HUELLA DE LA GRANDEZA Y PLENITUD DE DIOS
(26 de agosto de 1980)

 

            Me alegro de poder saludaros una vez más, como vengo haciéndolo año tras año, en esta fiesta que nos congrega aquí, llamémosla así, prescindiendo ahora de cierto rigorismo denominativo de la liturgia. Para nosotros es una fiesta muy singular, porque con respecto a los santos, lo que se celebra generalmente es el día de su muerte, su tránsito a la vida eterna. Llega la conmemoración de esa fecha en el calendario litúrgico y se nos invita a conmemorar la totalidad de la vida de un santo, y hablamos de su nacimiento, de sus trabajos, de su vida, de su muerte, de su obra al servicio de la Iglesia, etc. Cuando llega el 15 de octubre, hacemos esto sobre Santa Teresa.

Una flor del jardín de Santa Teresa

            Pero en este día, la singularidad de la fiesta es muy notable, porque conmemoramos nada más que un detalle de su vida, sólo un detalle. Es como si uno entrara en un jardín precioso y, prescindiendo de las además flores tan hermosas, solamente se detuviera ante los claveles, por ejemplo, o las rosas o los jazmines, supongamos. Y no tendría mal gusto el que hiciera esa elección, pues bien, en este hermosísimo jardín de la vida de Santa Teresa –he aquí lo singular y notable- nos detenemos a conmemorar una visión que ella tuvo; ésta, la que con las mismas palabras con que la santa la describe, se nos ha leído antes de comenzar la santa misa; la de aquel ángel que ella sintió cabe sí; un ángel muy encendido, probablemente de los que llaman querubines, que estaba a su lado con un dardo de oro y fuego y lo clavaba dentro de su corazón. La hacía sufrir intensísimamente, pero con un sufrimiento mezclado de un gozo indefinible. Llega un momento, dijo, en que ella no sabe decir más, a pesar de que dice tanto en las palabras con las que describe este hecho, y solo se le ocurre que ojalá Dios conceda a los que puedan ponerlo en duda, sentir lo mismo que ella sintió. Esto es, lo que conmemoramos hoy, la Transverberación de Santa Teresa, de su corazón.

Fiestas de la delicadeza

            Yo estimo que es muy acertado celebrar esas conmemoraciones que pertenecen a la intimidad de la familia. En todas las órdenes religiosas, aparte de la observancia general propia de cuantos tenemos que cumplir con los preceptos de la Ley de Dios, florece como un conjunto de deseos, de imitaciones, de anhelos, de recuerdos, que pertenecen al ámbito de la familia, y si una orden religiosa no tuviera este sentido de familia, habría que la mentarlo mucho. Pero en esta, concretamente de las Carmelitas, entra uno en sus conventos y monasterios, grandes o pequeños, más o menos antiguos o modernos, y por donde quiera que va, de repente, en la esquina de un claustro, allí aparece una imagencita del Niño Jesús, de tal santo, de la Virgen Santísima, y todos tienen su historia, todos tienen incluso su hermosa leyenda, admirable y siempre edificante, aun siendo solo leyenda.
“Aquí tenemos a este Niños Jesús de Praga, que en la orden tanto veneramos, y le ponemos aquí sobre esta mesa de altar, tales y tales días porque”…, y así, ¿desde cuándo?..., pues no saben ya. “Y esta otra imagen de la Virgen, mire, con esta capa de que está revestida, se venera en este convento desde hace doscientos años, porque en aquella época sucedió que hubo una visión de una monja muy santa de esta comunidad”. Y todas rezan ante aquella imagen en determinados días y momentos, y, dentro de la liturgia general, la propia de la familia carmelitana, les hace sentir como un gozo particular en exponer sus sentimientos o rememorar aspectos propios de la vida de la orden en torno a una fecha. Mil detalles bellísimos, propios de la vida de las Carmelitas. Mil detalles que no debéis perder, ¡no los perdáis jamás! Son lo que podríamos llamar fiestas de la delicadeza. Las demás son fiestas de la fidelidad, a la fidelidad estamos obligados todos, a la delicadeza, cuanto más podamos alcanzar, mejor. Pero aquellas que lo tienen ya por institución y no por formulismo, que sigan ofreciéndonos su testimonio y nos hagan sentir la dicha de ver con qué intimidad tratan las cosas de Dios, de su Madre y de sus santos.

