El Seminario, comunidad orante

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El Seminario, comunidad orante

Homilía en la Misa celebrada para la apertura del curso académico 1988-1989 de los Seminarios diocesanos de Toledo, 29 septiembre 1988: texto en Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, octubre-noviembre, 1988, 632-637.

Una vez más, y siempre alrededor de estas fechas, nos reunimos para celebrar la inauguración del curso académico en nuestros Seminarios. Y empezamos con la celebración de la Santa Misa; aquí, con la Eucaristía celebrada, comunicada, participada, asimilada, amada, es donde nos encontramos mejor. Puesto que la Eucaristía es la fuente y la culminación de toda la vida cristiana, y dentro de la vida cristiana está la formación de los que han de ser pastores de los cristianos, es evidente que la Eucaristía es la fuente y la cumbre de toda la vida del Seminario.

Lo que pido al Espíritu Santo #

Tantas veces os he hablado, y tantos temas he ido tocando en estos años, ahora al comenzar el curso y en otras ocasiones en que vengo aquí, que me voy a limitar a exponer un solo pensamiento: lo que yo pido hoy al Espíritu Santo. Estamos invocando a esta tercera divina Persona de la Santísima Trinidad, le hemos invocado con ese himno piadoso y conmovedor que le dedica la liturgia: Veni, Creator Spiritus, mentes tuorum visita, implet superna gratia quae tu creasti pectora… ¿Quiénes eran esos? Las almas de los tuyos; visita mentes tuorum, las almas de los tuyos, visítalas. Visitar quiere decir algo más que venir, pasar, ponerse en contacto; visitar indica siempre algo de permanencia, de morada, de morada fija, de posesión amistosa. El que visita a un amigo lo hace porque quiere ofrecer su amistad y gozar de la suya, y ambos se la comunican. Pues los tuyos son todos los cristianos del mundo; y, dentro de tantos grupos de cristianos, entre todos los que han sido redimidos y van siendo iluminados y guiados hacia la unión con Dios, estamos nosotros de manera particular; somos suyos; y esto es lo que le estamos pidiendo; que nos visite, y que more entre nosotros, que more con sus dones para hacemos sentir sus frutos.

Cuando se inaugura el curso académico en un centro cristiano, sea de la índole que sea, se explica, como algo muy lógico, que se invoque al Espíritu Santo, que es el Trono de la Sabiduría; porque en ese centro en que se trata de lograr la formación de unos alumnos, o el desarrollo intelectual de unos determinados grupos humanos, en ese centro se desean, incorporados, de manera habitual, al alumnado y al profesorado, esos dones de sabiduría, entendimiento, consejo, luz; y esos frutos de paz, amor, longanimidad, generosidad. Entonces ¡qué no habremos de esperar en un seminario! De manera que, al invocar al Espíritu Santo, queremos pedir sus dones y percibir sus frutos, ¿para qué? Y empieza mi reflexión ya más concreta.

Hemos sido «llamados» #

Todos los sacerdotes somos llamados por Dios. Y vosotros los alumnos que estáis aquí esperando, lo que tratáis de averiguar es si efectivamente sois llamados por Dios, por medio de Cristo. Un día vendrá en que ese discernimiento se hará de un modo definitivo, y la Iglesia os dirá: Sí, yo os llamo; ese día ya no habrá duda ninguna. El tiempo que ahora transcurre es un tiempo de espera y deliberación, en que se va pensando en la llamada. Pero estamos aquí, para eso, para ser llamados, para llamar, como los Apóstoles. Leemos los Evangelios y nos encontramos con que Cristo llamó «individualmente» a algunos, a otros más conjuntamente, pero a todos les llamó y les dijo: Sígueme, o Seguidme; y añadió: Yo os haré pescadores de hombres. Cristo llamó, y por medio de la Iglesia sigue llamando.

