EL DARDO DE ORO Y LA FIDELIDAD A LA IGLESIA
(26 de agosto de 1984)

Os saludo a vosotros, querido señor vicario general y sacerdotes; a vosotras, comunidad de religiosas Carmelitas Descalzas de la Encarnación; y a todos vosotros, hermanos en Jesucristo; y particularmente a este grupo de seminaristas de Toledo que han venido esta tarde aquí desde la abadía benedictina del Valle de los Caídos, donde están celebrando un cursillo de verano. Me alegro de que hayan tenido esta delicadeza de unirse a nosotros en la fiesta de la Transverberación de Santa Teresa de Jesús. Es una fiesta muy propia de la Orden Carmelitana y, como habéis podido deducir de la lectura de ese pasaje del capítulo XXIX de su Vida, particularmente propia de la comunidad de este monasterio, porque es aquí donde tuvo lugar el hecho que conmemoramos. Ya hace muchos años que venimos reuniéndonos movidos de este amor a Santa Teresa de Jesús, y también por el respeto que sentimos hacia estas nobles costumbres y tradiciones que dentro de la orden forman lo que podríamos llamar “aire de familia”.

Tradición teresiana

Pero es precisamente este hecho el que se conmemora, no otros tantos hechos como hay en la vida de Santa Teresa, al menos con este carácter generalizado y público. Porque las comunidades de religiosas carmelitas –también los frailes, por supuesto, pero en ellas es más natural-, dentro de lo que son las normas de vida propia de su calendario, celebran muchas fiestas de Santa Teresa, que conmemoran tal o cual episodio de su vida. Esto enriquece y fomenta la continuidad de una tradición teresiana, y solamente ellas son capaces de valorar en todo lo que es digno de ser valorado ese detalle de atención a lo que la tradición familiar va reclamando año tras año, en sus propias comunidades. En alguna ocasión, como digo, la conmemoración se extiende a todos, e incluso llega a tener un señalamiento preciso en el calendario religioso: tal es el caso de esta fiesta de la Transverberación del corazón de Santa Teresa. Pero hoy prevalece la liturgia del domingo y por eso yo tengo que referirme a las lecturas que nos han sido ofrecidas. Lo voy a hacer brevemente.

El misterio de Cristo Redentor

A lo largo de los domingos del año, se nos va presentando el misterio de Cristo Redentor, de Cristo Salvador nuestro y algunas veces se habla también de manera expresa de la Iglesia, que es la institución que Cristo dejó en el mundo para asegurar que llegue a todos los tiempos y lugares de la obra de la Salvación que Él realizó. Hoy, en este domingo XXI del Tiempo Ordinario sucede precisamente esto: se nos habla de la Iglesia, y es muy interesante tenerlo en cuenta. En la primera lectura se nos ha ofrecido un pasaje del profeta Isaías, en que se habla de que el Señor quita al mayordomo de palacio. En el palacio del rey David, la casa de David, Jerusalén, en una palabra, está como representándose lo que era la alianza antigua. Dios quita al mayordomo, al administrador de los bienes de la alianza antigua porque no es fiel y lo sustituye por otro, en el que sí que tiene confianza, Eliacín, a quien Él da poderes, facultades e incluso el símbolo del poder, la túnica, como si fueran las llaves. Llega a decir que lo que él cierre no lo abrirá nadie, y lo que él abra nadie podrá cerrarlo.
¿Qué os parece esto que dice el profeta Isaías, tantos años antes de que viniera Cristo al mundo? Es como una anticipación profética de lo que va a suceder, cuando Jesucristo establezca su Reino en este mundo y venga ya a cuidar Él –porque lo formará y lo constituirá Él- de su Palacio, del nuevo reino, de la nueva casa de David. En el Antiguo Testamento se nos profetiza; en el Nuevo se realiza.
Cuando Cristo pregunta a los apóstoles: -“¿Quién dice la gente que soy yo? Y vosotros, ¿qué pensáis?, ¿quién creéis que soy yo?” Pedro toma la palabra en nombre de todos y dice: -“Señor, tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Y en el acto Cristo le dice, expresándole con palabras de bienaventuranza todo lo que siente por esta proclamación del discípulo: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás; solo Dios ha podido revelarte esto”. Y vienen las palabras de Cristo sobre la Iglesia: “Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no la derrotarán. Te daré las llaves del Reino de los Cielos, lo que tú ates será atado en el Cielo, y lo que tú desates en la tierra será desatado en el Cielo”.

