Enrique de Ossó, insigne sacerdote de nuestro tiempo

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Enrique de Ossó, insigne sacerdote de nuestro tiempo

Estudio publicado en el número monográfico dedicado por la Revista El Monte Carmelo, a la figura del Beato Enrique de Ossó, Burgos, 1979,7-82, con el título Mano de oro. Enrique de Ossó, sacerdote y teresianista.

Con profunda satisfacción me sumo al homenaje que la Revista «El Monte Carmelo», en este número monográfico, rinde a don Enrique de Ossó, con motivo de su próxima Beatificación.

Me animan el cariño y la devoción que surgieron en mí inevitablemente con la obligada lectura de todos sus escritos, al redactar yo su vida, y con la contemplación de su maravillosa y bien documentada historia, rica de virtudes y de heroísmos1.

Quería, en la medida de mis fuerzas, ayudar a enaltecer esa figura sacerdotal polifacética, hecha de un solo trazo, que, a pesar de ostentarse con un tan alto y bello relieve en la Iglesia española del siglo XIX, no es bastante conocida, y, por lo mismo, no puede ser debidamente estimada, glorificada e imitada.

Ahondando en el conocimiento de esta alma sacerdotal generosa y vibrante, deseo prestar humilde servicio a los sacerdotes de hoy. Don Enrique –su sacerdocio– es paradigma y lección para el ministro de Dios en la tierra. Su celo y diligencia, su fervor ardiente, su paciencia y fortaleza heroicas dieron frutos abundantes en todos los campos en que se movió. Con su inflamada devoción a Santa Teresa de Jesús dio un estilo propio a su vida y un tono singular a su piedad. La clásica robustez de la espiritualidad teresiana –oración, apostolado activo, sacrificio jugoso y ardiente amor a Dios– apareció en él como en un espejo cuyo único fin hubiera sido reflejarla. Ni siquiera le faltó la iluminada clarividencia que tanto distinguió a la Santa de Ávila. Don Enrique de Ossó, campeón en la lucha por la enseñanza y la educación católicas, abrió el camino de una reforma vitalmente necesaria. Y siempre con la conciencia clara y el gozo purísimo de servir a la Iglesia, a la que amaba con pasión.

Por otra parte, esta profundización en el conocimiento de la vida y virtudes de don Enrique aparecía a mis ojos relativamente fácil. Me movía por terrenos explorados y bien conocidos. Sin embargo, no desesperaba de encontrar nuevas riquezas. Las obras y escritos de don Enrique se nos ofrecen como las vides encorvadas con la carga de los racimos, que se tocan unos a otros; el esquilmo es fácil, y la rebusca siempre da algo.

Titulé estas palabras introductorias «las razones» de mi adhesión. Ahora veo que en el fondo son una; pues todas las aducidas no son sino la proyección, la múltiple proyección, de una sola razón, a saber: el sacerdocio de don Enrique, –su participación en el Sacerdocio de Cristo–, vivido con la mayor fidelidad y la más amorosa entrega.

El sacerdocio, respuesta suprema del hombre
a la llamada de Cristo a la caridad pastoral #

Toda la Iglesia constituye un pueblo sacerdotal. Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (Hb 5, 1-5), hace partícipe a todo su Cuerpo Místico de la unción del Espíritu con que Él fue ungido2. Los bautizados en Él son hechos sacerdocio santo, «para que ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquél que los llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1P 2, 4-10)3.

Ahora bien, el mismo Señor, con el fin de que los fieles formaran un solo cuerpo, en el que no todos los miembros desempeñan la misma función (Rm 12, 4), de entre los mismos fieles instituyó a algunos por ministros, con poderes especiales, al servicio de la comunidad, para continuar su obra salvadora. Así pues, Cristo Sacerdote, Buen Pastor, el único «obispo» (1P 2, 25), el Señor de la Iglesia, el centro de su unidad, encargó del ministerio pastoral solamente a algunos.

Estos no son sus sucesores. Cristo no tuvo sucesores, como Sacerdote de la Nueva Alianza. Él mismo está presente en su Iglesia4 hasta el fin de los siglos. Pero tiene ministros que actúan en su nombre y con su autoridad.

Él los llama. Celosamente se atribuye la elección (Mc 3,12; Jn 15,16). El hombre responde a esta llamada. La iniciativa es de Cristo Sacerdote, Buen Pastor.

Él sabe para qué llama. El sacerdocio es la respuesta suprema del hombre a la llamada de Cristo a la caridad pastoral.

  1. Los datos neo-testamentarios

Cristo elige a los Doce5 a modo de colegio, con Pedro a la cabeza6; y les encomienda la misma misión que había recibido del Padre7. Llamada de Buen Pastor para atender a su rebaño. Quien los escucha, escucha a Cristo8.

Tras la ascensión del Señor a los cielos, aparecen, ya en tiempos apostólicos, ministerios en las diversas comunidades. «Obispos- presbíteros»9, «diáconos»10, «presidentes»11, «apóstoles» (=enviados) de los mismos Apóstoles»12, «guías»13, etc., son realidad viviente en los Hechos y en las Cartas de San Pablo. La conciencia de la naciente Iglesia ve en estos ministerios una prolongación, extensión o continuación del Apóstol. La designación podrá provenir de la asamblea; aun entonces, ésta «los presenta a los Apóstoles, quienes, orando, les impusieron las manos»14. Cristo, el Apóstol en su nombre, llama a la caridad pastoral.

¿Qué ocurre tras la muerte de los Apóstoles? Habla la Tradición, interpretando los datos bíblicos. Dentro de la variedad de personas y funciones, se estructura como forma válida universal del servicio ministerial la de episcopado, presbiterado y diaconado. Todos son partícipes del mismo y único sacerdocio de Cristo, todos llamados por Cristo a la caridad pastoral; pero presbíteros y diáconos sólo pueden ejercer sus funciones en cuanto colaboradores del Obispo. En la Iglesia, pueblo jerárquicamente estructurado por voluntad de Cristo, la respuesta del individuo a la vocación de Dios se realiza jerárquicamente. «Los presbíteros nada hagan sin el parecer del Obispo; es a éste al que se ha confiado el pueblo del Señor; es a él al que se le pedirá cuenta de sus almas»15.

  1. Santo Tomás de Aquino (1225-1274)

Multitud de teólogos han estudiado el tema sacerdotal. Algunas obras alcanzaron extraordinario eco y notable difusión, como Jesucristo, ideal del sacerdote16,escrito póstumo de Dom Columba Marmión; Naturaleza y espiritualidad del clero diocesano17, de G. Thils; La unión del sacerdote con Cristo, Sacerdote y Víctima18 de Garrigou-Lagrange; tantos y tantos autores, tantas y tantas obras.

Una de las voces de mayor resonancia en la teología y espiritualidad sacerdotales es la de Santo Tomás. Veamos cómo, para él, el sacerdocio es respuesta a la llamada de Cristo a la caridad pastoral.

El carácter es idea central en el pensamiento del Angélico. El carácter es potencia espiritual activa. Impreso en el alma19 de modo indeleble20 configura con Cristo Sacerdote21, y capacita para actuar sobre el Cuerpo Místico y sobre el Cuerpo Eucarístico de Cristo22. El sacerdocio es para la caridad pastoral. Cristo llama; Él es «la fuente de todo sacerdocio»23.

Mientras el carácter confiere al sacerdote poder obrar con eficacia, la gracia le hace idóneo24.

El sacerdote debe ser santo. En la misión de celebrar la Eucaristía hace radicar Santo Tomás la exigencia de santidad, santidad superior a la de los simples fieles, aunque sean religiosos25.

  1. El cardenal Mercier (1851-1926)

Abundantes escritos de obispos alegraron e iluminaron las silenciosas y fructuosas horas de incontables vidas sacerdotales. Lograron la mayor fama y fueron libros de cabecera El sacerdocio eterno26 del cardenal Manning; El embajador de Cristo27, del cardenal Gibbons; La vida interior28, del cardenal Mercier; El sacerdote en la ciudad29, del cardenal Suhard.

He escogido al cardenal Mercier por ser uno de los principales iniciadores de la promoción del clero diocesano. Hasta propone abandonar la expresión ambigua de «clero secular» y adoptar la fórmula de «clero diocesano», «que no sugiere esos lamentables recuerdos de “secularización” y de “laicización”»30.

Sus escritos sacerdotales por orden cronológico son: A mes seminaristes31,de 1908; Retraite pastorale32, de 1909; La vie interieure. Appel aux âmes sacerdotales33, de 1918; la emocionante carta que dictó el 18 de enero de 192634, cinco días antes de morir; y Fraternité sacerdotale diocésaine des amis de Jésus35, publicada un año después de su muerte.

También para el cardenal Mercier, el sacerdocio es la respuesta del hombre a la llamada de Cristo a la caridad pastoral.

a) El sacerdote es «alter Christus» por el carácter, que él describe como «rasgos (fisonomía) de Cristo»:

«El sacerdocio es la prolongación de Cristo sobre la tierra…, vosotros sois la continuación viviente de Dios por medio de su Cristo, al servicio de la humanidad pecadora y doliente. Yo veo a Dios en vosotros, yo leo en vuestro carácter sacerdotal los rasgos de Cristo, yo reconozco en vuestra acción la realización del Misterio divino cuyo cumplimiento es el cristianismo»36.

«Vuestro sacerdocio os une a Cristo: el ejercicio del sacerdocio os identifica con Él… Es Dios, Cristo Dios, quien habla por vuestros labios… La tradición cristiana lo ha comprendido perfectamente y lo ha expresado con esta fórmula, que viene a ser como un adagio teológico: Sacerdos, alter Christus: el sacerdote es otro Cristo»37.

b) Consecuentemente, el sacerdote es el hombre de Dios:

«Sí, por vocación y por el estado que profesamos somos consagrados, es decir, separados, objetos inviolables, dedicados con exclusividad al servicio de Dios»38.

En esta perspectiva de consagración total se sitúa el celibato:

«¿Por qué hemos prometido solemnemente guardar el celibato durante toda la vida sino para asegurarnos el medio de no tener el corazón encadenado por criatura alguna, ni el espíritu absorto o el tiempo ocupado por las solicitudes inevitables de una familia que hay que educar y mantener?»39.

c) La misión del sacerdote se reduce a dos funciones capitales: una, que se refiere al Cuerpo Eucarístico de Cristo (la celebración del sacrificio del altar); otra, que se refiere a su Cuerpo Místico (la cura animarum):40

«Vivir de vuestro sacerdocio es, ante todo, celebrar santamente la Misa y suministrar santamente los sacramentos, que con ella se relacionan»41. «Por encima de todo tened siempre presente el formidable misterio que estáis llamados a actualizar cada día. El sacerdote es, ante todo, el poder de celebrar el santo sacrificio de la Misa»42. «El pastor es el guía natural de su rebaño. Debe conducirlo por los caminos de la salvación»43.

d) El sacerdote, al servicio de la humanidad pecadora y doliente, es cooperador del obispo:

«Vuestro sacerdocio es una participación del sacerdocio episcopal. El orden que habéis recibido depende del nuestro, de modo intrínseco e indisoluble»44. «Mirad a vuestro obispo, cuyos colaboradores sois, cooperatores ordinis nostri; compadeceos de su debilidad y de la desproporción entre la carga y sus fuerzas, qui quanto fragiliores sumus, tanto his pluribus indigemus. Aplicad el ardor de vuestro celo a ayudarle cada vez más eficazmente. En esto está contenida para vosotros, a la vez, la perfección y la forma específica de vuestra perfección»45.

e) El sacerdote es (debe ser) modelo para su grey:

«El sacerdote es, por estado, una manifestación de la santidad de Dios; manifestación que su vida debe hacer cada día más luminosa»46. «Nuestro Señor es el camino, la verdad y la vida. Nosotros, que lo representamos entre los hombres, somos infieles a nuestra misión si no tenemos la santa osadía de decir, tanto a los más perfectos como a los principiantes: “Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo”»47.

¿Y cuál es la raíz de esta exigencia de santidad?

«La razón más imperiosa de la obligación del sacerdote a una vida santa e inmaculada se basa en sus relaciones con el sublime misterio de la Santísima Eucaristía»48.

f) La llamada de Cristo a la caridad pastoral exige al sacerdote ser hombre de oración:

El ideal de la vida apostólica es «contemplata tradere». «Recógete –aconseja al predicador–, medita el tema delante de Dios; considéralo con fe, experimenta tú, antes que nadie, su acción bienhechora; y entonces, cuando el amor de la verdad que te preparas a predicar te llene el corazón, cuando bajo el impulso de tu celo por la gloria de Dios, por la santificación de su santo nombre, por la extensión de su reino, por la realización de su voluntad tres veces santa, te sientas feliz de poder comunicar a otros los sentimientos que vibran en ti, entonces, y sólo entonces, ponte a escribir el sermón»49. «La esencia de una vida apostólica es la unión íntima del alma con Dios, una vida interior constante, una vida de oración»50.

  1. Encíclicas de los últimos Papas

El Magisterio pontificio presenta abundantes escritos sobre el sacerdocio51. Dedican capítulos al sacerdocio las encíclicas Mystici Corporis (20 de junio de 1943), Mediator Dei (20 de noviembre de 1947), Evangelii praecones (2 de junio de 1951), Sacra virginitas (25 de marzo de 1954) y Fidei donum (21 de abril de 1957) de Pío XII; Ecclesiam suam (6 de agosto de 1964) y Mysterium fidei (3 de septiembre de 1965) de Pablo VI.

Junto a las encíclicas que dedican alguna sección al sacerdocio, están los documentos estrictamente sacerdotales: la enc. Haerent animo52, de San Pío X (4 de agosto de 1908); la enc. Ad catholici sacerdotii53, de Pío XI (20 de diciembre de 1935); la exhortación Menti nostrae54, de Pío XII (23 de septiembre de 1950); la enc. Sacerdotii nostri primordia55 de Juan XXIII (31 de julio de 1959); la carta apostólica Summi Dei Verbum56, (4 de noviembre de 1963) y la enc. Sacerdotalis coelibatus57 (24 de junio de 1967), de Pablo VI.

Estos grandes documentos presentan el sacerdocio como respuesta suprema del hombre a la llamada de Cristo a la caridad pastoral. De este pensamiento papal son mojones señeros los siguientes puntos:

1º. Cristo es el «único y eterno sacerdote del Nuevo Testamento»58.

2º La participación en el sacerdocio de Cristo fue confiada a la Iglesia, quien la ejerce a dos niveles, según los caracteres de los sacramentos59. Pío XI comparó explícitamente el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial. Pío XII reaccionó con viveza contra las peligrosas desviaciones, que negaban al sacerdocio ministerial la exclusividad de funciones específicas sacerdotales60.

3º «El sacramento del orden coloca a los sacerdotes aparte con respecto a los demás fieles de Cristo que no han recibido este don, pues ellos solos, respondiendo a la llamada de una especie de instinto sobrenatural, han accedido al sagrado ministerio que les consagra al servicio de los altares… Sólo ellos están marcados con el carácter indeleble que les configura con Cristo-Sacerdote»61.

4º «… inexpresable grandeza del sacerdote católico, que tiene potestad sobre el mismo Cuerpo de Jesucristo; …además ha recibido otros poderes sublimes sobre su Cuerpo Místico, es decir, sobre su Iglesia»62.

5º «Esos sublimes poderes… no son transitorios ni pasajeros, sino estables y perpetuos, pues están unidos a un carácter indeleble, impreso en el alma, por el cual se ha convertido en sacerdote para siempre»63«El carácter sacramental del orden sella con un amor de predilección, por parte de Dios, un pacto eterno»64.

6º La llamada a la caridad pastoral es vocación a una tarea espiritual; el sacerdote es dispensador de los misterios de Dios. «En el monte Calvario le fue abierto al Redentor el costado, del que fluyó su sagrada sangre, que corre a lo largo de los siglos como un torrente que lo inunda todo, para purificar las conciencias de los hombres, expiar sus pecados y repartirles los tesoros de la salvación. A llevar a cabo un ministerio tan sublime están destinados los sacerdotes»65.

7º El sacerdote actúa «no en nombre propio, sino en nombre de Jesucristo»66, «gerit personam Christi»67, «personam Christi utpote capitis gerit»68, «Christi partes gerit»69, «personam Christi sustinet»70, «Iesu Christi partes agit»71.

8º La caridad pastoral se ejerce en obediencia constante y exacta a la sagrada jerarquía: los presbíteros «procuren mostrarse siempre respetuosos y obedientes para con su obispo, según la advertencia de San Ignacio de Antioquía: “Someteos al obispo como a Jesucristo” … Es preciso, pues, como ya lo hacéis, que no hagáis nada sin contar con vuestro obispo»72.

9º La llamada de Cristo a la caridad pastoral «exige, de la criatura escogida, la santidad»73. Implica entrega total: «La vocación es digna de una generosidad absoluta… Exige que todos correspondan a ella plenamente en una donación total, un desprendimiento absoluto de los bienes, de las principales preocupaciones de carácter terreno, incluso de la familia… para dejarse penetrar de la voluntad y de los sentimientos del Sacerdote eterno»74. «El cumplimiento de las funciones sacerdotales requiere mayor santidad interior de la que exige el mismo estado religioso»75.

10º Para mantener la fidelidad de esta respuesta a la llamada de Cristo, más aún, para que sea fructuoso el ejercicio de la caridad pastoral proponen los Papas la oración, la lectura espiritual, el examen de conciencia, los retiros anuales y mensuales, las asociaciones de sacerdotes, etc. Propugnan la santificación en el ministerio; proclaman la síntesis de contemplación y acción. «El sacrificio eucarístico no dejará de ser (para los sacerdotes), a lo largo de su vida, el principio de su acción apostólica y de su santificación personal»76. Y en consonancia con los movimientos bíblicos, litúrgico, mariano, etc., los Papas hablan cada vez con más frecuencia de la Sagrada Escritura, de la Liturgia, del Rosario, etc., en el ministerio y vida sacerdotales.

  1. El Concilio Vaticano II

Impulsada por el Espíritu Santo, la Iglesia ha sentido la necesidad de verse, a la luz de la fe, tal como Dios la concibe en sus eternos designios de salvación. En el centro mismo de esta reflexión se encuentra el sacerdocio, que el Concilio estudia directamente en las Constituciones Dogmáticas Lumen Gentium77 y Sacrosanctum Concilium78 y en los Decretos Christus Dominus79, Presbyterorum Ordinis80, Optatam totius81, Unitatis redintegratio82 y Ad gentes83.

También el Concilio Vaticano II presenta el sacerdocio como respuesta suprema del hombre a la llamada de Cristo a la caridad pastoral. Pero su planteamiento ofrece la gozosa posesión de los luminosos horizontes que vislumbrábamos. Veámoslo, dentro de la obligada brevedad:

1º Afirmación-clave de la doctrina conciliar sobre el sacerdocio es la de la Iglesia «Sacramento»84. Todo cristiano, por su bautismo, es testigo de Cristo, de cuya «función sacerdotal, profética y real» participa85. «No se da, por tanto, miembro alguno que no tenga parte en la misión de Cristo»86. Ahora bien, «de entre los mismos fieles instituyó a algunos por ministros, que en la sociedad de los creyentes poseyeran la sagrada potestad del orden para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y desempeñaran públicamente el oficio sacerdotal por los hombres en nombre de Cristo»87. Obispos y presbíteros, aquéllos por la consagración episcopal, éstos por la ordenación presbiteral, añaden un título nuevo, a saber: ser signo e instrumento de Cristo, actuar «en su nombre y con su poder»88, ser testigos de Cristo en cuanto Cabeza y Buen Pastor89.

Obispos y presbíteros ¿cómo participan de la autoridad con que Cristo mismo edifica, santifica y gobierna su Cuerpo? «Enviados los Apóstoles, como Él fuera enviado por su Padre, Cristo, por medio de los mismos Apóstoles, hizo partícipes de su propia consagración y misión a los sucesores de aquéllos, que son los Obispos, cuyo cargo ministerial, en grado subordinado, fue encomendado a los presbíteros»90. Unos y otros participan «en el grado propio de su ministerio, del oficio del único Mediador, Cristo»91, participan «en el ministerio mismo de Cristo» para edificar la Iglesia.

2º Otra idea teológica base de la doctrina conciliar sobre el sacerdocio es la sacramentalidad del episcopado. «La consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también los oficios de enseñar y de regir, los cuales, sin embargo, por su misma naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del Colegio»92. «Los presbíteros, aunque no tienen la cumbre del pontificado y dependen de los obispos en el ejercicio de su potestad, están, sin embargo, unidos con ellos en el honor del sacerdocio y, en virtud del sacramento del orden, han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, a imagen de Cristo, uno y eterno Sacerdote (Hb 5,1-10; 7,24; 9,11-28), para predicar el Evangelio y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino»93. La llamada de Cristo a la caridad pastoral comprende las tres funciones: magisterial, santificadora y de gobierno. La misión divina se transmite y confiere por el sacramento del orden. Las tres funciones son potestad de orden. Toda función sacerdotal es sacramental. El ejercicio de la misión divina se regula por la misión canónica.

3º Para la inteligencia del sacerdocio como respuesta del hombre a la llamada de Cristo a la caridad pastoral, es también afirmación-clave del Vaticano II la de la «comunión» de los obispos entre sí y con el Papa (colegialidad), y la de los presbíteros de cada iglesia particular con su obispo (presbiterio). No hay equiparación entre Colegio Episcopal y Presbiterio; la fundamentación teológica es de distinta naturaleza, como todos sabemos. Pero en uno y otro caso queda excluida la concepción individualista del sacerdote (sea obispo, sea presbítero) y de su ejercicio ministerial.

La llamada de Cristo a la caridad pastoral tiene dimensión universal: «Los obispos todos, como miembros del Cuerpo episcopal, sucesor del Colegio de los Apóstoles, han sido consagrados no sólo para una diócesis determinada, sino para la salvación del mundo»94. «El don espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación no los prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación “hasta lo último de la tierra” (Hch 1, 8), pues cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles»95.

La misión canónica vendrá a delimitar el ejercicio de la triple función sagrada, la cual por su naturaleza está ordenada a la misión de la Iglesia.

4º El carácter propio de la llamada de Cristo a la caridad pastoral específicamente episcopal viene señalado en la doble condición del obispo como miembro del Colegio episcopal96 y como «vicario y legado de Cristo», «no del Romano Pontífice», en la iglesia particular que le ha sido encomendada97.

El carácter propio de la llamada de Cristo a la caridad pastoral específicamente presbiteral viene señalado por la cuádruple relación del presbítero, a saber: con Cristo, con su obispo, con los demás presbíteros y con los fieles98.

5º Así aparece la imagen del sacerdote como padre y pastor. El sacerdocio es la respuesta suprema del hombre a la llamada de Cristo a la caridad pastoral. Es la caridad al estilo del Buen Pastor (Jn 10, 11-16). Esta caridad pastoral es el motor de la vida sacerdotal: «al regir y apacentar al Pueblo de Dios, se ven impulsados por la caridad del Buen Pastor a dar su vida por sus ovejas y a estar preparados para el sacrificio supremo»99.

6º Estas perspectivas del Vaticano II marcan la espiritualidad sacerdotal plenamente como caridad de buen pastor: «desempeñando la función del Buen Pastor, encontrarán en el ejercicio mismo de la caridad pastoral el vínculo de la perfección sacerdotal que reduce a unidad su vida y acción»100.

La síntesis entre acción y vida interior se logrará en la imitación, configuración y seguimiento de Cristo, Buen Pastor. «Al proclamar la Palabra se unirán más íntimamente con Cristo Maestro… Al unirse (en el sacrificio eucarístico) al acto de Cristo sacerdote, se ofrecen por entero a Dios… Al administrar los sacramentos se unen a la intención y caridad de Cristo… Al recitar el oficio divino prestan su voz a la Iglesia, que persevera en la oración, juntamente con Cristo… Al regir y apacentar al Pueblo de Dios, practican la ascesis propia del pastor de almas…»101. «Cristo permanece siempre principio y fuente de la unidad de vida de sus ministros»102.

  1. Es respuesta distinta de la que da el religioso

El sacerdocio, respuesta suprema del hombre a la llamada de Cristo a la caridad pastoral, es una respuesta distinta de la que da el religioso con la profesión de los consejos evangélicos, en un instituto reconocido oficialmente por la Iglesia.