De manera que este punto es un punto de partida ineludible en toda reflexión sobre nuestra misión: hemos sido llamados. ¿Para qué? Para lo que fueron llamados los Apóstoles, para predicar la conversión, para hacer que los hombres cambien y tengan un corazón nuevo, y se conviertan a Dios. Ya el Bautista, como Precursor, esto es lo que iba anunciando: Arrepentíos y haced penitencia, porque está cerca el Reino de los cielos (Mt 3, 2). Cambiad, cambiad. Cristo también comenzó a predicar la conversión necesaria para entrar en el Reino de los cielos. Cuando San Pedro pronuncia su primer discurso de Pentecostés, dice a aquellas gentes que le escuchaban atónitos, que se hagan dignos de recibir al Espíritu Santo convirtiéndose y arrepintiéndose de sus pecados. Y, cuando San Pablo, en un momento doloroso de su predicación, delante del Rey Agripa, hace una narración de su vida, le dice estas palabras impresionantes: ¿Qué he hecho yo? Yo no he hecho otra cosa más que, en Damasco primero, después en Jerusalén, luego en toda Judea, y a los gentiles, predicar la conversión con obras de penitencia (Hch 26, 19-20). De manera que es penitencia, conversión, transformación, con obras, y en eso resume San Pablo todo el sentido de su vida: y en eso resume San Pedro el anuncio de lo que va a ser su vida; y en eso resume el Bautista, el Precursor, la llamada que él hace a lo que va a ser después la vida del que va a venir, y la vida de los que quieran seguirle.

Por eso digo que nosotros estamos también para formarnos en orden a predicar la conversión. Toda la vida del cristiano es un proceso de conversión, y tenemos que ir dando pasos continuamente. Solamente ha habido un ser humano que no ha necesitado de conversión: la Virgen María; en Ella no ha habido conversión; ha habido progreso en el amor, que es distinto.

En todos los demás, en las personas bautizadas, en los grupos apostólicos, en las instituciones eclesiales, tiene que haber un proceso de continua conversión; luego también en el Seminario tiene que haberlo, si quiere formar a los apóstoles que han de predicar el día de mañana la necesidad de la conversión y de la transformación total, y mover el corazón humano para que haga obras de penitencia dignas del Evangelio. Para eso pedimos los dones del Espíritu Santo.

El Seminario, «comunidad orante» #

Y entonces, como factor indispensable que concurre y ayude a que podamos conseguir esos dones, y a que, en el Seminario, todo esté armonizado y dirigido a conseguir esa donación de parte del Espíritu Santo, pido hoy a este Espíritu Divino, que haga de nuestro Seminario de Toledo una comunidad orante. Esta es mi reflexión última y concreta en esta homilía. A esto llego con esa reflexión que ha tenido como punto de partida la llamada de Dios a entregarnos a Él, para ser apóstoles que muevan a los hombres a la conversión del corazón, con obras de penitencia. Una comunidad orante. Pido esto: que el Espíritu Santo nos llene las almas que va a visitar, las nuestras, imple superna gratia quae tu creasti pectora, llena de gracia celestial las almas que tú has creado; y llénalas de tal manera que seamos una comunidad orante, para de ese modo estar siempre en un proceso continuo de conversión.

Hace muy pocas semanas, el Papa se dirigía a un grupo de obispos de los Estados Unidos, en visita ad limina, y les dijo estas palabras: «Nunca la Iglesia es tan auténtica como cuando refleja la actitud de Cristo orante, el Hijo que ora al Padre y se consagra a Él, para consagrar a los demás en la Verdad, como dijo el Señor en el sermón de la Última Cena». Nunca la Iglesia es tan auténtica; e insiste: «Enseñad a la gente a rezar, trabajad para que haya oración; porque aunque sean muchos los que no quieran orar, hay millones y millones que sí quieren orar. Y la Iglesia, vosotros, tenéis que estar siempre dando respuesta, como la dio Jesucristo cuando le preguntaron: Señor, ¿cómo hemos de orar? La Iglesia tiene que dar respuesta a los hombres que quieren saber cómo hay que orar; enseñadles a orar». Y sigue el Papa desarrollando su pensamiento: «En el año 1976, cuando tuvisteis en la ciudad de Detroit, en Estados Unidos, aquel gran congreso sobre la llamada a la acción, Pablo VI, mi predecesor, os dijo esta frase: Toda llamada a la acción dentro de la Iglesia es, ante todo y sobre todo, una llamada a la oración». Y sigue el Papa: «Oración litúrgica, oración privada, oración personal, oración comunitaria, oración de meditación… Meditación sí: en la meditación se comprenden las bienaventuranzas; en la meditación se tienen intuiciones de lo que es el plan de Dios sobre el mundo; en la meditación se perciben, a la luz de la Palabra de Cristo, las radiaciones y vibraciones de las necesidades de los hombres; en la meditación se forma y se consolida el diálogo de la criatura humana con el Creador, del redimido con el Redentor; en la meditación se perciben, cada día con más claridad y con mejor afán de remediar, las necesidades humanas de toda índole, y, entonces, el espíritu cambia y se dispone a cooperar; por eso la oración transforma el mundo». Y así sigue hablando a los obispos de Estados Unidos, con conceptos envidiables que merecerían ser continuamente meditados1.

