TRES CONMEMORACIONES TERESIANAS
(24 de agosto de 1972)

 

            Hoy celebra la Iglesia la fiesta de San Bartolomé, apóstol, al cual se refiere el texto evangélico que nos ha sido leído. Poco más sabemos de él que estos detalles muy parcos, escuetos, que nos refiere el Evangelio.
            A la muerte del Señor, parece cierto, según una tradición no desdeñable, que San Bartolomé marchó a predicar el Evangelio de San Mateo, hacia la India. No tiene nada de extraño que fuera así. Y aunque pueda discutirse un poco el dato geográfico, según la extensión mayor o menor que pueda darse a los nombres, tal como entonces se conocían, de lo que sí podemos estar seguros es de que los apóstoles entendieron y cumplieron muy bien lo que el Señor les había dicho: “Id por todo el mundo, y predicad el Evangelio a toda criatura”. De manera que no tiene nada de extraño en absoluto el que ellos, no obstante su pobreza de recursos y medios naturales de toda índole, se lanzaran hacia el mundo entero.
            Comentando San Ambrosio la elección de los apóstoles, nos habla de que el Señor –tal como nos lo transmite el Evangelio de San Lucas- antes de llamarlos para formar definitivamente parte del grupo apostólico, pasó la noche en oración. San Ambrosio hace consideraciones muy bonitas sobre este detalle de la vida del Señor, que quiso pasar aquella noche en oración, Él solo. Dice él: “Si no me engaño, no consta en ningún sitio que Cristo se pusiera a orar alguna vez con los demás apóstoles: oraba siempre Él solo”.
            No debemos sacar de aquí lecciones inconvenientes, porque el mismo Señor es el que dice que “cuando dos o tres están reunidos en su nombre, allí está Él en medio de ellos”. Y, por consiguiente, es Jesucristo mismo el que quiere que nos reunamos en su nombre para orar, para trabajar, para comunicarnos nuestros anhelos apostólicos, para fortalecer nuestros deseos y nuestros propósitos de vida cristiana.

Oración en soledad

            Ahora bien, esta observación de San Ambrosio es muy importante tenerla en cuenta, porque hoy se aprecia poco el valor de la oración en soledad. Es un error. Por mucho que avance el movimiento litúrgico, y por muy justificada que esté la oración comunitaria, nunca deja de tener valor y de ser exigible la oración personal y propia de cada uno. Y como el Papa ha recordado varias veces en estos años, esta oración personal, propia, es precisamente la que da sentido y fervor a la oración comunitaria. De lo contrario, se corre el peligro de que la oración comunitaria se convierta en un simple rito puramente externo. Todo lo contrario de lo que pretendía el movimiento litúrgico.
            San Ambrosio recuerda esto al escribir sobre la elección de los apóstoles, uno de los cuales es este cuya fiesta celebramos hoy: San Bartolomé. Como recuerda también que Jesús eligió a hombres sencillos, humildes, ignorantes, para confiarles la misión más trascendental que Dios ha podido confiar a unos hombres en la tierra, exceptuando la misión particular que confió a la Santísima Virgen María.
            Eran hombres sencillos, sin cultura, carentes de toda clase de instrumentos de eficacia humana, tal y como los hombres solemos valorarla en nuestros criterios formales. Y, sin embargo, es lo que eligió el Señor Jesucristo. En ellos se apoyaba, para demostrar que la fuerza tenía que venir de Dios, no de los hombres.
            Los dos detalles que San Ambrosio comenta tienen una aplicación muy particular y adecuada a vosotras, religiosas carmelitas, y, de alguna manera, a cuantos estamos aquí participando con júbilo justificado en estas fiestas que hoy conmemoramos. Porque fue en este día cuando Santa Teresa inauguró el monasterio de San José.
            Ahora mismo comentaba yo con los venerables capitulares que están aquí concelebrando conmigo la santa misa, esta tradición venerabilísima que ellos conservan: el capítulo de la catedral de Ávila acude siempre, en este día, al monasterio de las Madres Carmelitas de San José, recordando el interés, el apoyo y protección que sus predecesores en el cabildo catedral de Ávila prestaron a la Reforma que Santa Teresa iniciaba.

La oración de Santa Teresa

           Yo creo que Santa Teresa también oró a solas muchas veces, aquí. Y ella también era una mujer humilde, sencilla, enriquecida con unas dotes humanas extraordinarias que el Señor quiso regalarle, por supuesto. Pero en cuanto a cultura y medios naturales para acometer la obra de la Reforma, no podemos decir que los tuviera en la mano de un modo especial. Contaba exclusivamente con su fe y con su entrega al Señor, como los apóstoles.
            Tampoco ella desdeñaba la oración comunitaria. Al contrario, la iba a fomentar. Pero cuánto insistió después –porque la había practicado antes y siguió practicándola durante toda su vida- en la oración en soledad. Esta fue la que la hizo fuerte. Ella fue la que de verdad la enriqueció constantemente, y así, como este San Bartolomé –a quien festejaría también en aquel día inaugural de su primer monasterio- se lanzó a predicar el Evangelio de la Reforma por todos los caminos de España.
            Ella también fue a la India, en cierta manera. No tuvo dificultad alguna para pasar “fuertes y fronteras”, para acudir a regiones muy diversas de la geografía española, para ponerse en contacto con hombres, costumbres, instituciones civiles y religiosas de la más variada índole. Porque para ella resonaban también las palabras del Señor: “Id por todo el mundo…”. El Evangelio, para ella, era esta misión que el Señor le había encomendado.
           