Define al religioso esa profesión de los consejos evangélicos, esa entrega, estable y definitiva, a Cristo por medio de los votos o de otros sagrados vínculos. El religioso sigue a Cristo, virgen, pobre y obediente hasta la muerte de cruz. El religioso responde a la llamada de Cristo a la caridad perfecta por los consejos evangélicos.

Al diferenciar la vocación sacerdotal de la religiosa, definiendo aquélla como respuesta a la llamada de Cristo a la caridad pastoral, podría parecer que se niega función eclesial al estado religioso. Nada más lejos de la realidad. Los religiosos, «movidos por la caridad, que el Espíritu Santo derrama en sus corazones (Rm 5, 5), viven más y más para Cristo y su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1, 24). Ahora bien, cuanto más fervientemente se unen con Cristo por esa donación de sí mismos, que abarca la vida entera, tanto más feraz se hace la vida de la Iglesia y más vigorosamente se fecunda su apostolado»103.

  1. Don Enrique de Ossó y la literatura sacerdotal posterior a él

Larga, pero necesaria, ha sido la presentación del sacerdocio. Con ella nos hemos asomado al amplísimo horizonte de la riquísima literatura sacerdotal que aparece desde la época de don Enrique hasta nuestros días104.

El 21 de septiembre de 1867 don Enrique era ordenado sacerdote. En Montserrat, catedral de las montañas, el día 6, primer domingo de octubre, fiesta de la Virgen del Rosario, celebró su primera Misa. Desde aquella fecha, la reflexión de la Iglesia sobre el sacerdocio ha proliferado en abundantísimos escritos sobre la más profunda intimidad de su ser, de su misión, de sus relaciones, de sus poderes y de sus exigencias. Contemplamos con gozo frutos tan ubérrimos.

Mas al estudiar el fecundo sacerdocio de don Enrique, no buscamos establecer un paralelismo entre su vida sacerdotal (realizada en circunstancias históricas concretas) y la posterior doctrina sobre el sacerdocio; equivaldría a olvidar los progresos de la reflexión teológica. Comprobaremos, sí, la plena identidad de líneas fundamentales que están a la base del sacerdocio; son los valores perennes, que revisten diversas formas en consonancia con las usanzas sociales, con la sensibilidad de los pueblos, con los modos de expresión. Pasan los elementos caducos, las prácticas y tareas apostólicas que, en cada tiempo, parecen apropiadas para expresar la naturaleza y espiritualidad pastoral del sacerdocio, y que, en épocas posteriores, parecen insuficientes o inadecuadas, porque están vinculadas a esquemas socio-culturales del pasado.

No es fácil al hombre llegar al fondo de los océanos. Sin embargo, ha conseguido medir la profundidad de tales abismos. Las ondas sonoras han sido el medio que ha permitido aquellas maravillosas mensuras. Pues bien, océano insondable es el sacerdocio: sólo la mirada infinita de Dios ve sus secretos, manifestados a nosotros en Cristo y por Cristo, «único y eterno Sacerdote»105.

La vida y escritos de don Enrique de Ossó, a la manera de las ondas sonoras, nos llevan a descubrir, plasmados dentro del marco y circunstancias históricas de sus límites cronológicos, los secretos del sacerdocio, revelados por Cristo y los Apóstoles, y creídos en la Iglesia con creciente comprensión, que le viene del estudio, la reflexión, la contemplación, la vivencia y, sobre todo, la proposición del Magisterio eclesiástico.106 Toca a éste garantizar la legitimidad de la investigación teológica y la validez de una existencia sacerdotal. Proclama aquélla mediante la aprobación y recomendación de escritos; autoriza ésta mediante la beatificación y canonización.

La beatificación del Venerable don Enrique de Ossó sanciona no el marco socio-cultural de su vida sacerdotal, sino el «espíritu» sacerdotal que animó aquellas formas concretas de su existencia. Los marcos socio-culturales se suceden inexorablemente; el «espíritu» sacerdotal permanece, pues de él Cristo, Buen Pastor, es Divino Maestro y Modelo.

Apliquemos las finas y preciosas ondas sonoras a ese vasto océano, que fue el corazón del insigne sacerdote Ossó. Su sacerdocio, –su participación en el Sacerdocio de Cristo–, vivido con la mayor fidelidad y la más amorosa entrega, es paradigma y lección siempre y en todo lugar.

Don Enrique, una figura sacerdotal del siglo XIX #

  1. El siglo XIX español en los años de D. Enrique
  2. Síntesis de urgencia

Si alguno desea un retrato del siglo XIX español, piérdase en la enmarañada selva de publicaciones con los juicios más dispares107. Aquí pretendo sólo abocetar una síntesis de urgencia sobre el marco histórico, cuyo conocimiento es imprescindible para la comprensión de la actividad sacerdotal de don Enrique, catequista y pedagogo; predicador de misiones y Ejercicios; publicista, escritor y propagandista con sentido moderno; fundador de una Compañía de Santa Teresa para educar en la fe; precursor en el aprecio del valor de la mujer; adelantado en técnicas pedagógicas; pionero de la penetración en el mundo de la universidad y de la cultura; entusiasta creador de asociaciones que preceden, en el tiempo, a la Acción Católica y a los modernos apostolados; enamorado del Papa, de la Iglesia y de la tradición católica de España.

Don Enrique nace en 1840 (dos meses después de terminada la primera guerra carlista), y muere en 1896. En el telón de fondo de esos cincuenta y seis años contemplamos a España como una selva de partidos, luchas, conspiraciones, pronunciamientos, guerrillas, tendencias desconcertantes y paralizadoras108.

Un año después de ser ordenado sacerdote estalla la Revolución, llamada «la Gloriosa». Inmediatamente, libertad de cultos, de imprenta, de enseñanza, de asociación y reunión, sufragio universal… Lo malo fue ese estúpido sectarismo con que siempre se ha manifestado la revolución en España: en seguida se expulsaba a los Jesuitas y demás Ordenes religiosas, se derribaban iglesias, se inventariaban los tesoros artísticos de los templos con miras a una incautación general, corrían de mano en mano publicaciones soeces y pornográficas, se ridiculizaba públicamente la religión, se calumniaba al clero.

Rota la unidad católica; legalmente permitida la actuación, aunque privada, de las sectas y grupos heterodoxos; frondosas y bien cuajadas de frutos algunas ramas del árbol del liberalismo, el campo de la enseñanza aparece minado por catedráticos y maestros que se adherían con entusiasmo a las nuevas doctrinas de la filosofía krausista109, importada por Sanz del Río, y las propagaban con ardor. A su calor fundó Giner de los Ríos, en 1876, la Institución Libre de Enseñanza110.

Don Enrique durante su vida sacerdotal alcanzó dos Pontificados; el de Pío IX y el de León XIII. Despojados de los Estados Pontificios, prisioneros el uno y el otro, recibían los dardos envenenados de la impiedad y del liberalismo masónico. Los fieles sufrían con el Papa.

En España, desde la Revolución de septiembre de 1868 hasta la Restauración proclamada por Martínez Campos en 1875, no hubo más que discursos, atentados, algunos buenos propósitos, insultos, intrigas y, sobrenadando como náufragos a medio vestir, una regencia por dos veces instalada y sostenida por el Duque de la Torre, un Rey extranjero buscado en las Cortes de Europa como quien busca un diamante en una mina y una República cortejada por cuatro Presidentes, cada uno de los cuales la quería con una cara distinta.

La Restauración de la monarquía borbónica (1875) y la rectoría política de Cánovas del Castillo frenaron, sí, los ímpetus de la Revolución, pero no supieron cegar las fuentes de la misma. En 1876 entró en vigor la Constitución de los Notables, llamada así por la eximia calidad de los que la habían redactado. No se concedía en ella la libertad de cultos, sino únicamente la tolerancia, y ésta con la condición de que todos, excepto el de la religión católica, se celebrasen privadamente. Juntamente con el culto, se toleraba también la enseñanza y podían abrirse escuelas privadas en las cuales se diera toda clase de instrucción en el orden moral y religioso. Sectas protestantes e hijos de la Institución Libre se apresuraron a crear centros de enseñanza. El Arzobispo de Granada, con sus sufragáneos, advertía a las Cortes del peligro de que tales escuelas, «más que para instruir y educar hijos de padres disidentes, servirían quizá para pervertir e inficionar con el veneno del error a muchos hijos inocentes de ciertos padres católicos, o tibios en la fe y descuidados en sus deberes religiosos, o poco advertidos y demasiado sencillos y confiados en vanas apariencias y halagüeñas promesas»111.

En febrero de 1881 Sagasta y los centralistas suceden en el poder a Cánovas del Castillo. El nuevo Gobierno deroga la Circular del 26 de febrero de 1875, que prohibía a los catedráticos y maestros de los centros docentes manifestar ideas contrarias a la religión y a la monarquía.

En los primeros meses del año 1883 el campo andaluz, y particularmente la rica campiña de Jerez, se ven perturbados por las violentas agitaciones que produce la asociación de la «Mano Negra», al proclamar de la manera más radical los principios del colectivismo agrario.

De nuevo aparece Cánovas en el poder, en 1884, y da la Cartera de fomento a Pidal, jefe de la Unión Católica.

El fermento del laicismo y la masonería se propagaban con terrible rapidez. Al inaugurarse el curso académico en la Universidad Central, lee el discurso de apertura el célebre Morayta, quien se manifiesta en tonos fuertemente heterodoxos, no obstante estar presente el propio Pidal. Se conmemora con solemnidad, en Madrid, el centenario del fraile apóstata Giordano Bruno. Periódicos y revistas, como «Las dominicales del Libre Pensamiento» (Madrid), «El Motín» (Madrid), «El Manifiesto» (Cádiz), «La Revelación» (Alicante), «El Garrote» (Ávila), «El Fusilis» (Barcelona), etc., hacen estragos irreparables en el pueblo; pululan enfurecidos e insidiosos ataques a la religión.

El 25 de noviembre de 1885, Alfonso XII moría, consumido por la tuberculosis.

Durante la regencia de la Reina Doña María Cristina siguen las luchas de los partidos políticos que se turnan y suceden en el poder haciéndose, unas veces, mutuas concesiones, y declarándose otras, implacable hostilidad. En el seno de cada uno son frecuentes las rebeliones y discordias dando lugar a la acostumbrada proliferación de grupos y grupitos, que contribuyen a la esterilidad y el desconcierto.

Los católicos continúan faltos de unidad y de concordia.

Pablo Iglesias se lanza a una propaganda tenaz e inteligente entre los medios obreros, cuyos frutos se harán sentir muy pronto. Por primera vez, en 1890, se celebra el 1 de mayo la Fiesta del Trabajo.

Estallan huelgas y motines callejeros. En Barcelona, sede del anarquismo español, se producen los primeros atentados, a veces con numerosas víctimas.

Apenas se ha salido de la guerra de Melilla de 1893, cuando empiezan a percibirse los síntomas de la catástrofe que irremediablemente se producirá en Cuba y Filipinas.

Don Enrique muere en 1896.

  1. Don Enrique, sacerdote siempre

Aunque sea adelantando una sencilla pincelada de su personalidad, parece obligado que a la visión panorámica de su época acompañe la presentación, también panorámica, de su actitud sacerdotal frente a ella.

No sabemos qué ideas políticas tuviera don Enrique. No sabemos que las tuviera de ninguna clase. Me indico a creer que este no saberlo obedece a que efectivamente no las tuvo. Afirmo esto, bien advertido de que en su época abundaban –mucho más que ahora– los sacerdotes que tenían ideas políticas, esto es, preferencias por un determinado sistema de gobierno y concretamente por un determinado partido.

Don Enrique no es un político ni un sociólogo. Es sencillamente un sacerdote, un hombre de Dios, que atribuye la máxima importancia a la solución que invariable y perpetuamente ofrece el cristianismo a los hombres y a los pueblos: el sentido sobrenatural de la vida.

Conocedor de la situación real, busca los remedios sin salirse jamás de las coordenadas sacerdotales. Para ayudar a eliminar los males sociales ofrece el camino certero de la profunda vida espiritual. Las agitaciones político-sociales pasan sobre él como el eslabón sobre el pedernal: sacando fuego. Es el fuego de los enamorados hijos de la Iglesia, que, en el ambiente revolucionario de la época que les toca vivir, se acuerdan de que la gran revolución se obró hace veinte siglos y luchan con intrepidez. Entre ellos don Enrique ocupa un puesto brillantísimo.

  1. Breve semblanza de don Enrique de Ossó
  2. Su vida

Nacimiento y bautismo (1840). A orillas del Ebro, entre olivares y viñedos, en Vinebre, pueblecito pintoresco de la provincia de Tarragona y de la diócesis de Tortosa, a las siete de la noche del dieciséis de octubre de 1840 (según la partida bautismal), nació ENRIQUE ANTONIO, tercer y último hijo de los cónyuges Jaime de Ossó Catalá y de Micaela Cervelló Jové. Al día siguiente fue bautizado por el presbítero Lorenzo Beltrán.

Años más tarde, en unos brevísimos apuntes autobiográficos que, por mandato de su confesor, escribió don Enrique, éste consignará con frecuencia: «Fue el día 15, hijo mío, fue el día 15 y no el 16, cuando viste la luz primera». ¡15 de octubre!, buen augurio de protección teresiana.

Niñez en Vinebre (1840-52). En los citados apuntes autobiográfico» dice de sí: «Me ha tocado en suerte un alma buena, buenos padres, madre piadosa y santos abuelos… Era muy aficionado a cosas de iglesia, ayudar a Misa, cantar en el coro… En la escuela fui siempre de los primeros, el maestro me quería mucho, no sé que nunca me pegara o me castigara».

Quería ser maestro, maestro de escuela. Su madre –¡santa de verdad!– le inculcaba la vocación sacerdotal. El pequeño contestaba con invariable firmeza: «No, no; yo quiero ser maestro».

Primera Comunión (1852). Llevado por su padre a Quinto de Ebro (Zaragoza) para que, al lado de su tío, comerciante de tejidos, empezara a adiestrarse en el arte del comercio, Enrique enfermó gravemente. Su tío juzgó llegado el momento de que recibiera los Santos Sacramentos. Y recibió al Señor. Su Primera Comunión, por Viático.

Aprendiz de comerciante en Reus (1853-54). En 1853 se traslada a Reus para servir en la casa de comercio de don Pedro de Ortal. Reus, la que, en el siglo anterior, con más de quinientos telares, había sido la segunda ciudad del Principado catalán, ofrece al adolescente Enrique campos fáciles de libertinaje y desenfreno. Enrique no olvida los consejos de su madre. Se confiesa con frecuencia en la Capilla de los Dolores; compra y lee libros piadosos sobre la Virgen de Montserrat; se entretiene con las obras de Santa Teresa de Jesús, regalo de su tía Mariana.

La muerte de su madre (15 septiembre 1854). Regresa a Vinebre rápidamente. Su madre está en agonía, víctima del cólera. El 15 de septiembre de 1854, doña Micaela entregó su alma al Señor.

La huida a Montserrat (octubre de 1854). Enterrada la madre, Enrique regresa a Reus, pero por muy pocos días. Sin decir nada a nadie, desaparece. «Me marcho –escribe a su padre–, … la gloria y servicio de mi Eterno Padre han motivado mi ausencia». A pie, sin dinero, después de cambiar sus ropas con las de un pobre niño mendigo, subió a Montserrat a ofrecerse a la Virgen. Allí permaneció cinco o seis días.

La vocación sacerdotal (octubre de 1854). En Montserrat le encontró su hermano Jaime. Los libros y folletos hallados en la maleta de Enrique le pusieron en pista. Jaime trató de convencerle para que desistiera de aquella resolución; pero en vano. La semilla sembrada por doña Micaela ha echado ondas raíces. Conmovido, Jaime promete ayudarle para conseguir el permiso paterno. Y juntos emprendieron el camino de Vinebre. Era octubre de 1854.

En el Seminario (1854-67). Latín y Humanidades (1854-57): En el otoño de 1854, vencidas ya las resistencias paternas, se matriculó Enrique, como alumno externo, en el Seminario. Asistía a las clases del Colegio de San Matías112, de Tortosa.

En el aspecto humano, Enrique es animoso, lleno de ideal, alegre, nunca huraño ni hosco; juega maravillosamente a la pelota; no le cansan los largos paseos ni las duras ascensiones a las cumbres de los montes. Muy artista, sentía gran afición a la música y al dibujo.

En el aspecto espiritual brillaba su piedad. Cuando, en los seminarios, por prescripción reglamentaria, se comulgaba una vez al mes, Enrique recibía todos los domingos los sacramentos de Penitencia y Eucaristía. Diariamente se levantaba a las seis de la mañana. Después de una hora de oración mental, oía misa. Antes de comer, visitaba a Jesús Sacramentado en la capilla del Sagrario de la Catedral. Todos los días hacía lectura espiritual y rezaba el Santo Rosario. Su antigua devoción a Santa Teresa crecía con las cálidas exhortaciones del dómine Serra, uno de sus Profesores. Tenía confesor fijo: don Gabriel Duch113, párroco de la Catedral. «Con él me fue muy bien: hacía alguna penitencia, pocas podía, y me confesaba a menudo», escribe en su autobiografía.

¿Qué podemos decir de su formación intelectual en este tiempo? Fue tal la aplicación y la formalidad con que se entregó al estudio que hizo en tres años los cuatro cursos de Latín y Humanidades.

Filosofía (1857-60): En octubre de 1857 comienza a estudiar Filosofía, como alumno interno, en el Seminario de Tortosa. Estas breves pinceladas le retratan: Obtiene excelentes calificaciones; se hace miembro de las Conferencias de San Vicente de Paúl, manifestando, en sus visitas a los pobres, gran espíritu de caridad, discreción y delicadeza; durante las vacaciones veraniegas, con reuniones en las dependencias bajas de su casa, con excursiones al campo, con visitas a la ermita de San Miguel, con rilas de estampas, libros y confites, con preguntas y respuestas, con cantos… hace crecer en los niños el conocimiento y amor de la fe cristiana; su horario de verano incluye oración y misa diarias, confesión y comunión semanal, visita diaria al Santísimo, rezo del Rosario en la iglesia o en familia, sin que para ello fuera obstáculo el haberlo ya rezado con los niños; sus lecturas preferidas son las obras de Fray Luis de León, el Padre Granada y, particularmente, de Santa Teresa, que no se le caían de las manos.

Física y Química (1860-61): Su padre, aconsejado sin duda por alguno de los profesores, decidió enviarle a Barcelona para que cursara Física y Química con el célebre doctor Arbós. Tan notable fue su aprovechamiento que, más de una vez, llegó a suplir, en las funciones de cátedra, al eminente químico cuando faltaba obligado por sus desplazamientos. Enrique, dadas las cualidades superiores de su inteligencia, pudo con facilidad alcanzar el ejercicio de la enseñanza universitaria. Eran otras sus aspiraciones. La vocación sacerdotal es para él la estrella, la brújula, la fuerza de su vida.

Teología (1861-67): Al estudio de la Teología (Dogma, Moral, Historia y disciplina eclesiástica, etc.) dedicó seis cursos: dos (1861-63) en Tortosa; tres (1863-66) en Barcelona y uno más (1866-67) de nuevo en Tortosa.

De sus dos primeros cursos como seminarista teólogo, recogemos, en esta marcha rápida que es una breve semblanza, sólo dos testimonios: «Nunca en mis largos años de profesorado –decía don Pablo Foguet– he tenido un discípulo tan brillante como Ossó». Idénticos elogios hacía don Bernardo Lázaro que distinguió a Enrique con la calificación de «sobresaliente», única «que se dio aquel curso».

Sus años de seminarista en Barcelona (1863-66) exigen una exposición más amplia, pues dejaron honda huella en el alma de Enrique.

La populosa e inquieta Barcelona distaba mucho de ser aquel viejo y tranquilo rincón de Tortosa. Un mayor contacto con el mundo, ambientes y realidades, se ofrece a Enrique, quien medita despacio en las posibles dimensiones de un sacerdocio al que ha de entregarse con ilusión y sin ligereza.

Clérigo y con las órdenes menores desde 1865, recibe en mayo de 1866 el subdiaconado. Director de los Ejercicios Espirituales para el subdiaconado fue San Antonio María Claret, el gran misionero lleno de fuego, el confesor de Isabel II. Enrique habló largamente con aquel hombre extraordinario. Nunca olvidó esta entrevista; la recordó siempre como quien evoca la fuerza de un torrente que engendra energía.

En el Seminario de Barcelona perteneció a la Academia de San Juan Crisóstomo, de la que formaban parte alumnos bien dotados de facultades oratorias. En ella se preparaban esmeradamente para el ministerio de la predicación sagrada. Se va perfilando su «vocación específica» dentro del sacerdocio. Una vez más, se adivina al futuro predicador, misionero, pedagogo y catequista.

Otro dato muy significativo es que Enrique, en esta época, ya no pasa en Vinebre sus vacaciones veraniegas. Tras unos días de estancia en el pueblo natal para saludar a su familia y amistades, se encaminaba rápidamente al Desierto de las Palmas, junto a Benicasim, en la provincia de Castellón. En el convento de carmelitas descalzos, dentro de la más rigurosa vida de comunidad, preparaba su alma con la oración y el estudio. Después, durante toda su vida, llena de vertiginosa actividad, siguió viniendo a este retiro cada vez que se disponía a alguna de sus múltiples empresas apostólicas. En vida austera y penitente, a solas con Dios, cargaba de energía divina su espíritu sacerdotal. Los ricos tesoros de sus abundantes actividades reclamaban el silencio y la soledad con Dios.

Termina sus estudios en Barcelona con notas brillantes. Pero no opta por los grados académicos. Su padre lo deseaba, sus tíos se lo pedían, sus profesores y condiscípulos le instaban. Él se negó siempre de una manera rotunda y categórica. Solamente consintió –acaso porque su Prelado y el hecho de pertenecer al claustro de profesores del Seminario lo exigieran así– volver dos años más tarde, en junio del 68, a dar el examen para el bachillerato en Sagrada Teología, grado que obtuvo «nemine discrepante». Martorell, condiscípulo y amigo entrañable, confesó, andando el tiempo, haber oído a Enrique: «Para procurar y promover el bien, según Dios me lo inspire…, no necesito grados mayores». Con esta humildad y desprendimiento se preparaba para recibir el sacerdocio.

Su último año de seminarista (1866-67) lo pasa en Tortosa. Nombrado por su Obispo, desempeña el cargo de profesor de Física y Matemáticas al tiempo que asiste, como alumno a las clases de Teología. Y en abril de 1867 recibe el diaconado.

Sacerdote. La Primera Misa (1867). El 21 de septiembre de 1867 era ordenado sacerdote. Aquella santa mujer, su madre Micaela, la que en Vinebre arrulló su cuna y cantó a sus oídos canciones de amor; la que le vio marchar con pena a Quinto de Ebro, como aprendiz de comercio; la que, agonizante, taladró la conciencia de su esposo con la última súplica de sus labios mudos: ¡que sea sacerdote!, contemplaba, gozosa, desde el cielo, la realidad tan anhelada en la tierra.

En Montserrat (¡emotivos recuerdos!), el día 6, primer domingo de octubre, fiesta de la Virgen del Rosario, celebra su Primera Misa. Estaban allí Manuel Domingo y Sol y Juan Bautista Altés que, con Martorell, ya jesuita, habían sido sus íntimos en el Seminario y lo serían toda la vida.

Enrique, su padre, sus hermanos, sus tíos, sus amigos, todos sienten vivamente la ausencia física de la madre. «Sólo un vacío notaba –escribe Enrique–-, la presencia visible, corporal de mi buena madre de este mundo. ¿Pero qué importa? Estaba allí presente su espíritu, alentaba en medio de tan espléndida función. Al entreabrirse los cielos para bajar por primera vez a mis manos el Hijo de María, asomáronse por sus puertas mis buenas madres, María Inmaculada, Madre de Dios, y Micaela, mi buena madre de la tierra. Y se gozaron con este nuevo y divino espectáculo. Razón tenían. A ellas se debía. Les di gracias y siempre he conservado en mi corazón tan dulce recuerdo. ¡Benditas Madres mías María y Micaela! Todo lo debo a vosotras después de Dios».

Ministerio sacerdotal (1867-96). El primer año sacerdotal (1867-68): Atado ya para siempre al Señor, con el alma llena de esperanzas, con el temblor de emoción de quien se siente sacerdote del Altísimo, emplea su primer año sacerdotal en el diario y silencioso bregar de las tareas docentes (es profesor de Física y Matemáticas) en el Seminario. También atiende confesonario, predicación, catequesis. Terminado el curso, se retira durante una larga temporada, según su costumbre, al Desierto de las Palmas (provincia de Castellón), abriendo nuevos surcos en las profundidades del alma.

