Conferencia pronunciada en el acto de clausura de las Jomadas Nacionales de Pastoral Litúrgica, del 21 al 25 de julio de 1982. Texto en BOAT, enero 1983, 35-50.
Introducción #
El culto a los santos, relación real y verdadera con una persona que vive en Dios #
Estamos viviendo estas Jornadas Nacionales de Pastoral Litúrgica en unas circunstancias muy concretas: coinciden con el año Santo Compostelano y los centenarios de San Francisco de Asís, Santa Teresa de Jesús, y San Vicente de Paúl.
El culto a los santos es algo específicamente católico dentro del cristianismo de Occidente: «Hemos de entender lo que propiamente significa este culto, y entonces nos percataremos de que no somos hoy en este punto tan católicos como tal vez nos imaginamos. En efecto, el culto o devoción a los santos no es el mero recuerdo histórico de un pasado importante en la historia universal o de la Iglesia, sino una relación, real y verdadera, con una persona viva, que llegó a su perfección o consumación, y por eso permanece presente y poderosa»1
Los hombres no se disuelven en la historia, en muertos para siempre. El culto a los santos no es una forma pueril de piedad, sino la madurez de la relación cristiana con Dios. El cristiano sabe que las personas no desaparecen al caer en el abismo de Dios, sino que entonces adquieren realmente validez y vida. Significan para nosotros una meta de nuestro propio desenvolvimiento religioso. Muestran objetivos y caminos, liberan energía que continúa su influyo a través de los siglos. Viven, están más cerca de nosotros que nunca. No son difuminados en Dios, sino confirmados por Él. Dios es un Dios de vivos: cuando se llega a Él a través de la muerte, entonces se llega a la propia plenitud.
La devoción a los santos significa el hallazgo pleno de la criatura en Dios, en lo definitivo de su comunicación con Él. Lo que se encuentra de la criatura en Dios, lo que en ella se venera y se reconoce como definitivo es la irrevocable validez de la vida vivida por la criatura en la tierra. Decidimos nuestra existencia eterna durante los breves días de nuestra existencia temporal. Nuestro «encuentro» con los santos a través de la veneración, de la devoción, del conocimiento de su testimonio de vida, es un acto genuinamente religioso que pertenece a una madura y profunda relación con Dios, a un conocimiento de sus designios sobre nuestra redención.
«Al mirar la vida de aquellos que siguieron fielmente a Cristo, nuevos motivos nos impulsan a buscar la Ciudad futura y, al mismo tiempo, aprendemos el camino segurísimo por el que, en medio de las vicisitudes humanas, podremos llegar a la perfecta unión con Cristo, es decir, a la santidad conforme al estado y condición propios de cada uno. Dios manifiesta a los hombres en forma viva su presencia y su rostro en la vida de aquellos hombres que, partícipes de nuestra humanidad, sin embargo se transformaron perfectamente según la imagen de Cristo. En ellos, Él mismo nos habla y nos ofrece un signo de su Reino, hacia el cual somos atraídos poderosamente, con una nube tan numerosa de testigos que nos cubre y con tan gran testimonio de la verdad del Evangelio« (LG 50).
Las vidas de los santos son siempre un servicio al Pueblo de Dios #
La vida de los santos tiene el más diverso contenido. Proceden de todos los estratos de la sociedad, pero todos son testigos de la grandeza eternamente nueva de lo que se ha hecho posible por Cristo en los hombres que quieran. Este año la Iglesia venera la irrevocable validez de la vida vivida por tres de sus hijos: Francisco de Asís, Teresa de Jesús y Vicente de Paúl. Los tres son manifestaciones de lo que puede la fe y el amor, imágenes del heroísmo cristiano, de los hombres nuevos según el espíritu del Evangelio. Nuestra vida diaria, rutinaria o difícil, necesita de estas figuras, en que se hace patente el poder de la gracia de Dios que supera todo lo terrenal.
Tres formas de vida muy claras y definidas. Ninguno de ellos fue una frágil caña que se moviera al son de cualquier viento del mundo. Desde luego creyeron en Cristo a pesar de todo. Sus vidas fueron, como las de todos los santos, un servicio al Pueblo de Dios; porque en la Iglesia de Cristo el mandamiento esencial es el del amor; la caridad para con el prójimo, que es la caridad para con Jesucristo. San Pablo dice: Porque toda la Ley se resume en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Gal 5, 14). Y San Juan en su primera Epístola: Amaos los unos a los otros. He aquí la Ley (1Jn 3, 11).
La concepción cristiana del Juicio se distingue de todas las demás concepciones puramente morales y mitológicas. Cristo dirá: Venid, benditos de mi Padre: porque tuve hambre y me disteis de comer… Apartaos de mí, malditos, porque tuve sed y no me disteis de beber (Mt 25, 34. 41) Se trata de la caridad orientada a Jesucristo. Él es la norma y la medida, la que da a los hombres y sus obras la verdadera valoración ante Dios y para toda la eternidad. Estas palabras referentes al Juicio son tan decisivas como cuando dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6) Jesús nos afirma taxativamente que detrás de las personas está Él mismo. No es un simple altruismo, o un humanismo naturalista. Jesús se ha convertido de Señor en hermano nuestro, en un sentido que rebasa todo cuanto hubiéramos podido pensar e imaginar. Ha cargado con nuestros pecados, errores, dolores, y se ha convertido en abogado de cada uno de los hombres, considerando sus cosas como las suyas propias. Jesucristo ha venido a nuestra tierra y ha hecho suyo el destino de cada uno de nosotros, y todo lo que nos sucede pasa por nosotros y llega a Jesucristo. Lo quo hacemos a otro hombre se lo hacemos a Él y la obra tiene un «valor» eterno.
