Visión sobrenatural en la Medicina de una época de crisis

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Visión sobrenatural en la Medicina de una época de crisis

Conferencia pronunciada en el Colegio Mayor «Menéndez y Pelayo», de Valladolid, el 21 de mayo de 1962.

He examinado atentamente el enunciado de los temas, que ilustres conferenciantes han expuesto en este Colegio Mayor dentro del ciclo general «Humanismo y espíritu en la medicina de nuestro tiempo». Medicina y arte; la medicina y el saber filosófico; forma y función en la medicina; medicina, individuo y sociedad, etc. Claramente responden tales títulos a esa llamada al humanismo que parece haber sido propósito de quienes organizaron el cursillo. Lamento no haber sido uno más entre los oyentes de tan insignes maestros.

El programa no habla sólo de humanismo, sino también de espíritu: «Humanismo y espíritu en la medicina de nuestro tiempo». Me pregunto si puede haber un auténtico humanismo que no lleve consigo un respetuoso reconocimiento de los valores del espíritu. Indudablemente no. Estoy seguro que así han sabido demostrarlo quienes han expuesto los temas anteriores, tan cargados de significación humana. Pero aun cuando así sea, la reflexión directa sobre el espíritu está justificada. Esta es la tarea que me ha sido encomendada a mí esta noche. Visión sobrenatural –dice el título de la conferencia– en la medicina de una época en crisis. Ya lo veis. Nos situamos de golpe en las más altas cumbres del espíritu. El paisaje que se nos invita a contemplar pertenece a los dominios de Jesucristo Redentor. Gracias a Él sabemos qué es lo sobrenatural. Voy a exponer mi pensamiento en forma de meditación, dividida en varios puntos. Empecemos.

El ídolo caído #

¡Qué pena da ver sufrir al hombre! Yo os confieso –confío que no os parecerá mal– que más de una vez me he sorprendido a mí mismo a punto de llorar, al entregarme a una de estas meditaciones sobre el destino humano, inducido por mi propia inclinación personal y también por naturales exigencias de mi condición de sacerdote, propicia a esta clase de consideraciones. ¡Qué terrible acumulación de sufrimientos y dolores!

Me asomo al balcón de mi casa y veo a la gente que pasa por la calle. Un grupo de muchachos, miembros quizá de una tuna universitaria, que ríen y cantan. Dentro de unos años, algunos de ellos serán profesionales fracasados, esposos sin amor, amigos traicionados. Un hombre robusto y corpulento que, sin saberlo, lleva dentro de sí la enfermedad que le va acercando al sepulcro. Una muchacha, hermosa y atractiva, cuya belleza sólo despierta codicia en el que pasa a su lado. Una mujer, madre de familia, vencida por el cansancio, atónita ante la rapidez con que se han evaporado las ilusiones de su juventud. Y así siempre. Enfermedades, muerte, odios, venganzas, soledad del corazón, incomprensión, falsedades, turbios apetitos, efímera duración de la alegría, fatiga en el trabajo, ingratitud, separación y ocaso de las personas queridas. Y lo más triste es que el hombre no quiere esto. Nadie quiere morir, pero muere. Nadie –a no ser los anormales– quiere ser malo, pero lo es. Y todos seguimos exaltando al hombre, conscientes de que en él hay un valor inmenso, y amando y queriendo y enorgulleciéndonos de lo que en lo humano de la vida existe, aunque todos suframos, por nosotros mismos o como consecuencia de la acción de los demás, la pesadumbre y opresión angustiosa de esas fuerzas desencadenadas que nos abaten y nos dominan.

Y si del hombre-individuo pasamos al hombre-grupo o colectividad social, étnica, política, ¿qué podemos ver? Independencia política, ardientemente deseada por pueblos que hasta ayer eran dominados por otros, y para conseguirla, torrentes de sangre. Revoluciones y cambios, intencionalmente dirigidos a conseguir un mayor bienestar (Rusia, China, Cuba), y millones de asesinatos y muertes violentas. Pueblos poderosísimos que por su misma opulencia (gigantesco poderío de Norteamérica) podían dedicarse a gozar tranquilamente de sus riquezas, y en contra de todas sus previsiones y determinaciones (aislacionismo), se ven obligados a despilfarrar su dinero y sus hombres por todos los mares, cielos y tierras del mundo. Naciones de antiguo esplendor, Alemania, Francia, España, con profundas divisiones internas que hacen precaria la paz de que disfrutan.