En Vinebre (1868-69), a disposición del Prelado: El recién inaugurado curso escolar es interrumpido por el estallido atronador de la Revolución. El Seminario es ocupado; los seminaristas, enviados a sus casas. La vida religiosa de la ciudad queda desorganizada por completo. Don Enrique, por disposición del Prelado, se encaminó a Vinebre y allí pasó el curso 1868-69.

Su sacerdocio a pleno rendimiento (1869-96): Don Enrique regresa a Tortosa. Se abre el curso 1869-70. Filósofos y teólogos viven externos. Las clases se dan en el Palacio Episcopal y en algunas casas particulares, cedidas al efecto y sólo durante algunas horas por ejemplares familias de la ciudad.

Los estragos morales y religiosos, causados por la Revolución en las sencillas gentes del pueblo, eran terribles. La chusma se había apoderado de la calle. Se oían continuamente blasfemias, gritos injuriosos, canciones deshonestas. Los sacerdotes apenas podían ir por la calle si no era exponiéndose al insulto y a la pedrada rencorosa. Empezaron a celebrarse matrimonios civiles. Se prohibió llevar pública y solemnemente el Viático a los enfermos, y asistir el clero a los entierros. Aparecieron publicaciones periodísticas escritas con la tinta corrosiva del desenfreno pasional y el ataque virulento a los principios religiosos. Enemigos implacables del catolicismo combatían sañudamente al Papa, a la Iglesia, a la tradición católica de España. En el mundo de la enseñanza y de la cultura se fomentaba un género de educación completamente laico y despojado de todo carácter sobrenatural. Niñas y niños, chicas y muchachos, mujeres y hombres necesitan al sacerdote. El alma sacerdotal de don Enrique se siente urgida por la llamada de Cristo, Sacerdote. Don Enrique, según la oportunidad requiere, responde con generosidad ilimitada. Poniendo su sacerdocio a pleno rendimiento, don Enrique será catequista, predicador, publicista, fundador de asociaciones piadosas y creador de una «Compañía de Santa Teresa de Jesús». Es el tema de los próximos capítulos.

Muerte de don Enrique (27 enero 1896). Don Enrique muere, de derrame cerebral fulminante, el 27 de enero de 1896, en el Convento de Sancti Spiritus, de los Padres Franciscanos, en Gilet (Valencia), donde el amador del silencio y de la soledad llevaba retirado veintisiete días.

  1. Su caridad pastoral

No es fácil resumir en sencillas pinceladas una personalidad tan compleja y variada como la de don Enrique. En mi libro «El Venerable don Enrique de Ossó» dedico doscientas quince páginas a exponer su fisonomía interior, carácter, virtudes… A su lectura remito.

Pero, siendo el sacerdocio la respuesta suprema del hombre a la llamada de Cristo a la caridad pastoral, parece obligado, en este artículo sobre don Enrique sacerdote, añadir algunas notas acerca de su caridad pastoral.

Don Enrique concibió su sacerdocio como una consagración total a Dios y como una lucha constante contra el espíritu del mal en todas sus formas. La voz de Dios y el clamor de aquellos tiempos azarosos le hicieron aplicar todas sus facultades y por completo al ministerio sacerdotal. Se consumía de anhelos. Impetuoso e intrépido, devorado por el fuego de Cristo Sacerdote, invitaba constantemente a ser santos. Para él no había más ambición que extender el conocimiento de Cristo y llevar a los hombres a Dios.

Dotado de un ingenio eminentemente práctico y con capacidad de profunda observación, era un hombre que lanzaba siempre su mirada a lo lejos, siempre hacia adelante, en dirección a toda España y al mundo entero. Hombre de realidades, preveía previsoramente las repercusiones de los acontecimientos y se adelantó a nuestros tiempos con clarísima y sobrenatural visión de los problemas. Su contacto con toda clase de personas le permitía estar bien enterado. Para su Revista llegó a tener un completo servicio de información, y aun de prensa extranjera.

Su caridad pastoral le llevó a atender a todos. Su actividad abarca mucho, abre innumerables caminos a su celo, rotura campos diversos, pero nunca por diletantismo y afán desordenado de golpear acá y allá, sino por exigencia del manantial interior de su vida. Catequesis de niños, congregaciones de jóvenes (chicas y chicos), hombres y mujeres, propaganda hablada y escrita, Seminario, a todos quiere llegar. Proyectaba asociaciones de sacerdotes, como los Misioneros de Santa Teresa.

Su caridad pastoral le llevó a emplear todos los recursos. Organizaba carreras, luchas, competiciones, torneos, diálogos, adivinanzas, folletos, libros, estampas, canciones, semanario revista…, todo al servicio de su caridad pastoral.

Atención individual, preocupación por la persona es otra característica de su caridad pastoral. La minuciosidad con que se dedicó a formar a sus religiosas raya en lo inconcebible. Hablaba con todas, una por una; y cuando la lejanía obligaba, cartas y cartas.

Su espíritu sacerdotal, obsesionado por la gloria de Dios, crea y multiplica obras que pueden continuar, aunque él desaparezca.

Huyó de las banderías y de los partidismos. La España que él vivió estaba deplorablemente rota en mil fracciones hasta el punto de que llegó a ser una de las más vivas y acuciantes preocupaciones de la Jerarquía la profunda división de los católicos. Jamás se detenía don Enrique en temas políticos ni participaba en tertulias de partidos. La vida sobrenatural que él propugna es ajena a todo partidismo. Don Enrique vivía de cara a la actualidad, pero en la altura.

Su preocupación manifiesta de trabajar por España nunca buscó los cauces de la política. Ninguna de las obras que emprendió para seglares dejó de tener como objetivo primero y principal el de nutrir vigorosamente la vida interior del alma. «España recobrará su dignidad perdida –escribía llevado de su entusiasmo–, y restañará sus heridas y reparará sus fuerzas, florecerá en ella la fe y la piedad». ¿Qué medios proponía? Ejercicios Espirituales, cultos y actos de piedad, instrucciones y conferencias, apostolado… y, como base principal e indispensable, el cuarto de hora de oración diariamente. Oración y vida espiritual, sólida formación religiosa, apostolado. Dios, siempre Dios. Sus denodados esfuerzos en el campo de la enseñanza se deben a que no concebía una cultura sin Dios. Él no concibe la educación cristiana como mera instrucción religiosa. Para él la educación cristiana consiste en vertebrar la vida entera en Dios.

Estos afanes, exclusivamente espirituales, no le impedían pisar tierra. A Antonio Gaudí, el arquitecto genial, encargó la Casa Madre de la Compañía en San Gervasio, de Barcelona, contribuyendo al enriquecimiento artístico de dicha ciudad. Don Enrique, puesta la mirada en Dios, estaba abierto a todo lo humano.

La caridad pastoral dio unidad a su vida. Don Enrique es un claro ejemplo de esa fusión de actividad vertiginosa y de quietud espiritual; de atención a múltiples tareas y de unión con Dios. Para ello, en medio de sus viajes continuos y preocupaciones abrumadoras, jamás dejaba la oración; vivía durante todo el día el misterio eucarístico de su Misa. Embarcado en prodigiosa actividad, atendía su vida espiritual propia. Aún más, la fecundidad y extensión de sus obras están en proporción directa con la hondura de su espíritu. Amante del silencio y de la soledad, se retiraba frecuentemente a Montserrat o al Desierto de las Palmas, para pasar allí días y días exclusivamente entregado al trato con Dios.

En unión con su Obispo. Presentó a éste los planes de las catequesis de Tortosa, expuso sus proyectos sobre la Revista a los Prelados de Tortosa y Barcelona, «¿le parece que lo vea el Prelado?» –pregunta a su director espiritual sobre la idea de fundar la Compañía–, y después de inquirir la voluntad del Prelado de Tarragona hizo salir del grupo a las dos inadaptadas que minaban su labor…, don Enrique consultaba todas sus empresas con el señor Obispo. Es otra característica de su caridad pastoral. Enamorado del Papa y de la Jerarquía eclesiástica. Y siempre obediente. Cuando de Roma viene la norma de que la Compañía había de gobernarse exclusivamente por la Superiora General y su Consejo, don Enrique aceptó la norma con la humildad y la alegría propias de su devoción a la Jerarquía. Él, que había sido el alma de todo, la regla viva, la fuente de energía, la corriente caudalosa que fertilizara el Instituto, tuvo, a partir de entonces, un cuidado exquisito de no traspasar jamás la línea divisoria que ponía límites a su autoridad.

Creatividad, otra nota de su caridad pastoral. Funda asociaciones para niños y niñas, para jóvenes de uno y otro sexo, para hombres y mujeres. Y le quedaron en proyecto los Misioneros Teresianos y los Hermanos Josefinos. Su caridad pastoral le impulsaba a crear. Siempre alimentaba nuevas y grandiosas iniciativas, que ponen de relieve la excelsa magnitud de su alma sacerdotal. Fundador de una serie de asociaciones semejantes a las actuales de Acción Católica, es un auténtico precursor del apostolado seglar, que en su tiempo era casi completamente desconocido.

Brilla también su creatividad (y se adelanta a otros) en el aprecio del valor de la mujer, técnicas pedagógicas y penetración en el mundo de la universidad y de la cultura. «Tal es el mundo, tanto vale una nación, cuanto valen las madres que dieron el ser a sus hijos y los educaron; y sabido es que tanto valen las madres, cuanto valen las jóvenes que en un día más o menos lejano lo serán». «El mundo ha sido siempre lo que le han hecho las mujeres». Y respecto a técnicas pedagógicas, propone y usa métodos vivos, revolucionarios para su tiempo. Y envía a sus Hijas de la Compañía, provistas de titulación oficial, al apostolado de la educación cristiana, combatiendo así la acción cautelosa y hábil de quienes, ateos y enemigos de Dios, buscaban enquistarse en la enseñanza oficial.

Ansioso de un panorama infinito, su creatividad, con ardiente espíritu, se lanza, a campo abierto, hacia el mundo que le tocó vivir; nada de evasión ni huida; nada de estancamiento inerte y paralizador; decidida innovación, puesto que las circunstancias se lo exigían; firme y valerosa confianza en Dios, sin audacias irreflexivas; y como base y centro vital de tanta actividad, oración y sacrificio junto a Cristo. Su noble espíritu, ante las dificultades, reacciona vigorosamente y no permite dar entrada al desaliento. Vivencia del Evangelio. «Y cuando los días son malos y los tiempos peores, esforcémonos por prestar este gran servicio a nuestro Rey, Cristo Jesús, haciendo que viva y reine en todos los corazones de todos sus fieles hijos por el conocimiento y amor de Teresa de Jesús».

Su creatividad se manifiesta también en la organización. En defensa de los altos ideales por los que su alma estaba poseída, quiere fuerzas organizadas. En su actuación no hay palos de ciego ni pasos al azar. Las pequeñas de los Rebañitos, las más selectas y capaces, pasaban, cuando eran mayorcitas, a la Archicofradía como un fermento renovador de primera calidad. De la Archicofradía pasaron no pocas a la Compañía. De igual modo, los proyectados Misioneros Teresianos atenderían zonas a las que no llegaba la Compañía. La Revista, los folletos, los libros de piedad, eran parte de un vasto plan de operaciones.

Don Enrique era un enamorado de la organización. No sólo la practicaba; también la exigía. Como un bíblico guerrero clamaba; «Uno de los deberes más imperiosos que tenemos en nuestros días los católicos españoles es la organización. Somos los más, es cierto, pero casi siempre somos juguete de unos pocos atrevidos y avisados que acechan y aprovechan toda ocasión, por insignificante que ella sea, para avanzar a lograr sus planes infernales». Bien es verdad –seguía diciendo– que el mal no puede curarse con organizaciones ni asociaciones solas: «El Espíritu es el que vivifica, no la carne o ropaje exterior». Y reconociendo el papel indispensable de los dirigentes, señala las cualidades que les deben adornar: a) «sean pocos y estén conformes entre sí», delicada advertencia contra el funesto y maldito individualismo que tantas energías ha pulverizado; b) sean hombres de prudencia humana, sí, pero, sobre todo, de «sencillez y confianza cristiana» para obrar; c) «sean hombres de oración y estén unidos con Dios». Cuando los dirigentes viven espléndida vida interior, las obrar marchan maravillosamente.

La fe y confianza en Dios es para don Enrique algo axiomático, vital, imprescindible. «Neque qui plantat, neque qui rigat». Es Dios quien da el crecimiento. Don Enrique lo vivía con sencillez sobrecogedora. Apoyado en la Divina Providencia acometió empresas gigantescas «sin una blanca», como decía la Santa de Ávila. Los magníficos solares sobre los que se levanta la Casa Madre de San Gervasio, de Barcelona, costaron 130.000 ptas. El día en que se firmaba la escritura de compra-venta no había en la Procuraduría General del Instituto más que ¡una peseta!

Humilde, nunca asomaba en él la jactancia por sus triunfos personales; pendiente de Dios en todo instante, a Dios atribuía y a Dios agradecía los ubérrimos frutos de sus trabajos.

Su caridad pastoral era generosa, no escatimaba esfuerzos; y misericordiosa y limosnera. Bien lo sabían los necesitados que acudían a él. Y constante. Don Enrique no se apartó de una sola de las obras a que su actividad creadora le iba empujando hasta que tenían sólida consistencia en los cimientos, y airosa gallardía en la fachada. Su fortaleza nunca fue terquedad; su tenacidad nunca fue obstinación.

Su caridad pastoral estaba siempre llena de unción afectuosa y de ternura. Era un hombre de corazón, de un inmenso corazón. Lejos de ser huraño y antipático, tenía un poder de atracción muy grande. Su carácter era esencialmente comunicativo.

Con la dulzura conjugaba la firmeza de ánimo, que vemos, por ejemplo, eliminando, no sin consultar, a las inadaptadas que habían puesto en peligro, por su averiado espíritu, el naciente Instituto.

No abandonó nunca el estudio. Sus escritos manifiestan que conservaba fresca y lozana la teología. Conocía al dedillo las obras de Santa Teresa. Tenía una magnífica biblioteca de comentarios sobre la Santa.

Su teresianismo es característica principal de su caridad pastoral. Fue el eco de la voz de Santa Teresa. La Revista, los libros que publicaba, los sermones, las fundaciones respiran teresianismo. Su devoción a Santa Teresa había llegado a ser consubstancial con su persona y su vida. El teresianismo es su estilo arquitectónico; llenó su vida e inspiró sus obras por la reciedumbre católica y por la significación pastoral tan genuinamente española.

Nota también de su caridad pastoral es la apertura a la universalidad de la Iglesia. Seguía de cerca los problemas de la Iglesia, no como un espectador extraño, sino como quien siente en su propia carne las heridas de la Iglesia universal. Cuando, en la Revista, comentaba los males del laicismo en Francia, trataba, con un sentido de cooperación cristiana noble y elevado, trataba (digo) de que los españoles considerasen el problema como suyo, y les pedía oraciones por Francia. «Oremos por nuestra España y la Europa» –titulaba un artículo en marzo de 1881. Con este afán universal viajó a Orán (África) y visitó Portugal: Braga, Oporto, Lisboa, Ovar, Torres Novas, Coímbra, Bussaco. Cuando muere don Enrique, la Compañía tiene colegios en Europa, África y América.

Su caridad pastoral le hace sentir vivamente el problema de las vocaciones y de la formación de los candidatos al sacerdocio. Ayudó cuanto pudo a don Manuel Domingo y Sol y con él compartió sus nobles inquietudes restauradoras. En la carne viva de su alma sentía la tragedia de aquellos seminarios pulverizados por la revolución. Insistía en la necesidad de familias profundamente cristianas, de cuyo seno podrían brotar las vocaciones. Hablaba de la indispensable urgencia de educar a la mujer, señora y madre futura de ese tipo de familias. Más tarde, fundada la Compañía, dispuso que todo colegio en situación económica tranquila pagase la carrera a un seminarista, adelantándose a las actuales campañas anuales pro Seminario.

Su caridad pastoral le hacía sentirse estrechamente vinculado a sus hermanos los sacerdotes. Las relaciones de don Enrique con los sacerdotes fueron abundantes, intensas y constantes.

La abundancia era exigida por la animosa actividad apostólica de don Enrique, quien, para atender esa multitud de empresas, necesitaba colaboradores entusiastas y cooperadores permanentes. Un botón de muestra: en sólo un mes de vacaciones –leemos en la Revista de julio de 1876– don Enrique estableció la Archicofradía de Corbera, Gandesa, Mora de Ebro, Caseras, Batea y Nules; dio Ejercicios en Fatarella, Vinaroz y la Cenia, y reanimó con sus palabras los corazones de las jóvenes en Calaceite, Alcalá de Chisbert, Cherta, Aldover, Mora la Nueva y Villalba.

La intensidad era exigida por la hondura del alma sacerdotal de don Enrique. El río caudaloso arrastra consigo las aguas que encuentra a su paso. En muchos sacerdotes la colaboración, el trato y la convivencia crearon estrecha amistad sacerdotal. Don Enrique supo ganarse desde sus primeros trabajos catequísticos amistades selectas y capaces. No podemos dar los nombres de todos. Recordemos a Juan Bautista Altés, escritor fácil y de imaginación brillante; Francisco Marsal, que murió siendo Deán de la Catedral de Solsona; Félix Sardá y Salvany, intrépido batallador de la propaganda católica; Manuel Domingo y Sol, esclarecido fundador de los Operarios Diocesanos; el ilustre doctor Collel, Arcediano de Vich; Juan Bautista Grau, obispo de Astorga; Fr. Ramón María Moreno, obispo titular de Eumenia; el doctor Sanz y Forés, entonces obispo de Oviedo y después Cardenal de Sevilla, antiguo Lectoral de Tortosa; el doctor Izquierdo, obispo de Salamanca; el inmortal Mosén Cinto Verdaguer; etc., etc. Continuas e íntimas fueron las relaciones de don Enrique con los monjes de Montserrat y los carmelitas del Desierto de las Palmas (provincia de Castellón).

La constancia es fruto natural de la amistad sacerdotal: del amarse y amar al mundo a través de Cristo. Más reducido (como es natural) pero también más entrañable fue el grupo de amistad fraternal y de por vida.

Las relaciones de don Enrique con los sacerdotes fueron, además, variadísimas: hubo la del cooperador ocasional, que presta la ayuda inmediata; la del colaborador permanente, que asiste siempre con entusiasmo; la del amigo, unido con vínculos profundos y permanentes; la del admirador, que se rinde a su dirección; la del superior, que ve en él un elegido de Dios; la del interesado en proteger causas nobles; la del contagiado desde lejos por la atmósfera de santidad y de prestigio que envuelve a los héroes. Pero sea cual fuere el tipo de relación, a la base de la misma siempre encontramos la caridad pastoral. Es la amistad sacerdotal en beneficio del apostolado. Los sacerdotes veneraban a don Enrique; veían su celo, su desprendimiento, su grandeza y elevación de miras y se dejaban prender fácilmente en las redes de su virtud y simpatía. A su vez, don Enrique, enamorado del sacerdocio, veía como propios a los sacerdotes, se sentía vinculado a ellos, sus amigos de veras. Como un dato más de esta conciencia de comunidad de aspiraciones y afanes, recordemos que don Enrique se hospedaba siempre en casa de los sacerdotes.

La cruz. No faltó a la caridad pastoral de don Enrique el riego fecundo de la cruz. El Maestro la llevó primero. Cristo, Sacerdote de la Nueva Alianza, es el Cordero Inmaculado, inmolado en la cruz. La cruz es escenario obligado del sacerdote que predica a Cristo crucificado. El mundo no acepta sin contradicción el mensaje de Cristo. Durante treinta años de sacerdocio, de modo perseverante llevó don Enrique enhiesta la bandera de Cristo. No podemos calibrar su permanente sacrificio de atender, con profundísimo sentido de espiritualidad y amor a Dios, su Archicofradía Teresiana extendida por toda España, sus trabajos periodísticos continuos, sus viajes constantes, sus peregrinaciones frecuentemente organizadas con el propósito de movilizar las energías dormidas del pueblo cristiano, su lucha en el campo de la enseñanza, su fundación de un Instituto Religioso de características nuevas. A posteriori podemos calificar las empresas de don Enrique con la fácil palabra de éxitos felices. Sólo un examen superficial puede ocultar esa superación continua de mil pequeñas y grandes dificultades que terminan por pesar sobre el espíritu como una losa de plomo. Nunca ponderaremos suficientemente el valor penitencial de la fidelidad diaria de estas almas heroicas, que, frescas y remozadas constantemente por la oración y vida interior, viven la grandeza majestuosa de un Calvario hasta entregar su espíritu al Padre.

También llegó para don Enrique el momento doloroso de los ataques despiadados, de los comentarios ligeros y despectivos, de las hablillas de tertulia, de las frases reticentes, de los silencios descorteses. Todo ello es mucho más hiriente cuando proviene del mundo de los eclesiásticos. Don Enrique encontró muchas veces el canto y la cal de la incomprensión cerrándole el paso, especialmente en la fundación de la Compañía. Para unos, era una aventura temeraria; para otros, un afán insoportable de personalismo de don Enrique. Es la cruz.

En la vida de don Enrique hay dos hechos de inmensa tortura: el pleito del Noviciado en Jesús, arrabal de Tortosa; pleito en que el reo es don Enrique y el Tribunal la Curia Eclesiástica; y la crisis interna de la Compañía que amenazó destruir por completo la obra levantada a lo largo de tantos años de esfuerzo. Don Enrique sacó fuerzas de ese pozo hondísimo que existe en todo aquel que vive unido a Dios. «En el pleito que tuvo que sostener con las Madres Carmelitas –escribe la Madre Folch–, observé siempre en él una igualdad de ánimo que admiraba; nunca le oí una queja ni mostrar ningún resentimiento». Esta misma conducta tuvo para con su Instituto; supo morir por él. Alejado don Enrique de la Compañía, no dio albergue en su corazón a sentimientos de despecho o enconada amargura. Silencio absoluto. Holocausto generoso.

Estas luminosas ráfagas, descriptivas de la caridad pastoral de don Enrique, lanzan un golpe de luz instantáneo a la fuente de la energía con que vivió su sacerdocio: su profunda piedad, su devoción honda a la Santísima Trinidad, al Espíritu Santo, a la Eucaristía, al Sagrado Corazón de Jesús, al Dulce Nombre de Jesús, a la Virgen María, al Arcángel San Miguel, a los Santos Ángeles Custodios, a San José, a Santa Teresa de Jesús, a San Francisco de Sales. Don Enrique era un enamorado de Dios y «pasó toda su vida sacerdotal empleando sus talentos y sus esfuerzos en hacer que Dios fuese conocido, amado y glorificado» (del testimonio de la Madre Blanch).

Y termino esta ya larga reflexión sobre la caridad pastoral de don Enrique, recordando un acontecimiento de carácter íntimo y bien expresivo de su ilusión sacerdotal: la celebración del 25 aniversario de su Primera Misa en el mismo lugar, la Basílica de Montserrat, a los pies de la Virgen. Altés, en la crónica que escribió para la Revista, refiere que le acompañaban los monjes del monasterio; el doctor Casañas, obispo de Urgel; las Madres del Consejo; muchos sacerdotes amigos de Tortosa y Barcelona, y cuatro Hermanas que acababan de llegar de América con la primera postulante que desde aquellas tierras venía a ingresar en las filas de la Compañía.

  1. Otras figuras sacerdotales del siglo XIX

Junto a las formulaciones de fe sobre el sacerdocio están las figuras sacerdotales. Las grandes exposiciones doctrinales de los temas sacerdotales ascéticos, disciplinares y pastorales reciben, en estas existencias sacerdotales, sentido concreto. La pléyade de sacerdotes santos (canonizados o no) testifican con sus vidas cuál fue su manera de entender el sacerdocio; son su interpretación plástica y viva.

El siglo XIX contempla una larga lista de eximios sacerdotes a quienes deseo tributar el testimonio de mi afectuosa admiración, alto aprecio, profunda veneración y cordial gratitud. Su actividad sacerdotal sigue influyendo en la Iglesia de hoy. A cada uno de ellos se les aplica con propiedad las palabras del Eclesiástico (50, 7.10): «Brilló él en el templo de Dios como sol refulgente, como cáliz macizo de oro, guarnecido por todo género de piedras preciosas».

