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“VIVO SIN VIVIR EN MÍ, Y TAN ALTA VIDA ESPERO…” Saludo al ilustrísimo señor vicario general de la diócesis, y a los queridos sacerdotes concelebrantes; a vosotras, Carmelitas del convento de la Encarnación; y a todos vosotros, hermanos, religiosas de diversas congregaciones, y seglares. También a ese grupo de alumnos del Seminario de Toledo que están haciendo un curso de verano y se han acercado hasta aquí, igual que hicieron el año pasado en este día. Y de manera particular saludo a un grupo de ocho sacerdotes de Hungría que están celebrando con nosotros la santa misa; nos han dicho que celebran sus treinta años de sacerdocio, han peregrinado a Fátima y al regreso a su patria han pasado por aquí, por este lugar que es ya universal por los motivos teresianos y, al saber que hoy celebramos esta fiesta, han querido unirse con nosotros y aquí están concelebrando la santa misa. Fiesta de familia Hoy celebramos, digo, nuevamente, la fiesta de la Transverberación de Santa Teresa, este recuerdo que hacemos anualmente de esa visión que tuvo la santa y de los efectos maravillosos que sintió: aquel dardo con la punta de fuego clavado en su corazón, que la hizo sentir inmenso dolor juntamente con gozos inefables. Esta es una fiesta muy de familia, muy de familia, ya lo he recordado otras veces aquí, porque son muchos los años en que acepto vuestra invitación, del señor obispo, de vosotros, sacerdotes, de las monjas Carmelitas y de todos. Vengo predicando en eta misa, y siempre me fijo precisamente en el hecho que conmemoramos: esta Transverberación de Santa Teresa en su corazón, del amor de sus entrañas, entre dolores y alegrías inefables, es una fiesta de familia. No debe desaparecer, queridas Carmelitas. La Santa Iglesia en su liturgia para la familia de la orden mantiene la fiesta; es una memoria litúrgica que se hace de un hecho singular en la vida de Santa Teresa. La resurrección de Jesucristo, la fiesta de las fiestas Los cristianos formamos una gran familia, y dentro de la familia se toman los alimentos que van nutriéndonos día tras día. El alimento sustancial es el que nace de la Resurrección de Jesucristo. Es la fiesta de las fiestas la que todos los domingos del año nos congrega y nos hace recordar las palabras del Señor y recibir la Eucaristía que Él nos dejó como prenda de su gloria y fruto de su Resurrección: esa es la gran fiesta. Pero, repito, somos una familia en que hay hijos mayores y más pequeños, momentos más delicados y más solemnes, igual que en cada hogar. No se ponen sobre la mesa cada día todos los manjares. En una familia van ofreciéndose según el curso de los días, según los hechos que se celebran, según las presencias de los que forman parte de esa familia. Pero en la familia no se desprecia nada, ni el banquete del día mayor ni el poquito de pan y agua –si no hay otra cosa-, alimento de nuestra peregrinación diaria. En la familia no se desprecia nada. Todo tiene su valor. Llega una fiesta como esta, recuerdo de un dato concreto de la vida de Santa Teresa, y aunque la liturgia no la ofrezca a la consideración de todos los fieles, en la familia carmelitana es lógico que se celebre. Hoy no habrá ningún monasterio de Carmelitas Descalzas en que no haya este recuerdo piadoso del corazón de quienes forman sus comunidades para esa gracia mística que tuvo Santa Teresa al recibir la merced del dardo; pero quizá ningún monasterio del mundo lo puede celebrar con la solemnidad ni con los títulos y derechos legítimos que este monasterio de la Encarnación de Ávila. Porque es aquí donde ese hecho sucedió, es en estos lugares, probablemente hacia esa parte de la capilla, donde Santa Teresa, aquel día del que ella habla en el capítulo XXIX de su Vida vio cabe sí un ángel pequeño, pero hermosísimo de esos que llaman querubines… Todo lo demás ya nos ha sido leído y recordado por el querido capellán del convento que todos los años nos ofrece la lectura de esa hermosa página del Libro de la Vida. Dios es el que llama Discurramos brevemente: en la vida cristiana todo arranca de la llamada de Dios al hombre. Es Dios el que se anticipa con su amor, con su gracia, y llama de mil maneras. Por no citar más que una, dentro del pueblo cristiano nos llama con la educación y el ejemplo que pueden darnos nuestros padres, con la predicación de la Palabra de Dios por sus sacerdotes; es decir, con la acción normal de la Iglesia, prescindiendo de otros llamamientos particulares que pueda hacernos sentir. Dios es el que llama, cierto; el hombre se dispone, mejor o peor, y mientras, tiene el honor de ser cristiano y, si no reniega del mismo, podrá vivir su vida cristiana con mayor o menor fidelidad, pero responde generosamente.
