El Concilio III de Toledo y la unidad católica de España

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El Concilio III de Toledo y la unidad católica de España

Discurso pronunciado e] 7 de julio de 1989, en la XV Semana de Teología espiritual. Texto publicado en la obra El Concilio III de Toledo. XIV Centenario 589-1989. Arzobispado de Toledo, 1991, 69-78.

Queridos semanistas:

Hablamos de la fe de un pueblo, ya que hemos hablado estos días de la fe del cristiano, de las crisis y dificultades que padece y de las consecuencias que tiene el que esta fe se vea envuelta en las impugnaciones propias de nuestro tiempo.

Pero hemos estado refiriéndonos, preferentemente, casi en exclusiva a la fe de los hombres, de los cristianos, de los que vivimos dentro de esa fe.

Ahora tenemos que hablar de la fe de un pueblo como tal; y este pueblo es España.

En los orígenes de nuestra unidad católica #

El P. Villoslada escribe la introducción para la magna obra de la Historia de la Iglesia en España, editada por la B.A.C. en siete volúmenes.

Se pregunta él cuándo nace España. Y contesta: «A mi entender, en el momento en que la Iglesia Católica la recibe en sus brazos oficialmente, y en cierto modo la bautiza, en mayo de 589, cuando Recaredo I inicia su cuarto año de reinado. Antes del visigodo Eurico, muerto en 484, no era España nación independiente, ni alcanzaría la perfecta unidad nacional durante más de un siglo; eran dos pueblos de raza y religión diversas, dos pueblos que cohabitaban en la misma morada. Estos dos pueblos eran los hispano-romanos y los arrianos, los visigodos invasores. Solamente en el Concilio III de Toledo (589) España adquiere plena conciencia de su unidad, de su soberanía e independencia. Desde entonces, todos los hispano-godos quieren ser hermanos asociados en el mismo destino histórico. Verifícase en aquel momento trascendental la conversión pública de Recaredo, que privadamente era católico desde hacía dos años, y la conversión masiva de los magnates. El pueblo vencedor pasa a la religión del vencido, fundiéndose ambos espiritualmente y dando origen a la España del futuro».

«Cuando hablo de bautismo, no quiero decir que el arzobispo Leandro de Sevilla bañase sus frentes con las aguas bautismales, pues parece más probable que diese por válido el bautismo arriano; pero sí que ungió ritualmente a Recaredo, derramando sobre su germánica cabellera el crisma de cristiano y de Rey. Alma de todo y presidente de aquel Concilio fue el arzobispo Leandro, hermoso símbolo de la, fusión de las dos razas, pues era hijo de padre hispanorromano y de madre probablemente goda. Hermano suyo más joven era Isidoro, que le sucedió en la sede sevillana y que ha sido apellidado el “inventor del nacionalismo español”, porque es el primero que con plena conciencia de su españolía pregonó líricamente su patriotismo en el primer canto a España que resonó en la península. Canto a España que tiene acentos de epitalamio, porque se entonó celebrando la boda de dos pueblos diferentes, y tiene también melodías de canción de cuna, porque se cantó en la cuna de la España recién nacida».

No puede decirse más bellamente ni con más exactitud, en lo que se refiere a este momento del nacimiento de España. El P. Villoslada, S.J., eclesiástico eminente, está reconocido por los historiadores de la vida civil de España como una autoridad de primer orden1.

Hasta el acontecimiento decisivo #

Siendo esto así, yo tengo que explicar aquí un poco más detenidamente lo que significó este Concilio, en el cual Recaredo se convierte al catolicismo oficialmente y empieza a existir España.

Pues, ¿qué era España hasta entonces?

