Exhortación pastoral, marzo 1979: apud Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, febrero-marzo, 1979, 89-92.
Os saludo a todos con respeto y muy cordial afecto en el Señor. Deseo hablaros una vez más del Seminario y pediros vuestra ayuda en favor de esta querida institución diocesana.
La voz del nuevo Papa #
Desde que el Papa Juan Pablo II ha empezado a ejercer su Pontificado, ha hablado ya muchas veces de las vocaciones sacerdotales, ha visitado o recibido a profesores, superiores y alumnos de los seminarios de Roma, ha pedido a los obispos pública y privadamente que trabajen en este campo con preferencia a todos los demás, ha exhortado a niños y jóvenes a que piensen en una posible llamada del Señor hacia el sacerdocio. Se diría que lo que él había logrado en Cracovia como Arzobispo de su Diócesis un Seminario floreciente en grado sumo, quiere que todos los obispos tratemos de conseguirlo en las nuestras para el mejor servicio de la Iglesia universal.
«Se trata de una cuestión de importancia vital para la Iglesia. De ahí deriva el preciso deber de atender con solicitud absolutamente prioritaria el campo de las vocaciones al sacerdocio y paralelamente a la vida consagrada. Es una gran tarea, a la que hay que entregarse con toda diligencia, educando luego esas vocaciones en un sólido sentido de fe y servicio al mundo actual».
«Para crear un ambiente propicio al florecimiento de las vocaciones, la comunidad eclesial habrá de ofrecer un testimonio de vida conforme con los valores esenciales del Evangelio, a fin de que puedan así despertar almas generosas, orientándose a la entrega total a Cristo y a los demás. Con la confianza puesta en el Señor y en la recompensa prometida a quien le sirve con fidelidad»1.
El sacerdote y la evangelización #
El Papa tiene su mirada fija en un horizonte sin límites: el del mundo de hoy, necesitado de evangelización, y el de la Iglesia de Cristo universal, católica, enviada a todas las gentes.
Ningún hecho religioso, ningún signo sagrado, ninguna institución, ningún otro instrumento o agente evangelizador proclama con tanta fuerza como el sacerdote, esté donde esté, la acción redentora de Cristo para el hombre y para el mundo. Ahí están la palabra, los sacramentos, la liturgia toda, la capacidad transformadora del amor cristiano, la gracia que hace nacer las virtudes, el Espíritu Santo que mueve los corazones, la Virgen María, el Señor Jesús, la vida de Dios para el hombre. Son el capital de la evangelización que se distribuye a los hombres sin cesar.
El que cuida de ese capital en la tierra, lo presenta, lo da a conocer, lo reparte y vuelve a repartirlo es el sacerdote. Él viaja, visita, se mueve, presta su voz y sus manos, consume su vida con ese fin. Sin el sacerdote, ese riquísimo capital quedaría improductivo las más de las veces. Él es quien mejor lo sirve a los hombres. Es también él un hombre, un ser humano, encarnado en una cultura y una historia. De él casi depende todo, aunque sea nada más que eso, un hombre.
Pero es un hombre consagrado y enviado con ese fin. La esperanza de que el mundo pueda seguir siendo evangelizado, se funda en que haya sacerdotes para evangelizar. Los catequistas, las comunidades religiosas, las familias, los diáconos, los seglares que colaboran a la difusión del Evangelio, sí, son necesarios, hacen un gran trabajo. Pero, ante todo, dadnos sacerdotes.
«Estas esperanzas para la vida de la Iglesia –pureza de doctrina y disciplina cabal– dependen de cada nueva generación de sacerdotes que perpetúan con amor generoso la entrega de la Iglesia al Evangelio. Por esta razón demostró gran sabiduría Pablo VI al pedir a los obispos americanos “que cumpláis con amorosa atención personal vuestra gran responsabilidad pastoral con los seminaristas; estad enterados del contenido de sus estudios, animadles a amar la Palabra de Dios y a que nunca se avergüencen de la aparente locura de la cruz» (L’Osservatore Romano, 3 de julio de 1977, pág. 9). Y es éste mi gran deseo de hoy: que el acentuar la importancia de la doctrina y de la disciplina, sea la aportación postconciliar de vuestros seminarios, de modo que la Palabra del Señor sea difundida y sea Él glorificado (2Ts 3, 1)».
