SANTA TERESA DE JESÚS Y EL AMOR A LA VERDAD
(26 de agosto de 1979)

 

            Me alegro mucho de reanudar esta casi tradición que me hace participar año tras año en esta conmemoración que hacemos dentro del mundo religioso, no solamente carmelitano, sino casi hay que decir universal, en esta conmemoración relativa a un hecho espiritual muy extraordinario en la vida de Santa Teresa de Jesús.

Recuerdos del último cónclave

            El año pasado no pude estar con vosotros. Estaba participando en el cónclave en que, precisamente hoy hace un año, fue elegido Papa el cardenal Luciani. Si otros motivos no hubiera habido para acordarme de vosotros y de esta fiesta aun estando allí, ciertos pequeños episodios, en torno al hecho del cónclave, hubieran sido suficientes para recordarme a mí el vínculo espiritual que aquella tarde yo sentía que me hacía llegar desde Roma hasta aquí, a esta capilla del monasterio de la Encarnación.
            Por lo pronto, el Papa elegido aquel día, el cardenal Luciani, es el que en su libro Ilustrísimos Señores –libro que yo llevé conmigo al cónclave- tiene escrita una carta preciosa a Santa Teresa de Jesús. Leedla, os lo ruego, cuando tengáis tiempo. Sacará provecho vuestra alma.
            Pero, además, sucedió algo que pertenece al ámbito de la relación personal y fue para mí profundamente significativo. Hoy, precisamente hoy, 26 de agosto, hace un año. Terminadas ya las votaciones, elegido el Papa, después de la cena a la que acudió ya con su sotana blanca, sentado entre nosotros, en el mismo lugar en que lo había estado en las dos o tres sesiones anteriores, se nos dijo que en el patio de San Dámaso corría una brisa suave muy agradable y que estaría bien bajar a pasear por allí después de una jornada tan fatigosa, con el calor propio de Roma en el mes de agosto y tras la intensidad de sentimientos que se habían ido manifestando a lo largo del día. Y bajamos muchos a pasear, después de la cena. Cuando yo bajé, no estaba el patio muy iluminado y ya me habían precedido grupos diversos. Me fijé en alguien que caminaba solo y, sin saber quién era, me dirigí hacia él para ofrecerle mi compañía y pasear juntos. Era el cardenal de Corea del Sur, de Seúl.
            “Si a usted no le parece mal –le dije- vengo y con mucho gusto le ofrezco mi compañía”.
            “¡Oh, cardenal! –contestó, con la alegría fraterna de esos encuentros entre quienes de verdad se estiman y se quieren- usted es de Toledo, claro”. E inmediatamente añadió:
            “Yo estuve en España en uno de los años del Concilio. Quería visitar en España dos ciudades: Toledo y Ávila. Toledo, por los recuerdos que tiene en la historia del catolicismo español y todo lo que significa también su arte. Y Ávila, por Santa Teresa de Jesús”.