Brevemente. Este territorio que llamamos hoy España incluía, además, todo lo que es Portugal y parte de Francia, la Galia Narbonense, todo ese bloque territorial era una provincia romana. El Imperio Romano había llegado hasta aquí, hasta los confines de Europa en esta parte, y dominaba a estos territorios, como había llegado a Inglaterra, a las Islas Británicas. Las legiones romanas habían hecho sentir sus cantos de guerra por toda Europa y por gran parte de África, y esto que llamamos España era eso, una provincia romana. No existía como nación, no era independiente, no tenía personalidad propia. Había ido, sí, penetrando poco a poco la civilización que los romanos impusieron, como también se había introducido ya el cristianismo; de modo que en todo este vasto territorio las gentes eran en su mayoría cristianos, católicos, hijos de la Iglesia. Y desde el punto de vista civil, legal, administrativo, etc., eran súbditos del Imperio Romano y tenían cultura latina.

Entre los españoles de estas tierras, antes de que llegaran los visigodos, habían aparecido personajes ya muy eminentes: Osio de Córdoba, el Papa San Dámaso, Aurelio Prudencio, el poeta cantor de nuestros mártires, del que dijo Menéndez y Pelayo que «no ha habido una cumbre tan alta en la lírica, después de Horacio y antes de Dante, como Aurelio Prudencio».

De manera que era un pueblo que tenía ya sus minorías muy cultivadas. Era un pueblo de pescadores, de campesinos y de soldados que nutrían las legiones romanas. Ya el soldado español se distinguía en aquella época por su arrojo, su valentía, como siempre lo ha hecho.

Pero el Imperio Romano fue poco a poco perdiendo entidad, se disolvía en sí mismo, entró en una fase de decadencia última; y aunque llegaba con sus tentáculos, los de su poder, a las provincias que siempre había dominado desde hacía mucho tiempo, era un poder el que ejercía muy frágil; se palpaban ya las consecuencias de las divisiones existentes entre los propios emperadores romanos y sus delegados y, siendo provincias del Imperio, estaban a merced del impulso más fuerte que un vecino ambicioso o un invasor lejano pudiera realizar cuando quisiera. Es lo que sucedió.

Año 589. Hace catorce siglos. Es el III Concilio de Toledo, en que aparece un rey visigodo, Recaredo.

Ya antes, a principios del siglo V, Hispania se desmoronaba como provincia del Imperio. Los visigodos, que habían bajado desde Escandinavia hasta el centro de Europa y se habían aposentado entre Hungría y Rumanía a las orillas del Danubio, un día se decidieron a buscar el sol; sabían que éste era el país del sol también, y avanzaron con fuerza incontenible frente a las autoridades romanas, ya tan débiles, y llegaron hasta aquí. Unos cien o ciento cincuenta mil visigodos invaden la Península y dominan a los tres millones, aproximadamente, de habitantes que había en Hispania, Lusitania y la Galia Narbonense.

Empiezan a dominar con la fuerza de su nuevo Imperio; aunque todavía teórica y burocráticamente podríamos decir que era el Imperio Romano el único poder reconocido. Mas empezaron los diálogos entre los visigodos invasores y los romanos de Roma para ver cómo iban transmitiendo los poderes. Se sucedieron reyes visigodos, hasta que llega el momento en que reinó quizá el más grande de ellos desde el punto de vista político: Leovigildo. Un gran rey.

Intuye que no puede haber aquí una labor política como la que él buscaba. (No eran pueblos ya bárbaros en el sentido originario. Bárbaro no quiere decir más que extranjero, extraño. El profesor Orlandis, quizá la máxima autoridad que tenemos hoy en España para hablar de estos temas, los llama «barbáricos». Estos pueblos, concretamente el visigodo, ya tenían una gran cultura cristiana).

Eran cristianos, llegaron hasta aquí siendo ya cristianos, porque habían recibido el bautismo cuando estuvieron aposentados en esa zona media de Europa, Hungría y Rumanía. Allí se les predicó el arrianismo, y lo aceptaron. Estaban bautizados y conocían el Evangelio y otros sacramentos, y escucharon la predicación arriana, por virtud de la cual aceptaban a Jesucristo, aunque, como consecuencia de la herejía, no admitían claramente su divinidad y tampoco el dogma trinitario.