No es posible ser santo sin vivir lo que constituye netamente al cristiano. Hay que desprenderse realmente de sí mismo y amar al prójimo en Cristo y por Cristo, para entrar realmente en el inefable misterio de Dios, en esa comunicación divina que llamamos «gracia» y en esa comunidad de vida que llamamos «comunión de los santos». Cuanto hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo hicisteis (Mt 25, 45). Los santos son hombres y mujeres que por sentirse amados por Dios han sido capaces de amar y de dar su vida por los demás. En esto está el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos ha amado, y ha enviado a su Hijo como propiciación por nuestros pecados (1Jn 4,10). Ser redimidos significa dejarse penetrar y penetrar en esa corriente de amor.
Francisco de Asís #
En el caso concreto de San Francisco, su vida refleja la sencillez y la simplicidad del amor de Dios de una manera tan nítida que es entendida por todos los que quieran acercarse a él. La exigencia del amor de Dios le sacó de lo cotidiano y le impulsó a hacer lo que, a nuestros ojos, carentes de luz, nos parece extraordinario. Sabemos muchas cosas, pero no poseemos la verdadera sabiduría. Él, anclado en el verdadero amor, nada temía. La llamada de la comunión con Dios se le hizo tan apremiante, tan poderosa, que por ella se hizo pobre. Descubrió que Dios es, y fue testigo del Todopoderoso. Llevó su paz a los hombres. Lleno de Cristo, no hablaba en su propio nombre. El Señor fue el contenido de su vida. Aceptó vivir sin nada, y que Cristo lo fuera todo. Hombre sin avaricia, se hizo realmente amigo de todos. En la escuela de San Francisco se aprende a encontrar la verdad, a sentir y vivir de una manera más sencilla y mucho más real la ayuda a todos los hombres.
Su experiencia de Dios #
Nuestro mundo es un inmenso campo de batalla por la riqueza, el poder y el bienestar. Demasiados sufrimientos, atrocidades, injusticias, hechos sin sentido, ocultan el rostro de Dios. Son necesarias personas que, como Francisco de Asís, no aparezcan como una nueva especie de competidores, sino sencillamente como testigos de su experiencia de Dios, sin avaricias, sin egoísmos, capaces de amar porque se sienten redimidos por Dios. Hombres con sentido trascendente de la vida, porque sólo en Dios se hace patente la distinción entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, la libertad y la opresión. Sólo en Dios se separan los valores y los caminos. El que no está conmigo está contra mí (Mt 12, 30).
La lógica de la evolución de poder en todos los órdenes arrastra al hombre, sin un sentido de Dios, a la zona de peligros de los que ya sabemos y sabe tan repetidamente la historia: violencias, opresiones, destrucción de los lazos sagrados, violaciones de los derechos humanos, campos de concentración, torturas, manipulaciones de la vida y de las riquezas que están para bien de todos los hombres. Sin auténtico sentido de Dios no se puede tener la responsabilidad que implica la existencia humana. Sin este sentido los hombres se constituyen en legisladores supremos y tiranos de la existencia.
La experiencia del amor de Dios exigió una actuación concreta en el Poverello. Su fuerza radicó en que el Dios vivo se hizo evidente en la realidad de su vida diaria. No pensó en lo que tenían que hacer los otros, sino en lo que a él le exigía el precepto del Señor. Hoy como ayer, solamente en la medida en que el hombre se abre a la acción divina surge el hombre nuevo que se convierte en estímulo y ayuda para toda clase de bien y en correctivo del mal. Su vida habla y está exigiendo la obligación de realizar una justa ordenación de todo: propiedad, poder, sexo, placer.
Su pasión por el Evangelio de Cristo #
El Evangelio no tiene necesidad de adaptación, ni de ser justificado. Hay que tomarlo o dejarlo. Esta fue la postura clara de Francisco de Asís al querer conformar su vida con el Evangelio. Esta es la vida –vida, en su terminología denota el compromiso de la fraternidad– del Evangelio de Jesucristo que el hermano Francisco pidió al Señor Papa le fuese concedida y confirmada y que éste le concedió y confirmó para él y para sus hermanos presentes y venideros.2 En eso consiste, dice en la Regla bulada, la vida de los Hermanos Menores: en cumplir el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo.
Vivir según la forma del santo Evangelio es su mensaje. Oísteis que se dijo, pero Yo os digo (Cf. Mt 5, 21. 27. 33): «Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba lo que debían hacer, sino que el mismo Altísimo me reveló que debían vivir según la forma del Santo Evangelio.»3
Hay un gran misterio en Dios que descubrió Francisco de Asís: Su paciencia. Cristo le descorrió el velo de la actitud que Dios tiene con nosotros. Cada uno de nuestros días acabará con la comprobación de que hemos caído y fracasado. ¿Cómo hemos der ser capaces de vivir según el Evangelio? No llegaremos con solas nuestras fuerzas. En las duras noches de Francisco de Asís le quedaba la paciencia y la inmensa piedad de Dios. No basta pensar, reconocer, comprender que es verdad lo que Jesucristo dice. Esto sería medir con nuestras medidas. Así no encontraremos nada más que a nosotros mismos. San Francisco sabía lo que había en él. Sabía, como San Pablo, que era un campo de lucha que se disputan dos enemigos: el hombre viejo y el hombre nuevo. Hay que orar como San Francisco: “Señor, ven a buscarme. Renuncio a mí mismo, a la eficiencia de mi propio trabajo personal. Tú solo nos das el poder de llegar a ser hijos de Dios”. El gran servicio apostólico de Francisco de Asís fue vivir el Evangelio en su situación concreta. Este fue su servicio a la Iglesia.