España y el influjo de su espiritualidad

            Ese fue el comienzo de una conversación que se prolongó paseando aquella noche por aquel patio durante más de una hora.
            Conversación en la cual yo recibí de él espléndidos testimonios de espiritualidad y de fe; no solamente suyos personales, sino de la comunidad católica de que es jefe. La forma en que me describía la vida de los católicos de Corea del Sur me hacía meditar muy seriamente.
            El caso es que hablando de Santa Teresa, yo le dije: “Pues no sabe la alegría que me da que me diga todo esto, porque yo soy muy teresiano desde toda mi vida. Voy mucho por Ávila; entro en los monasterios, visito las comunidades y, cada año, tal día como hoy, suelo participar en la fiesta del Carmelo de la Encarnación predicando sobre la Transverberación del corazón de Santa Teresa”. Y él –nada exuberante de expresión, dada la frialdad propia del carácter asiático- se deshacía en ponderaciones:
            “¡Oh, Santa Teresa! ¡Santa Teresa! ¡Vida y escritos de Santa Teresa! Para mí, después del Evangelio, no hay otra cosa que haga más bien a mi alma. ¡Espiritualidad de Santa Teresa! Tengo carmelitas descalzas en Seúl y quisiera tener más carmelitas. Venga, venga usted a Corea pronto –me decía- y venga con sacerdotes y religiosos españoles. Yo quiero la espiritualidad de la Iglesia en España; porque espiritualidad de evangelización y de expansión por el mundo para llevar el reino de Cristo a todas partes, como España, ninguna otra nación –me decía él-; vosotros tenéis a Domingo, Ignacio, Javier, Teresa, Juan de la Cruz; unos para el fuego de la vida interior, otros para extender ese fuego en la tierra; como España ningún otro país ha prestado servicios al Evangelio. ¡Lo que habéis hecho en América, lo que habéis hecho también en Asia, Filipinas…! ¡Como España, ninguno!”
            Y de repente, me dice: “¿Conserváis esta espiritualidad? ¿Se conserva en España? ¿Sigue habiendo esta fuerza, este vigor para extender el Evangelio?”
            Yo tuve que confesar con algunas evasivas, porque esas preguntas me entristecieron. No podía dar una respuesta claramente afirmativa. Y hablé un poco de lo que hablamos hoy todos: la crisis, el período postconciliar, esperamos que todo esto se supere… Pero me daba cuenta del dolor que para mi alma significaba en aquel momento no poder decirle abiertamente: tenemos muchos seminarios y muchos noviciados vacíos; tenemos una familia española muy quebrantada ya por las ideologías que combaten el sentido católico de la vida. Se nota como una atonía y una falta de respuesta a la llamada de Dios, que antes parece como que era mejor acogida en el corazón de muchos. En fin, esperemos, eminencia, que pueda volver España a ofrecer también el testimonio de su fe y de su afán misionero como en tantas épocas de la historia lo hizo.
            Y así fue transcurriendo la conversación para entrar después en materia sobre la Iglesia en Corea, y en la narración que me hizo de su vida personal, de la de su familia, de sus trabajos, etc. todo ello emocionante. Pero esto ya no hace al caso; lo que sí hace es el hecho de que ese cardenal, sin yo poder imaginarlo, la primera frase que me iba a decir en nuestra conversación era relativa a Santa Teresa de Jesús.

Otro enamorado de Santa Teresa: Juan Pablo II

            Ya veis también lo que es el juego de las casualidades o de la acción providencial. Hoy mismo, el actual Papa, Juan Pablo II, otro enamorado de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa de Jesús, ha ido a Canale da Gordo y a Belluno, el pueblo y la diócesis del papa Juan Pablo I; el Papa, que dijo que no quería más que predicar lo esencial y que su misión era hablar de Jesucristo y su vida y su palabra, como un párroco; con la única diferencia de que su parroquia es el mundo entero. Ha ido el Papa actual hoy a rendir el homenaje de su recuerdo y de su devoción a este Papa que, en su libro Ilustrísimos Señores, escribía esa carta a Santa Teresa, cuya lectura os he recomendado. Siempre y en todas partes nos encontramos con alguna huella de esta Santa Teresa de Jesús que lo llena todo.