Por su parte, Leovigildo era un hombre político, enormemente competente. Comprendió que aquí no podía realizar una labor de entendimiento profundo entre el pueblo invadido y sus ejércitos y magnates, mientras no hubiere unidad religiosa. Y quiso lograrla sobre la base de que los hispanos que aquí habitaban se hicieran arrianos, dejasen el catolicismo, contra lo cual los hispanos reaccionaron decididamente.

De la unidad que fracasa… al triunfo de la unidad #

Leovigildo quiso penetrar en el alma del pueblo por ese camino. No quería iniciar una persecución sangrienta, decía él, mientras no fracasasen todas las demás gestiones tendentes a conseguir, por la vía de la persuasión, la unidad apetecible.

Creen algunos, cuando hablan de la conversión de los visigodos, que fue algo rutinario, sin el mérito de una opción libre y responsable, como si, convertido el rey, el pueblo no pudiera hacer otra cosa que convertirse él también. Las cosas no fueron tan simples. Hubo polémica religiosa y hubo catequesis por parte de los obispos frente a los arrianos. En alguna ocasión el debate fue muy llamativo. Tal es el caso del obispo Massona. Quiso el rey Leovigildo que en el atrio de la Basílica de Santa Eulalia, de Mérida, hubiera discusiones públicas entre el obispo Massona y un obispo arriano, Suna, y que el pueblo asistiera, para explorar así por dónde se inclinaba y quién tenía más razón. Discutían sobre el dogma de la Santísima Trinidad y sobre la divinidad de Jesucristo. El intrépido y sabio Massona se impuso de manera tan arrolladora que el pueblo le aplaudió calurosamente; el pobre obispo arriano, Suna, tuvo que huir de allí avergonzado.

De manera que públicamente había discusiones religiosas. Y el mismo Recaredo, antes de su conversión oficial, recibió instrucción y catequesis de San Leandro.

Hay muchos detalles que se van descubriendo poco a poco en la lectura de documentos, que nos revelan un momento de esa vida de España enormemente interesante desde el punto de vista de la predicación y difusión de la fe: cómo vivía ya este pueblo nuestro las exigencias de su fe y la necesidad de cultivarse y vivirla conscientemente.

Pues bien, Leovigildo fracasó y murió sin haber podido lograr la unidad religiosa del pueblo. Buscaba él la posible influencia de España sobre las demás naciones que empezaban a surgir.

Se afirma que también él se convirtió al final de su vida; mas no hay por qué aventurar hipótesis que no son necesarias ni para aumentar ni para disminuir su grandeza. Le sucedió su hijo Recaredo. Antes había querido que su otro hijo, Hermenegildo, viniera a ser el jefe de toda Andalucía, a donde le envió como lugarteniente suyo. Pero Hermenegildo se había convertido por influencia de la mujer con la que se casó, católica; no pudo aguantar más el dominio de su padre y se rebeló contra él, hecho que no fue bien visto ni siquiera por los católicos. Una cosa es que alabaran su conversión y otra que pretendiera llevar al campo de batalla las diferencias y enredarse en guerras con su padre. El hecho es que fue vencido y, hecho prisionero, parece que murió mártir en Cartagena.

El rey que sucede a Leovigildo es Recaredo. Catequizado por San Leandro, al vivir las convicciones de su fe y palpar las consecuencias del fracaso de su padre, decide realizar aquel proyecto de unidad, pero por el camino contrario: no que todos sean arrianos, sino que todos sean católicos. El pueblo, en su mayoría, era católico (unos tres millones de habitantes); los visigodos podrían ser ciento o doscientos mil.

Provoca frecuentes conversaciones con los obispos católicos y arrianos, va preparando el terreno, hasta que llega la convocatoria oficial y señala el 8 de mayo del 589 para iniciar el III Concilio de Toledo.

Durante uno o dos meses, por todos los caminos de España avanzan los obispos con sus cortejos para reunirse aquí, atentos a la llamada del rey. Y también a sabiendas de que les convoca igualmente, con autoridad religiosa que ninguno le niega, San Leandro de Sevilla. Y vienen a Toledo. Aquellos jefes de las comunidades cristianas vinieron sabiendo que se trataba de lograr la unión de visigodos e hispanorromanos para profesar el Credo de Nicea; el Credo que cantamos en la misa, el de Constantinopla, el Símbolo niceno-constantinopolitano.