Para dar una paz verdadera se necesita una fuerza profunda, fruto del desprendimiento y de la libertad de espíritu. En los que arraiga el silencio, la humildad y la bondad está la paz, porque están en paz ante Dios. Su actitud no es debilidad, sino fuerza de bondad. Francisco de Asís sabía que nadie puede promover la paz, si la paz está ausente de su alma. El modo de ir por el mundo los Hermanos Menores es como Cristo enseñó: con la paz y en la paz. Se sintió llamado por Dios para anunciarla por todas partes. Esa era su manera de saludar y de comenzar la predicación. Su libertad interior, como consecuencia de su desprendimiento y pobreza, le produjo la paz.
El hermano de todos y cada uno #
El amor que vivió y practicó, es un amor que sólo es posible por Cristo. «De este modo me concedió el Señor a mí, el hermano Francisco, dar comienzo a mi vida de penitencia. En efecto, mientras me hallaba en los pecados, se me hacía muy amargo ver leprosos. Y el Señor me condujo en medio de ellos, y yo practiqué la misericordia con ellos. Pero, cuando me aparté de los pecados, lo que antes se me hacía amargo se me cambió en dulcedumbre del espíritu y del cuerpo.»4
Es un texto lleno de espontaneidad, de realismo y profundamente significativo. Es el comienzo de su testamento dictado por él antes de su muerte. El espíritu del Poverello aflora entero, transparente y leal. El comienzo de su vida evangélica está en empezar a sentir el fuego del amor de Dios que transforma las entrañas en entrañas de misericordia. Siente la llamada, a pesar de que se le rebela en un primer momento su sensibilidad, de acercarse a lo que más repugnancia le causaba: los leprosos, los pordioseros, lo deforme y contrahecho. Ciertamente, como señala Ignacio Larrañaga en El Hermano de Asís, Francisco llegó a los hombres a través de Dios. Y por eso llegó a sentir así la «fraternidad». «Primero encontró al Señor, y fue el Señor quien lo llevó de la mano entre los leprosos, y no a la inversa… El hombre es conducido en todo por el código del placer, placer de un género o de otro. Nadie va por gusto a los pordioseros y leprosos, ni por ideas, ni por ideales, y menos el hijo de Doña Pica, que sentía una repugnancia particular por ellos. Para frecuentar y asumir cosas desagradables, el hombre no sólo necesita motivaciones elevadas, sino también necesita estar enamorado de Alguien, lo cual, y sólo lo cual, trueca lo desagradable en agradable. Por inclinación y por gusto, el hombre sólo se ama a sí mismo y busca siempre cosas placenteras. Eso es lo normal.»5
Francisco de Asís se abrió al hombre sin condiciones, compartió la realidad de cada uno y se acercó a él con el amor que Cristo nos manifestó. «Amor misericordioso que por su esencia es creador». Después de ocho siglos, ésta es la riqueza y la fuerza siempre joven de la Iglesia de Cristo. Se le pueden aplicar las palabras con las que el Papa Juan Pablo II en 1980, define la práctica de la misericordia en la Iglesia: «El hombre alcanza el amor misericordioso de Dios, su misericordia, en cuanto él mismo interiormente se transforma en el espíritu de tal amor hacia el prójimo… Se trata de un “amor misericordioso” que por su esencia es amor creador. El amor misericordioso, en las relaciones recíprocas entre los hombres, no es nunca un acto o un proceso unilateral.»6
La alegría franciscana #
La alegría no es prerrogativa de ninguna posición social. No se compra con nada. No está ligada a nada que se pueda «tener», a nada absolutamente. Depende de cómo se «es». Es una conquista personal. Es el sello de Dios que garantiza la acción bien realizada, la práctica de una virtud, la ayuda prestada, la entrega generosa, el deber cumplido con sacrificio lleno de amor, la enfermedad aceptada, la envidia superada. El fruto del espíritu bueno es la alegría. Caridad, alegría y paz se encuentran reunidas y expresan una idéntica actitud. No hay caridad sin alegría, pero la alegría es también caridad. Y no hay paz sin alegría, pero la alegría es expresión de la paz. Esta es la alegría de San Francisco de Asís.
La experiencia de Dios y de la fraternidad y su espíritu abierto a todo lo creado le inundan de alegría y le llevan a esa forma de oración tan suya y tan jubilosa que es la alabanza.
La alegría no es, desde luego, un privilegio de los que tienen poder, dinero, placeres. A más «tener» no hay más alegría. De ninguna manera se corresponden. Francisco de Asís vivió en profundidad la verdadera alegría como fruto del cambio personal interior que le lleva a la reconciliación consigo mismo y con el universo. Él nos enseña a vivir la ternura de Dios revelada en Jesucristo, y esto libera de la angustia, del ensimismamiento y de la tristeza. Descubrió que lo que le unía realmente a todos los hombres, a la naturaleza entera, era el amor del Señor por ellos. Su alegría y sus alegrías cotidianas se explican en este misterio de comunión.