La merced del dardo

            Pues bien, hermanos, ahora reflexionemos brevemente una vez más sobre este hecho que ella cuenta en su vida. El de la visión que tuvo de ese ángel, Arcángel de los más altos que, con un dardo de oro, llega hasta su corazón y lo atraviesa, y como si en la punta tuviera fuego, la quema, y ella siente un dolor espiritual, y también corporal, porque aunque principalmente era del espíritu, aun el cuerpo sufría y ¡harto sufría! La atraviesa espiritualmente y ella prorrumpe en gemidos incontenibles y siente como una mezcla de dolor y de alegría tan deliciosa que lo único que hace después de describirlo tan preciosamente, es decir: “Los que lo nieguen o no lo crean, lo único que yo quiero es que pudieran sentirlo como yo lo sentí aquella vez”.
            La Iglesia, al permitirnos celebrar esta fiesta, no busca precisamente el que nos fijemos de manera exclusiva en este hecho que sucede en la vida de Santa Teresa por modo de visión, ¡no! No se trata de que nos entretengamos en ese episodio tan bien descrito y que con eso y con la piedad y la liturgia nos contentemos en la contemplación de un horizonte tan bello. Hay algo más en la intención de la Iglesia y que aparece perfectamente descrito en la oración del día. Lo que se busca es que nos fijemos en la transformación de una mujer santa; en la progresión que hoy alcanza una etapa nueva de su vida, con una visión; una progresión en el amor de Dios. Ella lo describe de ese modo porque así fue la visión, y la descripción corresponde, en términos muy exactos, a lo que en la vida espiritual de un alma unida con Dios suele suceder, y la Iglesia nos invita a que contemplemos esto y a que pidamos que nos conceda Dios a nosotros también una transformación semejante para que deseemos extender su reino. Esta es la fuerza pedagógica de esta fiesta que bien merece ser conmemorada, no solo en el ámbito íntimo de las comunidades carmelitanas, sino que se extendiera más para permanente lección de cuantos tenemos que vivir la vida cristiana con fervor, no rutinariamente. He aquí la cuestión, vivirla con fervor.

Una página de las Moradas

            Santa Teresa misma en el Libro de las Moradas, al describir las sextas, parece que tiene presente este hecho: el de la Transverberación con que ella sintió atravesado su corazón, lleno de amor a Dios; porque describe lo que sucede al alma en este momento de su vida espiritual, próximo ya a la cumbre, que se refleja en las séptimas Moradas. En estas, las sextas, tiene un capítulo, uno de cuyos párrafos empieza diciendo: “Deshaciéndome estoy, hermanas, por ver cómo pudiera haceros entender lo que es la vida espiritual ya aquí, en este momento. Y casi no puedo; es ya el fuego que devora; es como una centella, pero no es estable –dice ella-, no es permanente; no es un fuego que ya tome posesión por completo del alma enamorada; no es estable; cuando parece que va a abrasar, la centella desaparece, aunque luego vuelve”. Y digo que parece como que explica esta visión porque, en un momento determinado, en ese capítulo al que me estoy refiriendo, dice también: “Es como cuando ha entrado la saeta de ese fuego de Dios que nos arranca las entrañas al salir y nos produce a la vez pena y alegría”. Frases muy parecidas a las que emplea al hablar de la visión del dardo.
            Pero llega un momento en que quiere como dar seguridad y dice: “Cuando el alma vive así, ¿qué haríamos para poder tener la seguridad de que no es engaño, ni ilusión, ni acción del demonio?” Siempre el realismo; siempre Santa Teresa poniéndonos en guardia para evitar el que caigamos en ilusiones de un falso espiritualismo. Y tratando ella de que todos lleguen a esas cumbres, sin embargo, quiere asegurar que el camino sea certero y dice: “No, no es ilusión. Por varias razones: no es acción del demonio, no; primero, porque el demonio no es capaz de producir en las almas esta mezcla de pena y de gusto; la pena sabrosa solo es cosa de Dios. El demonio produce o un deleite engañoso, o una inquietud con guerra, mientas que a lo que yo estoy refiriéndome: la vida de unión con Dios, las operaciones del amor –así las llama-, esas llamadas de Dios, que son como un silbo potente que nos atrae, producen a la vez pena, sufrimiento y gozo; y cuando más gozo como que más se sufre y cuanto más se sufre como que más se goza. Segundo, este dolor y este gozo vienen de otras altas esferas, en las actuales el demonio no tiene facultad; y tercero, la más clara señal de que en estas actitudes del espíritu no hay engaño, no hay ilusión, es que mantienen al alma con deseo de seguir padeciendo y de aceptar muchos trabajos por el Reino de Dios. Y entonces es cuando no hay ilusión alguna”.
            Es notable que nos hable así la gran Doctora Mística con este realismo; para que veáis que no hay engaño, sino que es vida espiritual perfeccionada, desarrollada casi hasta el máximo; el máximo vendrá en las séptimas Moradas. El resultado que produce esta unión, estas operaciones de amor, son ganas de padecer y de seguir trabajando y aceptando muchos trabajos por la causa de Dios. Espléndida lección de vida espiritual.

