Homilía pronunciada el 8 de agosto de 1981, festividad litúrgica de Santo Domingo de Guzmán, en la misa concelebrada en el Santuario de Nuestra Señora de Las Caldas de Besaya (Cantabria). Se reproduce el texto íntegro publicado en 1981 por Ediciones «Cruzada de la Verdad», Caldas, Palencia, Madrid, Salamanca, con prólogo de Fr. Felipe M. Castro, O.P.
Queridos religiosos, sacerdotes concelebrantes, y hermanos todos en Jesucristo:
Hoy saludo a todos con cordialidad, con respeto, y os manifiesto, desde el primer instante, que me considero dichoso de poder celebrar con vosotros esta fiesta de Nuestro Padre Santo Domingo. Y digo esto, porque no hay ninguno de cuantos estamos aquí, que no haya recibido de alguna manera la influencia beneficiosa de su paternidad espiritual. Es lo que sucede con estos hombres, tan insignes hijos de la Iglesia, santos de Dios, llamados y elegidos por Él, para empresas que saltan sobre los siglos, que están destinadas a llegar a la mente y al corazón de los que creen en Cristo.
Creo yo que no habrá ningún lugar de la tierra en el que se haya predicado el Evangelio en donde no hayan ido, desde el principio, a predicarlo, o a colaborar con los que fueron, los hijos de Santo Domingo. Y hoy la Familia Dominicana se reúne por todos esos lugares dispersos de la tierra y ofrece a Santo Domingo el homenaje de su devoción y de su amor.
Bien; son los padres dominicos, y las religiosas de vida activa y contemplativa de la Orden, la Orden Tercera, los Institutos Seculares y tantos fieles e instituciones y personas a las cuales, por medio de estos Instrumentos de acción apostólica, ha ido llegando ese influjo y esa luz celestial que empezó a difundir con fuerza singular el Maestro General de la Orden de Predicadores, Santo Domingo de Guzmán. Pienso en todos ellos, tantos y tantos, a lo largo de los siglos, con tantos servicios prestados a la Iglesia, tan eminentes.
Las fiestas de los santos deben ser celebradas así, con gratitud, con alegría espiritual, con un propósito de adquirir dentro de nosotros, y aprovechar, las lecciones que ellos nos dieron. Así las de Santo Domingo de Guzmán.
Un santo español universal #
Creo que Santo Domingo de Guzmán fue el primer santo español que hizo de Europa su patria y no conoció frontera alguna para sus empresas apostólicas; él, que había sido educado en tierras fecundas del orden espiritual, de la Vieja Castilla (Caleruega, Palencia, Osma), cuando la providencia de Dios le sitúa en caminos de encuentro con los hombres, caminos, también entonces ya turbados por el asalto de ideologías más diversas, él hace que desde el primer momento su espíritu se abra con una generosidad inextinguible, y empieza a brillar en su vida una característica, que acompañará siempre a los hijos de Santo Domingo: la universalidad. Tenía su alma ya dispuesta.
Había nacido y crecido en un país en el que los esfuerzos hechos para la Reconquista, y los que seguían haciéndose, hacían vibrar fuertemente su alma vigorosa. Pero habían precedido años de silencio fecundo, y de estudio: los de Palencia en su Universidad, y los de Osma en su Catedral. Con esta preparación espiritual, se abre paso por tierras muy lejanas, en las que en el primer momento se encuentra como en su casa, porque su espíritu no le permitía detenerse en su casa propia. El hubiera sido un místico, y habría vivido feliz en la contemplación de Dios y sus misterios, pero el amor a Jesucristo y a los hombres le empujó con fuerza irresistible y le hizo entregarse a empresas apostólicas, que son, todavía hoy, un ejemplo envidiable para todos nosotros, los que amamos a la Iglesia.
Ese ejemplo, repito, es válido también hoy, y sigue mereciendo la atención de todos los que estudian con seriedad cuál debe ser la conducta de la Iglesia en las diversas épocas del mundo y en las situaciones tan distintas en que tiene que situarse para evangelizar a los hombres.