La alabanza nace en San Francisco de un corazón agradecido y gozoso, de un corazón que ama, se entrega y ayuda a todos. Alabar significa que se reconoce como tal lo que es prudente, paciente, bueno, hermoso, justo. Él lo experimentó así, y sintió la necesidad de escribir las palabras y alabanzas del Señor como las había meditado en su corazón7. En la alabanza siente la intimidad con Dios. Sólo el hombre, porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, puede comprender su grandeza, sentirla y expresarla. El Hermano Francisco sabe que ha llegado a la vida por la omnipotencia de Dios; que ha llegado a pensar, a entender, a gozar, a hablar, por su misericordioso amor. Asume la creación en su corazón, y presta su voz a todo lo que sin él es mudo. Sintió que su función de hombre era convertir en palabra de alabanza la alabanza muda que reside en todas las cosas. Todos hemos orado al Señor con sus Alabanzas al Dios Altísimo, o hemos cantado el Cántico de las criaturas.
Teresa de Jesús #
Acabo de escribir una Carta Pastoral con motivo del IV Centenario de la muerte de Santa Teresa de Jesús. Se titula: Intimidad con Cristo y plenitud cristiana. Toda la vida de Teresa está empapada en el amor redentor y misericordioso de Cristo. Ha experimentado de manera privilegiada la participación en la vida de Cristo. «Teresa de Jesús. Jesús de Teresa». «Mirarás mi honra como verdadera esposa mía». «Mi honra es tu honra y la tuya mía». Este dinamismo espiritual ha supuesto para ella, como tiene que suponer para todo cristiano, la eliminación del hombre viejo. Pero esto no aparece en ella como fruto de preceptos fríos y prohibiciones sofocantes. La muerte del gusano, el dejar la cerca del castillo, los esfuerzos para arrancar las malas hierbas del huerto y regarlo, se imponen como una liberación del pecado y de las malas tendencias, para dejar que se expansione en ella la vida de Cristo y por Cristo.
Teresa nos ofrece con su vida y sus escritos un espléndido mensaje que debería ser más aprovechado. Lo que escribió no vale únicamente para las monjas. Lo característico en ella es que toma ocasión de lo inmediato que trae entre manos –una fundación, un conflicto inesperado, una gestión con los superiores de la orden, los obispos o los gobernantes de España, una visita que hace o recibe– y enseguida se eleva, con naturalidad y sin violentar nada, a actitudes superiores de fe y confianza en Dios, y de celo por su gloria, y por el mejor servicio a la Iglesia y a los hombres.
Doctrina cristiana y católica #
Los escritos de Santa Teresa son una catequesis continua y plena. Ninguna de las verdades del credo católico, ninguna de las claves fundamentales de la fe y la piedad dejan de ser recordadas con amor y con gracia. Como si todas hubieran sido intensamente vividas por aquella alma de grandeza sin igual. Y así sucede que el lector asiduo de sus obras llega a sentirse empapado o inundado, casi sin darse cuenta, de lo que una formación auténticamente católica puede reclamar. Se comprueba que ocupa un lugar principalísimo entre las figuras preclaras de la Contrarreforma en nuestra España del Siglo de Oro. Y se comprende también que, desaparecidas con el paso del tiempo las adjetivaciones polémicas que nacen de las disputas de los hombres, hoy, en la época del ecumenismo, no se rechace a la que con tanto vigor escribió «en clave católica», sino por el contrario buscada, alabada y admirada. A Santa Teresa la aman católicos y protestantes, y encuentra discípulos aun entre los maestros de las religiones orientales. ¿Por que? Por su sinceridad, por su amor a aquello en que creía, por su deseo de que la verdad resplandeciese. Los católicos la aman, porque encuentran en ella el prototipo de lo que afirman, y gozan con su fe; los protestantes, porque se conmueven al ver con cuánto amor la vivió, y con qué soberana maestría descubrió el secreto de su alma enamorada; los orientales, por su riquísima contemplación del Absoluto.
Escribió por obediencia, ella misma dice que la fuerza de la obediencia suele allanar cosas que parecen imposibles. Narra lo que ha vivido o siente; desarrolla pensamientos sobre la oración o la unión con Dios; y, a través de todas sus páginas, desgrana, con asombrosa fluidez, enseñanzas vivísimas sobre el arrepentimiento, la mortificación, el dominio de las propias pasiones, la pureza en la intención, la rectitud y la veracidad, la asimilación del legado de Cristo, la Eucaristía, el misterio de la Iglesia, la piedad y las devociones, la aceptación de la voluntad divina, la esperanza de la vida eterna, la riqueza de las misericordias de Dios. Un canto ininterrumpido a lo que la fe católica nos propone y nos infunde como estilo y norma de nuestra existencia, desde el bautismo hasta la muerte
Exigencias de su vivir en Cristo #
Exigencia de su vivir en Cristo es «su determinada determinación» de entregarse con toda su condición y capacidad femenina a ser «sierva del amor».
Y una vez «determinada con toda determinación» a ser toda de Dios y, habiendo comprendido que la quería para la reforma del Carmelo, comienza con un afán incansable a echar los cimientos de la misma, tomando como puntos básicos ciertos principios inconmovibles que arrancan de las exigencias que comporta la intimidad con Cristo. Uno de ellos es la austeridad de vida, que aflora continuamente en sus escritos. Si las religiosas se mantienen fieles a la observancia, y las que siguen hacen otro tanto, el edificio de la Orden se mantiene firme. Muy práctica y real en la vida ordinaria, llega a la conclusión de que «nada aprovecha que los santos pasados hayan sido tales, si ella es tan ruin después que deja estragado con la mala costumbre el edificio».8 Los que nos siguen no se fijan tanto en los antepasados, cuanto en las personas que tienen delante. Por eso exhorta a sus hijas a que se den cuenta que son cimientos de las que están por venir y «que procuren ser piedras tales con que se torne a levantar el edificio, que el Señor ayudará a ello».9
La Iglesia, en el Vaticano II y en toda la documentación que se ha seguido después, insiste de muy diversas formas en la necesidad de volver a las fuentes, al espíritu del Evangelio y de los fundadores. Teresa de Jesús se adelanta muchos siglos al poner como base de su reforma la espiritualidad, sencillez y sobriedad de los primeros Padres.