Para llegar al conocimiento de la verdad, un camino: el amor

            Yo uno estas reflexiones de Santa Teresa con la que nos dice en el último capítulo del libro de su vida. Impresionante, ese capítulo, cuando habla de cómo por el amor ha podido llegar a conocer la verdad. Y tiene párrafos preciosos en que viene a manifestar que al fin llegó un día en que el Señor le dijo: “¿Sabes lo que es amarme en verdad? ¿Amarme, operaciones de amor, vida espiritual? Es considerar mentira, todo lo que a mí no me agrada. Yo he querido vivir eso y he llegado a entender la verdad delante de la verdad “mesma”: “Vi lo que era la verdad uniéndome con la verdad, uniéndome con la verdad de Dios, de Cristo”.
            ¡Ay!, si hubiera más que amasen la verdad de este modo. Ella la ama tanto que llega a decir en este capítulo: “Siento como el deseo ya no de hablar nada, nada, a no ser ir por delante de los afanes de este mundo; y de tal manera lo siento que a veces quisiera no vivir ya en él”. Siente como el deseo de despegarse, no vivir en el mundo, pero es porque ha entendido la Verdad. Y ya se extiende en consideraciones finales con las que trata de cerrar los capítulos destinados a narrar su vida y todos son así, como exclamaciones y consejos, hablando de esa Verdad de la que está enamorada: el amor y la contemplación de Dios.

La verdadera libertad

            Entonces es cuando el alma se siente libre como lo fue Santa Teresa. “La verdad os hará libres”. Nada de visiones engañosas. Son operaciones místicas en las que el Espíritu Santo, tal como se nos ha leído en este pasaje del Evangelio, por las diversas maneras con que puede hacerlo –ya sea en la Iglesia jerárquica y en su magisterio, o bien en la iluminación de las verdades recibidas, o bien en los carismas que concede a las almas que Él elige-, va produciendo fenómenos de esta naturaleza. Y la ortodoxia y la seguridad y el realismo de que episodios como este de la vida de Santa Teresa son, de parte de Dios, una manifestación de su gracia, y de parte del alma, un anhelo vivísimo de corresponder cada vez mejor a ella con deseos de mayor perfección, se hacen patentes en el resultado que producen: ¿adónde la llevan esas operaciones de amor, a dónde esos requiebros, adónde ese silbo potente al que no puede resistir? Al terminar diciendo: “Amo la verdad, pero la verdad contemplada delante de la Verdad misma, que es Dios y todo la demás me cansa y quisiera ya, como salir y no vivir en este mundo, y quisiera no hablar nada de cosas que sean de la tierra”. Pero hay que seguir, padecer, aceptar trabajos, seguir sirviendo al Reino de Dios. Esa es la santidad.

