SANTA TERESA DE JESÚS Y LA HUMANIDAD DE JESUCRISTO

26 de agosto de 1995 

            Gracia para pedir

            Suelen decir que Santa Teresa tenía una gracia inimitable para pedir las cosas, y pidió mucho, porque tenía que atender muchas necesidades. A don Nicolás se le ha adherido algo del espíritu y del estilo de Santa Teresa, porque sabe pedir las cosas de una manera tan digna, tan suave, tan sin forzar nada, que uno se siente inclinado fácilmente a decir que sí.
Y así me encuentro yo ahora. Me dice que para el año que viene he de pensar en volver a esta fiesta. Pues yo digo que sí. Aunque hemos leído en la carta de San Pablo que se nos ha ofrecido, que el don de predicar se acaba, esperemos que no se haya acabado. Y, si se acaba, pues algo se podrá hacer desde el cielo, donde nos encontraremos.
Yo vengo a Ávila porque me encuentro muy a gusto en Ávila. Una vez aquí, ¿quién se resiste a acercarse a estos lugares sagrados? El convento de donde salió Santa Teresa, donde tuvo esa visión del ángel que traspasa su corazón, o el de San José, el primer convento de la Reforma, son lugares visitados por gentes del mundo entero, y no tiene nada de particular que los que venimos por aquí no nos cansemos de venir una y otra vez. Porque atrae mucho, es muy atractivo, hay aquí algo de misterio, tiene unción religiosa fuerte.
Uno recuerda ese hecho que ella narra tan primorosamente en su Vida, u otros hechos cualesquiera. Yo he estado leyendo hoy durante algún tiempo un capítulo del Camino de Perfección y es siempre nuevo, es un corazón y un pensamiento y una pluma y una mano y una imaginación y un espíritu y una delicia interior que se derrama. Hay tal conjunto de cualidades en esta persona, que se siente uno fascinado. Y por eso, naturalmente, digo hoy que acepto la invitación, don Nicolás. Cuente usted conmigo, si es que vivo, y me permiten seguir predicando.

Dardo de fuego

Pues bien, tantos años ya, me ha dado tiempo suficiente para ponderar el hecho de la Transverberación y de la consideración de ese hecho: un corazón traspasado por un ángel, que le clava un dardo de fuego para que ella no se aparte nunca de lo que es el objeto de su amor, Dios, con toda su grandeza. De ahí hemos ido extrayendo lecciones a lo largo de estos años, que yo he expuesto sencillamente aquí.

Obsequiar a Santa Teresa

Hoy me parece que ya debemos girar un poco. Basta de aprovecharnos de la lección que ella nos da. Si queréis, y podemos, volveremos a hacerlo el año que viene; pero, ahora, yo estimo que –es lo que he pensado-, en compensación a lo mucho que de ella hemos recibido, debemos ofrecerle hoy, con motivo de esta fiesta, algún obsequio.
Tenemos que obsequiarla, ser un poco delicados. Si pudiéramos, en vida de ella, haber estado cerca, le hubiéramos llevado de nuestros parques y jardines algún ramo de flores que habríamos puesto a sus pies, o en sus mismas manos virginales.

Alma tan pura

Un obsequio es, en primer lugar, darnos cuenta de que Santa Teresa debía de tener un motivo muy fuerte para escribir en su Vida la narración del ángel que traspasa su corazón. Externamente, el motivo es que se lo mandaban hacer así sus confesores. Internamente, el motivo es que ella sabía que al decir lo que decía, el que lo leyera recibiría un bien espiritual muy grande, y con eso vencía la resistencia interior que sentía ella cuando había de cumplir lo que le pedían los confesores.
Ella, más bien, en sus escritos se confiesa pecadora, habla muchas veces de sus pecados y de sus faltas. ¡Qué pecados! A un alma tan pura, todo le parece pecado, considerando únicamente su condición humana, aunque es una limpieza celeste la que brilla en toda su vida. Pero es así, ella se considera pecadora. Como los santos, que con motivo de cualquier defecto se humillan, pero no porque quieran humillarse, sino porque lo sienten así ante la Majestad divina.
Y ahora, narra esto que es una exaltación maravillosa de su condición. ¿Por qué? Porque nos va a hacer bien. Los confesores han acertado al decirle que escribiera todo eso: nos va a hacer bien.