Santo Domingo de Guzmán no se entretuvo en disquisiciones inútiles, ni consumió el tiempo en la contemplación de sí mismo, o en los problemas propios o de las instituciones. Él tuvo desde el primer momento una convicción arraigada, la de que personas como él, consagradas a Dios en el sacerdocio, y la Iglesia como tal, tienen ya un lugar propio donde encontrar el alimento, que es la vida de Cristo; eso averiguado y vivido, lo que importa es lanzarse al mundo para predicar el Evangelio; y no consumir el tiempo ni las energías en nada que pueda significar contemplación egoísta de sí mismo, sino el aprovecharlo para entregarse con más eficiencia al servicio de los hombres.
La Iglesia hoy tampoco tiene que inventar nada. Lo que tiene que hacer es permanecer fiel, segura de que cuando se vive esa vida espiritual bien centrada en Cristo, surgen, acomodadas a los tiempos, las iniciativas apostólicas que sean oportunas y necesarias; surgen con naturalidad, como brota el agua de un manantial inextinguible. La Iglesia ha de mantener su identidad en todo instante. Este es el gran problema. Los sacerdotes como sacerdotes, los religiosos como tales, los seglares conforme a su condición, y unos y otros, alimentados y viviendo de esa fe de Cristo, que se nos ha dado para vivirla y para comunicarla. Entonces es cuando el dinamismo del Evangelio se convierte en vida alentadora, y el alma del que cree, identificada con ese afán evangelizador que brota tantas veces de las almas generosas, siente un deseo de imitar al Señor y de seguir por el camino que ve recorrer a esos que le preceden. Entonces se multiplican las energías sin saber cómo y van apareciendo, por un lado y por otro, los apóstoles de cada momento.
Esta es la historia, y el que la conoce sabe muy bien que desde el momento que en el alma de estos hombres entregados a Dios, conforme a su condición, seglar, sacerdotal o religiosa, se vive así, se multiplican también las iniciativas y surgen los movimientos pastorales capaces de transformar las épocas y las personas. Hombre culto y sobre todo hombre de oración, Santo Domingo vio venir el fenómeno de una Edad Media viva y creadora, y lanzó a sus hijos, apenas les pudo agrupar en comunidades vibrantes de amor a la Iglesia, hacia los centros del saber lo mismo que a las pequeñas o frágiles comunidades rurales o artesanales. Bolonia, París, Milán, Toulouse, Roma fueron los centros escogidos, donde aparecen los hijos de Santo Domingo brillando con luz propia; jluz propia en el sentido de que hacen brillar la de Cristo que ellos han asimilado. Y ese hombre, hijo de Castilla, que vive cincuenta años apenas, al terminar su villa, puede contemplar la Europa culta de entonces, igual la del campo que la de la ciudad, evangelizada por grupos numerosos de hijos suyos; y, a su vez, por grupos de monjas que van también reuniéndose al conjuro de su palabra santa, para encender otras luces que también los hombres necesitan: las de las mujeres consagradas a Dios, de donde brota una fecundidad espiritual irresistible.
Respuesta vigorosa a un confusionismo parecido al de hoy #
Hoy vivimos una época en la cual nos sentimos como asfixiados bajo el peso de tanta ambigüedad y tanto confusionismo. Se habla sin cesar del humanismo cristiano y se le quiere hacer compatible con las mayores aberraciones; de derechos de los hombres, y cada grupo político los interpreta como le viene en gana; de hermandad internacional y, sin embargo, la ley es que siga el predominio de los más fuertes. Los hijos de Santo Domingo de Guzmán no consumieron el tiempo en estos juegos estériles. Ellos se dedicaron también a la Europa que habría de aportar aquella fuerza esplendorosa de la fe en el siglo XIII; pero se entregaron a una tarea de contemplación de Dios, para, después, predicar la verdad contemplada con rigor, con fuego de amor y caridad, con un anhelo incontenible de que esa verdad se convirtiera en realidad.