Cuando trata de fundar el Convento de San José, su primera idea fue que las religiosas no se sometieran a mucha aspereza en lo exterior, ni que careciesen de renta suficiente para poder vivir desahogadamente. Pero llega a tener conocimiento de los continuos estragos que en Francia y otras naciones de Europa estaban haciendo los protestantes, y se aflige mucho, llora sin cesar en la presencia del Señor, y le ruega insistentemente remedie tanto mal. No se contenta con lágrimas. No basta decir, Señor, Señor; hay que hacer su voluntad, se determina a hacer «lo poquito que puede y que hay en ella», seguir los consejos evangélicos con toda perfección y procurar que lo hiciesen las que con ella estaban. Y esto, confiada en la gran bondad de Dios «que nunca falta de ayudar a quien por Él se determina a dejarlo todo».10
Así quiere contribuir a la «defensa» de la Iglesia y ayudar al Señor que tan herido le traen a los que ha hecho tanto bien y parece le quisieren tornar a la Cruz. Le llegaba al alma que fueran los propios cristianos los que más ofenden a Cristo, los que han recibido de Él mayores gracias. Y por eso ansía una entrega total. Su obsesión era servir a la Iglesia, poner un dique a la herejía, ayudar con su oración a predicadores y teólogos. Reconoce que tanto ella como sus hijas no están llamadas a desplegar actividades apostólicas en defensa de la ciudad fortificada o castillo que es la Iglesia, pero no oculta la gran labor que les está reservada para ayudar a los siervos de Dios que tanto trabajan. Y esto no es simplemente un consejo o deseo, sino exigencia de la vida contemplativa. La gracia de haber sido segregadas del mundo impone como exigencia una entrega generosa al apostolado oculto: o sea, el llamamiento a la soledad implica una exigencia de cooperación, de manera generosa y ardiente, a la extensión del Reino de Dios.
En el misterio de la Iglesia #
Todo católico, a menos que sea un hijo ingrato e infiel, da incesantemente gracias a Dios por esta gran Madre, la Iglesia, que nos introduce en el misterio de Cristo y nos lo comunica. En el misterio de la Iglesia de Cristo vive y muere Teresa de Jesús. Enamorada de Cristo, no podía menos de amar la obra del Redentor, procurando por todos los medios serle útil de alguna manera, no sólo con la santidad de su vida y el afán constante de que sus hijas lo fueran también, sino por un vivir a diario todos los más acuciantes problemas de ella. Ante las grandes necesidades de la Iglesia le parecía cosa de burla tener pena por otra cosa.
Tan profunda experiencia de las tribulaciones y sufrimientos de la Iglesia militante, no sólo sacudió lo más profundo de su ánimo, sino que la llevó a orar ardientemente por ella, y a establecer una familia religiosa que sirviera a la Iglesia con todas sus fuerzas. Su obra Camino de Perfección tuvo como meta fomentar la vida espiritual con toda su hondura y exigencia de actuaciones concretas, la fidelidad a la oración y una entrega generosa a luchar, de la manera que sea, por el bien de los demás. En esto cifraba la razón de existir de sus discípulos y seguidores, en olvidarse de sí y consagrarse de por vida al servicio de la Iglesia, entregándose a ella totalmente en el campo que les hubiera sido confiado. Realmente Teresa de Jesús ha dejado una nueva espiritualidad en la Iglesia, en la que vivió fielmente, a la que sirvió y a la que amó con todas las fuerzas de su condición humana de mujer.
Esta espiritualidad hondamente eclesial aflora en toda su vida, obras y escritos. Aparece también, en las llamadas Cuentas de Conciencia, su biografía interna, escrita, por esa exigencia de verdad que hay en toda la vida de Teresa de Ávila, para manifestar su conciencia a sus confesores, el P. Pedro Ibáñez, y el P. García de Toledo. Rebosan sentimientos, gratitud y fidelidad a la Iglesia.
Teresa vivió sintiendo a la Iglesia como Madre y sabiéndose ella misma Iglesia. En las Quintas Moradas, mediante el símil del gusano que muere y del que nace la «mariposica blanca que no se conoce a sí», nos describe la transformación del hombre viejo en criatura nueva, y nos dice cómo esta transformación se realiza en la Iglesia y por los medios que Cristo puso en ella. La Iglesia arrebata su corazón. Nada de cuanto a ella afecta, la deja indiferente o desinteresada. Se duele con su dolor, se alegra con sus gozos, y se siente rica con su riqueza. Sabe que Cristo estará siempre con ella, hoy como ayer, y hasta la consumación de los siglos.
En el misterio de la Iglesia vivió y murió Teresa de Jesús. Su vivir fue Cristo, y lo será para siempre, porque supo apropiarse las riquezas de la Iglesia, y a ella entregó su vida. Supo cuál era el sentido de la vida humana y lo que ella podía aportar a la sociedad en la que le tocó vivir. Y como la verdad es siempre joven y nueva, la espiritualidad y estilo de Teresa de Jesús es ya torrente de luz en la Iglesia de la que fue hija fidelísima. «Bendito sea Dios, hijas mías, que soy hija de la Iglesia.»
