Homilía pronunciada el 28 de agosto de 1989, en la Parroquia de San Pedro, de Fuentes de Nava (Palencia), en la festividad litúrgica de San Agustín, Patrono de dicha villa. Texto inédito.
Queridos hermanos:
Daba gusto, hace un momento, asomarse a la puerta, o a la ventana de la casa, o situarse en cualquier esquina de las calles del pueblo, y ver cómo acudíais de los diversos lugares donde están situadas vuestras viviendas, cómo acudíais unos y otros aquí, al templo, a la parroquia de San Pedro. Es la fiesta, la fiesta de San Agustín, y vestís vuestras mejores galas, y mayores y jóvenes, y niños también, acuden para formar, dentro de las naves del templo, la gran familia cristiana. Esta familia que es la que verdaderamente fortalece los lazos de hermandad y de unión entre los habitantes de un pueblo.
¿Qué sería, digo yo, de las fiestas populares en Fuentes de Nava, si desapareciera, por una hipótesis absurda, la conmemoración religiosa? Faltaría algo tan especial, que los espíritus de los hombres y de las mujeres, que han captado a lo largo de su vida la verdad y la belleza de estas conmemoraciones, se sentirían profundamente agraviados y entristecidos. Porque todo lo demás, los aspectos profanos de la fiesta, incluso cuando se hacen bien, no pueden llenar el espíritu; esto sí, la fiesta religiosa nos hace pensar en Dios, nos recuerda nuestro destino, nos invita también, mañana, a rezar por los difuntos, levanta nuestras esperanzas; y la belleza del templo, sobre todo de un templo como éste, y todo el conjunto de detalles que acompañan la conmemoración religiosa, produce en el interior del espíritu una alegría inefable, que solamente puede dar Dios, a través de las actuaciones litúrgicas y religiosas, en general, con las que celebramos una fiesta en su honor.
El origen y sentido religioso de las fiestas populares #
Estas fiestas al principio no existían. En los primeros siglos los cristianos, que no estaban reconocidos, y eran más bien considerados como enemigos, vivían nada más que el domingo, la fiesta del Señor Resucitado. Y tenían que hacerlo clandestinamente, en lugares ocultos. Es más tarde, en el siglo IV, cuando ya, con la paz de Constantino, va recobrándose un sentido lógico de la expresión religiosa de la sociedad, y aparecen los primeros templos, pequeñas basílicas, ermitas y, poco más tarde, templos grandiosos. Y entonces no se celebra sólo el domingo, viene también el recuerdo de María Santísima y de los mártires y de los santos. Y es, sobre todo en la Edad Media, cuando al difundirse el cristianismo por todos los países de la Europa que hoy conocemos, las ciudades y los pueblos pequeños asumieron el honor de confiarse a la intercesión de santos patronos a los que invocaban. Santos insignes: un San Antolín en Palencia, un San Pedro Regalado en Valladolid, un San Isidro Labrador en Madrid, o bien buscando la intercesión de la Virgen María, con los títulos distintos, pero todos coincidentes en la misma expresión mejor: Virgen del Pilar, en Zaragoza; Virgen del Sagrario, en Toledo; Virgen de la Paloma, en Madrid; o bien, sencillamente, en fiestas patronales también, dedicadas a Cristo Redentor: Cristo del Consuelo, de la Misericordia, de los Arrepentidos, etc.
Y en torno a la fiesta religiosa, desde tiempos tan antiguos, iban apareciendo también manifestaciones festivas de lo que es la agradable convivencia humana. Las fomentaba la misma Iglesia, educadora y maestra de los pueblos: danzas y bailes dignísimos en su manifestación externa, y cantos, y música compuesta por diversos autores, concursos de poesía y de canciones, todo ello era como detalles hermosos que servían para aglutinar más la conciencia del pueblo cristiano y compartir unos con otros la alegría de la fraternidad, que tenía su origen en un concepto cristiano de la vida. La Iglesia, la gran educadora, se complacía también en los detalles externos y profanos de una fiesta dignísima en el aspecto humano, que tenía su punto de arranque en la propia festividad religiosa, puesto que todo venía a ser como un homenaje de la naturaleza individual y social del hombre a Dios Nuestro Señor.