He hablado de ciudades cultas, pero lo más particular de Santo Domingo es que, advirtiendo la importancia que tenía ese mundo de la cultura, no dejó de atender jamás al pueblo sencillo, al que no sabía leer, y aquí viene su carisma especialísimo, algo que la Iglesia estaba echando de menos entonces. No creáis que se vivía en aquel tiempo una paz idílica; también existían turbaciones, aparecían sectas, grupos innumerables de perfeccionistas, de hombres y mujeres anhelosos de un Evangelio más puro, pero conforme a su criterio personal. Hablaban de las Escrituras, interpretándolas como querían. Flagelaban a los demás con sus invectivas, con sus desobediencias, con sus discusiones. En todo momento, faltos de respeto para la Iglesia como institución, para los misterios que ella predicaba. Víctimas de esta situación ambiental, producida por los grupos heréticos en el mediodía de Francia y en la Lombardía italiana (lugares a los que habían acudido también muchos hombres de Castilla víctimas de esta situación), aparecían hombres y mujeres del pueblo sencillo, a los cuales, si no se les hubiera atendido, pronto les hubiéramos visto sucumbir víctimas de unas predicaciones y afanes de reforma totalmente ilegítimos dentro de lo que era la Iglesia. Los Papas llamaban a un ordenamiento mejor de las energías de la Iglesia. Querían ellos que se reformaran las costumbres; que el clero, más abundante, sobre todo en Francia y en Italia, obedeciera y se ordenase eficazmente para cumplir con su cometido. Lo decían, exhortaban, rogaban de manera apremiante, pero no podían conseguirlo.
Pionero de la civilización cristiana #
Y es entonces cuando surge este hombre singular, que hace de su vida una predicación continua; predicación, con el ejemplo y con la palabra; vida santa, pobreza, desprendimiento de todo. Marcha por los caminos a los que me refiero de esos lugares de Europa, en los que prácticamente ha nacido o se fundamentó la civilización cristiana que dio después frutos tan espléndidos, predicando sin cesar. Llama a sus hijos, busca sacerdotes jóvenes y seglares que podían entregarse a Dios y que manifestaban condiciones santas para dejarlo todo, y va formando con ellos los Frailes Predicadores. Esto era una novedad originalísima en aquel tiempo. La Iglesia vivía fuera de esas inquietudes del Pontificado, que ni siquiera tuvieron siempre manifestación adecuada por parte de todos los Pontífices. Pero fuera de esto actuaban obispos, que no faltaron tampoco, con luz suficiente para iluminar a sus diócesis. Los demás estaban entregados a un quietismo inoperante o al usufructo de unas situaciones tranquilas que les permitían vivir cómodamente; con lo cual, los herejes que empezaban a surgir, encontraban argumentos, sin duda exagerados por ellos en su mala intención, pero reales, por supuesto; en los cuales se amparaban para decir que la Iglesia de Cristo había perdido su identidad. Y Santo Domingo acudió a tapar esa brecha que amenazaba con arruinar el edificio entero de la Iglesia. Buscó a esos hombres, a los que formó adecuadamente. Los más sabios, los más santos, los más abnegados, los más dispuestos, los más obedientes y, a la vez, otra originalidad: sigue al Papa a conciencia. Como condición particular de la Orden que quiere fundar, la norma de la dispensa, es decir: en esta Orden de Frailes Predicadores al servicio de los hombres, todo ha de estar dispuesto de tal manera que sirva al hombre sirviendo a Dios. Para eso, el Superior ha de gozar de amplias facultades que no existían entonces en la vida monástica, para dispensar de cuanto sea necesario, dentro de la vida regular que han abrazado, con el fin de que estén más vivos y dispuestos para el apostolado según las circunstancias lo pidan.