Se entregaron a los más diversos apostolados, según las necesidades. A muchos de ellos la caridad pastoral les impulsó a ser fundadores: el obispo de Nancy, Carlos de Forbín-Janson (1785-1844), de la Santa Infancia; San José Benito Cottolengo (1746-1842), de instituciones de caridad; San Miguel Garicoits (1797-1863), de la Congregación de sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús (Betharram); el patriarca de Venecia Ángel Ramazzotti (1800-1861), del Pontificio Instituto de Misiones Extranjeras (Italia); San Vicente Palotti (1795-1850), de obras sociales y apostolado laical; Antonio Chevrier (1826-1879), de la asociación sacerdotal del Prado; San Juan Bosco (1815-1888), de los Salesianos; Francisco M. Libermann (1803-1852), de los Misioneros del Corazón de María; Beato Eugenio de Mazenod (1812-1861), de los Misioneros oblatos de María Inmaculada; San Antonio María Claret (1807-1870), de los Misioneros Hijos del Corazón de María; Daniel Comboni (1831-1881), de los Misioneros Combonianos; San Leonardo Murialdo (1828-1900), de la Pía Sociedad de San José; Cardenal Lavigérie (1825-1892), de los Padres Blancos; Francisco Palau y Quer (1811-1872), fundador de las dos ramas de Terciarios Carmelitas (hermanos y hermanas). Y aunque su vida alcanza el primer tercio del siglo XX, son hombres del siglo XIX los siguientes fundadores: Manuel Domingo y Sol (1836-1909), de los Sacerdotes Operarios Diocesanos; Beato Arnoldo Janssen (1837-1909), de los Misioneros del Verbo Divino; Beato Luis Guanella (1842-1915), de los Siervos de la Caridad; Carlos de Foucauld (1858-1916), de los Hermanitos de Jesús; Víctor Manuel Lebeurier (1832-1918), de la federación de grupos de Unión Apostólica del Clero; José Allamano (1851-1926), del Instituto Misionero de la Consolata; León Dehon (1843-1921), de la Congregación de Sacerdotes del Sagrado Corazón; Guido María Conforti (1865-1931), de los Misioneros Javerianos; Andrés Longhin (1863-1936), de los Sacerdotes Oblatos Diocesanos; y Pedro Poveda (1874-1936), de la Institución Teresiana.

Escribieron páginas bellísimas de temas espirituales: Además de los fundadores citados, cuyos escritos se caracterizan por la naturaleza de la obra creada, recordamos a Enrique Domingo Lacordaire (1802-1861); Federico Guillermo Faber (1814-1863); Don Próspero Guéranger (1805-1875), pionero del movimiento litúrgico; M. J. Scheeben (1835-1888); José Tissot (1894); Cardenal Newman (1801-1890), alma del «Movimiento de Oxford»; Cardenal Manning (1808-1892); Cardenal Gibbons (1834-1921); Dom Columba Marmión (1858-1923); Cardenal Mercier (1851-1926); Miguel Costa Llobera (1854-1922), poeta, escritor y predicador catalán, una de las destacadas figuras de la llamada «Escuela Mallorquina»; Juan Bautista Chautard (1858-1925).

Otros, finalmente, presentan una vida modelo de las virtudes sacerdotales. A los ya dichos hay que añadir: San Pedro Chanel (1803-1841), misionero mártir y patrono de Oceanía; San Juan María Vianney (1786-1859), santo cura de Ars, patrono de los párrocos; San José Cafasso (1811-1860), que gastó su vida en la dirección espiritual de sacerdotes; Damián de Veuster (1840-1889), apóstol de los leprosos; el obispo de Puebla, Ramón Ibarra y González (1853-1917), modelo de pastor de almas; Cardenal Merry del Val (1865-1930), apóstol en la diplomacia eclesiástica. Los episcopologios y biografías eclesiásticas presentan un variado elenco de retratos episcopales dignos de recuerdo: Sanz y Forés, Vives i Tutó, Morgades, Torra» I Bagés, que añadimos a los ya citados. Cerramos la lista con el obispo del Sagrario abandonado, Manuel González (1877-1940).

Entre los grandes Papas de la época sobresale San Pío X (1835-1914), de gran espíritu sacerdotal, que nos dejó la Exhortación Haerent animo sobre la santidad sacerdotal: exigencia, naturaleza, medios.

Para el que desee ampliar datos y personas ofrezco en la nota114 referencias bibliográficas útiles.

Campos apostólicos que cultiva el sacerdote Ossó #

  1. La Catequesis

Los ocho primeros años de su vida sacerdotal los consumió principalmente en este apostolado. Al regresar a Tortosa para reanudar las clases del Seminario, don Enrique pudo apreciar los estragos producidos por la Revolución. «No podía salirse por las calles sin oír canciones las más provocativas e insultantes contra la religión y sus ministros», escribió el mismo don Enrique. Entonces decidió consagrarse a la educación cristiana de los niños. Y se entregó por entero a su noble apostolado: recorría las parroquias; multiplicaba las secciones de niños en las diversas iglesias de la ciudad; preparaba a los catequistas colaboradores entusiastas; a la instrucción unía la vida de piedad: santa misa, comunión, confesión, procesiones, plegarias a la Virgen María, devoción al Sagrado Corazón de Jesús, a San José, a los Santos Ángeles, a la Santísima Trinidad.

Con los niños se ganó a los mayores. La ciudad entera brilló con una fisonomía nueva. Tortosa estaba cambiada.

Al comenzar el curso 1878-79, el señor Obispo le exoneró de su cátedra del Seminario. A partir de entonces, aunque siguió don Enrique dirigiendo la Asociación Catequística, su trabajo personal en ella no pudo ser tan intenso; otro género de actividades consumió sus horas. Pero las catequesis marchaban llenas de eficacia, porque había tenido el cuidado de formar catequistas.

  1. La predicación

Don Enrique tenía metida en el alma la idea de que ningún sacerdote, que no esté para ello claramente impedido, debe considerarse dispensado de predicar la Palabra de Dios.

Viajes continuos por los pueblos de Cataluña y Valencia. Los púlpitos y confesonarios de la mayoría de las parroquias de Tarragona, Vich, Lérida, Alicante, Valencia, son mudos testigos de su unción evangélica y su penetrante poder de captación de almas. Era la suya una predicación sencilla, sólida, muy afectiva, fervorosa y comunicativa. La atención a los distintos grupos de las asociaciones por él fundadas le exigía viajar de una parte a otra para predicar fiestas, novenas, triduos, y, sobre todo, tandas de Ejercicios Espirituales. Las visitas a este o aquel lugar, sea para iniciar, sea para mantener y fortalecer la Archicofradía, los Rebañitos y la Asociación Josefina, son generalmente aprovechados también para predicar al pueblo. En Orán –por ejemplo–, donde permaneció por espacio de un mes, predicó en la Catedral, durante diecisiete días, las verdades eternas.

Los Ejercicios Espirituales eran rigurosamente tales y según el método de San Ignacio. Su agenda cada año era abultadísima: ejercicios de Cuaresma, de fin de año, reglamentarios de las asociaciones, con ocasión de festividades y celebraciones. Pedía insistentemente que incluso los practicasen las inocentes pequeñuelas de los Rebañitos, para prepararse a la Primera Comunión, a la fiesta de la Inmaculada…

La minuciosidad con que se dedicó a formar a sus religiosas raya en lo inconcebible. Sermones, advertencias, consejos, brotan a raudales de su alma. Entre Ejercicios, pláticas, conferencias e instrucciones diversas derramó, hasta la última gota, en el alma de sus religiosas, todo el caudal que llevaba la suya. Veinte años seguidos de pláticas y sermones, son muchos sermones y muchas pláticas. Suman millares y millares.

  1. El apostolado de la pluma

En Tortosa apareció una asquerosa publicación periódica, «El Hombre», que ponía en peligro la conciencia moral y la fe de las familias cristianas, manchándolo todo con la baba de sus calumnias y la viscosidad de su inmundicia. Inmediatamente don Enrique publica un semanario «El Amigo del Pueblo» (1871-mayo 1872). Él escribía siempre el artículo de fondo, que, con claridad y rigor lógico, deshacía las campañas antirreligiosas de sus oponentes. Dejó de salir por orden de la autoridad con un burdo pretexto.

Tortosa le resultaba pequeña; don Enrique empezaba a pensar en la totalidad de España. Con la calurosa aprobación de los Obispos de Tortosa y de Barcelona sacaba, en octubre, mes de Santa Teresa, el primer número de la revista «Santa Teresa de Jesús». Siempre puntual, impregnada de teresianismo, vibrante de amor al Papa, a la Iglesia y a la tradición católica de España, pasará de las dos mil suscripciones, cifra extraordinaria en aquel tiempo en que, en España, había diez millones de analfabetos. Don Enrique, mes por mes, publica ininterrumpidamente artículos que eran saboreados por los lectores con íntima fruición y gran edificación para sus almas.

Don Enrique, escritor fácil y fecundo, atendió con su pluma las asociaciones apostólicas creadas por él.

Para la Archicofradía, dio a la imprenta, en 1874, un libro de oración: El Cuarto de Hora de Oración, que, en vida del autor, alcanzó quince ediciones; hoy pasan de cincuenta. Se le llama «el Kempis teresiano» y durante muchos años fue el manual de oración clásico entre la juventud femenina de España.

También editó El espíritu de Santa Teresa de Jesús, folletos, colección completa de los pensamientos, sentencias, máximas y afectos más notables de la Santa, sacados a la letra de sus obras.

Para las niñas de las Catequesis, en especial de Primera Comunión, escribió don Enrique, en 1875, el libro de meditaciones Viva Jesús, sobre los misterios de la infancia de Cristo.

Para orientación doctrinal y pedagógica de los catequistas publica Guía práctica del catequista en la enseñanza metódica y constante de la Doctrina Cristiana, libro de más de trescientas páginas, en que a la obra propiamente tal añade el opúsculo de Gerson De parvulis trahendis ad Christum, la Constitución Etsi minime de Benedicto XIV sobre la enseñanza del catecismo, el Reglamento de la Asociación Catequística, las devociones principales, los evangelios dominicales y festivos y, finalmente, una colección de cantos, algunos de ellos con música.

Con el afán de aunar sólida instrucción con devota piedad escribió para los jóvenes Tesoro de la juventud, mil páginas; para los niños Tesoro de la niñez, trescientas setenta y cuatro páginas; y para el cristiano en general Ramillete del cristiano, doscientas páginas. Son instrucciones y devociones.

Para fomentar la devoción a San José escribió El devoto josefino, quinientas páginas de meditaciones y ejercicios piadosos, y Novísima Novena a San José, con tres puntos de meditación cada día y un ejemplo de protección del Santo.

Para cultivar la devoción a Santa Teresa publicó, además de los ya citados folletos «El espíritu de Santa Teresa de Jesús», El día 15 de cada mes consagrado a Santa Teresa de Jesús (cada mes una meditación y varias oraciones y ejemplos). Mes de Santa Teresa de Jesús (33 meditaciones sobre sus virtudes), Novena y triduo en honor de Santa Teresa (meditaciones y oraciones).

Devoto de San Francisco de Sales, contribuye a difundir su culto e imitación con Tributo amoroso al dulcísimo doctor San Francisco de Sales, ciento sesenta páginas.

En honor de la Virgen publicó Tres florecidas a la Virgen María de Montserrat y María al Corazón de sus hijos, o sea, un mes en la escuela de María Inmaculada, 356 páginas de meditaciones en forma de conversación entre María y los hombres.

Don Enrique tiene también obras de propaganda religioso-social. Cuando León XIII lanza al mundo la «Rerum Novarum», don Enrique hace inmediatamente una edición sumamente económica y numerosísima de Catecismo de los obreros y de los ricos, sacado a la letra de la encíclica del Papa «De opificum conditione». Era un folleto en forma de preguntas y respuestas, que se difundió por toda España. Publica también Catecismo acerca de la Masonería, sacado a la letra de la encíclica «Humanum genus».

La sabiduría espiritual de don Enrique brilla especialmente en los escritos dedicados a sus religiosas de la Compañía. En 1882 editó Constituciones de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, un volumen con los siguientes documentos: Sumario de las Constituciones de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, Organización y gobierno de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, Oficios en la Compañía de Santa Teresa de Jesús, Preces de la Compañía de Santa Teresa de Jesús. Tomando como bases esos documentos, e introducidas las modificaciones que la legislación eclesiástica fue dictando, hízose más tarde la redacción de las Constituciones propiamente tales, las aprobadas por Roma.

Escribió también don Enrique varios documentos para las Superioras de las Comunidades. Nunca impresos, corrían peligro de perderse. Con ellos y otro libro, ya completamente agotado, de don Enrique: «Remedios preservativos y curativos de las enfermedades del alma», hizo la Madre Teresa Blanch, en 1928, un volumen que recibió el título de Directorio para las Superioras.

Práctica del examen particular y general es otro folleto de don Enrique, muy valioso por sus atinadas observaciones e instrucciones.

Con destino a las alumnas de los colegios de la Compañía salieron de la pluma de don EnriqueRudimentos de Religión y Moral, Rudimentos de Historia Sagrada, Rudimentos de Historia de España.

Escribió hasta el final de su vida. En el convento de Sancti Spiritus, donde le sorprendió la muerte, dio la última mano a una novena que había escrito en obsequio de la Concepción Inmaculada de María Santísima; fue publicada, después de su muerte, con el título de Novena a la Inmaculada Concepción de María (ochenta páginas de meditaciones). Allí escribió un opusculito para propagar el amor a Jesucristo. Allí escribió una novena del Espíritu Santo; fue editada, como obra póstuma también, con el título de Novena para honrar al Espíritu Santo (ochenta páginas de meditaciones). Allí redactó una carta para los confesores de sus religiosas, dándoles sapientísimos consejos para las tareas de dirección y consejo. Allí estaba formando las Constituciones para una nueva Congregación de Sacerdotes, titulada del Oratio de Santa Teresa.

Como obra póstuma, sus Hijas publicaron Ejercicios Espirituales según el método de San Ignacio de Loyola, para las Hermanas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, cuatrocientas páginas con las meditaciones clásicas de nueve días de ejercicios, expresamente acomodadas a las Religiosas.

Esta simple enumeración de su abundantísima producción literaria causa asombro si recordamos las otras múltiples actividades sacerdotales que le ocuparon horas y horas.

  1. Fundador de asociaciones piadosas

Ut vitam habeant et abundantius habeant (Jn 10, 10), para que tengan vida –la vida de Dios– y la tengan más abundante, creó don Enrique asociaciones piadosas, que se asentaban sobre tres pivotes: piedad, estudio y acción. Son, pues, precursoras de la Acción Católica y de los Movimientos apostólicos modernos.

Para las jóvenes nace, el 15 de octubre de 1873, la Asociación de Hijas de María Inmaculada. «El objeto de mi asociación –escribe don Enrique– es el mismo que nos propone la Iglesia al admitirnos en su gremio: renunciar a Satanás, a sus obras y a sus pompas, para hacer lugar al Espíritu Santo: echar de las almas a Lucifer, para que viva y reine en ellas Cristo Jesús. No se trata de que entréis monjas, ni siquiera de cargaros con nuevas obligaciones o de imponeros duros sacrificios: no se trata sino de que seáis cristianas de veras, y de facilitaros los medios de serlo». Don Enrique hará viajes incesantes para extender y consolidar la obra, que llegará a contar con más de 130.000 jóvenes asociadas por toda España, cifra sorprendente en grado sumo para aquellos tiempos de desorganización y de incertidumbre en todo.

Para los jóvenes muchachos del campo, mozos robustos de recia musculatura y voz vibrante, cultivó don Enrique la Pía Asociación de la Purísima Concepción.

Para la niñez don Enrique establece, en 1876, los Rebañitos del Niño Jesús.

En marzo de 1876 don Enrique se abre a un nuevo campo de trabajo: los hombres. Para ellos crea la Hermandad Josefina. «Tengo para mí –decía don Enrique– que así como a Santa Teresa está reservado en estos últimos tiempos regenerar a España por medio de la juventud femenina, educándola por medio de su espíritu de fe, de oración y de celo por los intereses de Jesucristo, a San José está confiada la salvación de los hombres, inspirándoles amor al trabajo y al cumplimiento de sus deberes cristianos».

  1. Creación de la Compañía de Santa Teresa de Jesús

En 1876 emprende don Enrique la fundación de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, su obra entre las obras. Don Enrique no permanece indiferente ante el problema de la enseñanza tan agudamente planteado en España. En este campo ve él el mayor peligro para España; «el mal es gravísimo –escribe–, el más grave quizá de todos». Técnicamente defectuosas muchas de las instituciones docentes de carácter religioso; faltos los católicos de una solícita atención a las bondades pedagógicas que el enemigo podía tener; el espíritu sacerdotal de don Enrique, vigilante y alerta, perspicaz e inteligente, aguijoneado continuamente por su celo apostólico, advierte la gran tragedia de la enseñanza atea, completamente laica y despojada de todo carácter sobrenatural. Y busca el remedio: mujeres, que, capacitadas con la mejor técnica pedagógica, en posesión del correspondiente título oficial, adquirida también una esmeradísima formación religiosa, se dedicaran a la enseñanza concebida como principal apostolado. Al principio pensó en una Compañía de profesoras católicas; pero en seguida comprendió don Enrique que para mantener la cohesión espiritual de unas personas a quienes se les pedía que entregasen su vida en nombre de Dios y en aras de un ideal no humano, era necesario que Dios lo llenase todo. Y nació la Compañía de Santa Teresa, una de las más hermosas Instituciones religiosas educadoras femeninas. La Compañía se afianza y camina hacia adelante con paso firme y decidido, conducida por su mano. Él era el alma de todo. A su Instituto dio cuanto era y tenía; hasta supo santamente sufrir por él. Bendecida por Dios, la Compañía tenía, a la muerte del fundador, casas en España, Portugal, África y América.

  1. Otras fundaciones que no prosperaron

Al final de la peregrinación teresiana a Ávila y Alba de Tormes, de agosto de 1877, se establecieron las bases de la Hermandad Teresiana Universal. Fue constituida como asociación que vinculara a los católicos del mundo entero amantes de Santa Teresa. Por su amplitud, casi temeraria, no llegó nunca a cristalizar.

Dos Congregaciones de hombres –Misioneros Teresianos y Hermanos Josefinos– se quedaron en meros proyectos. Don Enrique señalaba como obras preferenciales de los Misioneros de Santa Teresa de Jesús:

  1. Ejercicios Espirituales al clero, seminarios, congregaciones religiosas, teresianas, etc.
  2. Dirección espiritual de los seminarios eclesiásticos.
  3. Misiones, sermones, confesiones, moribundos.
  4. Catequística.
  5. Difundir los tesoros celestiales escondidos en la vida y escritos de la Santa por todos los medios posibles: Revista, libros, etc.
  6. Ser uno de los mejores auxiliares de los prelados, multiplicándose por su celo y laboriosidad; atender a las obras teresianas, extendiéndolas y vivificándolas.
  7. Su visión de la educación cristiana

«El campo donde se da la batalla más encarnizada –escribe– es el de la enseñanza… Por ello se van sucediendo tantos desastres en nuestra España y en el mundo, de que apenas acertamos a darnos razón. Y ¡ay de nosotros si dormimos el sueño del descuido!»

Para don Enrique la catequesis ofrece sólida instrucción religiosa y profunda piedad. Sus libros para niños, jóvenes y adultos aúnan enseñanza doctrinal y cultivo de las virtudes. Es lo que hoy llamamos «síntesis entre fe y vida». La enseñanza religiosa se propone como fin no una simple adhesión intelectual a la verdad religiosa, sino el entronque personal de todo el ser con Dios. Tesoro de la Juventud y Tesoro de la Niñez y demás libros de don Enrique buscan «formar una piedad ilustrada» (del Prólogo de Tesoro de la Juventud, 1ª ed.). Don Enrique hermana instrucción y devoción.

«Lo que importa es –escribe también– una educación cristiana, según el espíritu de la gran Teresa de Jesús, y con esto regenerar a España, al mundo todo por la imitación de las virtudes de la Santa de nuestro corazón, tipo acabado de la perfecta mujer católica y española». Siempre vigorosa vida interior del alma, siempre. Es el objetivo de la educación cristiana. Máxima de don Enrique es «formar a Cristo Jesús en las inteligencias por medio de la instrucción, formar a Cristo Jesús en los corazones por medio de la educación».

Don Enrique no concibe la cultura sin Dios. Para él la religión no es ni un postizo ni un añadido, sino vertebración integral del ser. Desenmascaró los planes de la Institución Libre, que proponía una enseñanza religiosamente neutra, cuando no declaradamente contraria a la religión. Funda la Compañía con el propósito de que la niña, la joven realice el encuentro vivo y vital con la cultura y con el mundo, en un clima religioso que favorezca la eclosión de la personalidad infantil y juvenil de una forma tal que pueda luego insertarse en sociedades más amplias sin herida y sin pérdida de la concepción cristiana de la vida. «Todo lo hemos de hacer servir para restablecer el reinado social de Jesucristo, empezando por restaurar en Cristo la educación de la mujer. No se ha de emplear cosa alguna que haya de contribuir poco ni mucho a degenerar de la fe viva e íntegra de nuestros padres y de su carácter noble y caballero».

Puntos en que don Enrique se adelanta a otros #

  1. Aprecio del valor de la mujer

Hoy vivimos el movimiento general por la promoción de la mujer en el mundo. Hoy es reconocido por todos, el papel de la mujer en la sociedad y en la comunidad eclesial. El Sínodo de los Obispos de 1971 expresaba el deseo de «que las mujeres tengan su propia parte de responsabilidad y de participación en la vida comunitaria de la sociedad y también de la Iglesia»115. Y Pablo VI, el 18 de abril de 1975, hablando al Comité para el Año Internacional de la Mujer, urgía «trabajar en todas partes por hacer descubrir, respetar y proteger los derechos y prerrogativas de la mujer en su vida de soltera, conyugal, educativa, profesional, cívica, social, religiosa»116. Y es deseo claramente expresado por el Concilio Vaticano II117 que también en la Iglesia, en su inmenso trabajo de evangelización, tienen que empeñar las mujeres cada días más sus ricas cualidades específicas, tanto humanas como espirituales. Y aunque el panorama de las actividades apostólicas de la mujer es ya impresionante, la Iglesia espera mucho de las mujeres para llevar a cabo su misión evangelizadora. Hoy, pues, son gozosa realidad los esfuerzos para que la mujer encuentre su justo puesto y el papel que le corresponde en la sociedad y en la Iglesia.

Pero retrocedamos cien años. Los textos de don Enrique, seleccionados para constatar su aprecio del valor de la mujer, fueron escritos hace cien años. Entonces eran meritoria novedad. No digo exclusividad, pues en la segunda mitad del siglo XIX se fundaron alrededor de medio centenar de congregaciones femeninas, muchas de ellas a impulsos de sacerdotes santos que, como don Enrique, pensaban en el hecho positivo, indestructible e inmodificable de la influencia de la mujer.

«Tal es el mundo –escribía don Enrique–, tanto vale una nación, cuanto valen las mujeres que dieron el ser a sus hijos y los educaron; y sabido es que tanto valen las madres, cuanto valen las jóvenes que en un día más o menos lejano lo serán».

«¿Se ha visto nunca al mundo resistir la acción simpática, la ardorosa influencia de la mujer? Corazón de la familia, reina del hogar doméstico, dulce encanto de la sociedad y gloria de la religión; la mujer católica posee la virtud de asimilación, pero virtud sin límites e irresistible. El mundo ha sido siempre lo que le han hecho las mujeres. Y un mundo hecho por vosotras, formadas según el modelo de la Virgen María con las enseñanzas de Teresa; un mundo que, rendido a los pies de María, lea a Teresa, no podrá ser sino un mundo de santos. Manos, pues, a la obra, que el tiempo urge y apremian las circunstancias».

«Si educar a un niño es educar sólo a un hombre, y educar a una mujer es educar a toda una familia, ¿no ha de ser ésta (la Compañía) una de las más fecundas obras, la que ha de dar más excelentes y mayores resultados prácticos en bien de la Iglesia y de la sociedad? Otras buscan las ramas. La Compañía va derechamente al corazón. El corazón de la familia es la mujer. Mejorado el corazón, el principio, todo estará sin advertirlo mejorado».

