CENTENARIO DE LA MUERTE DE SAN JUAN DE LA CRUZ

26 de agosto de 1991

 Cuando don Nicolás nos lee año tras año este capítulo de la Vida de Santa Teresa, tan pausadamente, nos hace sentir de manera profunda, no solo la belleza literaria con que está escrito, que es espléndida –es un pasaje del estilo de Santa Teresa que puede ponerse como modelo en las preceptivas literarias-, no solo eso, sino la descripción, el contenido del prodigio y la sinceridad con que la santa hace la narración con una ponderación delicadísima. No hay ninguna exageración, pero no cabe decir más. Sobre todo ese final, cuando dice: “Algunos dudarán y dirán que estoy diciendo cosas raras; pues lo único que deseo es que lo experimenten igual que yo”. Es la generosidad de los santos. Al ponderar ella el deleite que le produce –porque supera el placer espiritual al dolor que está padeciendo con la herida del dardo-, al ponderarlo, lo desea a todos los demás.
¿No creéis, queridos hermanos, querida comunidad de Carmelitas Descalzas de la Encarnación, que precisamente este hecho que tuvo lugar aquí, en esta iglesia, en estos alrededores, es como una anticipación de lo que iba a suceder en la vida de Santa Teresa? Porque si este hecho se considerase aisladamente no le prestaríamos atención, y me parece que estaría justificado, no el desdén, pero sí el pasar por alto. Y fácilmente encontraríamos justificación para poder decir: “¡Misticismos exagerados!, ¡exaltación de la espiritualidad de un corazón derretido de amor!”. Si el episodio estuviera aislado de todo el contexto de la vida de Santa Teresa, podríamos pensar eso, pero ahora ya no. Es, en primer lugar, como la culminación de un proceso que se va produciendo aquí, en este monasterio donde vive la santa.

Especial predilección

Dios la ha elegido –esto lo sabemos a posteriori, por todo lo que vino después-, haciendo de ella un objeto especial de predilección. Todavía no aparecen en ella méritos especiales; la ha elegido el Señor como hace siempre sus elecciones. A una criatura pobre y humildísima le da el impulso para que llegue a ser lo más grande del mundo en relación con los demás, y después la destina a esa tarea de reforma que va a traer como el recorrido de un largo invierno. Un invierno muy duro, con muchos combates, con muchísimas molestias a la vez. Va a tener también muchas gracias que siempre la sacarán de los atolladeros en que cae. Como el dardo de ese querubín que atraviesa su corazón y la hace sentir dolor que la desgarra, pero a la vez un deleite especial, espiritual, que se sobrepone a todo.
Tanto si se mira a la vida anterior de Santa Teresa como a lo que vino después, ya se entiende un poco de este prodigio del dardo y no se puede decir desdeñosamente, con la sabiduría humana, tan pobre: “¡Bah, cosas de monjas!” No, ahí no hay más que una relación profunda de un alma con Dios en que va aumentando el amor progresivamente, y es para eso para lo que estamos destinados.

San Pablo de la Cruz

Cuentan que un día, a San Pablo de la Cruz, el fundador de los Pasionistas, le encontraron sus hijos religiosos en el jardín de su casa de Roma, llorando, ya anciano, y le preguntaron: “Padre, pero ¿por qué llora, qué le falta?” Y él dio esta respuesta: “Estoy oyendo a ese pajarillo, y no hace más que cantar y volar de un árbol a otro.es para lo que Dios lo ha creado y ¡qué bien lo hace! Cantar y volar. Lloro porque los hombres estamos hechos por Dios para amar, y no amamos”.

La fe hace sentir el amor

O se entiende esto o hay que dejar el libro, volver la página y seguir caminando por nuestros senderos oscuros. Pero si se quiere entrar en las profundidades del Evangelio, ciertamente merece todo el respeto un hecho como este del dardo que atraviesa el corazón de Santa Teresa y la deja ya para toda su vida, marcada con la punta de fuego que la atravesó. Ella dice que es una visión que tuvo. Puede ser una visión imaginaria en el sentido que dan los místicos a esta palabra: es la imaginación la que pone ante ella esas imágenes, pero una cosa es la visión de la imagen, en la cual entra el esfuerzo de la imaginación, y otra la realidad de la fe. La realidad de la fe la hace sentir el amor y con el sentimiento tan profundo del amor a Dios, la fortaleza y la perseverancia en el propósito para seguir amándole. De esa manera está ella como admitiendo con un sano realismo lo que está pasando. No se atribuye nada especial: “yo veía”, lo ve con la imaginación. Dios ha permitido que, a través de la imaginación, llegue a su alma la realidad de un sentimiento de amor que le hace a Él querer complacerse en obsequiar a esa criatura amada que destina a tan altas empresas.