Esto era adelantarse siglos a lo que la Iglesia irá señalando después, cuando ha marcado caminos de evangelización nuevos. Esto era poder consagrar la iniciativa apostólica y facilitar el trabajo grande y necesario para atender las necesidades de las almas sin ser esclavos de reglamentos entorpecedores. Las reglas se vivían, las constituciones se amaban, la vida de comunidad era buscada; pero, por encima de todo, estaba el bien de las almas. Los Frailes Predicadores iban de lugar en lugar, por el mundo del campo y la ciudad, en los ambientes culturales y científicos de entonces, creando, exponiendo, reformando, dando cuenta después para recibir las correcciones necesarias y así, acumuladas las experiencias provechosas, formar núcleos invencibles de hombres que estudiaban la Sagrada Escritura, la meditaban en su oración contemplativa y aplicaban la palabra de Cristo, en la cual creían, en aquellos ambientes que les había tocado evangelizar.
La Europa que conocemos debe no solamente sus monumentos de piedra, ni sólo sus libros y bibliotecas, debe su alma entera a aquellas legiones de hombres a las que vinieron otros después a acompañarlas, según la Iglesia fue solicitando nuevas energías para que el nombre de Cristo y su vida consagrasen por entero un sistema de vida, que es lo que ha hecho el orgullo de la civilización cristiana.
Vuelvo a repetir: lo que importa es vivir la fe con gozo y entusiasmo. Somos discípulos de un Dios que no puede morir. Cristo ha dicho su palabra y ésta es la que tenemos que asimilar y contemplar: Id al mundo y predicad el Evangelio. De Santo Domingo de Guzmán es esta frase y podría situarse junto a las sentencias de Jesús, nuestro Maestro amado: «Los granos de trigo amontonados se corrompen; dispersos, fructifican. Id por el mundo». Así les decía a sus hijos.
Dispersos por el mundo, a «pescar», a trabajar, a dar ejemplo de santidad. A discutir con el adversario, no para malgastar el tiempo en polémicas enconadas, sino para que brille la luz de la verdad; prestos, nunca cobardes; abiertos a todas las corrientes de la época, seguros de que por donde venga un viento que lleve consigo algo de luz y de fecundidad humana puede encontrarse con otro que lleve consigo la fecundidad cristiana. Vosotros tenéis que abrir las puertas a uno y a otro para que se encuentren y fecunden esos campos donde está siempre dispuesta la semilla.
Garantía del magisterio eclesiástico #
Hermanos, no debo entreteneros demasiado, pero me parece que es necesario recordar estos aspectos fundamentales de la obra de Santo Domingo en un momento como el que vivimos en la Iglesia. Yo no lo califico de mejor ni de peor que otros. El que conoce la historia de la Iglesia sabe que no ha habido ninguna época histórica en la que halla brillado la paz absoluta. Esta no ha sido prometida por Cristo. En cada momento aparecen las actuaciones del Maligno. Siempre ha habido algo del humo de Satanás. En nuestra época también. Lo que hace falta es no asustarse de eso, no perder tiempo en algo que pueda desviarnos de ese núcleo de la verdad tal como nos ha sido revelada por Jesucristo. Es la Iglesia la que conserva ese depósito. Es la Iglesia la que lo mantiene vivo. Con ello no excluyo a nadie; pero la Iglesia es práctica. Constitutivamente, por voluntad del que la instituyó, hay en ella un Magisterio para hacer que la luz brille; esa Escritura Santa, esos dogmas de la fe, ese Credo católico no varían, están ahí. Para que nadie pueda convertirlos en doctrina personal, destrozando por completo el depósito de la Revelación, Cristo ha confiado al Magisterio la misión de ser garantía cierta de lo que hay que enseñar. Cuando así lo hacemos no hay esterilidad, salen adelante las obras. Dios bendice siempre esos esfuerzos.