Examinad también las formas de civilización y de cultura. Técnica aplicada a todos los usos de la vida, cientifismo como idolatría, libertad sin límites para el goce y el amor, productividad, comunicación sin fronteras, vértigo de la velocidad, pero luego resulta que la técnica nos aplasta en las grandes ciudades y se ansia más que nunca disponer de un pequeño espacio verde que nos permita imaginarnos que estamos en el campo para no ahogarnos. El cientifismo, idolatría de la química y la biología, nos deja sin respuesta a las preguntas de la filosofía de todos los tiempos. La libertad para amar y gozar sin freno nos ofrece películas de cine y fines de semana y reuniones múltiples en que los instintos animales aparecen tan decrépitos y nauseabundos como siempre, con más sedas y perfumes sin duda, pero también con un cortejo macabro de suicidios, traiciones y drogas. Productividad, y las tres cuartas partes de los seres humanos pasan hambre y miseria, para lo cual lo único que se les ocurre a los modernos dictadores es la planificación de la natalidad, convirtiendo el amor del hombre y la mujer en puro espasmo sexual, sucio y mutilado. Comunicación sin fronteras, hermosa conquista de nuestros días, pero todavía llena de recelos y desconfianzas, limitada a unos pocos que ven en los demás un obstáculo más que un amigo. Velocidad y prisa sistemática para ir de un sitio a otro y verlo todo, sin reflexionar en nada, agitados como pobres muñecos por los eslóganes de la propaganda y las fórmulas hechas que convierten al adorador de la libertad en un subproducto incapaz de elegir por sí mismo ni siquiera los muebles de su casa o la línea de sus trajes.

Nada de esto, queridos amigos, constituye un motivo para el orgullo, sino más bien para sentirse humillados. Precisamente porque son hechos dolorosos, reveladores de una trágica impotencia humana, ya que se relacionan con aspiraciones nobilísimas y grandiosas, pero frustradas. Conocer, amar, producir, dominar, son afanes nobles que engrandecen al hombre, pero, desviados de su cauce y no sometidos a un orden superior, terminan por hacer del hombre una víctima. Esto es lo que, al ser contemplado, produce un irreprimible sentimiento de congoja.

El hombre se convierte en ídolo de sí mismo, y aparece inevitablemente el ídolo caído. El hombre tiene una luz que ha de guiarle, pero la apaga. Entonces enciende la suya propia, con la cual se ciega. «Una llama próxima –decía Malebranche– parece más grande que una estrella». La humanidad de hoy sufre más que antes: primero, porque han aumentado los sufrimientos morales; segundo, porque no han disminuido los sufrimientos físicos; tercero, porque al conocernos más y en mayor número unos a otros, la noticia y conocimiento del dolor se hacen más abrumadores. Hasta los habitantes de las aldeas más apartadas oyen hablar diariamente de muertes, de amenazas, de riesgos catastróficos, de peligros, de guerras, de accidentes continuos. Dicen que esto insensibiliza. Sólo hasta cierto punto. Porque inevitablemente se extiende la congoja, el escepticismo, la indiferencia cruel, el egoísmo, la desconfianza, y todo esto también es dolor y sufrimiento.

Vosotros, los médicos #

Pues bien, a este hombre que sufre, vosotros los médicos os acercáis para curarle y ofrecerle alivio en su dolor. Digo, vosotros, los médicos, y este modo de hablar constituye una precisión importante. La medicina no es nada. Sois vosotros, los médicos, los hombres que sois médicos, quienes os acercáis a curar a los hombres que están enfermos. Esta es una afirmación fundamental que nos sirve de punto de partida. Se trata de una relación del hombre con el hombre. El médico, al actuar conscientemente, no lo hace sólo en nombre de una técnica científica, sino de acuerdo con las exigencias de su propia condición humana que le acompañan siempre. Además, la enfermedad, a cuya curación se va a entregar, afecta no a un miembro de un determinado organismo, sino a una persona humana también: no existen órganos enfermos, sino seres humanos que padecen enfermedad en uno u otro órgano. Por último, en el encuentro del médico con el enfermo lo que ha motivado la llamada del enfermo y la presencia del médico es el dolor.