He ahí por qué yo, al estar este año aquí en estos días, coincidencia para mí muy grata y casi no esperada, he recordado también detalles de tiempos antiguos, porque hace cuarenta y seis años yo prediqué aquí, en el pulpito que ahora no existe, en la fiesta de San Agustín. Muchos de vosotros no habíais nacido entonces; fui invitado a venir y vine con el gusto lógico que podía experimentar quien sentía aquí sus propias raíces, pues me acompañaban mi madre y mi hermana. Después, tanto tiempo trabajando en un sitio y en otro, y siempre me ha llegado el eco de las fiestas de San Agustín, a través de mis parientes o amigos de Fuentes de Nava. He ahí por qué hoy me siento dichoso de poder celebrar la Misa aquí y predicaros esta homilía, con la cual quiero como expresar el sentimiento de mi corazón lleno de satisfacción y de gratitud; y de saludo, respetuoso y cordial, al Ilmo. Sr. Presidente de la Excma. Diputación de Palencia y al Sr. Alcalde y Concejales del Ayuntamiento de Fuentes de Nava y también al Sr. Alcalde de Frechilla, a quien acabo de saludar. Y, ¿cómo no?, con mi respetuoso saludo, lleno de cariño, a la Reina y las Damas, a las cuales deseo para el resto de su vida tanta suerte y tanto éxito como la belleza que reflejan en su rostro y la elegancia de sus vestidos regios.
San Agustín, cima altísima de santidad #
Hablemos un poco de San Agustín, hermanos, con vosotros los que estáis aquí, y sobre todo y aún más, con vosotros, querido Sr. Cura Párroco y sacerdotes concelebrantes. Somos rectores del Pueblo de Dios y con él nos unimos en un acto como éste, pero para él tenemos una responsabilidad especial, nacida de la obligación que tenemos de explicar estos misterios de la santidad, que se dan en la Iglesia. Hoy nos los presenta y ofrece San Agustín.
Quizá no haya habido una cumbre tan alta en la historia de la Iglesia, como la que aparece en este gigante de la inteligencia y de la entrega religiosa a Dios Nuestro Señor. Entre los seis o siete astros de primera magnitud, que podrían ser señalados en la historia de la teología y de la mística, incluso de la poesía religiosa, sería muy difícil quitar el primer puesto a San Agustín, el gran obispo de Hipona.
No podemos recorrer con detalle su vida. Nace en Tagaste, un pueblo de África de lo que hoy es Túnez, de un padre que era propietario agrícola rural, bastante zafio en sus comportamientos, pagano, no tenía religión ninguna. Ni siquiera practicaba el paganismo en que se habían educado aquellos hombres y mujeres, con anterioridad al cristianismo. En cambio su madre, Mónica, era cristiana fervorosa. Una y otro se dieron cuenta en seguida de lo que valía aquel muchacho inquieto, Agustín. Y aquel agricultor, que no tenía más preocupación que la de llevar los productos de su tierra al mercado, no puso obstáculos al joven Agustín, cuando éste manifestó su deseo de trasladarse a Milán, en el norte de Italia, en esa hermosa ciudad, donde era obispo San Ambrosio. Allí llega Agustín, y está durante los años espléndidos de su juventud acudiendo a unas y otras escuelas, y formándose en filosofía y retórica, con arreglo a los conocimientos que entonces podían serle suministrados.
Se entrega a las más ardorosas pasiones: la del saber, la del éxito, la del anhelo de triunfar, la de ser un profesor que sea admirado, la del amor humano, también con sus extravíos y sus desórdenes. A todo ello se entregó, porque en todo quería encontrar Agustín algo así como la llama de los saberes y de los sentimientos nobles de la naturaleza, que se tornaban definitivamente, después de sus experiencias, en amargos fracasos. Le vino la inquietud religiosa cristiana, y llegó el momento de su conversión. En gran parte la debe al obispo Ambrosio.