Llegaron aquí unos sesenta y dos obispos; otros seis u ocho eran vicarios de los que no pudieron venir. Entre los que concurren se encuentran también algunos obispos arrianos, a los cuales se les pidió que viniesen para hacer abjuración del arrianismo en la primera sesión. Así vienen los obispos de Barcelona, de Palencia, de Viseu, de Oporto, de Tortosa, de Tuy.

En el siglo pasado, para celebrar el XIII centenario del III Concilio, se hizo una edición políglota en latín, vascuence, árabe, castellano, catalán y gallego, en la que podéis leer las actas del Concilio, el discurso de Recaredo, la homilía famosa de San Leandro, los nombres de todos los obispos. Las abjuraciones que hubieron de hacer los arrianos convertidos, las profesiones de fe, por ejemplo: «Yo, el rey Recaredo, teniendo en el corazón y afirmando con los labios esta santa fe y verdadera confesión, la cual confiesa uniforme la Santa Iglesia por todo el mundo, por el auxilio de Dios la suscribí con mi mano derecha…». Y tras él: «Yo, la gloriosa reina Baddo, suscribí con mi mano de todo corazón esta fe que he creído y recibido».

Van así firmando todos los obispos y, una vez que han abjurado del arrianismo esos seis u ocho obispos, vienen los anatemas contra los errores, contra la teología arriana, y aparecen las condenaciones para los que defiendan tal y tal error; de tal manera que quede por completo disipada en la mente y en el corazón toda herejía.

Los que fueron obispos arrianos dicen: «En el nombre de Cristo, obispo de la ciudad de Barcelona anatematizando los dogmas de la herejía arriana arriba condenados, firmo con mi mano y de todo corazón esta santa fe católica que he creído, entrando en la Iglesia Católica». El último de estos arrianos es el de Tortosa, Zoflisco (nombre germánico): «Yo, en nombre de Cristo, obispo de la ciudad de Tortosa, anatematizando los dogmas de la herejía arriana arriba condenados, firmo con mi mano y de todo corazón esta santa fe católica que he creído, entrando en la Iglesia Católica».

Así todos van firmando. Siguen los cánones, las determinaciones del Concilio, preciosas para aquella época, que suponen un cambio muy notable en las costumbres. Por ejemplo: que no se obligue a ninguna mujer a casarse contra su voluntad; que no se obligue a ninguna mujer viuda a contraer nuevas nupcias; que no se obligue a ninguna mujer virgen a casarse en contra de su deseo de permanecer virgen.

En otro canon se establece la norma de que hay que impedir que el Estado imponga abusivas exacciones fiscales que oprimen al pueblo.

El Concilio III de Toledo y la identidad cristiana #

A partir de entonces empezó en España una época nueva. Comenzando con ella lo que se ha llamado el primer siglo de oro de la Iglesia española. Porque, ya unificados y admitida por todos la fe católica, se produjo un período de enorme esplendor. Los grandes obispos santos de aquella época, teólogos, trabajaron intensísimamente para fortalecer en la fe al pueblo, corregir sus vicios y sus errores. Hombres como San Braulio y Tajón de Zaragoza, Massona de Mérida que fue restituido a su diócesis, San Leandro y San Isidoro de Sevilla, San Quirico de Barcelona, San Eladio, San Eugenio, San Ildefonso y San Julián de Toledo; fueron hombres extraordinarios que escribieron y predicaron para adoctrinar a los clérigos y a todo el pueblo de modo excepcional.