Es decir, lo humano nos envuelve y nos rodea por todas partes, en el que sufre, en el que pretende curar, en el mismo sufrimiento, que por ser de quien es, dará lugar a la desesperación o la piedad, la angustia o la confianza serena, la paciencia heroica y sublime o el gemido iracundo y violento. Más aún, con frecuencia, el dolor del enfermo hará sufrir también al médico, aunque éste lo rechace, y hasta llegará a llorar –¿no os ha sucedido alguna vez?–, cuando vea que, a pesar de sus esfuerzos, todo ha sido inútil y la muerte ha entonado, triunfadora una vez más, su negro canto de victoria. Si esto es así, hay que hablar de la medicina de una manera distinta a como muchos lo hacen. Tiene otras exigencias que las que puedan tener las ciencias físico-químicas o las matemáticas.

Me imagino el primer caso que se dio, en los comienzos de la humanidad, de un médico y un enfermo. En medio de la noche o a la radiante luz del día, un hombre se sintió morir. No se conocía lo que era la muerte. El que acudió en su auxilio, atónito y desconcertado ante aquel ocaso imprevisto, sufrió también, le dio su calor, su respiración, sus manos, sintió que temblaban su propio corazón y su alma, luchó con frenesí, y terminó llorando al comprobar que su voz ya no era oída y que estaba en presencia de un cadáver. Había actuado el amor, sin el cual el hombre no es hombre. Algo semejante a esta escena que imagino sucedió siglos más tarde, en otra imaginada por Jesús, el Médico divino, cuando nos presentó al buen samaritano como ejemplo de amor al que sufre.

¿Por qué este amor al hombre, que no hay que razonar, puesto que se impone él solo por encima y a pesar de todas las maldades? ¿Por qué es y será siempre monstruosa la falta de piedad con el hombre que sufre? ¿Por qué una voz interior nos dice que así debe ser, y que lo que no debe ser es la indiferencia cruel, el desprecio del dolor y de las causas que lo motivan, la catalogación del enfermo entre los seres inútiles, como si se tratara de escoria o de cenizas? ¿Por qué esa lucha tenaz y épica, a lo largo de la historia de la medicina y la cirugía, para atenuar el dolor, y librarnos de la enfermedad y de la muerte, aun cuando vemos que no lo conseguimos? Si la medicina es exclusivamente una fuerza bioquímica para salir al paso de la disgregación de los tejidos y la muerte, nos veríamos obligados a confesar que era la única ciencia y profesión cuyo constitutivo esencial es el fracaso.

«Afrontando el problema de la enfermedad, el médico, quiéralo o no, debe tomar posición ante el destino humano. Si no reconoce algo más allá de los fenómenos bioquímicos, ¿no confiesa implícitamente el fracaso de todos sus esfuerzos? Ahora bien, es ésta una actitud contra la cual se resiste no solamente el sentido íntimo de todo individuo, sino esa larga marcha secular, esa valerosa y tenaz progresión que registra la historia de la medicina»1.

Pero, ¿por qué hablar de medicina como de un valor independiente del hombre, que se presenta ante él con sus reglas y exigencias propias como puede presentarse la atmósfera o una máquina? ¿Por qué hablar así, si todo cuanto la medicina encierra de observación, análisis y terapéutica, es fruto y plasmación del ser humano en favor de sus semejantes? No tiene reglas propias e independientes del hombre, sino que es el hombre mismo en cuanto lucha para atenuar las consecuencias del gran drama del sufrimiento humano. El estudio anatómico del cuerpo, la observación de sus funciones fisiológicas, el análisis de la célula y su desarrollo, no tienen significación por sí mismas, sino en cuanto son necesarias para dirigir mejor la mirada de conjunto sobre el que padece. Y el que sufre y padece es siempre un hombre con su cuerpo y su alma, una persona humana dotada de pensamiento y libertad, un ser misterioso anhelante de vivir y de prolongarse en una existencia sin límites.

Un ser misterioso, sí, porque el hombre es un misterio indescifrable a la sola observación de nuestros sentidos. Hay en él eso que llamamos espíritu, que no sabemos lo que es, pero que existe y penetra toda su personalidad y nos induce a pensar que es hijo de Dios. Por ahí encontramos la respuesta a las preguntas que antes hacía sobre por qué el hombre es amado, y la indiferencia ante el dolor es monstruosa, y la lucha contra la enfermedad y la muerte una permanente exigencia de nuestra condición. Le amamos, y sufrimos con su dolor, porque en él hay algo de Dios.