Vivía Agustín atormentado dentro de su espíritu por lo que sentía y lo que no tenía. Se explica. Lee y entiende la Sagrada Escritura a su manera, y un día, cuando está en el jardín de la casa de unos amigos, llorando de pena, porque no encuentra la verdad de Dios que busca tan ansiosamente, oye la voz de un niño que, desde un lugar no lejano, pero invisible, canturrea estas palabras: «Toma y lee, toma y lee». Esta era la voz del niño: «Toma y lee». Y Agustín, que tenía la Biblia allí, la abre casi enfurecido y lee unas palabras de San Pablo que le dicen: No en comilonas, ni en borracheras, ni en los placeres de la carne encontrarás tu felicidad, sino únicamente en la Verdad de Dios. Cerró el libro y siguió llorando, pero sus lágrimas ya no eran de desesperación, sino que habían sido como el fruto del toque del Espíritu de Dios sobre aquella alma generosa, y desde entonces, fue dando pasos, conforme a lo que le pedían su gran talento y la serenidad de su juicio, hasta que un día pidió el Bautismo y lo recibió del propio San Ambrosio. Después volvió a su tierra africana, sacerdote y obispo. Y vino ya aquella actividad suya pastoral e intelectual asombrosa, que, aun hoy, nos produce como un sentimiento de anonadamiento a nosotros.
¿Sabéis, queridos hermanos y sacerdotes, que las obras de San Agustín abarcan dieciséis volúmenes del Migne, la gran colección de Santos Padres y teólogos, dieciséis volúmenes? Él mismo, en su ancianidad, un día hizo recuento de los que había escrito y le salieron doscientos treinta libros, agrupados en noventa y dos obras voluminosas. Eso, aparte de los cuatrocientos cincuenta sermones que se conservan y de muchas cartas, alguna de las cuales es un verdadero tratado teológico.
¿Cómo se puede explicar esto con el simple recurso humano? Era la gracia de Dios que inspiraba y ayudaba al doctor de la Gracia. San Agustín es un prodigio de la inteligencia y de la fe. Leyéndole, muchos han encontrado la luz que definitivamente buscaban y ahora podían tener ya a su alcance. Es el hombre de la interioridad. Es el hombre del amor a Dios: «Ama y haz lo que quieras» dijo. O bien esta otra frase: «Yo en aquel tiempo –el que precede a su conversión– lo que buscaba y amaba era amar (amabam amare), yo amaba amar, no quería más que amar», es decir, quería abarcar el mundo entero y encontrar en él lo que hubiera de bello y de bueno, para amarlo y gozarlo y difundirlo. Es un genio, es un héroe de la grandeza humana que se manifiesta, de cuando en cuando, en ciertos personajes escogidos por Dios.
Tres consejos #
Y si yo tuviera que aconsejaros algo a vosotros, hoy, apoyándome en estas reflexiones que hago en torno a lo que nos evoca la figura de San Agustín, ¿qué os podría decir? Por lo menos esto, y voy a ser muy breve para no cansaros: interioridad, o sea, sed religiosos internamente, no bastan las prácticas externas, ni las meras costumbres transmitidas a través de los siglos. Un hombre religioso tiene que ser un hombre que se detiene y se concentra en sí mismo y medita y se pregunta sobre el destino de su vida: ¿para qué estoy yo en el mundo? ¿Para qué hemos nacido? ¿Qué es la muerte? ¿Qué me espera en el mas allá? Esta es la interioridad. ¿Qué me pide mi conciencia recta, respecto a Dios y respecto a mis hermanos? Sed religiosos así todos, vosotros los que tenéis tradiciones tan bellas como las que se manifiestan en una ocasión como ésta, pero de manera particular, y es mi segunda reflexión, vosotros los jóvenes.