Ved, como detalle demostrativo de lo que estoy diciendo, un fragmento de una carta de San Braulio de Zaragoza a San Isidoro de Sevilla. San Isidoro había enviado a San Braulio el libro de los Sinónimos y pide a cambio que Braulio le mande el comentario de los Salmos 51 al 60, de San Agustín. Pero éste pide con insistencia a San Isidoro que le envíe las Etimologías, su obra más notable. Se las había pedido varias veces y no las había recibido. Cansado de la tardanza, le escribe esta carta en que dice: «Si no me equivoco, han pasado ya siete años desde que te estoy pidiendo, a lo que recuerdo, los libros de los Orígenes escritos por ti; y tú, cuando estaba contigo, me engañaste con mil evasivas, y después que me separé de ti no me has contestado al objeto sino sutiles pretextos diciéndome unas veces que no estaban terminadas, otras que no tenías copias, otras que mi carta se había perdido y otras muchas excusas; hemos llegado hasta el día de hoy y seguimos sin que mi petición haya tenido resultado. Por ello voy a cambiar mis súplicas por quejas, de suerte que lo que no he conseguido con ruegos lo logre zahiriéndote con reproches… A veces, en efecto, los mendigos sacan provecho de sus gritos intemperantes. ¿Por qué, pues, mi señor, no quieres darme lo que te pido? Has de saber una cosa, no te voy a dejar, dando a entender que no me importa lo que me niegas, sino que insistiré y volveré a insistir hasta que reciba y consiga, de acuerdo con la invitación de nuestro Redentor, que dice: Buscad y encontraréis. Y añade: Llamad y se os abrirá. ¡Qué curioso! He buscado y busco aún; estoy llamando, por eso doy voces hasta que me abras. Me consuela el descubrimiento de esta táctica; tal vez tú, que no hiciste caso a mi súplica, atiendas mis reproches. En consecuencia, te sigo tus propios argumentos que bien conoces. No me atrevo, presumiendo como un necio, añadir nada nuevo, porque soy un ignorante y tú un sabio (no era ignorante San Braulio, no); pero no me avergüenza, pese a mi torpeza, hablar contigo, porque me acuerdo del consejo del Apóstol que nos manda soportar con agrado al ignorante (le recuerda que no puede tener escondidos los talentos que Dios le ha dado, porque le pedirá cuenta de ellos). Esos dones que posees no son sólo para ti, sino para provecho de los demás; tú eres sólo administrador de esas riquezas… Vuelvo al único remedio que tengo y que ya he citado, es decir, a la impertinencia, en la que se refugian los traicionados en la amistad y los desprovistos de los dones que tienen los demás miembros relevantes. Oye, pues, mi voz, no obstante la distancia que nos separa… (¡Qué humildad, qué insistencia! No hay melosidad, sino una repetición insistente, recognoscitiva de la categoría de San Isidoro; pero al mismo tiempo le hiere un poco, le tiene que herir un poco a San Isidoro, la fuerza reclamativa, amistosa, muy viva, tal como la expresa San Braulio). Devuélveme, devuélveme lo que me debes, que eres siervo, siervo de Cristo y de los cristianos, para que puedas ser tú el mayor de todos nosotros y no rehúses hacer partícipe a nuestras almas sedientas y atormentadas por el ansia de saber… La gracia que sabes que te ha sido confiada, es en razón de nosotros; te hago saber, en consecuencia, que los libros de las Etimologías, que te solicito, están ya, aunque mutilados e incompletos, en manos de muchos; por eso te ruego que me envíes una copia íntegra, corregida y bien ordenada, no sea que llevado por mi amistad me vea obligado a tomar, de otros, vicios por virtudes».

San Braulio no se conformaba con cualquier cosa; pedía el libro completo, revisado por el mismo Isidoro. Al fin, éste le envió las Etimologías, junto con otros libros; pero –y otro detalle que conmueve– las mandó sin corregir a causa de su mala salud, diciendo que tenía pensado enviárselas para que él mismo las corrigiera, porque él ya no podía. ¡Estos eran los hombres de aquella época de la Iglesia visigótica!

Mas, en el 711, todo se derrumba ante la invasión musulmana. La monarquía visigótica se hundió para siempre. Las manifestaciones culturales de la vida cristiana dejan de existir en muchos lugares.

Entraron en España, atravesaron la península y muy pronto llegaron hasta el norte, excepto a aquellas zonas donde los cristianos se refugiaron y desde donde empezó la Reconquista, a la que nos referimos con sólo los nombres de Covadonga y Don Pelayo. ¡Siete siglos de lucha!