El estilo teresiano #
La gran Doctora universal, profunda conocedora de la naturaleza humana, inculca a los religiosos y a todos los que tratan de andar en espíritu de verdad, de sencillez y de pobreza, desprendimiento de todo, regocijo ante la necesidad, y muestra, porque lo ha probado, que en ello está la fuente perenne de alegría. De la alegría interna que embargaba su alma, fruto de su fidelidad exquisita a la gracia y de su vivir sumergida en la voluntad de Dios, brotaban rasgos de jovialidad que le han hecho el prototipo de la simpatía arrolladora, de la grandeza de alma y del gracejo en el hablar y tratar con todos, cualquiera que fuera su condición y categoría social. La alegría caracteriza toda su vida, ya desde su niñez y juventud. «En esto me ha dado gracia el Señor, en dar contento en dondequiera que estuviese.»11
La alegría está ligada a la vocación cristiana. Saberse amado y redimido por Dios es la verdadera fuente de la alegría. El creyente ha de vivir en la paz y en el gozo, aun en las tribulaciones, porque el amor redentor de Jesucristo sobrepuja a todo entendimiento. El Reino de Dios es justicia, paz y gozo en el Espíritu, dice San Pablo en la carta a los Romanos (Rm 14, 17). Por eso los santos tienen que ser necesariamente alegres y es frecuente que lleguen a un grado de jovialidad admirable. Dios comunica consolaciones que superan con mucho las alegrías terrenas y fortalecen al cristiano que camina, arrastrando a muchos consigo, a la salvación. Nunca un hombre se salva solo.
Vicente de Paúl #
San Francisco de Asís, en la Italia del siglo XIII; Santa Teresa de Jesús, en la España del XVI y San Vicente de Paúl, en la Francia del XVII. Tres épocas, tres situaciones históricas, tres personalidades completamente diferentes, pero tres vidas entregadas al servicio del amor y de la paz de Cristo. Los santos, como ha dicho Juan Pablo II, dan testimonio de la presencia amorosa y de la acción salvífica de Dios en el mundo, en vida y después de su muerte. Son palabras del Papa al Superior General de la Congregación de la Misión, a la Compañía de las Hijas de la Caridad, a las Conferencias de San Vicente de Paúl y a todas las obras de inspiración vicenciana.
San Vicente de Paúl ofrece el testimonio de una existencia totalmente vivida en el don de sí mismo. Se entregó con diligencia a los más pobres y a los más débiles, «el pobre pueblo del campo». Sacerdote tomado de entre los hombres e instituido en favor de los hombres vivió atento a las necesidades de su época. Se dejó conducir por la Providencia divina «sin adelantarse a ella» como repetía constantemente. Se hizo a todos para salvarlos a todos y por eso quiso sacerdotes, servidores de Cristo para poder servir a los hombres.
Sus sacerdotes han de ser «misioneros» semejantes a Jesucristo. «Su estado es un estado conforme a las máximas evangélicas, y consiste en abandonarlo todo, como los Apóstoles, para seguir a Jesucristo e imitar lo que Él hacía… El objeto principal de nuestra vocación es trabajar por la salvación de los aldeanos; todo lo demás es secundario, pues nunca nos hubiésemos ocupado de los ordenandos ni de los seminarios de eclesiásticos, si no hubiésemos juzgado todo esto necesario para sostener al pueblo y conservar el fruto conseguido por las misiones, lo cual se logra con sacerdotes celosos. Imitamos a los grandes conquistadores, que establecen guarniciones en las plazas que toman, por miedo a perder lo que tanto les costó ganar.»12
Educador social #
Revelar el amor de Dios al mundo, éste era el motor de su acción. Y éste no se puede revelar sin amor. Amor entre los mismos misioneros, unidos en una verdadera fraternidad sacerdotal y en una dependencia filial a los obispos, y amor a los hombres. Se sintió llamado para instruir al pueblo: «Nuestro Señor nos pide que evangelicemos a los pobres: eso es lo que Él hizo y quiere seguir haciendo por medio de nosotros». Por eso, el fin de la Congregación de la Misión es: «Primero, trabajar en la propia perfección haciendo lo posible para practicar las virtudes que este soberano Maestro se dignó enseñarnos con su palabra y ejemplo; segundo, predicar el Evangelio a los pobres, particularmente a los campesinos; tercero, ayudar a los eclesiásticos a adquirir las ciencias y virtudes necesarias para su estado.»13
A este mundo de los que tienen todo y de los que no tienen nada, a estas dos situaciones yuxtapuestas que se ignoran o que se odian dirigió su amor y su acción, entregó su vida. Los hombres: pobres y ricos, poderosos y débiles. A los poderosos los acerca a los pobres para que se den cuenta de la «eminente dignidad del pobre», y de su «obligación de justicia y deber de honrarle, respetarle y ayudarle», persuadidos de que honraban, respetaban y ayudaban a Jesucristo. Puso a los ricos al servicio de la clase humilde y trabajadora. A los pobres muestra que pueden ganarse la vida con su trabajo. Les ofrece funciones en las que ellos mismos sean capaces de ver sus posibilidades y superar sus dificultades, incluso en empresas largas y difíciles. Apela a su resistencia y energía, superiores a las de los que se dejan llevar por la comodidad y el placer. Su propio ejemplo de lucha y esfuerzo era un estímulo. Una «revolución social» llevada a cabo con amor, serenidad y paz en el espíritu. Una revolución social firme y enérgica, positiva y de trascendencia universal. Revolución social que tuvo como líder un educador que nunca separó, en sus obras, lo espiritual de lo material, clave del equilibrio humano.