Una juventud nueva se necesita y está surgiendo ya. Me lo repetía no hace mucho, y ahora he podido comprobarlo directamente por el Cardenal de París, un obispo español que había estado allí en otra ocasión reciente: «en Francia están surgiendo, en muchas parroquias, grupos firmes y decididos de chicos y chicas que confiesan públicamente su fe en Jesucristo y quieren contribuir a re-cristianizar la sociedad francesa». Igual en España. Esperamos que broten muchos frutos de esta concentración que se ha producido con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud. Pero para ser así, jóvenes, buscad en el interior de vuestras almas, leed el libro de Las Confesiones, de San Agustín. Ese libro es un tesoro incluso literario, no se han cansado de él los hombres más geniales, aunque no hayan sido cristianos. Jóvenes, practicad ejercicios espirituales, buscad a Dios que está a vuestras puertas, no le dejéis al margen. Podéis ser jóvenes llenos de alegría y al mismo tiempo, con vuestra religiosidad responsable y consciente, podéis ser colaboradores efectivos para que surja una sociedad nueva, como la que estamos buscando. ¡Jóvenes de Fuentes de Nava! Tenéis que ser conscientemente religiosos. Ser religioso hoy es lo más moderno que cabe.
Y por último, también como consejo que brota de la reflexión sobre San Agustín, mujeres, madres de familia, ahí tenéis a Santa Mónica, la madre de Agustín, la que tanto lloró por su hijo. ¿Lloráis vosotras alguna vez, cuando veis que un hijo o una hija andan por mal camino? ¿U os es como ya indiferente? ¿Creéis que vais a dar a vuestros hijos un porvenir digno, si lo toleráis todo, lo consentís todo y decís que son cosas de la juventud y del tiempo que vivimos? No, el desorden no es propio, no es exclusivo de ningún tiempo; precisamente San Agustín, cuando vivía los últimos años de su episcopado y vio, habiendo escrito ya La Ciudad de Dios, que los bárbaros, invasores de Europa, que habían asolado ya Roma, llegaban a África para derruir también lo que el cristianismo había levantado, escribió una página inmortal diciendo: «Lloráis y os lamentáis vosotros –los cristianos de África– de que están ya en Roma y lo han deshecho todo, de que van a venir y lo destruirán aquí todo también, lloráis por los tiempos que corren, mas no son los tiempos los que son malos, los tiempos se hacen por nosotros, y somos nosotros los que podemos hacer tiempos buenos, o tiempos malos. Trabajemos todos buscando la Ciudad de Dios en este mundo»1. Esto es lo que os pido, madres de familia, no os dejéis arrastrar, tontamente, por una falsa modernidad y de esa manera no atender a las exigencias profundas del espíritu de vuestros hijos.
Nada más, queridos hermanos, queridos sacerdotes. Que la fiesta de San Agustín traiga para todos nosotros el gozo de esta celebración festiva, a la que estamos asistiendo. Que nos despierte el deseo de ser cada vez mejores y que, cuando descubramos en nosotros la sombra del pecado, nos acordemos, también, de que el camino del cristiano es el arrepentimiento. Él, Agustín, se arrepintió de sus desviaciones y fue lo que fue después, ese astro esplendoroso, que, después de dieciséis siglos, sigue iluminando la Iglesia de hoy, y resulta que es de los más citados por todos los autores modernos, religiosos y profanos. Que terminéis bien vuestras fiestas y que los jóvenes y los adultos perciban la alegría de la familiaridad asentada sobre estas costumbres cristianas y buenas, y tengáis valor y energía para enfrentaros contra ese materialismo repugnante de gran parte de la sociedad moderna, que vive creyendo que encuentra motivos para el gozo y la alegría, y vive entregado a algo tan viejo como es el pecado. Por ahí no se puede avanzar nada. Se producirá siempre un desasosiego interior, porque les falta Dios. Que no nos falte a nosotros, que esté siempre en nuestra compañía. Así sea.
1 Cf. San Agustín, Sermón 80, 8: en Obras completas, X, Madrid 1983, BAC 441-451.