Dios quiere hacernos mercedes

He meditado esta mañana en el capítulo de la vida de Santa Teresa, en que ella hace esta descripción. Es el capítulo en que empieza hablando de las “mercedes” que Dios le hizo. Y lo escribe, porque le mandaron escribirlo. ¡Las “mercedes” de Dios! Y, además, lo escribe como para hacer sentir a todos los que lo llena, que Dios está dispuesto a hacer muchas mercedes a todos. Al leerlo una vez más, seguí hojeando su vida, y en los capítulos XXVII, XXVIII, XXX y XL, en que va narrando diversos aspectos, me fijé en la narración que hace de estos misterios de su vida, se repite con frecuencia un doble pensamiento: por un lado, la exaltación de las grandezas de Dios. No se cansa, a lo largo de estos capítulos, de mencionar la grandeza y la majestad de Dios. Y, por otro lado, segundo pensamiento que se repite en esta alma generosa llena de amor, deseosa de que ese amor abarque al mundo entero: el deseo de que los hombres lo experimenten. Esto es notable en Santa Teresa. Sin duda, a un alma tan profunda y tan rica de expresión de sentimiento religioso y de fe, Dios le hizo sentir particularmente esto: ese deseo de que los demás puedan llegar a sentir la experiencia de Dios, como ella la sintió; lo dice con mucha frecuencia en estos capítulos de su vida.
Y esto para el lector que se acerca a esa vida con humildad y siempre deseoso de aprovechar en su vida espiritual, es fuertemente estimulante. Y nace, efectivamente, el deseo de experimentar algo de lo que ella vivió. ¡Qué pobres son los hombres, qué torpes al alejarse de esto que la majestad de nuestro Dios está dispuesto a dar!, puesto que me lo ha dado a mí, tan “ruin”, y con qué claridad vi, y qué feliz soy de haber visto a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y desde entonces veo ese misterio de la Trinidad y me consolé y me conmoví. “No son exactas las palabras, el pensamiento sí. ¡Ojalá muchos que bien por el mundo olvidados de Dios pudieran sentir esto mismo que yo siento!, y me dijo el Señor: ¡Diles y recuérdales estas gracias, para que ellos también lo vivan!”
Este aspecto es encantador en la vida de Santa Teresa, la mujer contemplativa que mora en sus conventos,  que sale por el mundo a seguir contemplando a Dios. Pero que ni en los conventos ni en el mundo se olvida de los hombres, de todos los hombres, y les desea lo mejor que puede haber: que también ellos lleguen a sentir algo de la grandeza y de la majestad de Dios.

Huellas de la grandeza y plenitud de Dios

En la grandeza de Dios están todas nuestras grandezas, queridas religiosas y queridos hermanos, y en la majestad de Dios está nuestra plenitud. Todo se reduce a eso, y todo lo bueno que podemos tener es como una imagen, como una expresión imperfecta de la grandeza de Dios. Entonces resulta que esa grandeza se nos presenta como creadora, providente, amparadora, redentora. Nos llena de gracia, nos ofrece auxilios múltiples; la naturaleza tiene un sentido, la creación canta esa grandeza de Dios. Y uno piensa en sí mismo: estudios, ciencia, conocimientos, vida, capacidades físicas, psicológicas, morales, sociales, políticas; es decir, el esfuerzo tremendo de la historia humana – a esta frase puede reducirse todo el significado de este conjunto de aspiraciones y luchas del hombre al que me he referido-.
Ve uno todo eso y dice, pero, ¿qué es esto sino una pequeña huella en que se manifiesta la grandeza de Dios? Y, en tanto esto llega a saciarnos, en cuanto está dentro de ese cuadro de la grandeza divina. Cuando no, cuando se desvía de lo que Dios nos revela para que podamos regular bien la verdad, la belleza, la fuerza, etc., ¡qué catástrofes personales, qué frustraciones, qué cansancios del corazón, qué vidas sacerdotales, religiosas, seglares deshechas!, a pesar de la fuerza sensacionalista con que aparezcan las frases del mundo en torno a hombres, mujeres, ídolos de un día, que si triunfan, gracias a tal o cual publicidad, pasan en seguida; como estrellas se apagan.
Solo queda la amargura de un corazón desolado, una familia entristecida, el olvido melancólico. Y es porque se apartaron, con su falsa grandeza, del deseo de reflejar la grandeza de Dios. Grandeza y majestad de Dios que dice Santa Teresa continuamente. Por eso no me extraña que, al narrar este episodio de la visión que tuvo del ángel que atraviesa su corazón, hable para que al mismo tiempo que la crean, puedan beneficiarse los hermanos de lo mismo: “¡Ojalá Dios lo diese a gustar a otros, para que no dudaran de lo que aquel día y en más ocasiones me sucedió!”