A la luz del Evangelio enseñó a los ricos que los pobres no eran enemigos acérrimos, sino hermanos; desarmó sus privilegios y les descubrió la realidad del hombre en su verdadero valor y cualidad. Vivió los problemas de la vida social de su época, puso todo su esfuerzo en su solución a la luz de la concepción cristiana del ser humano. Colocó los derechos de la vida sobre los de los egoísmos e intereses personales. Aproximó, sobre una base de amor, reconocimiento mutuo y justicia, unas clases a otras, en lugar de ponerlas en guerra frente a frente. Recordó, constantemente a todos, que antes de gobernar a los demás, hay que gobernarse bien a sí mismo.
Las conquistas en el orden social fueron asombrosas. Además de la rehabilitación de los campesinos, de capital importancia es el papel que asigna a la mujer dentro de lo más peculiar de ella misma: su vocación a la entrega, a la ternura, a la compasión. En una palabra, su condición de «madre». Amor de madre que es, como decía el «señor Vicente», «afectivo» y «efectivo». El alma y el cuerpo de los pobres es el objetivo de las Hijas de la Caridad. Las Hijas de la Caridad, «tendrán por monasterio las casas de los enfermos y la residencia de la superiora; por celda, un aposento de alquiler; por capilla, la iglesia parroquial; por claustro, las calles de la ciudad; por clausura, la obediencia, no debiendo ir más que a las casas de los enfermos o a los lugares necesarios para su servicio; por rejas, el temor de Dios; por velo, la santa modestia; por profesión que dé firmeza a su vocación, la confianza permanente en la divina Providencia; y, por votos, la ofrenda que hacen a Dios de todo lo que son y del servicio que le hacen en la persona de los pobres.»14
Las obras de San Vicente como las Hijas de la Caridad, las Damas de la Caridad, las Conferencias, surgen en este contexto social y con este aire renovador y educativo. La mujer inactiva y entregada a sus fiestas de salón fue convertida por él en guardiana de la salud pública, en madre de los pobres y desamparados, en protectora de hogares y encargada de alejar de ellos las enfermedades y las miserias.
«En la sociología vicenciana, el hombre viene de Dios y a Dios tenía que llevarle, y los desheredados de la tierra, hijos también de Dios, constituían un “misterio”, porque bajo sus necesidades y miserias se ocultaba el Redentor. A la luz de estos principios, las clases humildes adquirían ‘una dignidad eminente’, que atraía y orientaba las actividades de los aristócratas de la sangre, de las letras y del dinero, y en torno de ellos el Santo tejió sus experiencias tan prudentes tan llenas de paciencia, que diríase el Claudio Bernard, el Pasteur de la sociología moderna. Cierto que en esta tarea fue ayudado por una vida excepcionalmente larga, maravillosamente administrada y fértil en pruebas de todas clases, y por una memoria dócil, que las hacía no solamente sucesivas, sino presentes y comparables, gracias a la curiosidad de su espíritu, que le incitaba a estudiar el mundo bajo sus diversos aspectos y a explorar hasta en sus abismos.»15
Su sentido de la Providencia #
Toda la obra de San Vicente de Paúl, toda la mística de su acción está insertada en el plan de la Providencia. Fue ésta su estrella polar. «Lo que nos engaña de ordinario es la apariencia de bien según la razón humana, que nunca o rara vez coincide con la divina. Ya le he dicho –escribe al P. Bernardo Codoing, superior de Roma– otras veces que las cosas de Dios se hacen por sí mismas, y que la verdadera prudencia consiste en seguir a la Providencia paso a paso; y esté usted seguro de una máxima que parece una paradoja, a saber, que, en las cosas de Dios, el que se precipita retrocede.»16Las obras de Dios se hacen poco a poco, imperceptiblemente. De ahí arrancaba su serenidad. Él buscaba sólo la gloria de Dios, buscad antes que nada el Reino y su justicia, y todo se os dará por añadidura (Mt 6, 33). A Dios toca empujar las obras hacia el éxito.
El hijo de Dios se presenta sin pretensiones ante el Padre. La Providencia tiene lugar en la medida en que el hombre busca el Reino de Dios, y precisamente antes que nada. La orientación del espíritu y del ánimo del hombre tiene que identificarse con la voluntad de Dios. El hombre quiere lo que Dios quiere, y surge un nuevo modo de proceder, una nueva actitud configura al hombre y a su obra. En torno a San Vicente de Paúl, porque creía y vivía de la Providencia de Dios, el mundo iba de otro modo como va para el que no cree, o que cree a medias, sin fuerza, ni decisión. En el mundo de los intereses egoístas y personales rigen la necesidad, la violencia, la ganancia calculadora. En el mundo vicenciano, el amor, la caridad hacia el Reino de Dios. Cuando alguien vive un gran amor parece que las cosas marchan de otra manera. No han cambiado las cosas, sino él. La acción del que vive queriendo colaborar en el plan de la Providencia de Dios, se convierte en una especie de acuerdo entre el que actúa y Dios que le da la mano. El saber que se cumple la voluntad de Dios, hace imperturbable al desaliento. En el camino de San Vicente surgieron, como en el de todos los santos, dificultades, obstáculos. Pero tuvo la fe necesaria para convertirlo todo, y aun la misma flaqueza humana, en instrumentos de las cosas de Dios.
