Discurso en la clausura del sínodo diocesano (1991)

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Discurso en la clausura del sínodo diocesano (1991)

Discurso pronunciado en la clausura del Sínodo diocesano, 23 de noviembre de 1991. Publicado en BOAT, mayo-junio 1992, 75-77.

Hermanos todos:

Hemos llegado al final del Sínodo, cuyos trabajos preparatorios comenzaron en 1986, con tan limpio deseo de realizar un servicio a nuestra Diócesis de Toledo, dentro del marco de lo que la Iglesia pide hoy a sus hijos.

Somos herederos y beneficiarios del Concilio Vaticano II, y de todo lo que a lo largo de esta etapa particular se nos ha ido ofreciendo entre alegrías y sufrimientos. Las luces han sido más abundantes que las tinieblas, y, durante todo este tiempo, desde que terminó el Concilio, el Magisterio de la Iglesia no ha cesado de ofrecer enseñanzas que, examinadas en su conjunto, ayudan a todos a caminar con toda seguridad hacia el futuro. Porque necesitamos seguridad y no incertidumbre.

1. En nuestra Diócesis de Toledo, al igual que en otras, era muy necesario realizar un esfuerzo de reflexión, tendente a lograr una renovación en los modos de pensar y actuar personales, en las instituciones y estructuras, con el deseo de hacernos más capaces de poder servir mejor en las tareas de la evangelización y el apostolado.

Pero tenía que ser un esfuerzo que hiciéramos conjuntamente, unidos todos en la meditación y en la caridad, y buscando el auxilio de la gracia de Dios en nuestra oración personal y comunitaria, para que el resultado de nuestras deliberaciones fuese provechoso, orientador y comúnmente participado, aunque no fuese perfecto. Esto es lo que quería hacerse y se ha hecho en el Sínodo, lugar de encuentro y camino de hermanos que avanzan, como una familia unida, hacia un horizonte, que nos espera en la meta lejana de nuestras aspiraciones, a la que sólo se llega cumpliendo bien lo que nos pide nuestra conciencia responsable, tal como aparece en la cercanía inmediata del servicio que prestamos a la Iglesia y al mundo, según nos lo pide el Señor de los talentos.

2. Cuando alguien pregunte en el futuro qué hacía la Iglesia de Toledo aquellos –es decir– estos años del Sínodo, no dejará de oírse una voz que responda diciendo lo mismo que Pablo VI imaginaba que respondería alguien a quien preguntase en el futuro qué hacía la Iglesia en los años del Concilio. La respuesta sería y es: amaba: «Amaba con corazón pastoral», todos lo saben, si bien es muy difícil penetrar la profundidad y la riqueza de este amar… Amaba la Iglesia de nuestro Concilio –aquí de nuestro Sínodo– con corazón misionero. El amor que anima nuestra Comunión, no se aparta de los hombres, no nos hace exclusivistas ni egoístas. Precisamente todo lo contrario, porque el amor que viene de Dios nos forma en el sentido de la universalidad: nuestra verdad nos empuja a la caridad. Recordad el aviso del Apóstol: Veritatem facientes in charitate. «Obramos la verdad en la caridad» (Ef 4, 15). Aquí, en esta magna asamblea, la manifestación de dicha ley de la caridad tiene un nombre sagrado y grave: se denomina «responsabilidad» (Discurso de Pablo VI, 10 de septiembre de 1965, con motivo de la cuarta y última sesión del Concilio).

3. Yo también apelo a ese amor, a esa responsabilidad. A partir de ahora, nuestro Sínodo es pan para la mesa diaria en que la familia diocesana come y se alimenta: no quita nada de la gran legislación de la Santa Iglesia, sino que la supone y la presenta, haciéndola familiar en ese conjunto de artículos de las Constituciones finales para que los documentos eclesiales en que se inspiran, junto con las aplicaciones que se dictan para el bien de la concreta realidad diocesana de Toledo, nos ayuden a todos a cumplir mejor con nuestra misión.

Los cuatro libros en que aparecen divididas las directrices de nuestro Sínodo se resumen en estas cuatro llamadas que hace el Espíritu a nuestra Comunidad Diocesana:

Primero: Haced más hermoso el rostro externo y visible de la Iglesia, para que sea más fácil y hacedero llegar a comprender el misterio de su corazón.

Segundo: Proclamad la Palabra de Dios, id por el mundo y predicad, pregonad el Evangelio de Cristo, haciéndolo vida vuestra, y ayudad a que los demás también lo hagan de la suya, una catequesis permanente, un servicio al Verbo Encamado, a la Palabra que se nos dio para nuestra salvación.

Tercero: Meditad, orad, celebrad los misterios de la fe, buscad la túnica de Cristo y tocadla con vuestras manos, uníos con Él para tomar parte en el gran sacrificio de alabanza y reconciliación, cantad el Credo todos juntos, recordad a los Santos, vuestros hermanos, buscad el perdón y acercaos a la fuente preciosa de la Eucaristía; no os olvidéis nunca de la Virgen del Sínodo y de todos los Sínodos, de la vida particular y colectiva de los hijos de la Iglesia.

Cuarto: Vivid la caridad, servid a vuestros señores los pobres, curad sus llagas, organizad vuestros esfuerzos, pero, sobre todo, alimentad en el Corazón de Cristo Jesús el fuego que ha de hacer arder el vuestro, para que nunca se canse de promover el amor y la justicia.

De esto nos hablan los cuatro libros. Meditadlos mil veces, perfeccionadlos, añadid a lo que es de todos lo que cada uno de vosotros puede aportar como suyo, no para romper la armonía coral de vuestras voces unidas, sino para hacer más potente el sonido y más fina la modulación.

4. En estos momentos, nuestra Iglesia Diocesana, como lo ha hecho siempre en el transcurso del Sínodo, se coloca en actitud de súplica al Señor para pedirle que con su gracia ayude a todos. Sacerdotes, comunidades, religiosas, familias cristianas y seglares todos, a una profunda conversión del corazón, para ponernos al servicio del Reino de Dios en la tierra, suplicando su intercesión poderosa a Nuestra Señora, Santa María del Sínodo, como así la hemos llamado al contemplarla en medio de nuestros trabajos, en la bella imagen que lleva este título, tan graciosamente expresivo de la maternidad eclesial que la acompaña…