Hace poco más de un año me encontraba en Fátima para predicar allí en la fiesta del 13 de mayo, pude visitar en Coímbra a Sor Lucía, la vidente que queda en la tierra, de aquellas apariciones de la Virgen Santísima. No les doy ni más ni menos valor que el que les da la Iglesia. No son la revelación pública que terminó con los Apóstoles; pero las respeto como hechas por el bien de las almas, desde el momento en que la Iglesia también las ha admitido; y estuvo en Fátima Pablo VI. Hablé con ella largamente y le pregunté: «¿Cómo ve Vd., Sor Lucía, la situación?». Contestó: «Sufre mucho la Iglesia, pero yo veo con mucha esperanza la situación. Dios triunfa siempre de sus enemigos». Así lo dijo, con esta enorme sencillez: «Dios triunfa siempre de sus enemigos».
Está empezando la resurrección del cuerpo de la Iglesia en muchos lugares ya, con la oración, con la meditación, con el rezo del Rosario –no olvidemos que es la vidente de Fátima–, con la fidelidad, porque es lo que ha faltado estos años; y he aquí una frase que me llamó la atención: «Es la fidelidad más que la fe». ¡Qué razón tenía! La fe es un clon de Dios; la fidelidad es una respuesta del hombre.
Fe y fidelidad #
Puede haber fe y puede haberla en situación rara. Y puede haber fe y afán de que la fe se viva, pero una fe olvidada de las verdades dogmáticas. Puede haber fe parcial limitada a aquellos aspectos del Evangelio, que nos resultan gratos, pero olvidada de otros que nos son menos agradables.
Puede haber fe en un sacerdote que no tiene fidelidad para cumplir con delicadeza su misión. Puede haber fe en una religiosa o en una congregación o en una familia en la cual se reza, se habla de Cristo, pero conforme a una ideología o según las amistades que se tengan. Puede haber fe, pero olvido del Magisterio pontificio.
En cambio, cuando hay fidelidad, hay observancia, examen de sí mismo, huida de los peligros de esa fe, lucha generosa para llevar la Verdad de Cristo a los demás. Cuando hay fidelidad, hay acción apostólica, no consumimos el tiempo en coloquios y asambleas vacíos, sino que buscamos más y mejores oportunidades para predicar más exactamente el mensaje del Señor. Esto es lo que decía la vidente que había fallado estos años: la fidelidad. Y cuando falla esta fidelidad, poco a poco vamos justificándolo todo. De ahí viene el humanismo cristiano que termina reducido a humanismo puramente terrestre; de ahí viene el derecho del hombre, pero ninguna alusión a los deberes. Y de ahí viene la hermandad internacional que se reduce a meras palabras. De ahí viene el que, en una época en que tanto estamos hablando del sacerdocio de los seglares, se pisotee el sacerdocio específico ministerial del que ha sido consagrado a Dios con el sacramento del Orden. Poco a poco irá derrumbándose todo. Esto pasa, pasa ya, va pasando; pero tenemos que luchar mucho todavía.
Nosotros, con vosotros, hijos de Santo Domingo, tenemos las luces que el Señor ha dispuesto que brillen en cada momento de la historia. Vuestra misión no ha pasado. La Orden de Santo Domingo puede seguir corriendo por los caminos de la historia actual con la antorcha en la mano, derramando la luz con la vida santa y con la doctrina sabia, tal como Santo Domingo lo quiso, aquel místico, aquel hombre lleno de ternura, el hijo amantísimo de la Virgen María, el de las Santas Marías continuadas, inicio fundamental de lo que después fue el Rosario, el de la oración postrado en tierra, el del abrazo al Crucifijo. Muere a los cincuenta años, cuando casi a esa edad otros empiezan a hacer algo, después de haber abarcado la tierra conocida entonces. La Iglesia se sintió huérfana, pero siguió mirando a sus hijos, y siguió y sigue encontrando la luz que Santo Domingo había encendido.
¡Que nunca se apague esa luz y seamos todos capaces de aportar la nuestra, humilde y pobre, para que el mundo siga viendo los caminos de su vida iluminados por ese resplandor!