Comentaba yo esto un día con el Papa, al hablar del XIV Centenario que estamos celebrando y sus consecuencias. El Santo Padre, que conoce bien la historia de España, dijo: «Es admirable esa historia vuestra; que estuvieseis luchando siete siglos en defensa de la fe cristiana no se ha dado en otras partes. Parece –añadió– que todo lo iba disponiendo Dios para que, cuando ya vino la paz y vino la unidad nacional con los Reyes Católicos, ante el descubrimiento de América, ese pueblo vuestro que se había forjado así, con tanta fuerza y con tanto ardor en la lucha en defensa de la fe, desplegase todas sus energías a través del Océano, hacia América… Parece como si Dios hubiera querido disponer a vuestro pueblo así».

Porque lo importante de esta época de la Reconquista, lo explica muy bien Julián Marías en un libro publicado recientemente: La España inteligible, es que el pueblo español quiso durante esos siete siglos seguir siendo cristiano y católico. No accedió a las solicitaciones de la civilización arábiga, que era en muchos aspectos más seductora que la que aquí se tenía. Si nuestras comunidades cristianas hubieran aceptado a los árabes, como sus antepasados aceptaron a otros invasores, se habrían evitado muchísimos sufrimientos. No lo hicieron. Hubo defecciones, como siempre; pero el pueblo como tal se mantuvo en unión con sus reyes y con sus caudillos militares, y mantuvo su fe con fidelidad admirable.

Los musulmanes no se explicaban, a veces, por qué resistían tanto los españoles; querían éstos recobrar sus territorios, sí, pero –como dice Marías–, lo que buscaban ante todo era mantener su fe y que les dejaran libres con sus creencias. La lucha heroica de la época de la Reconquista fue impulsada por amor a los valores religiosos de la fe católica, con la cual estaba identificado el pueblo. Tal es el aspecto positivo de la Reconquista. Con la particularidad de que, mientras aquí se peleaba continuamente en los campos de batalla, en el resto de Europa, lo que es hoy Francia, Italia, etc., vivían con tranquilidad las comunidades cristianas el progreso de su fe. En la época en que Santo Tomás de Aquino escribe la Summa Theologiae o compone el Pange lingua, unos pocos años antes, aquí se ha tenido que librar la batalla de las Navas de Tolosa.

Y todavía más cerca de las fechas en que Santo Tomás enseña en la Sorbona o en Nápoles, aquí Fernando III el Santo conquista Córdoba en 1236, Jaén en 1246 y Sevilla en 1248. Combate tras combate, pero siempre en nombre de la fe. Y a la vez hace que se levanten catedrales, como la de Toledo, en los territorios conquistados. Siguieron celebrándose Concilios; aparece Alfonso X el Sabio, que compone las Cantigas de Santa María y el Código de las Siete Partidas. Y surge la Escuela de Traductores, de Toledo. Y brillan hombres tan eminentes como San Raimundo de Peñafort, el mejor canonista de su tiempo; y don Rodrigo Jiménez de Rada, el gran Arzobispo de esta Sede toledana, alma de las grandes empresas de su tiempo.

Debo terminar.

A partir de 1492, lograda por los Reyes Católicos la unidad nacional y libre ya nuestro territorio de la presencia musulmana, todo quedó dispuesto para la gran empresa de la civilización de América y Filipinas, que no hubiera sido posible sin la unidad católica tan fervorosamente mantenida desde la conversión de Recaredo, en el III Concilio de Toledo.

De todo ello nos hablaba con palabras que nos han conmovido, el primer día de la Semana, el Sr. Cardenal Alfonso López Trujillo, al referirse a lo que fue la evangelización de América. No hablo de la conquista, en la cual se dieron abusos por parte de nuestros soldados, como siempre se han dado en ese género de empresas, cuando un pueblo trata de conquistar a otro. Hablo de la evangelización. Y cuando leo que se calcula que desde el primer misionero que llegó a América hasta nuestros días han ido unos doscientos mil misioneros españoles, tengo que rendirme y ponerme de rodillas ante lo que significaba una Iglesia que ha sido capaz de hacer lo que ha hecho.