Dolor espiritual

Será difícil explicar lo que es una visión imaginaria. Es difícil la explicación, porque haya ahí un conjunto tal de sentimientos y de ideas encontradas, que a la pobre condición humana le resulta difícilmente asimilable. Es dolor espiritual, pero es también físico. Es como un dardo de fuego, que parece una caricia, pero en algún momento, y sobre todo al salir, le desgarra el corazón. Es un modo de recibir un mensaje del cielo, que si a algo puede parecerse, es al mensaje que recibió la Virgen María en la Anunciación.
Aquí el ángel no habla, simplemente la contenta y la traspasa con esa fuerza con que se acerca a ella de parte de Dios. Y ya en lo sucesivo, esto no se le olvidó nunca durante los años que vivió en la tierra. Estuvo en todo instante viviendo de ese fuego, comiendo de ese recuerdo, bebiendo de ese néctar, hablando con Dios, no como una visionaria torpe y engreída, sino como una mujer inteligente, humilde, suave, rendida de amor ante Jesucristo y ante Dios su Padre.
Esto es lo primero que recojo hoy de lo que sentimos todos nosotros; y lo traemos aquí y se lo presentamos como un obsequio que le hacemos. ¡Gracias, Teresa de Jesús, por esa maravilla con que nos describes tus amores, los de un corazón tan p uro, que no mereció otra cosa que el coloquio silencioso con un ángel del cielo!

Experiencia mística dentro de la Iglesia

Segundo, no solamente me fijo en la humildad de Santa Teresa que se descubre en esa narración que hace ella; hay otra cosa. Ella escribe, porque los confesores le piden que lo haga, lo que le ha sucedido en el monasterio de la Encarnación. Ella da vueltas, año tras año de su vida, a esto que le sucedió un día de terminado aquí, en estos lugares sagrados. En una palabra, esta narración y todo lo que nos presenta Santa Teresa, tiene lugar dentro de la Iglesia.
No hablo ahora de la iglesia material, de los muros y de la techumbre de la capilla del convento; no: dentro de la Iglesia Madre, de la Iglesia que conserva la Palabra de Dios, los sacramentos de Cristo, sobre todo la Eucaristía, el gran sacramento del Amor, de la Iglesia que nos congrega, que hace de nosotros familia, unión íntima de unos y otros, nos hace hermanos.
Ella murió diciendo: “Al fin, soy hija de la Iglesia”. Y es en la Iglesia donde hoy podemos encontrar también todo lo que necesitamos para poder vivir el amor que Dios nos pide en relación con Él y con el mundo, puesto que no tratamos de evadirnos, ni de huir hacia las espesuras de esos bosques donde vamos a encontrar al Amado, olvidándonos de nuestros deberes en la humilde tierra que pisamos cada día.
Es en ella donde tenemos que santificarnos; es en la Iglesia, no en nosotros, no en nuestros caprichos, no en nuestros espiritualismos falsos, no en nuestras reticencias, no en nuestras actitudes rezagadas, poco obedientes al magisterio pontificio; no, ahí no. Nos santificamos y nos llenamos de amor en la Iglesia Madre, esta que he descrito con unos trazos brevísimos y con los cuales se ve el rostro hermoso de una Iglesia que no falla nunca.

La actualidad de Santa Teresa

Pasan los siglos y Santa Teresa sigue estando de moda. Y vendrán nuevos tiempos y nuevas crisis, y se oirá otra vez la palabra y el quejido de Santa Teresa cuando lloraba por lo que estaba sucediendo con motivo del luteranismo. Porque era hija de la Iglesia, sabía distinguir cuál era lo pernicioso y cuál lo auténticamente valioso para la comunidad de españoles, alemanes, italianos, etc.
Ella vivía como entregada totalmente a los abismos de su amor y de repente, en una carta o en tres, el mismo día, le sale el grito de dolor por lo que está pasando en la Iglesia rota por la herejía, y pide a los obispos, como capitanes de los soldados –esto es lo que yo leía hoy, en el Camino de Perfección-, que estén atentos, porque si ellos se equivocan, equivocarán a todo el rebaño. Que se den cuenta de cuáles son sus obligaciones y de cómo han de prestar atención en todo momento a lo que pasa en el mundo, para, sin ser del mundo, acertar con lo que el mundo necesita. Esta es la frase que emplea, más o menos así, hablando de esto.
Ese es el segundo obsequio que le ofrecemos: el gozo de estar en la Iglesia como ella nos enseñó, y de saber que en esa Iglesia Santa es donde se recibe, sí, como el efluvio de los misterios divinos que un día se concentran en el dardo de fuego con que un ángel atraviesa su corazón.