Acercarse a él como si fuera únicamente nervios, músculos y sangre, es una profanación y una torpeza fabulosa. Una profanación, porque ello lleva consigo el olvido irreverente de lo más noble que el hombre tiene, su espíritu, y una torpeza, porque ese modo de proceder no logrará explicar nada. Absolutamente nada. Cuando, obedeciendo a una visión tan limitada y pobre del hombre, el médico se retira impotente del lugar en que el enfermo agoniza, jamás podrá dar una respuesta a ese grito último del moribundo que es todo un desafío a la ciencia médica: «¿por qué he de morir?, ¡yo no quiero morir!, ¿por qué, Señor, por qué?». Si se dice que la muerte se produce porque se paraliza el corazón, o por asfixia, ello equivaldría a decir que se muere porque se muere, y nada más, lo cual parecería un sarcasmo, si no fuera lo que es: la obligada confesión de la más dolorosa de las limitaciones.

Pero si se admite la presencia de Dios y la condición misteriosa del hombre que es también espíritu, y la significación teológica de la enfermedad, el dolor y la muerte, entonces la perspectiva cambia radicalmente. La medicina ya no se presentará despectiva y presuntuosa, sino que será el médico, el hombre médico, el que acudirá, humilde y sabio, al lado del paciente, con amor de humanidad, con respeto a quien permite el drama, para luchar y combatir hasta donde sus fuerzas lleguen, con esperanza, con moderación, consciente de que está en presencia de un ser humano, de una persona, de un hijo de Dios como él y, por consiguiente, será cuidadoso de sus palabras, de sus consejos, de las medidas y determinaciones que ha de tomar, para que su acción o sus omisiones no sean nocivas a aquella criatura que tiene entre sus manos. Esta actitud de reverencia y amor es la que tendría ese primer médico imaginado en presencia del primer enfermo. La naturaleza de las cosas la reclama y la exige. No tiene por qué ser distinta la de un médico de hoy, aunque trabaje como un anónimo analista, como un maestro de la cátedra, como un cirujano admirado, como un clínico famoso rodeado de sus discípulos y colaboradores. Si no obra así, no contribuirá, en la proporción que hay derecho a pedirle, a la reducción del sufrimiento y la salvación del hombre.

La armadura de la fe #

Esta concepción del hombre y su misterio, y la consiguiente aceptación del modo como debe ser tratado por el que a él se acerca cuando sufre, sólo resisten las duras pruebas a que son sometidas, cuando el alma del médico se ve amparada por la armadura de la fe. De lo contrario, es fácil que se abran brechas en la postura humanista que defendemos. Y ya sabéis lo que ocurre: roto el muro, no hay quien contenga las aguas. Si se mutila el concepto esencial del hombre en una mínima parte, el camino está abierto para una mutilación más amplia y para la destrucción total. La fe íntegra y consecuente es la verdadera defensa.

¿Cómo ha sido tratada la fe por la medicina y por los médicos? Injurioso sería, para quienes tan dignos son de ser amados, generalizar sin distinción. Me temo, sin embargo, que un examen atento del problema nos llevaría a la conclusión de que muchos médicos, si no la mayor parte, y muchas de las actitudes doctrinales y prácticas de la ciencia médica, han ignorado las realidades de la fe, a veces las han combatido, frecuentemente las han contemplado con una mezcla de superioridad orgullosa y desdeñosa indiferencia. Me refiero principalmente a los grandes maestros de la medicina y a sus discípulos del siglo pasado y primera mitad de éste.

Tienen a su favor dos atenuantes. El primero es el ambiente científico en que se educaron. El positivismo de Hipólito Taine y Augusto Comte lo iban a resolver todo y nos entregarían un mundo sin enigmas. La etapa de Dios había pasado, y sería sustituida definitivamente por la de la ciencia, cuyos triunfos eran innegables. Había que ser ateo e incluso admitir que ello constituía una hermosa tarea, por cuanto se trataba de explicar los hechos por la fuerza natural de las cosas sin hacer intervenir indebidamente a un Dios desconocido. «El ateísmo –había escrito un gran creyente, Pascal– indica fuerza de espíritu», y lo tomaban al pie de la letra, olvidados de que Pascal añadía: «pero sólo hasta cierto punto»2.