Alianza con la humanidad

El Antiguo Testamento cambió el mayordomo del palacio de la casa de David, estableciendo otro que es fiel, símbolo de lo que va a suceder unos siglos más tarde en el plan de Dios sobre la salvación de los hombres. La venida de Cristo al mundo y predicación del Evangelio, es ya la realización, cara a una nueva alianza con la humanidad entera, del plan de Dios que salva a todos, no solo al pueblo de Israel. Este reino tendrá continuidad: la Iglesia. En la Iglesia habrá un Vicario de Cristo: Pedro, el cual tendrá también llaves para cerrar y para abrir. Y así hasta ahora, así vamos caminando los cristianos, así vivimos los hijos de la Iglesia católica.
Sería interesantísimo que el pueblo cristiano llegar a adquirir una cierta cultura bíblica, sencilla y elemental, para poder leer cada domingo, y no solo los domingos, sino en muchas ocasiones, pasajes de la Biblia en que van así como dibujándose los perfiles preciosos de la Historia de la Salvación; y ver cómo Dios ha querido realizarla, para evitar el que caigamos en un cristianismo sin base, un cristianismo subjetivo, lleno de meras aspiraciones que lo da todo por bueno con tal de que todo proceda de una buena intención. En la Iglesia no podemos obrar así. En la Iglesia tenemos que actuar y vivir con esperanza, por supuesto, con amor también, pero atentos a una ley y a una exigencia que están señaladas por Aquel que ha dado las llaves a alguien que puede atar y desatar. El cristianismo no lo inventamos nosotros, no está a merced de lo que podamos decir en cada siglo, no cambia por el hecho de que cambien los tiempos.

Es el Papa el que asegura la fidelidad

Esto que hoy se oye decir tantas veces, que desde el Concilio Vaticano II para acá todo es distinto porque la Iglesia, el sacerdote, el estado religioso y la relación del Evangelio con el mundo obedece a otras normas y principios, esto es radicalmente falso, p ero se ha extendido como una plaga y nos hace daño a todos. Porque para recibir con docilidad y con amor las orientaciones del Concilio no hay que prescindir nunca de la obediencia a quien tiene el poder de las llaves. Es el Papa el que asegura la fidelidad; esto es lo principal del ministerio del Papa: garantizar la transmisión fiel del depósito revelado y lograr que entre nosotros los cristianos se salve siempre la unidad. Está comprobado que cuando perdemos de vista esta guía y esta orientación, en cuanto perdemos de vista las normas que los Papas dan a su Iglesia en nombre de Cristo, surgen las divisiones, se producen los cismas, trata de sobreponerse a lo que es la exigencia del Evangelio el criterio personal de unos o de otros.
Así la Historia, con las herejías y los movimientos cismáticos, va demostrándonos que es un camino equivocado el de querer sustituir esta norma, esta exigencia que establece Cristo para su Iglesia, por las efusiones de la libertad de pensamiento y corazón, con el propósito –según dicen- de hacer un cristianismo más grato, más adaptado a los tiempos, más provechoso para el hombre de hoy. Las adaptaciones no pueden consistir nunca en transgredir lo que el Evangelio de Cristo nos señala; tenemos que defenderlo todos pensando que de esta manera somos fieles a lo que Cristo quiso para su Reino.

Amar mucho

Este es el ejemplo que podemos deducir una vez más de la vida de Santa Teresa. Al comentar este episodio de la Transverberación alguien podría, juzgándolo ligeramente, sacar las consecuencias contrarias y decir que lo que importa, a ejemplo de Santa Teresa, es amar mucho y, amando mucho, viviendo el Evangelio así, con ese corazón generoso con que ella lo vivió, se hace todo lo que haya que hacer en la Iglesia, y el Espíritu Santo nos utilizará para que seamos portavoces suyos, obrando en todo momento con sentido creador y buscando esa suave revolución de los espíritus, que es lo que necesita la Iglesia de hoy para ser más viva y para actuar con más fuerza en el mundo de hoy.