Amado Jesús

Y por último, el tercer obsequio, ¿qué otro puede ser ya? Yo vengo hoy aquí para deciros: ofrezcámosle nuestro agradecimiento por la lección de humildad que nos da, poniéndose a escribir por obediencia lo que a ella le costaba tanto. Ofrezcámosle el obsequio a la Iglesia Madre porque es en ella, en la Iglesia, donde Teresa de Jesús se crió, vivió, se mantuvo en la Iglesia hasta la muerte y vio los peligros del momento, pero con qué fidelidad siguió caminando.
Y lo tercero: Cristo, Cristo, Cristo Jesús, Jesús, amado Jesús, el Jesús del Evangelio, tal como podemos conocerle, tal como ella quiso, incluso con el nombre de Jesús, la humanidad de Jesús. Si me permitís la frase –estoy seguro de que sí, porque sois personas fieles y devotas-, la volvía loca el amor a Jesús, estaba pendiente de Él, en todas sus empresas. Tenía fe, pero no hizo locuras; empezaba por poco, pero con confianza de llegar siempre lejos en sus fundaciones, en los caminos que recorrió: el nombre de Jesús en sus labios, y los coloquios con Él, ¡y las fiestas!, las fiestas de Jesús, los misterios de Navidad, los de su Pasión y su Muerte, las de los santos que tuvieron relación con Jesús. Las palabras de Jesús que ella acogía y como revolvía en su mano para acariciarlas y entregarse totalmente a ese como suspiro de amor que el recuerdo de lo que había dicho el Señor levantaba en su alma.

“Venid a mí”

¡Jesús bendito! Estas son las palabras que Él nos dejó: “Venid a mí los que estáis cansados, que yo os aliviaré, porque mi yugo es suave y mi carga ligera. Te doy gracias, ¡oh, Padre!, porque has revelado estas cosas no a los sabios de este mundo, sino a los humildes y sencillos de corazón”.
O cuando terminaba la fiesta de los Tabernáculos, y según dice el evangelio de San Juan, estaban todos como tumbados en la verde hierba de aquel parque descuidado, donde se concentraba la muchedumbre de Jerusalén, y en ese momento se puso en pie Jesús y con voz alta, dice literalmente el evangelio, dijo esto: “Si alguien tiene sed, venga a mí y beba, porque del seno de aquel que cree en mí, manarán, como dice la Escritura, ríos de agua viva”.
Estas frases de Jesús, y tantas otras, las meditaba Santa Teresa. Llenaba su corazón con esta simiente, porque no era más que una simiente que daría frutos en el cielo. Llegaría después el momento en que se abrirían para ella todos los paisajes, todas las hermosuras que tenía guardadas el Señor de los señores, Jesús, para ella y para los que, como ella, le han seguido con su amor. Él también recibe hoy nuestro obsequio por medio de Teresa de Jesús, porque lo del ángel y el dardo y el fuego y el oro y el suspiro de amor, y el dolor y el amor y las palabras y los silencios, todo eso que Santa Teresa vivió e hizo sentir, no es más que un prólogo para el gran Libro de la Vida. La vida que fue creciendo un día tras otro en santidad preciosa y que nos ofrece en un momento cualquiera, también hoy, esas lecciones que siempre se leen con provecho.

Vocaciones cristianas

Hoy mismo acabo de ver a una muchacha joven que, en el noviciado de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, ha hecho sus primeros votos; otras se anuncian para fechas muy próximas. Hay que dar pasos de estos. Vocaciones al sacerdocio, vocaciones a la vida consagrada, vocaciones al matrimonio y a la familia, y digo vocaciones, como para indicar que es Dios también el que está presente en el matrimonio y la familia y hay que vivirlo con toda la grandeza de un corazón cristiano, pensando que Jesús vivió en una familia.
Todos cumpliendo con nuestro deber y no quejándonos tanto, sino haciendo un poco más de lo que hacemos en beneficio de la Iglesia, de una manera o de otra. Se ha llamado a los seglares “el gigante dormido”: el día en que los seglares levanten su cabeza y se den cuenta de lo que son y de lo pueden hacer en su hogar, unos y otros, con sus hijos, con sus hermanos, en sus empresas, etc., ese día cambiará el mundo.
Pues vamos a pedir al Señor que nos ayude a conseguirlo y, mientras, sigamos ofreciéndole obsequios por medio de Santa Teresa, para que, igual que ella sintió traspasado su corazón, sea traspasado el nuestro y perseveremos en el humilde servicio al que estamos llamados, según los planes que Dios tiene para cada uno de nosotros.

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