«¡Oh! si pudiese educarse a la juventud femenil en el espíritu y enseñanza de la Heroína española (Santa Teresa). En veinte años España quedará regenerada».

«El error y el vicio no echan raíces donde no tienen a la mujer por cómplice. Y la virtud no se arraiga y florece en los pueblos, en las familias, si no es antes virtuosa la mujer. La misma debilidad da al sexo frágil cierto misterioso poder, que unido a su gracia le presta recursos que no tiene el hombre para combatir el mal. De su debilidad saca fuerza; de su fragilidad, estabilidad y constancia. Cuando otra cosa no le quedara a la mujer para hacer el bien, halla recursos en su palabra para abatir el orgullo de la impiedad. Y a veces no necesita de la palabra: una sonrisa de desdén es más eficaz que los más elocuentes discursos. La palabra de la mujer, ya hable con el acento de hija, de madre o esposa, reviste tal eficacia que no pueden resistirla los más duros corazones. Como es palabra de corazón, tiene virtud especial para mover corazones».

  1. Pionero en técnicas pedagógicas

Adelantándose muchos años, don Enrique ordenó que sus religiosas, antes de salir a cumplir su misión en los colegios, se capacitasen muy bien en toda clase de labores desde la «calceta y puntos y tapicería y encajes hasta el bordado en sus diversas variedades», así como en dorado y plateado y hechura de toda clase de ropas de iglesia; y que recibieran y diesen lecciones de arte de cocina, lavado, amasar el pan, hacer jabón, coser a máquina; y que supieran los principales elementos de higiene y medicina para poder enseñarlos.

No es posible, ni lo permite la índole del artículo, exponer los valores pedagógicos de este catequista genial y eximio maestro. Sólo unos detalles.

Hoy hablamos de «enseñanza personalizada». Don Enrique recomienda: «Procuren ante todo las maestras estudiar la índole y carácter de sus alumnas, para que aprovechen sus instrucciones y correcciones». Habla de los obstáculos para el estudio:

  1. La falta de método;
  2. La distracción o falta de atención;
  3. El no tener calmadas las pasiones, o sea la falta de paz del alma; o, como enseña San Bernardo, la culpa que remuerde, el sentido que codicia, el cuidado que punza y el tropel de imágenes que se apoderan de la imaginación.

Al hablar del modo de estudiar, escribe:

«Al aprender las lecciones, fíjense más en los conceptos que en las palabras. Nada decoren sin antes estudiarlo: a este fin, observarán en el estudio las reglas siguientes:

  1. Leerán atentamente una o más veces lo que deben aprender, procurando entenderlo bien.
  2. Después lo grabarán en la memoria por partes, no pasando al punto siguiente sin haber antes aprendido bien y decorado los conceptos del anterior.
  3. Aprendida así la lección, decórenla por entero y con pausa, como si la recitaran en clase.
  4. Si durante el estudio encuentran alguna cosa que no entiendan, anótenla y pregúntenlo con humildad después a la maestra».

Hoy hablamos de «métodos vivos», de «pedagogía activa». ¿Cómo eran sus catequesis? Torneos de preguntas y respuestas, diálogos, adivinanzas, juegos, carreras, luchas, competiciones, excursiones…

Terminemos este apartado con unas palabras de don Enrique sobre el amor como cualidad del buen maestro: «Si uno se contenta con hacerse temer, no irán sino con repugnancia al Catecismo como a un ejercicio odioso, se ausentarán de él lo más pronto que puedan, escucharán, sin interés, únicamente para no ser castigados; usarán de disimulación, y el corazón no se dejará manejar, mover y mudar. Es, pues, esencial el hacerse amar. No se obtiene el ser amado sino amando con un amor lleno de dulzura». Página hermosa de la Guía práctica del catequista. Año 1872, cuando se enseñaba, correazo va y correazo viene.

  1. En la avanzadilla de la penetración en el mundo de la cultura

Estaba de moda ser librepensador. Era la época del liberalismo y la masonería, cuando se intentaba suprimir a Dios de la vida. Era la época en que, al socaire de la tolerancia en materia docente, los protestantes costeaban estudios y títulos, obligando antes con juramento a sus adeptos a enseñar el protestantismo. Se abrían brechas profundas en las instituciones docentes españolas. Enemigos de Dios y de la Iglesia, encaramados en puestos de dirección, desde el Ministerio de Instrucción Pública (a la sazón llamado de Fomento) reñían la gran batalla. El campo de la enseñanza y de la educación es el más apto para cambiar la estructura espiritual de los hombres en uno o en otro sentido.

Don Enrique, hombre de fe y con despierta inteligencia, reaccionó contra quienes, queriendo inyectar sangre nueva en la Universidad y la cultura españolas (y buena falta le hacía), proponían una cultura sin Dios. «Quiérese arrojar del mundo a Dios –escribía don Enrique–. Los discípulos del hijo de perdición… han comprendido que sólo apoderándose de la enseñanza y haciéndola atea era como ellos y sus doctrinas de perversión podían entronizarse en el mundo. De aquí su afán por corromper la enseñanza con libros de texto y textos vivos que secundasen sus planes infernales». Don Enrique no se queda en estériles quejas y habló sobre la necesidad apremiante de ir a la conquista de la Escuela y las Normales y los Institutos y hasta la Universidad. Propuso regenerar la enseñanza desde el punto de vista cristiano y pedagógico valiéndose de instituciones y métodos que a muchos parecían demasiado nuevos. Se enfrentó continuamente con el hecho de la descristianización pública. Clamó una y otra vez sobre el peligro de la enseñanza laica. Lamentó con gran pesar la noticia de que cuatro profesores krausistas habían sido nombrados para la Escuela Normal Central de Maestras de Madrid. Nadie puede arrebatar a don Enrique la gloria indiscutible de haber señalado tan previsoramente lo que se nos venía encima entre brumas y celajes por el horizonte de la enseñanza.

A él rendimos también tributo de admiración por estar en la avanzadilla de la penetración en el mundo de la cultura. Nuevo era que las hijas de la Compañía sacaran títulos oficiales en los centros docentes del Estado para que pudiesen legalmente ejercer su apostolado en el campo de la enseñanza. La Compañía no era una audaz y precipitada aventura, sino una auténtica arma de combate destinada a perpetuar una táctica, un método y un propósito deliberado de influir sobre la vida española.

Novedad laudable también encerraba el propósito de que la Compañía había de dedicarse no sólo a abrir colegios en las ciudades populosas, sino también a dirigir escuelas en pueblos pequeños. Buscaba vías de acercamiento a los distintos sectores de la juventud.

El 1 de mayo de 1893, el ministro de Gracia y Justicia, Montero Ríos, firmaba la aprobación oficial de la Compañía como Instituto Religioso docente por parte del Gobierno Español. Por estar en posesión del correspondiente título oficial venían dirigiendo colegios desde septiembre de 1878; su incorporación al Magisterio Nacional les dejaba a cubierto de posibles interferencias obstaculizadoras. Eran maestras y religiosas.

Don Enrique, pionero de la penetración en el mundo de la cultura, pudo ver el fruto de sus afanes. La Compañía se extendía rápidamente; todos alababan los magníficos resultados de la pedagogía teresiana en los dos aspectos: académico y moral; también eran estimadas en el escalafón oficial: en junio de 1889 una religiosa de la Compañía era nombrada por la Dirección General de Instrucción Pública vocal del Tribunal de oposiciones a las Escuelas de Maestras de párvulos para todo el distrito universitario de Barcelona.

Tres grandes amores #

  1. Al Papa

Tuvo Don Enrique devoción singularísima a la Santa Sede. Su amor al Papa fue conmovedor y tiernísimo. «Si queréis conocer el grado y la calidad del catolicismo de una persona, de una idea, de una institución, observadla en su relación con el Papa. Si habla bien, buena señal, pero si no, es el mejor síntoma de que no es buen católico».

Tres veces fue a Roma: en 1870, acompañado de su entrañable amigo Manuel Domingo y Sol; en 1888, para obtener el «Decretum Laudis» del Instituto; y en 1894, para que se suspendiera la ejecución de la sentencia del pleito fallado en contra suya. El recuerdo de la primera visita, en los días del Concilio Vaticano I, le acompañó toda su vida. Aprovechó todas las oportunidades para manifestar de manera pública y rotunda sus sentimientos de filial adhesión a la Santa Sede.

Empecemos por las peregrinaciones, fiestas, conmemoraciones y celebraciones. Nos haríamos interminables si pretendiéramos enumerar todas las convocatorias de don Enrique. Él oteaba los horizontes de España y lanzaba a los cuatro puntos cardinales su llamamiento a participar, con el mayor entusiasmo, en este o aquel festejo. Su corazón sacerdotal se hacía eco siempre de las efemérides que exaltaron sus tres grandes amores: el Papa, la Iglesia y la tradición católica de España, que recibían (era inevitable para él) los tintes de su teresianismo visceral.

Durante largo tiempo, con insistencia y ardor, colaboró don Enrique, desde la Revista, en la propaganda y preparación de la peregrinación teresiana a Roma, organizada por don Ramón Nocedal. Más de 8.000 españoles llegaron a Roma para estar junto al Papa el día 15 de octubre de 1876.

También tomó parte don Enrique en los preparativos de la peregrinación nacional a Roma con ocasión del Centenario (tercer centenario) de Santa Teresa, celebrado en 1882.

Por iniciativa de un grupo de devotos teresianos, el día 15 de octubre de 1882, se ofrecieron por el Papa centenares de miles de Comuniones y se enviaron 10.000 telegramas a Roma, y más de un millón de firmas de adhesión a la Cátedra de Pedro.

Promovió don Enrique comuniones, novenas, etc., Por el Papa y por la Iglesia, para que el Señor no permitiese más tribulaciones a su Iglesia y a su Vicario.

Todos los años, en obsequio al Papa, recogía limosnas, que enviaba a Roma junto con la colección completa de la Revista.

En abril de 1877, cincuenta aniversario de la consagración episcopal de Pío XI, ofreció un magnífico álbum que contenía 11.000 firmas de jóvenes de la Archicofradía, juntamente con una respetable cantidad de dinero (limosnas recogidas), y un cuadro al óleo de Santa Teresa.

En 1888, con ocasión de las fiestas jubilares de León XIII, en su viaje a Roma, don Enrique fue «a prestar a nuestro amantísimo Padre, cautivo y pobre, el óbolo que hemos recogido en la Revista». Y animó a que en todas las ciudades y pueblos donde existían la Compañía, la Archicofradía y el Rebañito se constituyeran juntas y comités para confeccionar ornamentos litúrgicos, que, después de ser ofrecidos al Papa, irían destinados a las iglesias pobres del mundo.

A los niños de la Catequesis, a las jóvenes de la Archicofradía, a los hombres de la Hermandad Josefina, a los jóvenes, a las niñas del Rebañito, a sus religiosas, a todos recomendaba grande amor y devoción al Romano Pontífice. Compuso una oración por el Papa, que él rezaba después de celebrar.

  1. A la Iglesia

Su amor al Papa es amor a la Iglesia. Consagró su vida al servicio de la Iglesia, a la que amaba con pasión. En un librito sobre religión y moral que escribió para uso de los colegios de la Compañía, aparecen estas palabras suyas que resumen con fidelidad el sentido de su vida: «¡Oh Iglesia Santa, Católica, Apostólica y Romana!… ¡Péguese mi lengua al paladar y séquese mi mano derecha si no te bendijere, amare, respetare, obedeciere y defendiere como a mi más querida y bondadosa Madre siempre, siempre, siempre!»

Con infatigable constancia don Enrique se inmoló en el servicio a la Iglesia de Cristo.

  1. A la tradición católica de España

Don Enrique fue un enamorado de España y de su tradición católica. En la Revista encontramos, entre la gracias que se piden, la prosperidad de España. Pasan de 200 los artículos total o parcialmente dedicados a analizar las causas de los males que afligen a la patria y a proponer los remedios para recobrar el antiguo esplendor. Al movilizar para la celebración del Tercer Centenario de Santa Teresa, escribía llevado por su entusiasmo: «Entonces España recobrará su dignidad perdida, y restañará sus heridas y reparará sus fuerzas, florecerá en ella la fe y la piedad».

En todo su apostolado tuvo continuamente presente dos objetivos: el servicio a la Iglesia y el servicio a España. «Aspira nuestra humilde publicación a hermanar estos dos sentimientos, los más nobles y grandes del corazón humano, el sentimiento religioso y el patrio». Y lo hace ajeno a toda política: «Españoles todos, sin distinción de clases, opiniones y partidos, hora est iam nos de somno surgere. Oíd la voz de uno de vuestros hermanos». Y expone sus anhelos de renovación del país mediante el conocimiento y difusión del espíritu de Santa Teresa de Jesús, del espíritu teresiano que, por su reciedumbre católica y por su significación tan genuinamente española, podría realizar el prodigio de restaurar, actualizándolo todo, un sentido cristiano de la vida y pensamiento que había hecho grande a nuestra patria.

Religión y patria, sí, pero sin mezcolanzas impropias de su sacerdocio. Jamás se advierte en don Enrique el más ligero matiz que haga pensar en aficiones políticas. Para él no había más ambición que extender el conocimiento de Cristo y llevar a los hombres a Dios. Se consideraba obligado a defender la vida religiosa del pueblo español, con el cual, no con la política, el catolicismo se había compenetrado de una manera casi única en Europa. Y como instrumento escogió el teresianismo. Su devoción y conocimiento de Santa Teresa le hicieron intuir que ella podía ser, con su extraordinaria significación de símbolo de la raza, el banderín que agrupaselas energías espirituales maltratadas y dispersas. Había que ofrecer al pueblo sencillo un camino y una meta. Y la Santa podía muy bien ser lasdos cosas. Camino, por el inmenso atractivo que su figura bien presentada podía despertar. Meta, por la reciedumbre y fortaleza espiritual que de ella, conocida e imitada, podía derivarse.

Este amor a España fue siempre compatible en él con un acendrado sentimiento de cariño hacia la región en que nació y se desarrolló su vida. Cataluña estuvo siempre muy metida dentro del alma de don Enrique. Sus sanas y típicas costumbres, su lengua, sus santuarios (en particular Montserrat) fueron siempre estimados por él con noble y sincero entusiasmo. Nunca cayó en la tentación de favorecer, ni con el pensamiento siquiera, cualquier suerte de catalanismo de derechas o de izquierdas tendente a desgarrar la unidad política de España. Amaba a Cataluña dentro de España, y por España entera trabajó como apóstol de Santa Teresa y de la Iglesia.

Dentro de este amor a la región catalana, era natural que sintiese particular predilección por Tortosa.

Enamorado de España y de su tradición católica, jamás identificó la condición de ciudadano con la condición de creyente, ni buscó en grupos políticos la defensa de la fe. Aún más, ni manifestó jamás sus ideas políticas; tal vez porque no las tuvo. De hecho, no las conocemos. Don Enrique, en todas sus empresas, buscaba sólo nutrir vigorosamente la vida interior de quienes estaban a su alcance. Y al procurar que cada español se adhiriera, libre y personalmente, a Cristo en la Iglesia, recurre exclusivamente a medios genuinamente evangélicos.

De dónde le vino a don Enrique la fuerza
con que vivió su sacerdocio #

  1. Oración y vida interior

Don Enrique, entregado a una actividad vertiginosa, camina con una seguridad pasmosa y envidiable. Le acompaña la fuerza del Espíritu. El oleaje del mar en que navega, no le hace naufragar nunca. ¿Cuál es la fuente de energía? ¿De dónde le vino a él la fuerza con que vivió su sacerdocio? Ni cargos honoríficos, ni dignidades vanidosas, ni remuneraciones pecuniarias, ni la pasión del mando. Don Enrique rehusó puestos brillantes, se quedó en bachiller voluntariamente, se cerró las puertas a toda alta dirección en la carrera eclesiástica. Por otra parte, multiplica sus tareas apostólicas. A la actividad que ocuparía en otro toda una vida, añade él nuevas actividades, fruto de su inmenso espíritu de sacrificio y abnegación personal. Su inquietud sacerdotal no descansa. Sólo su fuerte espíritu de oración y su robustísima vida interior podían darle ánimos para aquel batallar incesante.

Oración y vida interior. Su vida fue oración continua. Don Enrique oraba ante el Sagrario frecuentemente, prolongadamente. A veces se levantaba a media noche y en la quietud de las altas horas nocturnas, llenas de solemnidad y de silencio, tensaba las cuerdas de su espíritu poniéndole en comunicación con Dios.

Es el apóstol de la oración. La Revista Teresiana está plagada de recomendaciones de la oración; sus libros abundan en meditaciones y prácticas de la oración; los reglamentos de sus fundaciones incluyen siempre el deber de orar. Oración, oración… es su idea continua, perseverantemente repetida, con insistencia incansable y creciente.

Don Enrique cuidaba con tanto esmero su vida de oración que se retiraba frecuentemente a Montserrat o al Desierto de las Palmas, para pasar allí días y días exclusivamente entregado al trato con Dios.

La gran oración suya fue el Santo Sacrificio de al Misa. Preparaba diariamente su Misa con el acto cumbre y único entre todos. Celebraba la Misa con tal fervor que parecía extasiado y consumía largo rato en la acción de gracias.

  1. Caridad pastoral

Le consumía el celo por el servicio de Dios y de su Iglesia. Abarcó todos los campos de apostolado que a un sacerdote le ofrecía la situación de España entonces. Y en todos se distinguió de una manera sobresaliente.

Hacia el mundo que le tocó vivir. Buen pastor, en una sociedad de civilización cristiana, azotada por los vientos de todas las decadencias, luchaba, lleno de aspiraciones y deseos sobrenaturales, por encima de los acontecimientos políticos, puesta su confianza en Dios. El semanario «El Amigo del Pueblo», la revista «Santa Teresa de Jesús», las fundaciones y libros responden a necesidades imperiosas que le tocó vivir. Vuelto hacia el mundo, reaccionaba rápidamente, aceptando el combate allí donde se le presentaba. Don Enrique no era hombre de gimoteos estériles y vacías declamaciones. Era hombre de acción, sin tregua ni descanso. Era un apóstol sumergido, de los pies a la cabeza, en el ambiente de la época.

Conocía la situación real, las preocupaciones vivas del pueblo. El contacto con el mundo le permitió tener siempre una información de primera mano. Por eso logó dar a sus publicaciones un estilo periodístico de sabor popular sumamente interesante y atrayente.

No había tiempo para detenerse, cuando el mal tanto avanzaba. Su celo descubría horizontes inabarcables; era estímulo para su alma. Se consumía en anhelos.

Atento al mundo que le rodeaba, los movimientos que impulsa son de profunda piedad y rancio españolismo. Preocupado, vigilante y sumamente laborioso, sus obras fueron singularmente oportunas y fecundas, en campos hasta entonces no roturados.

Sacerdote de Cristo en una época terriblemente crítica y agitada, se entregó sin reservas en alas de su caridad pastoral hacia el mundo que le tocó vivir. He examinado con atención escrupulosa todos sus escritos. A través de ellos vemos perfectamente reflejadas sus inquietudes y preocupaciones, y llegamos a darnos cuenta de las dimensiones que alcanza su pensamiento.

No evasión ni huida. En 1862, todavía seminarista, escribió: «En su servicio (de Dios), seré, con su gracia, attente, devote, confidenter, alacriter et ferventer». Impetuoso, intrépido, devorado por el fuego de Cristo, las alas de su espíritu estaban hechas para los grandes vuelos. Se crecía ante las dificultades. Cuando no puede publicar el semanario, piensa en la revista. Su afán constante fue crear y multiplicar obras difusoras del bien; sembrar la buena semilla en todos los campos: niños, jóvenes, adultos, hombres y mujeres, catequesis, predicación, publicaciones, fundaciones. Tuvo que luchar con incansable ardor para vencer enormes dificultades. Siguió siempre adelante a pesar de los disgustos, de las molestias, de las noticias amargas. Su fuerte sentido sobrenatural le impulsa y anima. Reacciona vigorosamente y no permite dar entrada al desaliento. Siempre geniales iniciativas, siempre magníficos planes. Nada de evasión ni huida.

Vivencia del Evangelio, en cuya fuerza confiaba. «En la recia tempestad que nos azota –escribía– y que parece va a hundirse en ella la religión y la patria, sólo falta que importunemos a Jesús». Vivió un cristianismo activo y generoso con el objeto de renovar el ambiente de indiferencia religiosa que se había extendido por pueblos y ciudades. Proponía siempre recursos genuinamente evangélicos. Y cuando no se obtenían los frutos deseados, clamaba desde la Revista, con exhortaciones y consejos, para que no se abandonasen los medios espirituales, indispensables para lograrlos.

La vivencia de la universalidad de la Iglesia dio fuerzas a su ideal sacerdotal. Tortosa le resultaba pequeña; por eso quiso llegar con su pluma, ya que no podía hacerlo con su voz, a todas las familias de España y aun del mundo entero. Esta apertura de miras, estos horizontes universales fueron acicate a su caridad pastoral, fueron estímulo para vivir plenamente el ideal sacerdotal. Vivía como propios los problemas de la Iglesia. Siempre en la Revista se hizo echo de los males que afligían a la Iglesia, exponía sus causas y las posibles consecuencias. Era el dolor del sacerdote que ama a la Iglesia. Los avances del laicismo en Italia, en Francia, en Portugal espoleaban su caridad pastoral. La dolorosa impresión que le causó su visita a Portugal, la descristianización de Francia, la desastrada situación religiosa de Orán (África), las acuciantes necesidades espirituales de América, las vejaciones de que era objeto el Papa, todo encendía más y más la llama de su caridad pastoral. Lamentaba la corriente devastadora de un laicismo cuyas consecuencias preveía funestísimas. Y creó la Compañía y procuró su difusión universal y tuvo la legítima alegría de verla establecida en Europa, África y América luchando contra la gran tragedia de la época moderna: la enseñanza laica. El fuerte anhelo de su alma sacerdotal era aguijoneado constantemente por su vivencia de la universalidad de la Iglesia.

  1. Teresianismo

Otra poderosa fuerza que le animó a vivir su sacerdocio fue la imitación del espíritu de Santa Teresa y la entrega llena de amor a lo que esta Santa significa. Santa Teresa le sirve siempre de ejemplo y de aliento.

Cuando solicita del señor Obispo de Tortosa permiso para sacar la Revista, escribe: «Recordando a todos los españoles, hermanos nuestros muy queridos, las glorias de nuestra Santa, descubriéndoles su imagen amabilísima, adornada de todas las virtudes y gracias… ven, siglo sin fe, a contemplar la hermosura y las riquezas de esta celestial virtud al resplandor de las luces que despide en Santa Teresa de Jesús». Y durante los veinticinco años que dirigió la Revista no faltaron, mes por mes, artículos divulgadores. Santa Teresa como escritora, doctora, mortificada, perseguida, enferma, mal o bien interpretada… Santa Teresa como mujer humanísima, caritativa, alegre, humilde, valiente, esforzada… Santa Teresa y la humildad, la castidad, la pobreza, el servicio a los demás… Más de cuatrocientos artículos sobre temas teresianos.

«No estaremos satisfechos –escribía– mientras haya un español que no admire y ame a su hermana, la gran Mujer.»

Era el caballero andante de la Santa. Don Enrique fue promotor y organizador de la peregrinación teresiana a Ávila y Alba de Tormes, cuna y sepulcro de la Santa. Se celebró en agosto de 1877 y congregó 4 Obispos, más de 200 sacerdotes (entre ellos don Manuel Domingo y Sol y Jacinto Verdaguer) y más de 4.000 personas. «Despreciando las burlas del mundo –decía en la Revista– habéis cantado vuestra fe y vuestro amor a Teresa, a la faz de toda España, alentando con vuestro valor y noble ejemplo otros corazones tibios o retraídos.»

En octubre de 1880 llamaba a toda España a celebrar el Tercer Centenario de Santa Teresa. Proponía una gran peregrinación a Ávila y Alba de Tormes y llamaba a poetas, artistas y literatos a Certamen Nacional. Con su amigo el Prelado de Salamanca, doctor Izquierdo, escogió temas, que podían desarrollarse en español, latín, francés, italiano, alemán e inglés. Los premios eran espléndidos, algunos de 10.000 reales. Todo se malogró por la insidiosa acción política de ateos y masones, quienes no se opusieron a la celebración, pero sí desvirtuaron su carácter. La llamada Junta Nacional pretende honrar no a la gran hija de Dios y de la Iglesia, sino a la mujer, a la escritora de fina gracia literaria…; todo ello con criterio naturalista y sin la más mínima preocupación por observar su unión con Dios y su santidad maravillosa. Don Enrique, sacerdote afanoso únicamente de lo sobrenatural, protesta; y el mes de junio de 1882 escribe un artículo titulado «Voz de alerta». Su tesis es «¿qué pacto puede haber entre Teresa de Jesús, encargada de celar la honra de Jesús, y los enemigos jurados de esta honra? ¿Cómo honrar a la Santa deshonrando al Santo de los Santos?»