Yo busco esto en nuestros Seminarios: una comunidad orante. Y, cuidado, que tiene que ser, además, una comunidad estudiosa, una comunidad de convivencia, una comunidad fraterna, de relación provechosa y fecundante de unos con otros, una comunidad abierta, una comunidad que esté como transparente a las necesidades del mundo y capaz de captar lo que este mundo de hoy y el hombre contemporáneo nos pide a nosotros. Todo eso busco. ¿Cómo no lo voy a buscar? ¿Pero de qué me sirve todo eso, si no hay comunidad orante? ¿De qué me sirve, en relación con lo que es propósito fundamental, responder a una llamada con una total conversión, para ser capaces de ayudar a convertirse a los demás? Y por eso pido, ¡oh Espíritu Divino!, que se logren en este Seminario, y en todos los demás, comunidades orantes, de los alumnos, de los superiores, de los profesores, los profesores también, sí, porque, aunque vuestra tarea específica sea la docencia, pero también habéis sido llamados a la vida de oración. Vosotros no tendríais derecho a enseñar aquí, si no os llamase yo como obispo; y, al llamaros yo como obispo, es porque quiero que se forme una comunidad en que todas las fuerzas se integren, y sin renunciar a vuestra misión especifica, deis ejemplo de hombres orantes. Porque de nada me sirve que queráis formar sabios, si no formáis, con vuestras asignaturas y estudios, hombres capaces de convertir a los demás para que hagan obras dignas de penitencia.

De manera que me gustaría, incluso, que, por ejemplo un día de cada trimestre se suspendieran todas las clases, y juntos, alumnos, profesores y superiores, estuviéramos aquí, yo con vosotros también, orando toda la mañana, en una oración cuidada, buscada, bien presentada, eucarística. Los profesores también, los primeros, para dar ejemplo. Que vosotros no sois unos señores que tienen un nombramiento, vienen, pasan y se marchan, no: formáis parte integrante de algo que es superior a lo que significa impartir una hora de docencia en una clase. Y mientras esto no entre en las cabezas, nuestros Seminarios y nuestros grupos estarán siempre fallando en algo, y aparecerán ejemplos deficientes, vidas fragmentadas, posturas extrañas, criterios poco compatibles con el sentido de la consagración a la Verdad y en la Verdad de Cristo, que es lo que tiene que hacer tanto el profesor como el superior.

Esta es mi súplica hoy. Y a esto tiende y debe tender la oración de todos, esta mañana en que con tanta alegría nos reunimos en la capilla del querido Seminario Mayor diocesano de San Ildefonso de Toledo.

Por último, rezad y orad en unión con la Santísima Virgen María; todavía debemos disponernos a recibir el influjo sobrenatural del Año Mariano, que se clausurará, en nuestra diócesis, en la solemnidad de la Inmaculada Concepción.

Pues en unión con María empezad y estad siempre dispuestos a recibir las gracias y dones de ese Espíritu Divino.

Enhorabuena al Sr. Rector y superiores que por primera vez vais a participar en los trabajos formativos de estos alumnos. No olvido tampoco al que durante varios años saludábamos aquí como Rector de todos, y hoy es Obispo de Plasencia. Enhorabuena y bienvenidos queridos Rectores, superiores, profesores antiguos y nuevos, todos los que estáis colaborando a esta gran empresa.

Y vosotros, alumnos, disponeos, con la mejor actitud de vuestra rica interioridad, a ser dóciles a estas llamadas del Espíritu, para que la empresa que realicéis sea digna, con obras de conversión y de entrega total, por parte de todos, a Dios Nuestro Señor.

1 Juan Pablo II, La oración: programa de vida eclesial y de acción evangelizadora, alocución a los obispos de la IV región eclesiástica de los EE.UU., 10 noviembre 1988: cf. L’Osservatore Romano, ed. esp., del 18-IX-88, 7-8.