Fray Pedro de Alcántara

Pero fijaos: junto al capítulo XXIX de la Vida, en que Santa Teresa narra este episodio del querubín que atraviesa su corazón con un dardo de oro, en cuya punta había como fuego, está el capítulo XXX de la misma Vida, en que ella nos habla de cómo para salir de dudas sobre si todo esto que le venía sucediendo venía de Dios o no, siente la alegría de saber que se encuentra aquí fray Pedro de Alcántara, el confesor penitente del que, dice ella, “ya me habían dicho que se sabía que por más de veinte años venía llevando sobre sí cilicio de hojalata de una manera continua”. A San Pedro de Alcántara va a contarle entonces todo lo que en su interior está pasando para que el santo de la penitencia y del rigor le diga si va por buen o mal camino. La santa de los éxtasis, des visiones enamoradas de Cristo, de la efusión de un corazón ardiente, etc., no confía en su juicio, no se entrega únicamente a su impresión personal; busca la luz de Dios en los hombres santos que pueden dársela. En confesión le explica todo a San Pedro de Alcántara y le pide su consejo, y este la tranquiliza diciendo que sí, que siga por aquel camino, porque todo aquello es obra de Dios.

Vive dentro de la Iglesia

O sea: el éxtasis y la obediencia, la mística más subida y la observancia más detallada, el anhelo ardiente de amor a Cristo hasta el punto de que difícilmente puede superar nadie a Santa Teresa en este aspecto de su vida religiosa, y a la vez la mortificación y la penitencia que ella también admitirá en su vida, sobre todo ante el ejemplo que le dan estos hombres santos. No interpreta ella el cristianismo a su gusto; busca a quienes hablan y actúan en nombre de Cristo. Vive dentro de la Iglesia, en la Iglesia hay una ley y una norma y ella la ama y se somete. Este es el ejemplo y el secreto de la fecundidad de su vida que tantas veces se puso de manifiesto, cuando observamos cómo en Santa Teresa va produciéndose la armonía entre lo que podíamos llamar el desbordamiento de los carismas y la obediencia a la jerarquía en nuncios, superiores generales y obispos. La Iglesia, y con la Iglesia, Cristo. Las dos ideas y los dos amores juntos en la vida de aquella santa a la que dedicamos hoy nuestro recuerdo.

El magisterio del Papa

Queridas monjas Carmelitas, de esta manera vosotras celebráis, una vez más, esta fiesta tan íntima. Estoy seguro, al leer este capítulo XXIX de la Vida de vuestra santa madre, de que os habrá despertado en muchos momentos el deseo de poder recibir también un dardo como ese; que atraviese vuestro corazón para amar más y más a Jesucristo. Nosotros nos unimos a esta comunidad en la oración que hacemos hoy aquí y en el recuerdo que hoy tenemos para vuestra santa madre fundadora, pero también nos unimos en el amor a la Iglesia. Queremos y suplicamos que infunda entre los fieles de esta Santa Madre Iglesia la persuasión cada vez más fuerte de que no puede hacerse nada fecundo y provechoso si se desprecian sus santas leyes y sus normas. Algo de esto es lo que nos está pasando desde hace unos años; por haber dejado a un lado el magisterio del Papa en tantos aspectos como ha venido guiándonos, vamos viendo cómo en la Iglesia se han erosionado muchas instituciones y muchos valores que eran irrenunciables. Hay que procurar restaurarlos. En nada se opone a la renovación que pide el Concilio Vaticano II la restauración de estos valores. Por el contrario, el Papa nos está diciendo –así nos dijo en España y así volverá a decirlo ahora cuando pase de nuevo por nuestra patria en dirección a América- que seamos fieles, que con esa fidelidad sigamos dando el tributo de nuestro amor a la Iglesia y a los santos que, como Santa Teresa de Jesús, tanto se han distinguido en su amor y en su servicio. Así sea.

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