Frutos de esta espiritualidad

            Se comprende, pues, que, cuando se vive esta espiritualidad cristiana, aparezcan los frutos de su fecundidad y pueda darse es cardenal de Corea que habla de Santa Teresa como si fuera nacido en Ávila, y él me decía: “Yo, ahora, voy a hacer pronto un mes de ejercicios con dos o tres sacerdotes, como los hacían al principio con San Ignacio; porque estoy convencido de que sí, tenemos la Iglesia, y hemos elegido Papa y renacen esperanzas nuevas…, pero si no miramos a lo alto, si no contamos con el de Arriba, si en la Iglesia no vivimos de Cristo, nada, nada; no podremos hacer nada”.
            -Y ustedes –le dije- ¿cómo mantienen su Iglesia?
            -Bien, muy bien.
            Y lo dice un hombre que tiene su patria dividida por el paralelo 38; Corea del Norte, sumergida en el dominio comunista, de ese comunismo asiático que hace del ateísmo una profesión de fe.
            -Nuestros católicos –me dijo- muy fervorosos, muy bien, muy buenos; millón y medio de católicos.
            -¿Y seminaristas, sacerdotes?
            -Suficientes. 640 seminaristas. Saldrán muchos sacerdotes.
            -¿Por qué me pide entonces sacerdotes de España?
            -Porque también los nuestros deben ser misioneros y deben salir de allí, ir por el mundo a seguir predicando el cristianismo.
            ¿Veis? Otra vez unida la vida interior, reflejada en ese amor que siente él hacia esa Santa Teresa y manifestada en el celo por el Reino de Dios.
            Lección permanente, hermanos, para todos nosotros.

El verdadero amor tiene exigencias

            Entonces llega uno a comprender bien cómo con ese amor a Dios miles de problemas quedan resueltos. El cristianismo, la vida cristiana de una persona, la vida cristiana de un grupo, de una parroquia, de una comunidad religiosa, con este amor y al tratar de moverse con ese dinamismo que el amor a Dios imprime, nos evitará caer en el concepto de un Dios legalista, estrecho, pobre, que es lo más opuesto a la grandeza del Evangelio; y nos evitará también caer en el otro extremo: en el de un Dios convertido en nebulosa, sin exigencias, sin mandamientos, sin vínculos. Si hay amor hay vínculos que unen. Si hay amor de Dios a los hombres tiene que manifestarse en relaciones concretadas por Dios, las cuales van buscando la pureza de corazón, el desprendimiento, la humildad, la generosidad en la donación; no el autoengaño, no la tiranía, no el egoísmo, no la falsa religiosidad. Entonces cuando se ve a Dios así, manifestado de ese modo, se admiten sus leyes porque son leyes de amor, pero no se cae en la visión torpe de un Dios legalista que estuviera como un policía a nuestro lado para pedirnos cuenta estrecha de nuestros actos. Nos la pedirá, sí; pero en nombre de un amor no correspondido y en la medida en que se nos haya manifestado a nosotros. Pero aun eso será también una demostración de su amor y de su misericordia.

Un materialismo sin ideales

            Y lo mismo para la vida social. Yo decía a ese cardenal de Corea que no me atrevía a darle respuestas muy concretas sobre lo que estaba viendo suceder –y temo que haya de seguir sucediendo- en esta España a la que nos referimos, con su tradición católica, que estiman más ellos que nosotros, muchas veces. No quería concretarle demasiado; pero, al ver lo que está pasando, vuelvo a hacer una relación también desde este punto de vista de la consideración social de los pueblos o de la marcha de las culturas y me doy cuenta de lo siguiente: lo mismo que en la relación de una persona con Dios se trata de mantener los vínculos del amor puro, para llegar a contemplar la verdad, lo mismo hay que mantenerlos en la vida social de los pueblos si se quiere que perdure el sentido cristiano que les ha distinguido. Mas cuando, al contrario, sucede lo que está sucediendo, el porvenir puede ser trágico.
            Hoy nos domina un materialismo consumista, pero materialismo al fin y al cabo. Enfrente está el otro, el materialismo marxista. Del consumismo del placer y del olvido de Dios en que están cayendo los países de occidente, se pasa inevitablemente al otro, porque el otro termina por tener más fuerza de arrastre: tiene un ideal. Mientras que este otro materialismo en el que van cayendo nuestros países –que solo se sostienen todavía por su potencia bélica o económica-, este otro materialismo lo que hace es disgregarlo todo.