«Y en todos vuestros afanes pastorales podéis tener la seguridad de que el Papa está unido a vosotros y cercano en el amor a Jesucristo.»
«Todos nosotros tenemos un solo objetivo: mostrarnos fieles a la misión pastoral que se nos ha encomendado, que es guiar al Pueblo de Dios por las rectas sendas, por amor de su nombre (Sal 23, 3), de forma que podamos decir con responsabilidad pastoral, con Jesús, al Padre: Mientras yo estaba con ellos, yo conservaba en tu nombre a éstos que me has dado, y los guardé y ninguno de ellos pereció (Jn 17,12). En el nombre del Señor, paz a vosotros y a vuestra gente. Con mi bendición apostólica»2.
Grave situación en España #
En nuestra Patria, la crisis es muy honda. Ya experimentamos serias dificultades en casi todas las diócesis para proveer parroquias, para encontrar profesores de religión, consiliarios adecuados, educadores cristianos, confesores. En los próximos diez años estas dificultades se van a hacer sentir de manera agobiante.
Es éste el momento de iniciar una labor muy seria de cultivo de las vocaciones sacerdotales para que, pasado ese decenio, podamos contar de nuevo con la incorporación de sacerdotes, si se ha producido la necesaria reacción. De lo contrario, la descristianización progresiva será inevitable.
En nuestra Diócesis lo será también si no logramos más seminaristas. Porque, a pesar del crecido número de alumnos del Seminario Mayor, muchos de ellos no son toledanos, y lógicamente pensando, irán a ejercer su ministerio lejos de nosotros.
Sólo un remedio #
Todo ha sido sometido a revisión en nuestros días en el interior de la Iglesia. También la figura del sacerdote, su naturaleza, su ministerio, su disciplina y estado social, su formación. Pero el Concilio y los sínodos posteriores, los Papas Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I y ahora Juan Pablo II, han señalado claramente los principios fundamentales que no podemos olvidar nunca. El sacerdote, evangelizador de los tiempos nuevos, es el ministro de Cristo para facilitar a los hombres los dones de la redención; para liberarle de la esclavitud del pecado; para ayudarle a cumplir toda justicia; para trabajar por el bien de los hombres, también en esta vida, pero siempre como sacerdote de Cristo, no como un líder político o social; para orientar a todos por el camino que conduce a la vida eterna.
Esta actuación ministerial del sacerdote exige una formación rigurosamente adecuada que, normalmente, sólo se adquiere en el seminario. Cultura eclesiástica y profana en grado suficiente, santidad de vida, virtudes sobrenaturales y desarrollo de una equilibrada capacitación humana, aceptación gozosa de sacrificios y renuncias por amor a Cristo y para mejor servicio de los hombres, obediencia a la Iglesia cuando nos la pide, fe ardiente, oración y contemplación del misterio de Dios Revelado, firmeza frente a las tentaciones del mundo, caridad con todos, fidelidad a las promesas libremente hechas, a la verdad de que la Iglesia es depositaria por voluntad del Señor, al código moral que Cristo promulgó en la Nueva Alianza.
Cuando en los seminarios y centros de formación sacerdotal se viven estos ideales y todo está organizado para ayudar a conseguirlos, la esperanza no será una vana ilusión, sino que estará fundada sobre los más sólidos cimientos.
«No nos hagamos la ilusión de servir al Evangelio si tratamos de diluir nuestro carisma sacerdotal a través de un interés exagerado hacia el amplio campo de los problemas temporales, si deseamos laicizar nuestra manera de vivir y actuar, si cancelamos hasta los signos externos de nuestra vocación sacerdotal. Debemos mantener el significado de nuestra vocación singular, y tal singularidad se debe manifestar también en nuestra forma de vestir. ¡No nos avergoncemos de ello! Sí, estamos en el mundo, ¡pero no somos del mundo!»3.
Os bendigo afectuosamente.
1 Juan Pablo II, discurso a los obispos de Honduras, 23 de noviembre de 1978: apud Insegnamenti di Giovanni Paolo II, I, 1978, 193.
2 Juan Pablo II, discurso a los obispos de la VII Región pastoral de los Estados Unidos, 9 de noviembre de 1978: apud Insegnamenti di Giovanni Paolo II, I, 1978, 124.
3 Juan Pablo II, discurso al clero de Roma: Ibíd. 116.