Fuego que purifica De manera que, a medida que vamos correspondiendo cada vez más en nuestra vida, en medio de nuestras tribulaciones y según nuestro estado, el vuestro o el nuestro, según crece nuestro amor nos purificamos cada vez más. Pero esa purificación no se hace nunca sin lucha, sin dolor. Y ese dolor que hay que sentir y vivir para permanecer fieles trae nuevas alegrías, y así nos encontramos con personas del mundo, vosotros igual que nosotros, jóvenes y adultos, que sufren en su respuesta a Dios, pero a la vez que tienen esos sufrimientos y contradicciones, se sienten felices de ofrecerlos. Y en el silencio de sus almas, en momentos de oración que solo Dios conoce, en ese diálogo invisible del alma cristiana –muchas veces fervorosa- con Dios nuestro Señor, está produciéndose una elevación cada vez mayor. Van desapareciendo los obstáculos del pecado, la concupiscencia, las ambiciones, los egoísmos, no sin lucha. Todo eso cuesta, exige esfuerzo pero purifica. Ahí tenéis: irrupción de Dios en la vida de las almas, respuesta de las almas a la gracia, dardo que quema y atraviesa, fuego que purifica, santidad que se va logrando poco a poco; este es el progreso, esto se da más o menos en todos. Dejar que entre Dios Santa Teresa recibió una merced muy particular, Dios la eligió para una misión concreta en la Iglesia, según nos dice la oración que recitamos en la santa misa de hoy. Él la preparaba con gracias especiales, pero el camino es el de siempre, y ella lo dice llena de gozo, pero llena de dolor: “Al que crea que miento, lo único que le deseo es que el Señor le haga sentir lo mismo que yo sentí aquel día”. Asombroso viaje del Papa Hace unos días, el Papa ha vuelto al Vaticano después de su viaje fatigoso por África. ¡Asombroso viaje del Pontífice de Roma por esos países en los que hace 100 años prácticamente no se conocía el Evangelio, no había ni un obispo nativo, y hoy son 340 los obispos africanos! El Papa ha predicado el Evangelio y ha pedido lo mismo: que se acepte, aun dentro de la propia cultura y costumbres, lo que el Evangelio trae de nuevo, la novedad del Evangelio. No que el Evangelio se acomode a la cultura africana, sino que esa cultura, igual que la europea, o la de cualquier lugar del mundo, abra las puertas, en sus dimensiones múltiples, a la llamada de Dios a través del Evangelio. Aunque cueste, aunque el dardo de esa llamada rompa el corazón y abrase las entrañas de los hombres y las mujeres de los pueblos. En la medida en que se responde a esa llamada va produciéndose la conversión constante de los hombres y la marcha triunfal de la Iglesia por el mundo, pero siempre entre persecuciones, entre dificultades, bajo el fuego abrasador de un dardo que, si por una parte trae delicias al corazón que abre, por otro trastorna los esquemas mentales tal como los tenemos los hombres que vivimos en este mundo. “Vivo sin vivir en mí” Queridas hermanas Carmelitas, habéis cantado esa letrilla de Santa Teresa cuando yo entraba en la iglesia. Deseamos seguir oyéndola. Y os voy a decir algo que quizá vosotras no conocéis. Hace muy poco tiempo, el día 25 de julio de este año, fiesta del Apóstol Santiago, yo fui a celebrar a un pueblo de Toledo, a Cuerva, el 400 aniversario de la fundación del convento de Carmelitas Descalzas de allí. No llegó a estar presente Santa Teresa; sí que estuvo algunos meses su Letradillo, la Beata María de Jesús. El pueblo estaba en fiestas porque quiere a sus monjas, quiere a su convento. Me habían invitado con mucho tiempo de anticipación para que, dentro de mi agenda, marcase esa fecha; no podía tener excusa para no cumplir con la invitación que me hacían. Estuvo todo el pueblo; era hermoso: uno de esos pueblos españoles que quedan todavía en nuestras regiones, que saben valorar el hecho de que estén allí unas monjas carmelitas durante 400 años. Los vecinos, las familias, los niños, los jóvenes…, la víspera por la noche, el pueblo se reunió en la plaza para juntos beber un vaso de limonada y tomar unas almendras que las mismas monjas les habían ofrecido desde su convento, y bailar, bailes típicos y honestos. En la plaza se descubrió una lápida, con el alcalde, autoridades y todos sintiéndose orgullosos de albergar allí esa familia de 400 años, hijas de Santa Teresa. Cuando yo hacía reflexiones con ellos, lo mismo en la misa que después, en las horas que pude estar yo allí, me decía el alcalde, y con él algunos otros: -“No estamos dispuestos a que esto nos lo quite nadie. Para nosotros es el máximo orgullo poder tener aquí a estas monjas con nosotros; somos muy débiles, pero queremos ser buenos, sabemos que ellas rezan, nos ayudarán a superar dificultades”. ¿Veis?, la irrupción de Dios por caminos diversos en el corazón de los hombres. Por eso, en esas fiestas se manifestaban así, con toda sencillez, y cantaban las letrillas de Santa Teresa que se habían conservado precisamente ahí, en ese convento de Cuerva, y en el siglo XVIII fueron descubiertas en unos cuadernillos que se conservaban en un baúl del convento: Y algunas otras de las que habéis cantado y que recordamos siempre en las fiestas teresianas. Allí se habían conservado; quizá se hubieran perdido si no fuera por el feliz hallazgo que un día se produjo de esas coplas tan bonitas, tan nacidas del corazón transverberado de amor. |
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