La Santa, en su Centenario, tuvo un homenaje de piedad y de veneración con cultos en pueblos y ciudades. Don Enrique, por su parte, con las hijas de la Archicofradía Teresiana (más de 130.000 asociadas), ofreció a Santa Teresa un hermoso Altar de cedro en Montserrat. El día 21 de octubre, entre cantos y rezos, 4.000 personas subieron a Montserrat.

Valioso homenaje, y de gran labor investigadora, fue presentar, por orden alfabético, en la Revista (número de octubre) un inmenso repertorio de frases y epítetos con que la Santa ha sido honrada por los más diversos autores a través del tiempo. Al pie de cada frase aparecía la referencia bibliográfica del libro y autor a que pertenecía.

Otra vez a Ávila. Un ladrón sacrílego ha arrancado de la imagen de la Santa la mano derecha, ricamente enjoyada por la piedad y generosidad de sus devotos. Don Enrique promueve actos de reparación y de desagravio.

Y regala la nueva mano, obra de un magnífico joyero de Barcelona. Las Carmelitas descalzas de toda España costearán el dedo pulgar; los Carmelitas descalzos, el índice; la Archicofradía, el dedo corazón; la Compañía de Santa Teresa, el anular; las niñas del Rebañito, el meñique. El resto de la mano y los anillos serían sufragados por donantes voluntarios que quisieran asociarse a la reparación.

Estas fiestas, aunque exteriormente tuvieran, a veces, el esplendor apoteósico de gran espectáculo (bandas de música, flores, palomas al aire, cohetes, estandartes), fueron siempre poderosas y fecundas fuentes de espiritualidad, de fervor y de celo apostólico.

De noche y de día pensaba en la Santa con el ardor de un esclavo enamorado. Como llamaradas de amor a Santa Teresa nacen las asociaciones y la Compañía por él fundadas. Como llamaradas de amor a Santa Teresa nacen las vibrantes convocatorias a la conciencia cristiana. Como llamaradas de amor a Santa Teresa nacen meditaciones y oraciones, folletos y libros. Con frase afortunada se llegó a decir de él que vivía «enteresianado». En efecto, su vida se movió siempre bajo la advocación y espíritu de Santa Teresa. Este teresianismo fue un factor más que le hizo vivir en plenitud su sacerdocio.

Contemplación retrospectiva de don Enrique
a la luz del Concilio Vaticano II #

Los movimientos bíblico, litúrgico y patrístico, la nueva orientación de la eclesiología, las tendencias ecuménicas, los estudios sobre el episcopado, la profundización en el papel del Primado, la teología de la misión, la reflexión sobre el laicado, todos estos fenómenos y otros más se cruzan hasta alcanzar su momento cumbre en las Constituciones, Decretos y Declaraciones del Concilio Vaticano II.

En el capítulo sacerdotal se ponen claramente de manifiesto la inmutable naturaleza del sacerdocio, el lugar que el sacerdote ocupa en la Iglesia y en el mundo, y los aspectos pastorales, ascéticos y disciplinares del ejercicio del ministerio sacerdotal en nuestro tiempo.

Toda contemplación retrospectiva es peligrosa; se corre el riesgo de trasvasar injustificadamente al pasado juicios, valores del presente, aplicando a palabras y obras del pasado el sentido que revisten hoy para nosotros.

Pero es legítimo mirar al pasado desde el presente, ya que estamos examinando la vida de un Siervo de Dios desde la perspectiva sacerdotal, por tanto, desde una perspectiva de fe. Del sacerdocio Cristo es Divino Maestro y Modelo; su doctrina se transmite (Tradición) de generación en generación118. Esta Tradición –«quod ubique, quod semper, quod ab omnibus»—119 crece, con la ayuda del Espíritu Santo120, de modo homogéneo. En esa línea de enriquecimiento homogéneo el estudio sobre la vida y la actividad pastoral del sacerdote viene progresando a lo largo de los veinte siglos de historia de la Iglesia.

Aún más, mirar al pasado desde el presente es utilísimo, porque el ministerio sacerdotal, en su aspecto práctico, como quehacer salvífico de la Iglesia, exige la concreción histórica del propio marco socio-cultural. El sacerdocio, bajo este aspecto, tiene un sentido relativo, temporal y local; es historia. La contemplación retrospectiva de una figura sacerdotal a la luz de posteriores adquisiciones, garantizadas por el Magisterio de la Iglesia, permite advertir los valores permanentes del sacerdocio (su origen, su naturaleza, sus poderes, su finalidad, sus acciones fundamentales) y el carácter transitorio de sus expresiones históricas, especificas de cada época. Aquello es inmutable; esto, mudable, como la cambiante situación del hombre y de la sociedad.

Al contemplar a don Enrique (del siglo XIX) a la luz del Concilio Vaticano II (del siglo XX), no buscamos establecer un paralelismo entre la vida sacerdotal de don Enrique (realizada en circunstancias históricas concretas) y la posterior y mayor profundización de la doctrina sobre el sacerdocio; equivaldría a olvidar los progresos de la reflexión teológica.

En esta mirada retrospectiva de la vida y ministerio sacerdotales de don Enrique a la luz del Vaticano II, comprobaremos la plena identidad de líneas fundamentales que están en la base del sacerdocio. Contemplaremos también gozosamente poseídas (unas veces en forma embrionaria, otras de modo pleno) realidades más tarde declaradas y explícitamente formuladas por el Concilio. Descubriremos (en don Enrique asimiladas, en el Vaticano II enseñadas) las saludables energías sobrenaturales que dan fuerza al sacerdocio.

  1. Consagración y misión

Don Enrique, hijo de su tiempo, fue educado en la concepción sacerdotal que venía rigiendo desde Trento. El enfrentamiento de la Reforma y la Contrarreforma llevó consigo un énfasis unilateral en el sacerdocio de los ministros ordenados, en contraposición con la condición sacerdotal de todo el Pueblo de Dios. Así pues, don Enrique, no hablará de la Iglesia «Sacramento»121 ni de la participación del bautizado en la «función profética, sacerdotal y real»122 de Cristo; pero sí levantará las banderas de sus asociaciones y, con los Rebañitos, la Archicofradía, la Hermandad Josefina, etc., convocará a niñas y a niños, a chicas y chicos jóvenes, a mujeres y a hombres, para que tomen parte en la misión única de la Iglesia; y esto, en virtud del bautismo recibido. La adscripción a la asociación no es sino el propósito resuelto de hacer realidad la santidad-consagración o dedicación a Dios, que opera el bautismo. «No es cosa nueva la que nos proponemos –escribía don Enrique al presentar al señor Obispo el proyecto de la Asociación de Hijas de María Inmaculada–. Queremos… con los medios que indicamos, que sea una verdad en las doncellas lo que solemnemente prometieron a Dios y a su Iglesia al recibir el Santo Bautismo… Queremos que siendo ellas miembros vivos de la Iglesia, injertadas en Cristo, como el sarmiento en la vid, continua y eficazmente influya el buen Jesús, su virtud y gracia en los corazones de las doncellas cristianas; que vivan en Cristo, estén unidas a Él íntimamente en caridad, vivan su vida, en una palabra, le conozcan y le amen; le hagan conocer y amar… Quizá esta falange escogida será la que apresure el restablecimiento del reinado de Cristo Jesús». Consagración y misión; son los componentes ontológicos del ser cristiano.

En consecuencia, don Enrique (como más tarde el Concilio Vaticano II)123 urge, a todos los niveles de la vida cristiana, el ideal de santidad y de perfección, que, en modo alguno, considera exclusivo de religiosos y sacerdotes. «El objeto de mi asociación –escribía en una circular que había repartido profusamente– es el mismo que nos propone la Iglesia al admitimos en su gremio; renunciar a Satanás, a sus obras y pompas, para hacer lugar al Espíritu Santo: echar de las almas a Lucifer, para que viva y reine en ellas Cristo Jesús. No se trata de que entréis monjas, ni siquiera de cargaros con nuevas obligaciones o de imponeros duros sacrificios; no se trata sino de que seáis cristianas de veras, y de facilitaros los medios de serlo».

Consagración y misión. Don Enrique se siente consagrado y enviado, pero de un modo peculiar, como sacerdote, por la unción del Espíritu, en el sacramento del Orden, que le ha capacitado para obrar en nombre de Cristo Sacerdote en calidad de cooperador de su obispo.

  1. Funciones pastorales

Ajeno totalmente a las disputas, que habrían de venir más tarde124, sobre si poner el acento en el ministerio de la palabra o en el del culto y adoración a Dios, don Enrique vivió en perfecta armonía los varios aspectos del ministerio sacerdotal. Y no sólo entendía la evangelización en una perspectiva estrechamente relacionada con el culto, sino que, para él, el término natural del anuncio del Evangelio era la participación de la vida de Dios por los sacramentos, particularmente la Santa Misa. Recuérdense sus catequesis, recuérdense los reglamentos de sus asociaciones, recuérdense sus libros y artículos.

Las tres funciones (profética, sacerdotal y regia) se entremezclan y relacionan recíprocamente: la actividad de la función regia es proclamación de la doctrina de Cristo (profetismo) que la inspira; y tiene valor sobrenatural si es ofrenda espiritual (sacerdocio). Tal es la doctrina conciliar. Pues bien, ninguna de las obras que don Enrique emprendió para seglares dejó de tener como objetivo primero y principal el de nutrir vigorosamente la vida interior del alma de aquellos a quienes quería disponer para la actuación en el mundo. Primero aquello, después la propaganda por medio de la prensa, la actuación en la política, el sentido social, la responsabilidad profesional.

En la actividad sacerdotal de don Enrique descuella el ministerio de la palabra que ejerce de distintos modos: catequesis, predicación, publicaciones, asociaciones piadosas, la «Compañía de Santa Teresa» para educar en la fe. Fue gran preocupación suya la educación cristiana y, desde las páginas de su Revista, ofreció la respuesta de doctrina viva a los problemas de la enseñanza que, en su circunstancia histórica, se planteó con toda crudeza.

Mérito de don Enrique es también haberse distinguido siempre por su amor a la vida litúrgica en su mejor sentido. Tenía particular empeño en que las religiosas asimilaran el espíritu propio de cada época dentro de los diversos ciclos del año. Era muy exigente en la observancia del ceremonial y en el uso de los ornamentos y objetos sagrados. Probablemente los Colegios Teresianos han sido de los primeros en España en que se ha inculcado a las jóvenes el espíritu litúrgico, el uso del misal, participación en la Misa cantada los domingos, cultivo de la música gregoriana, etc. Todo ello es una consecuencia directa del trato íntimo que mantuvo don Enrique toda su vida con el Monasterio de Montserrat.

Como educador de la fe, atendió don Enrique a niños, jóvenes y adultos. Procuró, por sí mismo o por otros (los miembros de sus asociaciones y las Hijas de la Compañía), que cada persona fuera llevada «a cultivar su propia vocación de conformidad con el Evangelio, a una caridad sincera y activa y a la libertad con que Cristo nos libertó»125.

  1. Relaciones con los demás
  2. Con el Papa

Don Enrique durante su vida sacerdotal alcanzó dos Pontificados: el de Pío IX y el de León XIII. Conoció personalmente a ambos Papas. El día 20 de junio de 1870, don Enrique y don Manuel Domingo y Sol fueron recibidos por Pío IX en audiencia privada que les llenó de gozo y de espiritual consuelo. A principios del año 1888 don Enrique y las Madres Saturnina Jassá y Teresa Plá fueron recibidos por León XIII, que aceptó complacido los obsequios que le llevaban con ocasión del Jubileo Sacerdotal (50 años de sacerdocio) del Papa. No vamos a repetir el tiernísimo amor y la filial adhesión de don Enrique a la Santa Sede. Pero en esta mirada retrospectiva a la luz del Vaticano II, recordemos que vivió en Roma las jornadas emotivas del Vaticano I, el de la infalibilidad pontificia. Él y don Manuel Domingo y Sol «asistieron a algunas de las sesiones conciliares y a las funciones en que por aquellas fechas tomó parte Pío IX»126.

Don Enrique considera al Papa como «nuestro amadísimo Padre», «el Pastor de la Iglesia universal», «el Pontífice infalible», «Vicario de Cristo». Y considera como su misión fundamental ser el principio de unidad: «un solo rebaño y un solo Pastor», «haya un solo redil y un solo Pastor», repite don Enrique en la nota necrológica en que da rienda suelta a sus tristes sentimientos por la muerte de Pío IX.

  1. Con el Obispo

En la Constitución Dogmática «Pastor Aeternus»127 se hacen alusiones al episcopado, si bien no llegan a ser contrapeso suficiente del innegable relieve del Primado pontificio. Esto provoca malentendidos del mismo Primado: todo el vendaval de malas interpretaciones suscitadas en Alemania,128que critica duramente el centralismo romano. Este ambiente motiva una declaración conjunta del episcopado alemán, que Pío IX aprueba129.

Don Enrique vio con gozo la declaración solemne de la infalibilidad pontificia. Aludiendo a este acontecimiento inolvidable, escribía don Enrique en la Revista: «Yo he visto al Papa en sus grandes días; tal como debe aparecer a los ojos de los fieles, con todo su esplendor, rodeado de toda majestad, como conviene al Vicario de Jesucristo». La exaltación pontificia que don Enrique vivió y difundió nunca fue considerada por él como detrimento de la figura episcopal.

Devoción, obediencia y colaboración definen la actitud y conducta de don Enrique para con su obispo. Nada hizo sin contar con su obispo. Exonerado más tarde de la cátedra del Seminario y del servicio exclusivo a su diócesis de origen, no dio nunca un paso, en sus diversas actividades posteriores, sin contar con los obispos, a cuyo beneplácito sometía gustoso todos sus deseos y propósitos. Con razón dijo de don Enrique el Padre Arbona, S.J.: «En cuanto a la obediencia fue siempre el Siervo de Dios obediente a sus superiores jerárquicos y aun a sus directores espirituales, viendo en ellos la persona de Cristo, a quien obedecía, y cuya divina voluntad siempre y en todo anhelaba cumplir».

A su vez, don Enrique recibió de su obispo amor, consejo y aliento para todas sus empresas. «¡Con calma y sin precipitación, don Enrique! –le decía el Prelado cuando daba los primeros pasos la Compañía–. Esto puede ser una obra que dé mucha gloria a Dios».

  1. Con los sacerdotes

Don Enrique trató mucho con sacerdotes. La naturaleza de las obras de don Enrique (catequesis de Tortosa, seminario, revista, asociaciones, la Compañía) y su amplia difusión le obligaban a tratar con sacerdotes. Está expuesto en su capítulo correspondiente. Aquí lo miramos a la luz del Vaticano II.

Don Enrique, como es natural, no habla de colegialidad diocesana, pero sí manifiesta los elementos en que la colegialidad consiste, a saber, identidad de potestad, pluralidad de miembros y actuación corporativa bajo el propio obispo. Don Enrique se siente unido a los demás sacerdotes por los vínculos de la fraternidad y del ministerio. Rebosando alegría y fervor, don Enrique escribe sus impresiones sobre la peregrinación teresiana de 1877; al dirigirse a los sacerdotes peregrinos, dice: «¡Bien por vosotros, venerables sacerdotes y religiosos, hermanos míos queridísimos, que habéis ido a beber inspiración, fe viva, sabiduría celestial, magnanimidad, amor y celo por los intereses de Jesús en las fuentes de vida eterna que manan del corazón transverberado del Serafín del Carmelo!»

Desea el Concilio Vaticano II que los sacerdotes más ancianos ayuden a los más jóvenes130. Una de las ilusiones más vivas de don Enrique era tratar, siempre que podía, con los sacerdotes jóvenes, para orientarles por el camino del apostolado. He aquí el testimonio del reverendo don Juan Fondevila: «Don Enrique era un santo en la tierra, ¡Oh!, ¡qué cosas tan buenas nos decía a nosotros los sacerdotes jóvenes!»

Tampoco habla don Enrique del Consejo Presbiteral, es decir, de la «junta o senado de sacerdotes representantes del presbiterio, que con sus consejos pueda ayudar eficazmente al obispo en el gobierno de la diócesis»131. En tiempos de don Enrique seguía en el olvido la colegialidad diocesana, de cuya existencia en los primeros siglos tenemos explícitos testimonios en San Ignacio de Antioquía132; a su debilitamiento y olvido progresivo había contribuido de modo decisivo la obligada dispersión material del presbiterio, después de la paz constantiniana, para proclamar la Palabra y celebrar la Eucaristía y los Sacramentos en las comunidades alejadas de la sede episcopal. Doctrinalmente el presbiterio sigue siendo afirmado133, pero en el orden práctico continúa sólo en el grupo de sacerdotes que queda en la ciudad con el obispo, y adquiere, después de varias vicisitudes, modalidades muy peculiares, como el cabildo catedral134. Toca al Vaticano II recuperar el Consejo Presbiteral como órgano consultivo del obispo. Visto el asunto, no desde la existencia jurídica de instituciones presbiterales, sino desde la perspectiva de espíritu de cooperación con el obispo, de sugerencias apostólicas ofrecidas al obispo, de iniciativas presentadas al obispo, y todo ello impulsado por el amor a Cristo y a la Iglesia, podemos afirmar que don Enrique sentía y vivía la colegialidad diocesana. Con sus proposiciones de catequesis, semanario, revista, asociaciones, etc., proyectos favorablemente acogidos por su Obispo, don Enrique ayudó eficazmente a éste en el pastoreo de la diócesis. Sin creatividad, sin amor a Jesucristo y a la Iglesia, las instituciones presbiterales son inoperantes, tienen vida ficticia cuando no son fuente de aristas, divisiones y enfrentamientos paralizantes.

Pide el Concilio Vaticano II que se estimen grandemente y sean diligentemente promovidas «aquellas asociaciones que, con estatutos reconocidos por la competente autoridad eclesiástica, fomenten la santidad de los sacerdotes en el ejercicio del ministerio»135. Sin el carácter estricto de lo que llamamos hoy «asociación sacerdotal», don Enrique proyectaba la creación de «los Misioneros de Santa Teresa», que, «en la escasez cada día mayor de clero, deben ser uno de los mejores auxiliares de los prelados, multiplicándose por su celo y laboriosidad».

Don Manuel Domingo y Sol, en su testamento, señala, entre los créditos a su favor: «Enrique de Ossó quedó a deberme ciento cincuenta o doscientos duros. Están perdonados»136. Ciertamente es una ayuda a escala de amistad, pero apunta una mentalidad de cooperación fraterna, en el plano económico, entre presbíteros. Estamos seguros de que aquellas monedas habían rodado mucho cantando la gloria de Dios por los caminos de España con su sonido alegre y metálico.

  1. Con los fieles

Don Enrique se siente pastor de la Iglesia. No le mueve su propio interés sino el de Jesucristo. Su celo le anima a crear obras y obras para la salvación de las almas.

El Concilio pide a los sacerdotes que promuevan la dignidad de los seglares, reconociendo la parte propia que a ellos corresponde en la misión de la Iglesia137. Las asociaciones piadosas fundadas por don Enrique, asentándose sobre la base sólida de piedad, estudio y acción, son precursoras de la Acción Católica y de los Movimientos apostólicos modernos; proclaman el papel cristiano específico del niño, del joven, del adulto en la Iglesia; procuran la renovación de España mediante la fidelidad a Cristo en la propia vocación seglar. Su aprecio por el valor de la mujer, punto en que se adelanta a otros, busca que sean buenas madres y santas esposas. Las Hijas de la Compañía han de santificarse viviendo en plenitud, por Dios, su propio carisma: el de su entrega a la educación cristiana.

Formación doctrinal y solícita atención espiritual son las notas que definen la paternidad de don Enrique respecto a los fieles que fueron objeto de sus cuidados pastorales. Sólida instrucción y acendrada piedad son las ayudas sacerdotales que presta don Enrique a los niños de las catequesis de Tortosa, a los jóvenes de las asociaciones, a los hombres de la Hermandad, a las religiosas de la Compañía. Y cuando programa las obras de celo a que deben consagrarse con preferencia los Misioneros de Santa Teresa, señala una particular atención a «los tesoros celestiales escondidos en la vida y escritos admirables de Santa Teresa de Jesús por todos los medios posibles, Revista, libros, etc., y no cejar en tan santa empresa hasta que todos los fieles se alimenten con el pábulo de su celestial doctrina, como quiere nuestra Santa Madre la Iglesia». Don Enrique, el enamorado de Teresa de Jesús, procuraba impregnar todo de teresianismo. Al encomendar a sus Misioneros Teresianos (obra que quedó en proyecto) Ejercicios Espirituales, dirección espiritual, misiones, sermones, catequística, etc., tareas que aúnan formación doctrinal y atención espiritual, no podía olvidar la específica educación teresiana.

Los niños de las catequesis recibían instrucción y atención espiritual. A las enseñanzas se añadían celebraciones de fiestas (de San José, de la Inmaculada…), de comuniones, de súplicas por el Papa.

Los jóvenes de la Purísima Concepción se formaban cuidadosamente para catequistas y activos propagadores de ideas buenas. Oían pláticas y conferencias. Su piedad se alimentaba en el templo junto a una imagen de la Purísima.

Las jóvenes de la Archicofradía estaban obligadas a celebrar anualmente Ejercicios Espirituales, a participar una vez al mes en cultos especiales y actos de piedad en honor de Santa Teresa, a asistir a instrucciones y conferencias que oportunamente debían organizarse, y a practicar diariamente el cuarto de hora de oración.

Formación doctrinal y solícita atención espiritual ofrecía don Enrique a los fieles para que éstos pudiesen cumplir responsablemente su propia tarea en la Iglesia y en el mundo.

Mérito de don Enrique es también haber invitado oportunamente a los fieles a emprender obras. Ojo avizor a las necesidades, particularmente de la enseñanza, no dejaba pasar oportunidad de animar a los lectores de su revista hacia esta o aquella iniciativa con respuesta cristiana al problema planteado. Aún más, muchas veces se anticipaba a los acontecimientos y, con espíritu previsor, comentaba las funestas consecuencias que podrían sobrevenir. Es la necesidad de ir avanzando con la vida para iluminarla y conducirla.

Tomando como base unas palabras de Pío IX a los peregrinos españoles, don Enrique publicó una serie de artículos con el título común de «Organicémonos». Hace más de cien años, escribía don Enrique: «El Estado ha querido prescindir del cuidado y vigilancia especial en el ramo de la religión rompiendo la unidad católica, y hemos quedado los españoles casi huérfanos en esta parte, obligados a cuidarnos por nosotros mismos y a atender a mil cosas que hasta ahora desatendíamos, fiados en el buen celo de la nación». En estas palabras, clave para entender la obra y afanes posteriores de don Enrique, en ese «obligados a cuidarnos por nosotros mismos», hay una genial e inspirada anticipación del catolicismo militante que caracteriza a nuestra época; es la conciencia del papel del seglar en la misión salvífica de la Iglesia, es el compromiso temporal, es la participación de la función regia de Cristo: el mensaje de Cristo, por la actuación de los seglares, debe llegar hasta el corazón mismo del trabajo humano para someter al reino de Cristo todas las realidades humanas temporales138.

Según don Enrique, en el cumplimiento de esta misión del seglar en la Iglesia debe evitarse cuidadosamente aun la apariencia de mezclar su misión sagrada con los intereses de cualquier ideología o facción meramente humana. A propósito de la Unión Católica, primer intento serio de organización católica de tipo nacional, recién constituida entonces bajo la presidencia del Cardenal Primado, Excmo. Sr. D. Juan Ignacio Moreno, escribía don Enrique: «Si fomentará los intereses de Jesús o no esta Unión, tal como algunos querrían llevarla a cabo, no es de nuestra incumbencia el juzgarlo. Sólo advertiremos a nuestros lectores que el demonio de la confusión anda suelto, que se transfigura en ángel de luz con mucha frecuencia; y que el mejor medio para hacerle dar señal es la oración. Oremos y esperemos». Don Enrique no veía con buenos ojos el carácter que algunos habían querido dar a la Unión, excesivamente inclinado hacia una determinada vertiente política. La unión que don Enrique apetecía había de descansar sobre la base de una concordia espiritual absoluta y ajena a todo partidismo. Comentando la Encíclica «Cum Multa», de León XIII, escribió don Enrique, a todo lo largo de 1883, numerosos artículos, insistiendo en la necesidad de poner como fundamentos serios de la unión la oración y la vida espiritual de los católicos seglares para que siempre estuvieran al servicio auténtico de la Iglesia.