Esto se debe a la unidad católica. De no haber sido así, sin unidad católica, hubiéramos estado divididos unos contra otros, católicos, protestantes, y nos hubiéramos consumido en estériles divergencias.

¿Que hubo defectos? Pero tengamos presente lo que cualquier historiador y hombre juicioso se ve obligado a advertir: no juzguemos los acontecimientos del pasado con criterios de nuestro tiempo de hoy. Hubo defectos en la lucha contra el protestantismo; hubo intemperancias en la Contrarreforma; hubo, pues, un exceso de intervencionismo por parte de los reyes. Aquí mismo tenemos una víctima, cuyo recuerdo nos hace sufrir cada vez que pensamos en él: el arzobispo Carranza. Mas no se puede negar que se realizó un esfuerzo tremendo por la pureza de la fe.

Hasta nuestros días y hacia el futuro #

La unidad católica se mantuvo frente a todo peligro de escisión por motivos doctrinales o políticos. Los procedimientos, a veces, no fueron correctos, hemos de reconocerlo. Pero los valores positivos son muchos más altos. Esta unidad de fe contribuyó poderosamente a que, en los siglos XVI, XVII y XVIII, existiera en España una paz interior, social y política, superior a la de cualquier otro país europeo.

He aquí, a este respecto, la afirmación que hace también Julián Marías en otro libro: La España real. Habla del siglo XIX y dice: El siglo XIX se descompone en diversos aspectos de la realidad española y su imagen nos perturba y confunde indeciblemente, porque suelen proyectarse a nuestra historia entera fenómenos muy recientes; por ejemplo, la creencia de que España es un país dominado por la discordia, dispuesto a las guerras civiles…

La verdad es que España es uno de los países europeos menos desgarrados por luchas internas. Los reinos cristianos de la Edad Media luchan entre sí rarísimas veces, infinitamente menos que franceses, italianos o británicos entre sí. No hay nada equivalente a las guerras civiles religiosas de Francia en el siglo XVI. Desde 1713 a 1808 hay un siglo blanco de concordia insuperable. La invasión napoleónica, la opresión absolutista de Fernando VII, la intervención francesa de 1823, los Cien Mil Hijos de San Luis, la desarticulación de las regiones, todo esto introduce los gérmenes de la discordia hasta hacer posible que se hablase más tarde de las dos Españas. Expresión que nunca tuvo el menor sentido hasta entonces, gracias a la unidad religiosa.

En el siglo XIX, como consecuencia de la invasión francesa y de la siembra de doctrinas disolventes y de actitudes políticas adversas, es cuando empieza a cuartearse esa unidad con las dolorosas guerras civiles, que para el pueblo tenían también, en ciertos lugares y ambientes, carácter religioso (carlistas, etc.). Se promulgó alguna Constitución que rompía la unidad católica; pero pronto fue abolida y se volvió a la situación anterior.

En el siglo XX el catolicismo siguió siendo la religión oficial, la del Estado, que con el paréntesis de la República y de los años de la guerra civil, siguió siéndolo hasta que en 1978 se aprobó la nueva Constitución española, que hoy tenemos, con la cual desaparece el Estado confesional.

Nuestra situación es muy distinta. Para comprenderla y entender bien lo que debe ser nuestro comportamiento hoy, os aconsejo la lectura sosegada de los documentos que se han publicado con motivo del XIV Centenario del III Concilio de Toledo, que estamos conmemorando: el de la Comisión Permanente del Episcopado Español, La fe católica de los pueblos de España; y la Carta, extraordinariamente elocuente del Cardenal Casaroli, Secretario de Estado, dirigida al Arzobispo que os habla y a toda la Iglesia Española.

7 de Julio 1989. Toledo.

1 R. García Villoslada, Introducción a la Historia de la Iglesia en España, vol. 1º, Madrid 1979, XLII-XLIII.