El contraste de Polonia

            Pienso por contraste en Polonia. He ahí un pueblo católico, que frente a un Estado de ateísmo marxista no ha sucumbido; ha mantenido sus ideales. Y ahora se produce, por ejemplo, esa reacción tan asombrosa, cuando ha ido a visitarle un hijo de esa patria: Juan Pablo II. Pero, reflexionemos un poco más. Polonia es un país que después de la última guerra mundial ha venido sufriendo. No ha caído en el materialismo consumista de los países occidentales; no ha quedado como amortiguado, como estamos nosotros; y por eso mismo reacciona tan valientemente frente al materialismo marxista. El hecho de no haber pasado por este otro materialismo destructor, que apaga el fuego de los grandes ideales, la mantiene más firme frente a la otra agresión teológica.
            Acaso esté ahí la explicación, tal como se me ocurre en este momento, de por qué Polonia es capaz de mantener esa fuerza vigorosa que en otros países va desapareciendo. El hecho de que cuando Juan Pablo II se encuentra en la Silesia con los obreros de Polonia y les predica: “Que nadie os arrebate vuestra vida interior, vuestra capacidad de oración”, reciba como respuesta a esa frase el aplauso vibrante del mundo obrero, parece una página del Evangelio escrita en esta época de nuestro mundo. Pero es porque en el materialismo de ese otro tipo no ha entrado el del placer, el de la comodidad, el del Dios nebulosa; el de querer rebajarlo todo; el de ofrecer un cristianismo acomodaticio; el de hablar del pecado, de la virtud, de la unión con Dios con un lenguaje meramente humanista; el de destruir las esencias puras de la religión que Cristo nos enseñó, para quedarnos con un sincretismo religioso que lo mezcla todo, lo aguanta todo, y pasa por todo.
            Santa Teresa no obraba así. Para ella, el Dios que merecía su amor era el Dios de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. No un Dios de nebulosa. Y a través del Evangelio sabía lo que tenía que ser la relación con el Padre, con el Hijo, con el Espíritu Santo.
            Algo parecido nos ha recordado Pablo VI en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi. Hablando de estos puntos, dice cómo no se puede reducir el sentido de Dios a lo puramente humano, porque empezamos porque la Trinidad, que es el fundamento de la Revelación, no pertenece a ningún valor de la tierra.

Trabajemos todos por el Reino de Dios

            En fin, hermanos, que una vez más, la fiesta que celebramos del corazón transverberado de Santa Teresa, nos anime a mantener nuestra fe y aceptar también trabajos por el Reino de Dios.
            Vosotras aceptáis, religiosas carmelitas, los trabajos de vuestra oración y de vuestra mortificación penitente por el Reino de Dios. Difícilmente se encontrará un grupo humano en donde se vivan con tan detallado conocimiento y con anhelo tan puro, los problemas de la humanidad, como en un convento de carmelitas. Yo no sé qué pasa, porque ni tienen televisión, ni radio, ni leen periódicos; pero están enteradas de todo y por todo oran y por todo se sacrifican. Es una buena sintonía de su espíritu con el mundo entero.
            Así es como el Evangelio trabaja en las almas puras.
            Al igual que en ellas, en nosotros, sacerdotes, en todos vosotros, religiosas que aquí veo, seglares, familias católicas; ¡gozo y alegría y nunca acomplejamiento! Gozo y alegría de sentirnos hijos de la Iglesia, discípulos del Evangelio en toda su integridad, sin disimulos y sin transigencias vergonzosas. Fieles a lo que el Señor nos ha enseñado; fieles a lo que la Iglesia de hoy, por boca de los Papas, nos sigue diciendo.
            Será notable leer mañana o pasado los discursos que haya pronunciado hoy el Papa. Pero estarán todos en esta línea, en relación con la familia, con la vida cristiana y con el mundo; de la misma manera que los del Papa anterior, el párroco del mundo, Juan Pablo I, el que quiso promover el retorno a lo esencial, y lo esencial es esto de que venimos hablando aquí año tras año, movidos por el recuerdo de nuestra santa querida, Santa Teresa de Jesús.

 

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