No conoció don Enrique los aires ecuménicos del Vaticano II139. Vivió otras coordenadas históricas. Criticó duramente el rabioso proselitismo en España de las sectas protestantes y comentó con fuerte indignación la consagración del primer obispo protestante español, en la persona del apóstata P. Cabrera.

  1. Solicitud universal

«El don espiritual que recibieron los presbíteros en la ordenación no los dispone para una cierta misión limitada, sino para una misión amplísima y universal de salvación “hasta los extremos de la tierra”» (Hch 1, 8)140. La razón es que «todo ministerio sacerdotal participa la amplitud misma universal de la misión conferida por Cristo a los Apóstoles». En consecuencia, el Vaticano II pide a los presbíteros que tengan solicitud por todas las Iglesias y que se revisen las normas de la incardinación.

Es la culminación de un proceso que sigue la línea de continuidad doctrinal y sin roturas con la genuina Tradición.

Don Enrique vivió la solicitud universal en el plano diocesano, en el plano nacional, en el plano universal.

Quien ha recibido la llamada de Cristo al sacerdocio ministerial no puede limitar o restringir la misión recibida. Así pensaba don Enrique. De ahí su plena disponibilidad para, como sacerdote tortosino, asumir la ejecución de cualquier ministerio concreto que le encomendara su Obispo. La primera comunidad, germen de la futura «Compañía», está instalada en Tarragona, calle de San Pablo 16, entregada con ilusión a la tarea de perfeccionar su vida interior y adquirir una capacitación sólida y completa. Don Enrique iba y venía desde Tortosa a Tarragona todos los sábados; durante la semana la cátedra del Seminario le retenía. Esperaba tranquilamente a que su Obispo le exonerara de la cátedra para atender esas más altas empresas.

Al comenzar el curso 1878-79 su Obispo le liberó de la docencia en el Seminario. «He recibido carta de mi señor Obispo –escribía por aquel entonces don Enrique a Teresa Plá– descargándome de la cátedra y animándome con palabras dignas de un apóstol San Pablo a seguir mi vocación trabajando y consagrándome de lleno a orar, predicar, dirigir la Revista, dar Ejercicios Espirituales a las de la Archicofradía y a las Hermanas de las casas de nuestro Instituto; conque puedo a todas horas consagrarme a promover el bien de mi amada Compañía». No se cerró don Enrique en un particularismo erróneo. Siempre adherido a su Obispo, vivió don Enrique la universalidad de la Iglesia, como hemos indicado en el lugar correspondiente.

  1. Atención a las vocaciones sacerdotales

Como signo inequívoco del amor de don Enrique a su misión, encontramos en él el afán de promover vocaciones al sacerdocio. Este cuidado de las vocaciones se sitúa en la perspectiva de «solicitud por las Iglesias»141.

Don Enrique apoyó calurosamente los planes de su amigo don Manuel Domingo y Sol. Dedicó varios artículos en la Revista a examinar el problema de las vocaciones eclesiásticas. Al apuntar los remedios insistía don Enrique en la necesidad de familias profundamente cristianas, de cuyo seno podrían brotar tales vocaciones.

La formación del clero en los seminarios diocesanos era otra gran preocupación suya. A los Misioneros Teresianos encomendaba la gran obra de la dirección espiritual de los seminarios eclesiásticos.

  1. Santidad en el ministerio; unidad de vida

«No puede separarse la fidelidad para con Cristo de la fidelidad para con la Iglesia»142. Unidad de vida. Acción y contemplación.

Gloria a Dios y servicio de los hombres son las dos vertientes de la función sacerdotal. «Al servicio de Cristo Maestro, Sacerdote y Rey, cuyo ministerio participan»143, y a la vez «en servicio de los hombres»144; «ministros de Cristo»145 y «ministros de la Iglesia»146 en cuanto representantes de Cristo Cabeza, han de buscar la integración en la unidad por la caridad pastoral147.

Don Enrique hermanó intensa vida espiritual y continua inmolación en tareas apostólicas. Entregado de por vida a una actividad exterior alucinante, salva la nota más acusada de su carácter contemplativo encaminando la acción a lograr en los demás el mismo propósito de vida interior que a él le consumía. En él se dio la fusión de ambos aspectos. Por eso su apostolado tuvo siempre el rango y la alta calidad de lo exquisitamente espiritual.

La acción vino en él como fruto de la contemplación. Don Enrique es un místico empujado a la acción por el Espíritu. Aún más, busca la renovación de la Iglesia no en la reforma de estructuras externas, sino en la santificación de las almas. Don Enrique aspiró siempre a logar vidas extraordinariamente santas. Y profesó que la eficacia de su misión exigía la lección del buen ejemplo. Máxima suya es: «La más eficaz de las lecciones y la más inteligible por todos es el buen ejemplo». «La santidad misma de los presbíteros contribuye en gran manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio; pues si es cierto que la gracia de Dios puede llevar a cabo la obra de salvación aun por medio de ministros indignos, sin embargo, de ley ordinaria, Dios prefiere mostrar sus maravillas por obra de quienes, más dóciles al impulso e inspiración del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y la santidad de su vida, pueden decir con el Apóstol: “Pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí”» (Gal 2, 20)148.

Oración y contemplación. O «contemplata aliis tradere», según el clásico principio formulado por Santo Tomás149, y citado por el Vaticano II150.

  1. Humildad, obediencia, castidad, pobreza

Humildad, obediencia, castidad y pobreza son las virtudes que el Concilio Vaticano II presenta151 como «peculiares exigencias espirituales en la vida del presbítero», es decir, componentes propios de la espiritualidad específicamente presbiteral.

Estas virtudes, necesarias al sacerdote, no son encuadradas dentro de los llamados «tres consejos evangélicos», para evitar una falsa identificación de la vida sacerdotal con la vida religiosa.

Humildad, obediencia, castidad (celibato), pobreza son «virtudes máximamente requeridas por su ministerio».

«Teniendo presente que es el Señor quien abre los corazones… consciente de su propia debilidad, el verdadero ministro de Cristo trabaja en la humildad…»152.

Obediencia: «el ministerio sacerdotal, por el hecho de ser ministerio de la Iglesia misma, sólo puede cumplirse en comunión jerárquica con todo el Cuerpo. Así, la caridad pastoral apremia a los presbíteros a que, obrando en esta comunión, consagren por la obediencia su propia voluntad al servicio de Dios y de sus hermanos». Obediencia total y delicada, pero también inteligente, operativa, responsable, «buscando nuevos caminos para el bien de la Iglesia, proponiendo con confianza sus iniciativas, y exponiendo insistentemente las necesidades de la grey que se les ha confiado, dispuestos siempre a someterse al juicio de quienes ejercen en el régimen de la Iglesia la autoridad principal»153.

«La perfecta y perpetua continencia por el Reino de los cielos… es al mismo tiempo signo y estímulo de la caridad pastoral y fuente de fecundidad espiritual en el mundo»154. La perfecta continencia hace al corazón libre, «corazón indiviso», enteramente disponible para la función confiada.

Pobreza voluntaria «para conformarse más manifiestamente a Cristo y hacerse más ágiles para el ministerio sagrado. Porque Cristo, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que fuéramos ricos por su pobreza»155.

En la contemplación retrospectiva de don Enrique a la luz del Vaticano II, nos encontramos con la humildad, la obediencia, la castidad, la pobreza. Don Enrique es humilde, es obediente, es casto, es pobre. ¿Como exigencia de santidad personal propiamente dicha o como exigencia de su caridad pastoral? ¿Es nuevo el planteamiento conciliar de la caridad pastoral? Es nuevo el planteamiento conciliar de la espiritualidad sacerdotal como exigencia del ministerio mismo; pero no es nueva la doctrina sobre la caridad pastoral en imitación y configuración y seguimiento de Cristo, Buen Pastor. El mismo Concilio Vaticano II cita, a este propósito, a Santo Tomás y a Orígenes156, y a San Agustín157. Además, en los santos, la vivencia de los misterios precede a la reflexión y formulación de los mismos. Dada la total identificación de don Enrique con su sacerdocio, nos parece que vive conscientemente esas virtudes como exigencia de su caridad pastoral.

En varias ocasiones hemos hablado ya de su humildad y obediencia, Omitimos, en razón de brevedad, los datos que habíamos preparado para este momento. Pasemos, pues, a su castidad y pobreza.

«Fue casto –dice el P. Carceller, S.J.– con una castidad que parecía espontánea y que nacía del corazón… Parecía superior y exento de estas miserias humanas». Jamás una libertad o franqueza menos delicada en el gesto o la expresión; jamás una señal de afecto en que no brillase, cegadora y dominante, la espiritualidad más pura. Habiendo pasado don Enrique toda su vida en un trato continuo con mujeres, niñas, adolescentes, jóvenes, mayores, de tal manera se comportó siempre que nadie se atrevió a decir de él la más mínima palabra ofensiva a su virtud. Tal era su recato, su compostura angelical, su mirada limpia.

Sobre la pobreza escribió en las Constituciones: «La pobreza evangélica, amadas hijas en el Señor, es como la esposa de Jesucristo, tesoro del cielo y muro que defiende a las casas religiosas del espíritu del siglo y de la relajación de las Reglas; es custodio de la virtud de la mortificación, humildad, desprendimiento y en especial el recogimiento interior; las alas que levantan rápidamente las almas al cielo. ¡Feliz pobreza, que nada posees y nada temes; siempre jovial, siempre abundante, haces refluir en provecho propio las molestias mismas que experimentas! Amad, pues la santa pobreza». Y él la vivió. Jamás se le conocieron dos pares de zapatos. Su habitación era pobrísima. Sus ropas, gastadas al máximo; a veces cambió nuevas por viejas. Su desprendimiento y generosidad fueron totales. Con su dinero costeó sus publicaciones y ayudó a levantar sus obras.

Rendía cuenta de las retribuciones que percibía, a la Procuradora de la Casa Madre de San Gervasio. Y se quedaba sin un céntimo. Para los viajes, incluso para el tranvía, tenía que pedirlo. De todo y de todos desprendido, vivió únicamente para Dios: «Pido al Señor –había dicho un mes antes de morir– no tener nada a la hora de mi muerte, sólo muerte de amor divino». Y así fue. Murió solo, en aquella noche fría de enero; abandonado, porque cuando llegaron a asistirle, ya era casi cadáver; y tan pobre, tan pobre, que el ataúd se lo pagó de limosna el párroco de Gilet y el sepulcro se lo prestaron los franciscanos.

8. Recursos para la vida de los presbíteros #

  1. Medios espirituales

El Decreto «Presbyterorum Ordinis», entre los medios espirituales para fomentar la unión con Cristo en todas las circunstancias de la vida, señala, aparte el ejercicio consciente del ministerio, la doble mesa de la Sagrada Escritura y de la Eucaristía; la fructuosa recepción de los sacramentos, especialmente de la Penitencia; el diario examen de conciencia; reverencia, amor, filial devoción y culto a la Virgen María; cotidiano coloquio con Cristo Señor en la visita y culto personal de la Santísima Eucaristía; el retiro espiritual; la dirección espiritual; la alabada oración mental y las varias formas de preces (oración vocal).

Gracias a estas fuentes de energía don Enrique vivió espléndidamente su sacerdocio. Oración continua fue su vida. Escribió centenares de meditaciones y oraciones. Fue su idea continua que se ore en el mundo, que se ore en España, que se ore en las familias, que hagan oración las niñas, las jóvenes, los hombres. Oración personal y solitaria. El cuarto de hora de oración. Oración común. Oración mental y oración vocal. De éstas, su favorita, la que más le deleitaba era el Padrenuestro. Entre las jaculatorias sus preferidas: «¡Viva Jesús!»; «¡Oh Jesús mío y todas las cosas!»

La gran oración de don Enrique fue el Santo Sacrificio de la Misa, que preparaba con recogimiento. Después de celebrar seguía todavía de rodillas por espacio de media hora, ensimismado y absorto en la acción de gracias.

Amaba la soledad. Firmó muchos artículos con el pseudónimo de «El Solitario». Se retiraba frecuentemente a Montserrat o al Desierto de las Palmas.

Se confesaba con frecuencia. Él mismo refiere que, jovencito aún, aprendiz de comerciante en Reus, lo hacía en la Capilla de los Dolores. Seminarista ya, cuando la prescripción reglamentaria señalaba la comunión una vez al mes y la confesión cada quincena, Enrique recibía todos los domingos los sacramentos de Penitencia y Eucaristía.

Procuró siempre tener director espiritual fijo, a cuyo juicio sometía todo. Con el plan de fundación de la Compañía, don Enrique enviaba a su director espiritual, don Jacinto Peñarroya, esta carta: «Mi estimado don Jacinto: Examine este informe-proyecto. Medítelo y vea si Dios quiere que se pase adelante en ocasión oportuna, o que se tenga en cuenta. ¿Le parece que lo vea el Prelado o desecharlo? Quedará, cualquiera que sea la resolución, tranquilo su afectísimo que espera sus órdenes, Enrique». ¡Soberana sencillez de un alma grande y generosa!

Del diario examen de conciencia nos ha dejado un folleto con instrucciones muy detalladas: Práctica del examen particular y general.

Adolescente, no dejaba su visita diaria al Santísimo. Y así siempre. Fundada la Compañía, teniendo el Sagrario en casa, hacía repetidas visitas al Señor Sacramentado, de modo que aparecía don Enrique en una actitud habitual de recogimiento y devoción.

Varias veces hemos hablado ya de su tiernísima devoción a María, que difundió constantemente, desde sus primeros apostolados. ¡Qué emotivas eran aquellas escenas de los pequeñines, que aún no comulgaban, cantando letrillas, haciendo súplicas y desfilando ante la imagen de María estampando un beso y ofreciéndole una flor! Sobre la Virgen escribió don Enrique libros, novenas, meditaciones, artículos innumerables. Sus advocaciones mañanas preferidas fueron «del Carmen», «del Rosario», «de los Dolores». Y el misterio mariano preferido «el de la Inmaculada Concepción».

Como el balón grande es inabarcable para la mano del niño, así Dios para la inteligencia humana. Por ello, cada uno tiene sus predilecciones a la hora de ponerse en contacto personal con Dios. La devoción a la Santísima Trinidad, al Espíritu Santo, a la Eucaristía, al Sagrado Corazón de Jesús, al Dulce Nombre de Jesús alimentaron la piedad de don Enrique.

Fueron poderosos resortes de la espiritualidad de don Enrique su devoción al Arcángel Miguel y Santos Ángeles Custodios, a San Francisco de Sales, a San José y, sobre todo, a Santa Teresa de Jesús.

  1. Medios culturales

Como ayudas culturales para la vida de los presbíteros propone el Concilio Vaticano II158 la lección y meditación de la Sagrada Escritura, el estudio de los Padres y Doctores y de los otros monumentos de la Tradición, el conocimiento de los documentos del Magisterio, señaladamente de los Concilios y Romanos Pontífices, la consulta a los mejores y aprobados escritores de la ciencia teológica. Invita el Concilio a los presbíteros a que se mantengan al día en todo lo referente al progreso de la teología y de la cultura profana. Desea que los obispos procuren a sus sacerdotes bibliotecas, cursos, congresos y otros auxilios; y que, además, tengan cuidado de preparar profesores y especialistas para los centros eclesiásticos.

Don Enrique no vivió, a nivel diocesano, esta riqueza de medios culturales. Pero sí procuró «estar maduro en la ciencia» y que su doctrina fuera «espiritual medicina para el pueblo de Dios»159. Así pues, no abandonó nunca el estudio. Sus escritos manifiestan que conservaba fresca y lozana la teología. Y, como todo lo empapó de teresianismo, procuró y logró ser, en su tiempo, el más extraordinario conocedor de los escritos de la Santa y de cuanto con ellos se relacionaba. Este conocimiento de la temática teresiana se pone de relieve particularmente con motivo del gran Certamen Literario, que, con carácter mundial se celebró el año del centenario de la Santa; igualmente en los artículos sobre Libros raros que tratan de Santa Teresa de Jesús. En ellos demuestra su extraordinaria y esmeradísima cultura y habla de la biblioteca teresiana que está formando con el empeño de que sea lo más completa posible.

Cultura sagrada y cultura profana son declaradas necesarias en el Vaticano II.

El sacerdote debe conocer el misterio que ha de proclamar. «La ciencia del ministro sagrado debe ser sagrada, porque sagrada es la fuente de donde nace, y sagrado el fin al que tiende».

El sacerdote debe conocer la cultura profana para estar preparado «a entablar diálogo con sus contemporáneos»160.

Don Enrique cultivó la ciencia sagrada; de ella alimentó sus catequesis, sus predicaciones, sus publicaciones, sus fundaciones para educar en la fe. Y al catequista genial, al insigne pedagogo, al pionero de la penetración en el mundo de la cultura, al que consideró el campo de la cultura tarea fundamental de su caridad pastoral ¿no le vamos a considerar amante de la cultura?

Para nosotros don Enrique es modelo no sólo en el conocimiento del misterio salvador de Dios en Cristo, sino también del conocimiento de los hombres y ambientes a que se destina. Don Enrique, con el ejemplo de su vida, proclama, que la sola experiencia, la práctica pastoral, no es suficiente para afrontar sacerdotalmente los complejos problemas que se presentan en la vida de la Iglesia y en el ministerio apostólico.

Ante la beatificación de don Enrique #

  1. Gozo ante la Beatificación

Don Enrique, «beato». Página a página, desde diversas atalayas, hemos estudiado esta insigne figura sacerdotal, informada de caridad pastoral sin límites, hasta el olvido de sí mismo; hecha de sacrificio silencioso y ofrenda generosa; toda suavidad y bondad; toda firmeza y constancia; de delicada obediencia y de inteligente creatividad; de continencia perfecta y de fecunda paternidad; de paciencia suma, que sufre en silencio hasta la inmolación; y de pobreza humilde, testimonio de esperanza.

Su vida y ministerio sacerdotal han suscitado nuestra admiración; de la admiración hemos pasado insensiblemente al amor. Y, lógicamente, ante su beatificación, estallamos de gozo. Gozo por la Iglesia que, en esta exaltación de uno de sus hijos, manifiesta, una vez más, su perenne vitalidad. Gozo por la patria que es honrada con el merecido homenaje a las virtudes de uno de sus hijos del denostado siglo pasado. Gozo por la gran familia sacerdotal que, con la glorificación de uno de sus preclaros miembros, recibe la promesa cierta de futura fecundidad pastoral mediante el estudio, imitación, culto y poderosa intercesión del nuevo «beato».

Hoy existe y lleva trazas de aumentar cada día más una caudalosa literatura ascético-sacerdotal muy útil, que seguramente pasará a la historia como una de las manifestaciones más típicas del vigoroso resurgimiento de la espiritualidad del clero de nuestra época. Abunda la palabra sobre el sacerdocio. Nos alegramos de ello. La palabra es necesaria. La palabra analiza, la palabra hace inteligible, la palabra enseña. Pero junto a la palabra necesitamos la imagen. Junto al teorizante del sacerdocio, junto al exegeta de sus valores, junto al doctrinalista y escudriñador de lo que una vida sacerdotal encierra dentro de sí misma y por sí misma, necesitamos la imagen del sacerdote santo. Don Enrique, sacerdote, despojado de sus circunstancias históricas concretas y siempre dentro de los límites profundos de la figura sacerdotal de Cristo Sacerdote, nos enseña a los sacerdotes a ser sacerdotes. Este es nuestro gozo ante su beatificación.

  1. Sacerdotes españoles canonizados en los tres últimos siglos

«Tierra de Santos», llamó Pablo VI a España161. En el decurso de los tres últimos siglos fueron elevados al honor de los altares 16 sacerdotes españoles. Su alabanza se difunde en la Iglesia de Dios. «Ellos nos estimulan con su ejemplo en el camino de la vida y nos ayudan con su intercesión»162.

Tres fueron obispos; pertenecen a la cadena nunca rota de la legítima sucesión apostólica: Santo Toribio Alfonso de Mogrovejo (1538-1606), arzobispo de Lima (Perú), el más ilustre de los obispos de América, canonizado por Benedicto XIII en 1726. San Juan de Ribera (1532-1611), obispo de Badajoz y más tarde patriarca de Antioquía y arzobispo de Valencia, amigo de San Juan de Ávila, y muy querido del Papa San Pío V, que le llamaba «lumbrera de toda España»; fue canonizado por Juan XXIII en 1960. Y San Antonio María Claret (1807-1870), arzobispo de Cuba, fundador en 1849, de la Congregación de Misioneros Hijos del Corazón de María, confesor de Isabel II, apóstol de palabra encendida; nuestro don Enrique habló de él con gran entusiasmo; fue canonizado por Pío XII en 1950.

Cuatro sacerdotes pertenecen a la Orden franciscana: San Pedro Regalado (1390-1456), patrono de Valladolid, «restaurador de la disciplina regular de los conventos de España», canonizado en 1740 por Benedicto XIV. También religiosos de San Francisco fueron San Pedro Bautista y San Francisco Blanco, misioneros que vertieron su sangre por la fe en Nagasaki (Japón) en jornada memorable; los 26 mártires fueron canonizados por Pío IX el 8 de junio de 1862. Y San Francisco Solano (1549-1610), del convento franciscano de Montilla; fervorosísimo predicador, evangelizó Perú, Panamá, Chile y la zona del río de La Plata; gran figura en la historia de la civilización americana, fue canonizado por Benedicto XIII el 27 de diciembre de 1726.

Dos sacerdotes son hijos de la Compañía de Jesús: San Pedro Claver (1580-1651), amigo entrañable del también jesuita San Alonso Rodríguez, hermano; misionero de los negros, esclavo de los esclavos fue canonizado por León XIII el 15 de enero de 1888. Y San José Pignatelli (1737-1811), uno de los 600 miembros de la Compañía deportados de España por un decreto de Carlos III; el modelo de caridad y humildad, el inexhausto limosnero, fue canonizado por Pío XII en 1954.

Dos sacerdotes pertenecen a la Orden de la Santísima Trinidad: San Juan Bautista de la Concepción (1561-1613), primo y paisano de San Juan de Ávila, es una de las primeras figuras de la Orden, dejó maravillosos escritos místicos, entre los que descuella «La llaga del amor»; fue canonizado por Pablo VI en 1975, junto con Santa Vicenta María. Y San Miguel de los Santos (1591-1625), sacerdote trinitario, «insigne por la inocencia de vida, admirable penitencia y amor de Dios»; fue canonizado por Pío IX en 1862.

Canónigo regular de la Santa Iglesia Catedral de Zaragoza fue San Pedro de Arbués (1442-1485), ejemplo de clérigos, Inquisidor General del Reino de Aragón, murió apuñalado, por la fe, cuando oraba en la Seo de Zaragoza; fue canonizado por Pío IX en 1867.

Carmelita descalzo fue San Juan de la Cruz (1542-1591), Doctor de la Iglesia, el místico extraordinario de la «Subida», de la «Noche», del «Cántico espiritual» y de la «Llama de amor viva»; fue canonizado por Benedicto XIII el año 1726.

El fundador de las Escuelas Pías de la Madre de Dios, San José de Calasanz (1557-1648), el gran bienhechor de los niños pobres, fue canonizado por Clemente XIII el 16 de julio de 1767.

Y, finalmente, dos sacerdotes del clero secular: San José Oriol (1650-1702), hijo de la laboriosa Barcelona, gran catequista y director de almas, muy asiduo al confesonario, fue canonizado por San Pío X en 1909. Y el «apóstol de Andalucía», San Juan de Ávila (1500-1569), Patrono del clero diocesano español, «maestro de vida espiritual benévolo y subió, renovador ejemplar de la vida eclesiástica y de las costumbres cristianas»163, fue canonizado el 31 de mayo de 1970 por Pablo VI.

  1. Sacerdotes españoles beatificados en los últimos tres siglos

A lo largo de los tres últimos siglos han sido beatificados medio centenar de sacerdotes españoles: todos religiosos, ocho de ellos obispos.