La renovación de los sacerdotes #
Es conocido el cuadro de la Iglesia en Francia en los siglos XVI y XVII. La tremenda ignorancia del clero, que llegó a límites insospechados, corría pareja con la corrupción de costumbres. La gran reforma de Trento no había llegado. A ambas, ignorancia y corrupción, sale al paso San Vicente de Paúl inspirado en la Reforma tridentina española: formación seria académica, formación espiritual, ejercicios ignacianos, conferencias, organización de los seminarios. Y el «sencillo método» vicenciano, que transforma los sermones grandilocuentes de estilo y ausentes de sencillez evangélica. Los campesinos no sabían la doctrina de Cristo, porque no tenían sacerdotes que se la predicaran, y en las ciudades sólo se oían metáforas deslumbradoras y hasta aberrantes que ahogaban las pocas ideas que podían sacarse de la perorata. San Vicente restituye al púlpito la sencillez y claridad evangélica, cualidades que Bossuet no abandonó en el apogeo de su oratoria.
La evangelización no da fruto, si no existe en cada lugar un clero instruido y celoso: esta idea es nítida en San Vicente. La sociedad necesita siempre de sacerdotes que comuniquen su espíritu evangélico y su aliento misionero. El sacerdote está en favor del pueblo, de la comunidad. Su sacerdocio es esencialmente la prolongación del sumo sacerdocio de Dios encarnado. Como «hogueras de amor y devoción por la propagación de la Iglesia» quería San Vicente a los sacerdotes y misioneros. No se trata de buscar que se les ame y estime por sí mismos, sino de que se ame a Jesucristo. Su testimonio de vida tiene que anunciar que la gracia venida en Cristo es una realidad. Integrar la vida en el sacerdocio, y que el sacerdocio impregne la vida personal. «Esa obra es el ejercicio de la más alta caridad que puede haber en la tierra, aunque la menos buscada. ¡Oh Dios mío, que no tengamos un poco más aprecio de la excelencia del ministerio apostólico, que no tengamos una estima infinita de nuestra dicha, para corresponder a los deberes que nos impone nuestra condición! Bastarían diez o doce misioneros que tuvieran ese conocimiento para obtener frutos increíbles en la Iglesia.»17Las llamadas apremiantes dirigidas por el Concilio de Trento, encontraron respuesta eficaz en la obra de renovación del clero de San Vicente de Paúl.
El dinamismo vicenciano #
En eso conocerán que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros (Jn 13, 35). Sólo la caridad hace prosperar las obras de Dios, ésta es una convicción vicenciana que el Santo vive personalmente y en las obras que promovió. «Caridades», Hijas de la Caridad, Damas de la Caridad… no son solamente nombres, son nombres nacidos del dinamismo vicenciano. Dios es el amor. Y este amor que llega de Dios a nosotros ha de echar raíces en nosotros y en nuestras obras. La caridad es el alma del servicio a los hombres. El amor es el verdadero camino, el amar como cristianos supone llegar a Dios. Vivimos bajo la universal voluntad salvadora de Dios, es decir, en un mundo que está orientado por la gracia de Dios siempre y donde quiera que el hombre no se cierre expresamente a esa dinámica de su amor.
Las virtudes más propias para vivir en caridad con espíritu misionero «siempre he creído y pensado que eran la sencillez, la humildad, la mansedumbre, la mortificación y el celo… Sencillez que consiste en hacerlo todo por amor de Dios, sin tener más fin en las acciones que su gloria.» Humildad que consiste en anonadarse ante Dios para colocar a Dios en el corazón. Mansedumbre para con nosotros y para servir al prójimo. Mortificación que ayuda a adquirir esas virtudes y aleja los obstáculos para conseguirlas. Celo que consiste en un deseo de ser grato a Dios y útil al prójimo; celo para extender el imperio de Dios; celo para procurar la salvación del prójimo. «Es preciso que estas cinco virtudes sean como las facultades del alma de la Congregación.»18Dios nos amó, para que nosotros amáramos al prójimo. Para el cristiano sólo hay un Dios, el Dios que se hizo carne en el Verbo eterno, habitó entre nosotros y sigue habitando por toda la eternidad. Y este Dios nos ha revelado el mensaje de la «caridad cristiana».
Conclusión #
Ante el testimonio de estos tres grandes santos, su amor y servicio a Dios y a los hombres, quiero acabar con el llamamiento a nuestra propia postura evangelizadora, hecho por el Papa a todos los sacerdotes de la Iglesia el Jueves Santo de 1979, para que contribuyamos sin cesar a fortificar la identidad sacerdotal y su auténtico dinamismo evangélico en el Pueblo de Dios.
1 Karl Rahner, Fieles a la tierra, Barcelona 1971, 208..
2 Primera Regla, Prólogo, 2; en Escritos de San Francisco de Asís, Valencia 1979, 20.
3 Testamento, 14-15: ibíd. 77.
4 Testamento, 1-3: ibíd. 76. En este pasaje el término penitencia tiene el significado de cambio de vida.
5 I. Larrañaga,El Hermano de Asís,Madrid, 47.
6 Juan Pablo II, encíclica Dives in misericordia, VII, 14.
7 Cfr. J. A. Guerra, San Francisco de Asís, BAC 3993, Madrid 1985, 260.
8 Libro de las Fundaciones, 4, 6:enObras completas de Santa Teresa de Jesús, BAC 2128, Madrid 1986, 687.
9 Ibíd. 4, 7: 687.
10 Camino de perfección, 1, 2: en Obras completas, BAC 2128, Madrid, 1986, 239.
11 Libro de la vida, 2, 8: en Obras completas, BAC 2128, Madrid 1986, 38.
12 J. Herrera y V. Pardo, C. M., San Vicente de Paúl. Biografía y escritos, BAC 632, Madrid 1955, 796-797.
13 Ibíd. 800.
14 Ibíd. 269.
15 Ibíd. 641.
16 Ibíd. 723-724.
17 Ibíd. 736.
18 Ibíd. 840-844.