Otro gran orante: San Juan de la Cruz

            Vosotras, además, celebráis hoy, o en estos días, aparte del recuerdo que dedicáis a un hecho trascendental en la vida de Santa Teresa: su Transverberación, otro hecho que bien merece ser recordado: el de la venida de San Juan de la Cruz a este monasterio, como confesor. Porque se cumple este año el IV Centenario.
Otro gran orante. Otro gran amigo de la soledad, y de los hombres, pero porque empezaba siéndolo de Dios. Y, de esta manera, su influencia poderosa en el orden del espíritu se ejerce sobre Santa Teresa, sobre las monjas de este monasterio y sobre otras muchas personas a las cuales va llegando el ejemplo de su vida, con las incomprensiones soportadas, y las persecuciones sufridas, incluso la de la cárcel en que tuvo que penar sin haber cometido delito alguno. ¡Es otro gran apóstol del Señor!

El perfume de los recuerdos

            ¡Cómo se juntan vuestros recuerdos, queridas religiosas!, y hacéis muy bien en evocarlos y en mantenerlos. En una orden religiosa, y de tan robusta tradición familiar como la vuestra, encuentro muy justificado que tengáis la delicadeza de buscar las fechas, incluso de los pequeños acontecimientos, que se han ido sucediendo a lo largo del tiempo en la historia de vuestra vida religiosa. Tiene un encanto singular el que vosotras, las monjas carmelitas, sepáis celebrar estos centenarios, estos aniversarios de cosas que, a quien contemple los hechos con una mirada más general, más amplia, acaso puedan decirle poco. Pero a quienes viven dentro de la intimidad de la familia, le significan muchos. Es una prueba de delicadeza de espíritu, del sentido de gratitud, del deseo de que perseveren las cosas buenas en el recuerdo y en la conmemoración, para que sigan teniendo una influencia actualizadora en los momentos que ahora vivís. Yo encuentro perfectamente justificado que celebrarais fechas, por ejemplo, como éstas: la del día en que apareció –si es que consta- tal libro de la santa madre: Las Moradas, el Camino de Perfección… Si se supiera con exactitud  cuándo aparecieron esos libros, merecería la pena celebrarlo. O bien, la plantación del avellano, o bien tal visión que ella tuvo. Estoy seguro de que vosotras os esforzáis por recordar un poco todo esto, más todavía que en vuestros libros de costumbres, en el corazón vivo de vuestra devoción filial a Santa Teresa; estoy seguro de que no se os escapan estas fechas. Sabed que, desde fuera, lo valoramos también, y que lo encontramos perfectamente legítimo; más aún: que nos parecería un olvido imperdonable el que no se prestara atención, dentro de la corriente de vida familiar teresiana, a estos detalles que son como el perfume de las pequeñas cosas.
            Es ese perfume indefinible de la vida de familia que, las personas de la misma sangre y de un mismo espíritu llaman recuerdos, tradiciones, que tienen a gala conservar. La madre en el hogar, el padre, los hijos mayores, mientras están en casa o cuando vuelven a ella de cuando en cuando, se fijan con cariño, cualquier día, en una fotografía en que pervive el pasado; o en tal mueble que se compró con ocasión de aquel acontecimiento feliz; o en aquel recuerdo con que el esposo quiso un día obsequiar a su mujer o en un regalo que los hijos ofrecieron a sus padres… y todo esto no es exteriorismo; es la actividad del alma de la familia derramada en los pequeños acontecimientos, que tienen el valor de intensificar y de hacer perdurar las vivencias de los seres queridos.

La presencia de Santa Teresa

            Esta familia vuestra –la de Santa Teresa de Jesús- tiene que recordar todos estos detalles con singular cariño. Pero entre todos los monasterios de carmelitas, estos dos de Ávila. Si vosotras no lo hacéis, ¿quién puede hacerlo? Estas casas, la de La Encarnación y la de San José, todavía conservan, dentro de sus muros, algo de esa casi palpable presencia de Santa Teresa de Jesús. Y es ella, tan grande y tan magnífica, con todos los dones con que Dios la adornó, y con su manera de corresponder a ellos, la que debe ser recordada constantemente por vosotras.
            Por mi parte, yo me alegro mucho de haberme podido asociar una vez más a vosotras, en la celebración de esta fiesta.
            Recojo no solamente las oraciones vuestras, sino las de este pequeño grupo de personas que están con nosotros aquí, esta tarde. Y esta oración vengo a ponerla en el altar de la misa, para ofrecerla con el sacrificio del Señor, en recuerdo de todas las maravillas que el Señor ha ido obrando sobre vosotras y sobre vuestra orden, a lo largo del tiempo.

Las huellas de los santos

            Al mismo tiempo que, como discípulos de la fe cristiana, tenemos un recuerdo agradecido al apóstol San Bartolomé –aquel hombre de corazón sencillo en quien no había dolo ni engaño, y que sirvió a Jesús con perfecta lealtad hasta la muerte- al mismo tiempo, digo, fomentamos dentro de nosotros un idéntico recuerdo a esas otras almas apostólicas –concretamente las de Santa Teresa y San Juan de la Cruz- que a lo largo del tiempo han seguido la misma huella y el mismo ejemplo: ir predicando el Evangelio, servir a Cristo con fe y con amor, hacer reformas empezando por reformarse a sí mismos, y orar en comunidad sin olvidarse nunca de la oración a solas. Tratando en ella, primero con Dios, para poder tratar mejor, después, con los hombres.
 

 

Inicio

Homilías