pobres energías por el cauce ordenado y fecundo de la auténtica renovación querida y promovida por quien en la Iglesia de Dios tiene mandato y responsabilidad para ello (Pablo VI). Vi claramente que otros caminos no eran acertados...”

Cuando fue plenamente consciente de que el Señor le llamaba a vivir la caridad que ha de conformarnos con el sello de la divina semejanza, don Marcelo renovó su entrega total con esta oración sencilla: “Estoy contento de haberte ofrecido mi vida porque Tú me llamaste. Ahora que llega a su fin, recíbela en tus manos como un fruto de la humilde tierra, como si fuera un poco del pan y del vino de la Misa; y preséntala al Padre, para que Él la bendiga y la haga digna de habitar junto a tu infinita belleza, perdonando mis faltas y pecados, cantando eternamente tu alabanza, lleno mi ser del gozo inefable de tu Espíritu”.

Dos años hace que nos dejó don Marcelo. Parece, sin embargo, que han pasado ya lustros. ¿Será porque quedamos muchos huérfanos? ¿Será porque ha habido tantos cambios en estos meses que nos parece estar estrenando una época nueva? Sólo el Señor, a quien ya ve cara a cara, lo sabe... “¿Crees, me dijo un día, que, cuando me nombraron Obispo, sabía yo ser Obispo? A serlo se aprende, siéndolo”.

El año 2001, don Marcelo daba gracias al buen Dios por sus 60 años de sacerdocio en una concelebración con sacerdotes jóvenes que le acompañaban y que agradecían, a su vez, sus 6 primeros. A corazón abierto les comentó:

“Ha llegado la hora en el clero de hacer mucho más la communio ecclesialis. No sólo teológica ni espiritual; tiene que ser también una communio laboral, en que pongamos en común nuestros afanes y nuestra falta de miedos. La Iglesia... no tiene por qué tenerlos.... Lo que hace falta son iniciativas nuevas que se producirán en todo momento cuando hay un buen corazón. A ello se añade, queridos sacerdotes, otro detalle, muy personal en cuanto a mí se refiere. Da la casualidad de que hoy es cuando yo fui ordenado sacerdote, hace sesenta años, en el Santuario Nacional de la Gran Promesa. Estaban mi madre y mi hermana. Mi madre vivió poco después; mi hermana, más; vivió bastante tiempo, me ayudó mucho. De tanto estar junto a mí, casi entraba en la categoría de “sacerdotisas”, y podía en algunos momentos dar una opinión o sugerir una idea. Y no era ninguna sugerencia torpe. Pero también marchó ya al cielo. Y ahora mis hermanos sois vosotros. Vosotros lleváis muy pocos años de sacerdotes: seis. Y yo sesenta. Total, la diferencia es un cero... En todo es igual. Por diversas diócesis, diversos ministerios..., pero en todo hermosa y grande. Un día, no sé cuándo, tengo yo que hablar de la belleza de la Iglesia; porque es bellísima la Iglesia desde que Cristo envió a los apóstoles: Id y predicad todo lo que Yo os he enseñado...
Belleza de la Iglesia, la cual cuanto más pobre sea, más hermosa va a ser. Tiene que aparecer una Iglesia muy pobre pero muy rica de confianza, de corazón, de darse a unos y a otros. Esto se está preparando. Van a surgir movimientos eclesiales nuevos. Y tendremos que prepararnos con todo nuestro amor y nuestra firmeza juvenil, la de todos, para servir al mundo como tiene que ser servido. Esperemos que así sea. Esperemos verlo. Tengamos la convicción de que van a surgir muchas actitudes en sacerdotes jóvenes y en sacerdotes mayores, muchas iniciativas que van a ilustrar el modo de vivir el Evangelio hoy con mucha más fuerza que hasta aquí”.

 

Programa sencillo, realizable, acariciado por muchos. En plena coincidencia con el que nos ha dejado Benedicto XVI a las familias de España, en el V Encuentro Mundial de las Familias. Fueron buenos amigos los Cardenales Ratzinger y González Martín. Para el libro de don Marcelo “En el corazón de la Iglesia”, había escrito, ya en el año 1987, el entonces Prefecto de la Congregación de la Fe:

“Hazte presente, Jesús, buen Pontífice, en medio de nosotros, como estuviste en medio de tus discípulos”, se decía en la antigua liturgia mozárabe, en cuya renovación tantos desvelos y trabajos ha puesto el Cardenal González Martín.

La piedad eucarística nos lleva a una devoción cristológica de inmediatez. Por eso la devoción a Cristo Jesús, el Hijo de Dios que se hizo carne (1 Jn 4,1; 2 Jn 7) y que, por ello, no puede prescindir de su humanidad, para no ser superficial tiene que llevar a su Corazón. En efecto, el “Corazón” es lo decisivo en el hombre y lo que permite valorarlo plenamente. San Jerónimo con gran claridad expresaba esta idea, rica para la antropología cristiana, cuando escribió: “Se pregunta dónde está lo principal del alma: Platón dice que en el cerebro, Cristo muestra que está en el corazón” (Epístola 64, 1)... Deseo que el catolicismo español siga siendo hoy lo que siempre fue al servicio de la Iglesia (3).

 

Sobre la tumba de don Marcelo en la Catedral Primada se han cincelado estas frases:

“Padre en el Concilio Vaticano II, cuya doctrina aplicó fielmente.
En tiempos difíciles, fomentó las vocaciones consagradas.
Predicó con ardor la Palabra de Dios.
Amó fervientemente a la Iglesia y a todos”.

(1) San Agustín, Conf. 1.1.1.
(2) San Agustín. La Ciudad de Dios 10.6
(3) Joseph Cardenal Ratzinger, Prólogo a Obras del Cardenal Marcelo González Martín, T. III, En el corazón de la Iglesia, Toledo 1987, X y XII

 

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