Nuestro propio ángel y nuestro dardo de amor

No podemos olvidar ciertamente que ese Dios ha venido a este mundo y quiere un orden cristiano en este mundo. Pero, ¿cómo vamos a lograr un orden cristiano en este mundo si no hablamos de Él, de Cristo; si no nos esforzamos por conocerle, si no despertamos nuestro amor a Él en sí, no solo en su obra redentora, aplicada al hombre, sino en su misterio divino con toda la fuerza con que se acerca a ese hombre para redimirle?
Es lo que se ha llamado la teología de rodillas, en lugar de la teología sentada. No solo estudio, no solo lucha apostólica. Todo esto sí, pero tiene que estar como transido de un sentimiento cada vez más hondo de fe y de contemplación. Nosotros no podremos tener un ángel que se acerque a nosotros con un dardo de oro; no merece tanto nuestra miserable condición. Pero nos basta, si somos humildes, con sentir la punzada que llega hasta nosotros por la voz de Dios a través de Cristo, llamándonos a este despojo de nosotros mismos, a esta entrega de nuestro corazón, a esta contemplación del Padre, a esta búsqueda de las energías del espíritu apostólico en la  unión con Él, unión semejante a la del sarmiento con la vid.
Este aspecto fundamental no puede olvidarse, y aquí –vuelvo a repetir- está el fallo. Lo hemos olvidado mucho en nuestro tiempo. Todo lo queremos reducir a una conversación de camaradas; tenemos que estar muy unidos, juntos todos, y todos de rodillas ante Dios. En nuestras horas de oración comunitaria, bien sea en las órdenes religiosas, en la familia, en las comunidades parroquiales, donde sea, llega un momento en el que cada uno tiene su propio ángel, su propio dardo, porque tiene su propio corazón, y lo que tiene que hacer es dejar que se abra; y luego que Dios actúe como Él piense que debe hacerlo respecto a cada uno.
Nuestra disposición personal y nuestra donación

El mundo está un poco necesitado, ¡un poco –digo yo-¡, triste y trágicamente necesitado de que, al menos, aquellos que tenemos la obligación de seguir al Señor por el camino que hemos aceptado, valoremos un poco más estos aspectos de la vida mística, simplemente en cuanto significan unión con Dios. Ya veréis, ya, lo que se ha de escribir y lo que se ha de decir en el año centenario de la muerte de Santa Teresa. Probablemente, sentiremos más de una vez el sonrojo de escuchar de labios no católicos e incluso no cristianos, reflexiones sobre Santa Teresa y la vida mística, que no somos capaces de hacer nosotros que tenemos tales tesoros entre las manos. Tendrán que venir a decírnoslo de Oriente y de Occidente, como dice el Evangelio; de un lugar y otro del mundo, de todas las religiones, al contemplar estos dramas que está sufriendo el hombre de hoy, tan afanoso de felicidad y tan incapaz para encontrarla porque la busca donde no puede hallarla.
Nuestras grandezas radican en la grandeza de Dios y en su majestad está nuestra plenitud. Nosotros no dudamos, admitimos esa visión del dardo; la leemos con respeto y con amor. Pensamos en Santa Teresa y, por medio de ella, dirigimos a Dios nuestra oración, y le decimos que sí, que queremos vivir más unidos con Él, en el propio hogar, los padres y los hijos, los matrimonios, los jóvenes, los sacerdotes, las comunidades religiosas. Para ello hemos de ir disponiendo nuestro corazón con mucho esfuerzo. Esa visión del ángel no se produjo de repente, precedían muchos esfuerzos de Santa Teresa, y ya había tenido otras mercedes, como aquella de la cruz cuando, teniendo un día en la mano la cruz de un rosario, “el Señor me tomó la mía, la tomó, tomó esa cruz, y desde entonces vi que ya no era de madera, sino de piedras preciosas muchos más bellas que los diamantes”. Es el diamante muy imperfecto para expresar lo que era aquello. Y yo lo “vía” –dice ella-; el Señor me permitía verlo y así muchas veces. ¡Mercedes de Dios!

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