Ágil pluma

Además, para comprender todavía mejor que aquí está la mano de Dios, y no se trata de ponderación subjetiva suya, podemos pensar también esto: primero, que la santa escribió esto por obediencia. Ella no quería hablar de esto, no se complace en alardear de sí misma; si lo escribe, y lo escribe tan bien, es porque toma la pluma y le fluye con aquella riquísima espontaneidad que tenía, obedeciendo al escribir lo que le han mandado, no hay vanidad ninguna. Segundo: en eso que narra vemos que hay un bien para su alma, porque sigue uno leyendo su vida y ve cómo desde ese momento, ya antes, pero aún más a partir de ese momento, en su existencia va progresando el amor hacia niveles altísimos. Ya no descansará porque el corazón está herido y sigue abierta la herida de su amor hasta que muere. Tercero: con eso que le pasa, ella hizo un bien a los demás, porque de esa manera ella supo hablar y hacer sentir a sus monjas y a las personas con las que trató, el amor a Dios, que es lo fundamental que ella se proponía. En la Reforma para los que viven la vida de contemplación, y en el mundo para los cristianos a quienes ella invitaba a hacer lo mismo, conforme al estado propio en que vivían. De manera que la visión del ángel con el dardo sirve también para los demás.

San Juan de la Cruz

Se mire por donde se mire –antecedentes de la visión, consecuencias que se derivan, bienes espirituales para ella, fecundidad para con los demás-, dice uno: aquí está algo de la mano de Dios, esto son intimidades del amor, ¿por qué Dios no se va a permitir tener con un alma un regalo exquisito que le corresponde a esa entrega total?
Esa oblación inmensa con que ella se ofreció, es la misma de San Juan de la Cruz, en cuyo centenario estamos.
San Juan de la Cruz es otro prodigio. No necesita tener visiones; tiene una contemplación altísima con todas sus potencias intelectuales, con la entrega de su cuerpo a una mortificación hecha de amor. Busca, sin proponérselo él, el camino que un día le señala Santa Teresa cuando se encuentra con él fortuitamente en Medina del Campo. Cambia su nombre de Juan de Yepes, a Juan de la Cruz, y después, toda su vida es buscar la transformación, la elevación, divinizarse. La criatura despojada de todo, pasar a ser un poco como Dios. Al nivel de criatura, pero palpando y tocando en lo posible la divinidad. ¿Quién le enseña esto? Dios, que se complace en él. Y para que se vea que no hay en él tampoco como alardes necios de una superioridad espiritual no buscada, para que se vea que es todo humildad, tiene esos padecimientos terribles: la cárcel de Toledo, la eliminación de los cargos de gobierno en la orden, las persecuciones después, y luego una muerte indecible de sufrimientos a los cuarenta y nueve años, diciendo estas palabras: “Más paciencia, más amor, más dolor”.
Esto no tiene explicación humana si no es por una acción prodigiosa de Dios nuestro Señor.

Visión de San Ignacio

Lo mismo podemos contemplar, por ejemplo, en San Ignacio de Loyola, otro héroe del que hemos estado celebrando hasta hace pocos días también el centenario de su nacimiento.
Narra él la visión que tiene junto al río Cardoner, a poco más de una milla de Manresa: caminando  por un sendero estrecho el peregrino se sentó –habla en tercera persona-, y se puso a contemplar el río que iba muy hondo y estando allí es cuando tuvo, no dice él visión, sino la “ilustración”.
Fue una ilustración de su entendimiento, de todas sus facultades interiores, tan fuerte, tan viva que, en virtud de ella, a partir de entonces, dice cuando escribe que ya nunca más todas las cosas juntas que ha aprendido, superan a lo que vio junto al río Cardoner en aquel momento en que su persona y todas las cosas de personas y todas las cosas de fe y de letras fueron transformadas y lo vio todo nuevo, con intelecto nuevo y con una luz nueva para toda la vida.
Y así dice que todas las cosas juntas que ha tenido y vivido en su vida espiritual no valen nada, ni aumentan en nada la grandeza de la luz que recibió en aquel momento junto al río Cardoner. Son prodigios de Dios en las almas escogidas para misiones grandes en la Iglesia.