Benedicto XIII, en 1728, declaró beato al franciscano Juan de Prado, misionero mártir en Marruecos

Clemente XII, en 1731, beatificó a los franciscanos Juan de Cetina (1397) y Pedro de Dueñas (1397), mártires en la Granada musulmana.

Clemente XIII, en 1766, declaró beato al trinitario Simón de Rojas (1552-1634), autor del precioso «Tratado de la oración y sus grandezas».

Pío VI, en 1786, beatificó al franciscano Nicolás de Valencia (1520-1583), fervoroso predicador y austero penitente.

Pío VII, en 1818, declaró beato al dominico Francisco de Posadas (1644-1713), excelente escritor ascético y orador de gran elocuencia.

Pío IX, en 1847, beatificó al terciario franciscano Raimundo Lulio (1232-1315), «Doctor Iluminado», mártir en África. El mismo Papa, en 1867, declaró beatos a quince misioneros mártires: los agustinos Francisco de Jesús (1592-1632), Vicente de San Antonio (1632), Bartolomé Gutiérrez, Fernando Ayala de San José (1575-1617) y Pedro de Zúñiga (1622); los dominicos Alfonso Mena (1568-1622), Juan Martínez (1576-1619), Alonso Navarrete (1571-1617), Francisco Morales (1567-1622), Francisco Orfanell (1622), Pedro Vázquez (1581-1624), Tomás de Zumárraga (1577-1622), Luis Beltrán (1593-1627), Domingo Castellet (1592- 1628) y José de San Jacinto (1622). Todos ellos, después de incansable labor apostólica, fecundaron con su sangre la tierra de Japón.

León XIII beatificó, en 1882, al agustino Alonso de Orozco (1500-1591), el místico escritor de «Vergel de oración y monte de contemplación»; en 1893, a los dominicos, mártires en China, el obispo Pedro Mártir Sanz (1680-1747), Francisco Serrano (1848), Juan Alcover (1694-1746), Joaquín Royo (1691-1748), Francisco Díaz (1713-1748) y José Fernández (1725-1838); en 1894, al franciscano Diego José de Cádiz (1743-1801), que recorrió toda España con sus misiones populares; y en 1900, a otros dos dominicos, mártires también en China, los obispos Ignacio Delgado (1761- 1838) y Domingo Henares (1568-1622).

San Pío X, en 1906, declaró beatos a cinco misioneros dominicos, mártires en Tonkín, los obispos Valentín Berriochoa (1858) y Jerónimo Hermosilla (1800-1861), y a Pedro Almató (1830-1861), Francisco F. de Capillas (1607-1648) y Mateo A. de Liciniana (1702-1745).

Benedicto XV, en 1915, beatificó al dominico Melchor G. Sampedro (1821-1858), obispo de Tonkín, que, por la fe, padeció horroroso martirio.

Pío XI, en 1926, declaró beatos a cinco sacerdotes franciscanos españoles martirizados en Damasco el 1860. He aquí sus nombres gloriosos: el Guardián Manuel Ruiz, Carmelo Bolta, Nicanor Ascanio, Nicolás Alberca, Pedro N. Soler.

Pío XII, en 1951, beatificó al dominico José María Díaz Sanjurjo (1818-1857), obispo y mártir en el Tonkín central.

Pablo VI, el 1 de noviembre de 1975, declaró beato al agustino Ezequiel Moreno, obispo de Pasto (Colombia), «siempre infatigable en el anuncio de la Palabra de Dios, en el ministerio del sacramento de la Penitencia, en el cuidado de los enfermos durante el día y por la noche, en la firme defensa de su grey contra los errores del tiempo, pero mostrando un gran amor y delicadeza para con las personas equivocadas»164.

  1. Don Enrique, hoy único «beato» del clero secular español

Excepto cinco, los sacerdotes españoles proclamados beatos en los tres últimos siglos son mártires que nos conmueven con su oblación generosa a Dios por los hermanos. No temieron entregar su vida por las ovejas. Pertenecen en su mayoría al mundo misional, y todos son religiosos.

Don Enrique será hoy el único beato español del clero secular. Esta circunstancia redobla nuestro entusiasmo y multiplica nuestras esperanzas.

Nuestro júbilo ante la beatificación de un sacerdote diocesano es alentado por la fundada confianza de que su figura sacerdotal diocesana, coronada con la aureola de la santidad, despertará, mantendrá, hará crecer las energías vitales de los consagrados al ministerio sacerdotal en las diócesis.

  1. Qué podemos esperar para nuestras vidas sacerdotales

Los hombres que han recibido de Dios una misión destinada a perpetuarse en la tierra, no mueren nunca. Su paso por el mundo no es más que una jornada en el camino. Don Enrique, al ser declarado beato, vuelve a nosotros, se presenta ante nosotros como modelo que imitar, e intercesor a quien rogar.

Los catequistas, los predicadores, los publicistas, los educadores, los que atienden a religiosas, los que cuidan asociaciones piadosas, en suma, los sacerdotes que cultivan los campos apostólicos que don Enrique cultivó, encuentran en él un ejemplar acabado de perfección. Los atormentados de confusión doctrinal ven la armonía y serenidad del hijo obediente a la Iglesia. Los acomplejados por el cambio acelerado de nuestra época contemplan al sacerdote equilibrado que hermana fijeza y apertura. Los desilusionados y rutinarios miran en continua creatividad al entusiasta emprendedor. Los tentados de temporalismo admiran al hombre de Dios, ajeno a todo partidismo. Los entristecidos por falta de vocaciones sacerdotales encuentran en él al caluroso promotor de las mismas. Los preocupados por la deformación teológica conocen al enamorado de Santa Teresa, cuya sana doctrina difunde por doquier. Los viciados de alocado activismo advierten al entregado a la oración y vida interior, consideradas como la única fuerza que alimenta el ministerio sacerdotal. Los espiritualistas ásperamente desencarnados comprueban al confiado en la Divina Providencia que procura la base material y humana, indispensable para la buena marcha de las obras. Los refugiados en el pequeño grupo observan al ardiente organizador de las grandes masas, que busca la reconfortante presencia del pueblo, aspirando a que haya muchas ovejas en el rebaño, esencial aspiración de la acción misionera. Los que se complacen en grandes concentraciones humanas, en multitudinarias peregrinaciones, en nutridas procesiones admiran al solícito cuidador de las almas, una a una.

Don Enrique es también modelo para aquellos sacerdotes que cultivan campos apostólicos diferentes a los que él cultivó. Su ejemplar figura sacerdotal es propuesta por la Iglesia como modelo, no precisamente por el tipo de vida que llevó y, mucho menos, por el ambiente socio-cultural en que se desarrolló, sino porque, en sus circunstancias históricas concretas, estuvo animada por los valores sacerdotales permanentes. La lección que don Enrique nos da sirvió ayer, sirve hoy y podrá servir mañana.

¿Cuál es esa lección sacerdotal válida universalmente? Conciencia clara de que el sacerdocio es la luz del mundo, trabajo infatigable al servicio de los hombres, vida de unión con Dios sin la cual toda fuerza se desvanece y muere, santidad y perspicacia apostólica. Estos fueron los fundamentos de su acción pastoral. Con ellos pueden levantarse espléndidos edificios en todo tiempo y lugar. La consigna sigue siendo la misma: Amor a la Iglesia.

¡Que la beatificación de don Enrique despierte nuevos estímulos de santidad y de trabajo serio en los sacerdotes de nuestro tiempo!

1 Véase M. González Martín, Enrique de Ossó. La fuerza del sacerdocio, BAC 440, Madrid 1983, XLII, 488 págs.

2 Cf. Mt 3, 16; Lc 4, 18; Hch 4, 27; 10, 38.

3 LG 10a.

4 SC 7a; Pablo vi, Mysterium fidei: AAS 57 (1965) 762-763.

5 Mt 10, 1-42; Mc 3, 13-19; Lc 6, 10-16; Hch 1, 13.

6 Los Apóstoles fueron instituidos por Cristo a modo de colegio. Base bíblica de esta afirmación es no este o aquel texto; es todo un conjunto de textos. Unos hablan de los Doce en plural, siempre como grupo estable, a los que se encarga una misión respecto a la Iglesia Mt 10, 1-42; 18,18; 28, 16-20; Mc 3, 13-19; 16,14-18; Lc 6, 12-16; Jn 20, 19-29; otros textos presentan a ese grupo compacto actuando, llevando la dirección de la Iglesia (Hch 1, 26; 2, 14; 6, 2; 8, 14; 9, 27; 15, 2; 1Cor 15, 5-11; Gal 1, 18-2, 10). Con Pedro a la cabeza (Mt 16, 16-19; Lc 22, 31-32; Jn 21, 15-17).

7 Jn 17, 18; 20, 21.

8 Lc 16, 16.

9 Hch 11, 30; 14, 22; 15, 2; 16, 4; 20, 17; 1Tim 5, 17; Fil 1, 1; Tt 1, 7-9.

10 Hch 6, 1-6; Fil 1, 1; 1Tim 3, 8.

11 1Ts 5, 12.

12 1Ts 2, 7; 1Cor 9, 6.

13 Hb 13, 7.17.24.

14 Hch 6, 6.

15 Constituciones ApostólicasVIII 47, 39.

16 Columba Marmión,Le Christ, idéal du Pretre,Maredsous, 1941 (traducción española,Jesucristo, ideal del sacerdote,Barcelona, 1946).

17 G. Thils,Nature et spiritualité du clergé diocésaine,Paris-Brugges, Desclée de Brouwer, 1946 (traducción española,Naturaleza y espiritualidad del clero diocesano, 2ª.ed.. Salamanca, 1961).

18 R. Garrigou-Lagrange, De unione sacerdotis cum Christo Sacerdote et Victima, Turín,1948(traducción española,La unión del sacerdote con Cristo, Sacerdote y Víctima, Madrid, 2ª ed., 1965).

19 III q.63 a.4.

20 III q.63 a.5.

21 III q.33.

22 Contra gentes 1. 4 c. 71-75; Suppl. q.36 a.2 ad 1.

23 III q.22 a.4.

24 Suppl. q.35 a.1.

25 “Per sacrum ordinem aliquis deputatur ad dignissima ministeria, quibus ipsi Christo servitur in sacramento altaris, ad quod requiritur maior sanctitas interior quam requirat etiam religiosus status” (II-II q.184 a.8).

26 Enrique Eduardo, cardenal Manning, arzobispo de Westminster, The eternal Priesterhood, Londres, 1883 (traducción española, El sacerdocio eterno, Barcelona, 1944).

27 Jaime, cardenal Gibbons, arzobispo de Baltimore, The Ambassador of Christ, Baltimore, 1897 (traducción española. El embajador de Cristo, Barcelona, 1934).

28 Desire,cardenalMercier, La vie interieure. Appel aux ames sacerdotales, Bruxelles, 1918 (traducción española,La vida interior. Llamamiento a las almas sacerdotales,Barcelona, 2ª ed., 1940).

29 E., cardenal Suhard, arzobispo de París, Le prêtre dans la Cité, París, 1949 (traducción española, en Dios, Iglesia, Sacerdocio. Tres pastorales, Madrid, varias ediciones).

30 La vie interieure. Appel aux âmes sacerdotales,Lovaina, 1919, 197-198.

31 A mes seminaristes, Bruxelles, 1908.

32 Retraite pastorale,Lovaina, 1909.

33 La vie interieure Appel aux âmes sacerdotales,Bruxelles, 1918.

34 Oeuvres pastorales VII, Lovaina, 1929.

35 Fraternité sacerdotale diocésaine des amis de Jésus,Brujas, Desclée de Brouwer, 1927.

36 La vie interieure,Introducción.

37 La vie interieure, 138, 140, 143.

38 Retraite pastorale, Lovaina, 1926, 230.

39 Retraite pastorale,236.

40 Fraternité sacerdotale,24ss.

41 Oeuvres pastorales VII, Lovaina, 642.

42 Fraternité sacerdotale, 92.

43 Retraite pastorale,301.

44 Fraternité sacerdotale,85.

45 La vie interieure, Lovaina, 1909, 182.

46 Retraite pastorale,269.

47 Retraite pastorale,305.

48 Fraternité sacerdotale,99.

49 Retraite pastorale,312-313.

50 Fraternité sacerdotale,61.

51 Cfr. Esquerda Bifet, Juan,Sacerdocio. Documentos Pontificios, Vitoria, 1962, 284 pp.; Dominicos de San Esteban,Pensamiento sacerdotal de Pío XII,Salamanca, 1959, 240 pp.;Blanco Piñan, Salvador,Juan XXIII a los sacerdotes,segunda parte de “Yo te elegí”, Madrid, 1960,288 pp.; Pablo VI,Sacerdocio católico. Alocuciones, discursos y cartas al clero, edición preparada por Cipriano Calderón y Gerardo Rodríguez, Salamanca, 1965, 253 pp.; Pablo VI,Siervos del Pueblo de Dios. Reflexiones y discursos sobre el sacerdocio ministerial, Salamanca, 1971, 451 pp.;Enchiridion Clericorum. Documenta Ecclesiae sacrorum alumnis instituendis,1938, LVII-920 pp.;Congregazione dei Seminari e delle Università,L’Ordinamento dei Seminari de S. Pio X a Pio XII,Cittá del Vaticano, 1959, 200 pp.;Suquía Goicoechea, Ángel,De formatione clericorum documenta quaedam recentiora,Vitoria, 1958-61, 2 vol. 80; 276 pp.;Cacciatore, José,Enciclopedia del Sacerdozio,traducción española.Enciclopedia del Sacerdocio,Madrid, 1959, 5 v.

52 ASS 41 (1908) 555-577.

53 AAS 28 (1936) 5-53.

54 AAS 42 (1950) 657-704.

55 AAS 51 (1959) 545-579.

56 AAS 55 (1963) 979-995.

57 AAS 59 (1967) 657-697.

58 Menti nostrae: AAS 42(1950) 661.

59 Cfr. Pío XII, aloe. Magnificate Dominun, 2 nov. 1954: AAS 46 (1954) 669; enc. Mediator Dei, 20 nov. 1947: AAS 39 (1947) 555.

60 Mediator Dei: AAS 39 (1947) 553-556.

61 Ibíd., 529.

62 Ad catholici sacerdotii: AAS28 (1936) 12.

63 Ibíd., 15.

64 Sacerdotii nostri primordia: AAS51 (1959) 548.

65 Menti nostrae: AAS 42 (1950) 675.

66 Haerent animo: AAS 41 (1908) 557.

67 Ad catholici sacerdotii: AAS28 (1936) 10.

68 Mediator Dei: AAS 39 (1947) 553.

69 Ad catholici sacerdotii: AAS28 (1936) 20.

70 Menti nostrae: AAS42 (1950) 666; Mediator Dei: AAS39 (1947) 538.

71 Menti nostrae: AAS 42 (1950) 659.

72 Sacerdotii nostri primordio: AAS51 (1959) 556-557.

73 Ibíd., 548.

74 Juan XXIII:Carta en el Centenario del Seminario de Dublín(20 sept. 1960):AAS52 (1980) 891.

75 Sacerdotii nostri primordia: AAS51 (1959) 550.

76 Ibíd., 563.

77 AAS 57 (1965) 5-71.

78 AAS 56 (1964) 97-138.

79 AAS 58(1966) 673-701.

80 AAS 58 (1966) 991-1024.

81 AAS 58 (1966) 713-727.

82 AAS 57 (1965) 90-111.

83 AAS 58 (1966) 947-990.

84 LG 1 y 48. Cfr.O. Semmelroth,La Iglesia como sacramento original,San Sebastián, 1963; Parole et sacrement dans l’Eglise,enLumiêre et Vie9 (1962) 25-45;E. H. Schillebeeckx,Cristo sacramento del encuentro con Dios,San Sebastián, 1966;P. Smulders, La Iglesia como sacramento de Salvación,en “La Iglesia del Vaticano II”, Barcelona, 1966, 377-400;J. L. Witte,La Iglesia sacramentum unitatis, ibíd.,505-535;J. Collantes, La Iglesia es en Cristo como un Sacramento,cap. segundo de “El misterio de la Iglesia”,Granada, 1968, 67- 89.C. Pozo,La Iglesia, sacramento primordial. Contenido teológico-real de este concepto,en Estudios Eclesiásticos41 (1966) 139-159;I. Murillo,La Iglesia de Cristo, Sacramento de Comunión,enDiálogo Ecuménico4 (1969) 197-218.

85 LG 31; cfr. LG 10, 12 y 36.

86 PO 2.

87 PO 2.

88 LG 35.

89 PO 2.

90 PO 2; cf. LG 28.

91 PO 2 y 4; cf. LG 28.

92 LG 21.

93 LG 28.

94 AG 38.

95 PO 10.

96 Christus Dominus,4, 5 y 6.

97 LG 27.

98 PO 2, 7, 8 y 9.

99 PO 13.

100 PO 14.

101 PO 13.

102 PO 14.

103 PC 1; cf. LG 44.

104 Cf. los Boletines Bibliográficos de J. Esquerda Bifet, en Teología del Sacerdocio, Burgos.

105 Menti nostrae: AAS 42 (1950) 661.

106 Cf. DV 8.

107 Cuenca Toribio, M., Iglesia y Estado (1789-1903), en Diccionario de Historia Eclesiástica de España,t. II, Madrid, 1972, p. 1.160-1.174;Estudios sobre la Iglesia Española del siglo XIX, Madrid, 1973.Carr, R.,España 1808-1936,Barcelona, 1966.Tuñón de L, M., La España del siglo XIX,París 1968;Estudios sobre el siglo XIX español,Martín Hernández, F., de la Cruz Moliner, J. M., Pinero, J. M.,Espiritualidad romántica,enHistoria de la Espiritualidad, t. II, Barcelona, 1969, p. 449-523. Vicens Vives, J.,Cataluña en el siglo XIX,Madrid, 1961.Casanova, I.,Balmes, su vida, sus obras y su tiempo,I,Barcelona,1942.González, N.,Análisis, concepción y alcance de la Revolución de 1868,enRazón y Fe, 805-51 (1968) 333- 356; 443-462.

108 Jiménez Duque, B.,La Espiritualidad del siglo XIX español,Madrid, 1974, p. 9ss.

109 López Morillas, J.,El krausismo español. Perfil de una aventura intelectual,México, 1956.Gil Cremades, J. J.,Reformismo español, krausismo, escuela histórica, neotomismo, Barcelona, 1969.Heredia Solano, A.,El krausismo español (Estudio histórico-bibliográfico), en «Cuatro ensayos de historia de España», Madrid, 1975. Diaz, E., La filosofía social del krausismo español,Madrid, 1973.

110 V. Cacho Viu, La Institución Libre de Enseñanza,Madrid, 1962. Gil de Zárate,De la instrucción pública en España,Madrid, 1955, 3 vols.

111 Exposición a las Cortes, en el año 1878.

112 El colegio-seminario de San Matías, en Martín Hernández, F., Rubio Parrado, L., Mosén Sol, Salamanca, 1978, pp. 36-45.

113 De don Gabriel Duch hizo don Manuel Domingo y Sol grandes elogios, recordando con respeto y veneración sus ejemplos de celo y de virtud, así como las pláticas doctrinales de las tardes de los domingos: Proceso, declaración de Elías Ferreres, fol. 362 v.

114 Valiosas biografías de figuras sacerdotales, con la bibliografía más importante, encontramos en Enciclopedia Cattolica, en Dictionnaire de Spiritualité, en Ger (Gran Enciclopedia Rialp), en Gran Enciclopedia Larousse, en Dictionnaire d’Histoire et Géographique ecclésiastique, en Diccionario de Historia Eclesiástica de España, y en Esposa (Enciclopedia Universal Ilustrada). Para las biografías de obispos tenemos, además, los episcopologios (son pocas las diócesis que carecen de una guía episcopológica), los Boletines Oficiales de las diócesis y los famosos Anuarios Eclesiásticos de Subirana. Son muy valiosas las listas de figuras sacerdotales y la abundante bibliografía que nos ofrecen B. Jimenez Duque, La espiritualidad en el siglo XIX español, Madrid, 1974; J. Esquerda Bifet en Teología y espiritualidad sacerdotal, Madrid, 1966, en Teología de la Espiritualidad sacerdotal, BAC 382, Madrid, 1976, y en Teología del Sacerdocio, Burgos, 1969 y ss. Interesan mucho las historias de las Órdenes religiosas, que aunque con diverso valor historiográfico, ofrecen copiosas noticias de sus miembros, y no pocas veces con exuberante bibliografía. La Unión Apostólica de España tiene una colección titulada «Semblanzas Sacerdotales». Recomiendo los libros siguientes: J. Ricart Torres, Jornaleros de Cristo, Barcelona, 1960; F. M. Álvarez, Las grandes escuelas de espiritualidad en relación con el sacerdocio, Barcelona, 1963; Id., Perfiles sacerdotales, Barcelona, 1959; G. Zanarini, Figures missionnaires modernes, París, 1963. Para la vida y bibliografía de aquellos sacerdotes que alcanzaron la gloria de la canonización o beatificación la Enciclopedia de Orientación Bibliográfica ofrece los principales Diccionarios hagiográficos, Santorales, Martirologios, Vidas de Santos y de Beatos en general, en particular y por Ordenes y Congregaciones religiosas.

115 AAS 63 (1971) 933.

116 AAS 67 (1975) 264.

117 AA 9.

118 Cfr. DV 8.

119 Vicente de Lerins, Commonitorium 2, 5.

120 Cfr. Conc. Vaticano I, Const. Dogm. «Dei Filius», c.4: Denz. 1800 (3020).

121 Cfr. nota 84.

122 LG 31; cfr. LG 10, 12 y 36.

123 LG cap. V.

124 Sobre la armonía entre evangelización y servicio de los sacramentos, ver el Sínodo de Obispos II, 1.

125 PO 6.

126 De todo el viaje escribió don Manuel Domingo y Sol una especie de Diario, que conservamos: Escritos de don Manuel: Varios, 10º, 2-6.

127 ASS 6 (1870-71) 40-47; Conciliorum Oecumenicorum Decreta 787-792.

128 Carta cirtular (Circular-Depesche) del Canciller Bismarck, escrita el 14 de mayo de 1872 y publicada el 29 de diciembre de 1874 en «Deutscher Reichsanzeiger und Kgl. Preuss. Staatsanzeiger».

129 Pío IX, Acta 1/vii, 29ss.

130 Cfr. PO 8.

131 PO 7. Son palabras que después utilizarán el Motu Proprio Ecclesiae Sanctae, I, 15, 1, y el Documento de la Sagrada Congregación del Clero dirigido a las Conferencias Episcopales: AAS 62 (1970) 461.

132 San Ignacio de Antioquía, Magn. 6,1; Trall. 3, 1.

133 Cf. N. López Martínez, La distinción entre obispos y presbíteros, XXII Semana Española de Teología, Madrid 1963, 129 ss.

134 P. Torquebiau, Chapines de chanoines, Dictionnaire de Droit Canonique, III, 537ss.

135 PO 8.

136 Cfr. Torres, Vida, 53, nota 1.

137 PO 9.

138 Cfr. LG 37.

139 Cfr. Decreto sobre el Ecumenismo Unitatis Redintegratio.

140 PO 10.

141 Cfr. PO 11.

142 PO 14.

143 PO 1.

144 PO 3.

145 PO 3.

146 PO 22.

147 Cfr. PO 14.

148 PO 12.

149 Summa Theologiae, II-II q.188 a.7.

150 PO 13, nota 8.

151 PO 15, 16 y 17.

152 PO 13 y 15.

153 PO 15.

154 PO 16.

155 PO 17.

156 LG 41, nota 5 cita a Santo Tomás, Summ. II-II q.184 a.5 y 6; De perf. vitae spir., c.18; y a Orígenes, In Is., hom. 6, 1: PG 13, 239.

157 PO 14, nota 23 cita a San Agustín, Tract, in lo., 123,5: PL 35, 1967.

158 PO 19.

159 Pontificale Romanum: «De ordinatione Presbyteri».

160 PO 19.

161 Pablo VI, homilía en la solemne canonización de Santa Teresa Jornet, el día 27 de enero de 1974: IP, 74, 68.

162 Del Prefacio de los Santos (Nuevo Misal Romano).

163 Pablo VI , en la homilía de la Misa de la canonización, el día 31 de mayo de 1970: 1P, 70, 563.

164 Pablo VI, homilía en la Misa de beatificación, 1 de noviembre de 1975: 1P, 75, 1207.