Santa Teresa nos da luz

Alguno de vosotros puede preguntarme ahora: “¿Por qué nos habla usted a nosotros de esto si somos tan pobres?”. Pues esa pregunta empiezo por hacérmela a mí mismo, en sentido de reflexión que justifique el que yo hable así, porque igual tenía que decirme a mí mismo: soy tan pobre que me da vergüenza hablar de estas cosas estando yo tan lejos de poder vivirlas.
Pero hay algo más que reflexionar. En primer lugar, está el reconocimiento de estos héroes de la santidad que son de nuestra familia, y Dios nos los pone para que iluminen a los demás por los siglos de los siglos.
Santa Teresa está dando luz al mundo entero, de manera que cuanto más conozcamos estos prodigios de su vida, nos los sabremos explicar mejor. Pero además, es que podemos aplicar esto a nosotros, hermanos, que también podemos progresar en el amor. Hay un antes y un después; cada uno de nosotros puede marcar fechas en su vida, y decir: a partir de tal fecha yo empecé a obrar de distinta manera, cambié mi carácter, empecé a tener más fe, me volqué más en el amor, obtuve confianza, me sentí descontento de mí mismo al ver mis miserias y cambié radicalmente y empiezo a progresar en una vida de santidad, hasta en el rezo del Padrenuestro.

El Padrenuestro

Hermanos, se puede ir rezando el Padrenuestro cada día con más amor, y rezando así el Padrenuestro cada día se descubren más riquezas espirituales en el hecho de poder llamar “Padre” a Dios nuestro Señor, en el hecho de decir “hágase tu voluntad”, con que la criatura se postra ante la majestad de Dios, pero no como un esclavo miserable, sino como un hijo confiado.
En el Padrenuestro se puede ir mejorando en el amor. Cuanto más nosotros, sacerdotes, en la misa diaria, en el rezo de las Horas Litúrgicas. Las religiosas lo mismo, desechando toda rutina, poniendo el perfume de su amor en tantos actos diarios con los que van escribiendo una biografía oculta cuyos capítulos solo Dios conocerá.

Únicos ahorros

Y las madres de familia, como esa mujer que, llorando, entregaba hace pocos días en un pueblo de Toledo a un sacerdote los únicos ahorros que le quedaban para celebrar misas por su hijo, muerto lejos de la casa paterna, de la que había huido hace mucho tiempo; y ahora la pobre madre recibe la noticia en el más absoluto desamparo…

Don José Rivera

Y así tantas personas, tantos y tantos, como ese sacerdote de Toledo que murió el año pasado, bien conocido por muchos de vosotros y en toda España, que tenía distribuida su vida así: cuatro horas diarias de sueño, cuatro horas de oración, cuatro horas de estudio y doce horas de trabajo: pláticas, confesiones, dirección de conciencias, clases en el seminario, atención a los seminaristas mayores de un seminario especial que hay para vocaciones adultas. ¡Doce horas de trabajo! Y nunca, nunca enfadado, siempre humilde y sonriente, José Rivera… ¡Ay Señor, cuánto tenemos que aprender siempre, si queremos meditar de estos santos que nos guían en nuestro camino!

“Más paciencia, más amor, más dolor”

Queridas religiosas, vosotras sois depositarias de este tesoro de la vida de Santa Teresa, que aquí se desarrolló y que tuvo manifestaciones tan singulares en su relación con Dios, esforzaos en el amor, vivid intensamente vuestra entrega a Dios despojadas de todo y pensando siempre en amar más y más.
Siempre, siempre, “más paciencia, más amor, más dolor”, como San Juan de la Cruz, y ya veréis cómo, cuando menos pensemos, vuelven a florecer los sepulcros de estos santos y de todos cuantos les han seguido, y brotan esas flores de la piedad en el pueblo cristiano y de la fidelidad en el sacerdocio, y en las órdenes religiosas, y en todos los estados donde cada uno pueda encontrarse. Así sea.

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