El segundo atenuante nace, creo yo, del propio campo de trabajo en que el médico opera. El médico es el que más se acerca al hombre, a su intimidad física y moral, pero lo hace en momentos en que la belleza humana se eclipsa, cuando reinan las sombras, cuando el valiente luchador se ha convertido en un despojo con sus vísceras rotas, desnutridas, acaso malolientes. Se da la paradoja de que cuando el hombre se ve más obligado a descubrir su secreto es cuando éste tiene menos de hermoso y de atractivo. ¿Cómo no sucumbir a la tentación de creer que todo es materia, y triste y pobre materia? Es la impresión que sufre todo estudiante de medicina al familiarizarse poco a poco con la miseria de la enfermedad y la descomposición cadavérica. Un poco más, y se llegará a decir con ingenua e insultante suficiencia que el pensamiento y el amor no son más que secreciones e instintos; la fe, un atavismo inconsciente o un asidero en el naufragio; la santidad, una sublimación de la soberbia; la mística, una forma elevada del erotismo. Es decir, terminan haciéndose materialistas los que tan prolongado trato tienen con la materia.

Pero la verdad es que ni esta conclusión precipitada es científica, ni aquella concesión al ambiente en que muchos se educaron, está justificada. Son, a lo sumo, atenuantes que pueden invocarse en un pliego de descargos, y nada más. Precisamente por ser hombres de ciencia estaban obligados a una mayor y más prudente cautela en sus afirmaciones. De haberla tenido, habrían podido comprobar varias cosas:

1º) Que ante las dificultades contra la fe es necesario adoptar una actitud de paciente espera, seguros de que aquéllas se disipan. «Diez mil dificultades –escribió Newman– no son una duda» (Apología pro vita sua) y añadía, como hombre que había experimentado aquello de lo que hablaba, que no hay relación «entre el hecho de captar estas dificultades, por vivas y por extensas que sean, y el de concebir la menor duda con respecto al misterio que las hizo nacer». «No hay que extrañarse que la solución no aparezca con la prontitud con que el problema ha sido planteado; a menudo supone grandes esfuerzos y se conquista a caro precio; es preciso observar, investigar, reflexionar, no obstinarse sobre una posición, no aferrarse a una actitud, hacer una prudente crítica, no sólo de lo que se considera como la tesis adversa, sino de las ideas propias, y, lo que todavía es más difícil, de sí mismo, lo cual exige un desinterés, una abnegación, un desprendimiento, una docilidad a la verdad sola, que son virtudes laboriosamente obtenidas y que jamás son conquistas que puedan considerarse como definitivas; y durante todo ese tiempo la dificultad no es sólo un objeto de pensamiento, sino que puede ser vivamente sentida hasta la saciedad, hasta el desgarro, pues ‘no porque alguna materia esté dura –ha escrito San Agustín– está recta, o lo que está insensible está sano’ (Ciudad de Dios), y ni siquiera se debe ceder a una secreta y orgullosa complacencia por tal angustia, sino continuar trabajando sin pensar en sí, sin siquiera tener la certidumbre de llegar a ver resuelta la dificultad uno mismo; la solución, en efecto, puede estar en el progreso de otra ciencia que aquella de la cual parecía en principio que había que depender, o en un movimiento general de las ideas, cosas que superan las posibilidades individuales».

«Queda uno estupefacto al ver qué ideas más pobres esgrimió Voltaire, el inteligente Voltaire, el rey Voltaire, contra el catolicismo a lo largo de su vida, por otra parte con una fluidez inagotable, y una gracia chispeante, que nada añaden al valor del fondo, y de que al cabo de tanto tiempo, después de Voltaire, sea todavía eso lo que parezca suficiente a todos los volterianos. Nadie se cuidará hoy de inquietarse por ello. Pero cuando más cerca de nosotros, leemos las objeciones que a Renan le parecieron decisivas contra la Sagrada Escritura, nos vemos obligados a comprobar que ningún exégeta de nuestro tiempo las tomaría en serio»3.

2º) Es cierto que a la hora en que cae fulminado por la muerte, se diferencia muy poco el cuerpo de un Lope de Vega, una Santa Teresa de Jesús, un Pío XII, del cadáver abandonado de cualquier desconocido de vuestros hospitales y parece que todo es, una vez más, pobre y triste materia inerte. Pero, ¿con qué derecho nos olvidamos de las horas de plenitud que esos hombres vivieron, cuando en ellos brillaba la luz del espíritu? ¿Qué hubo en Pío XII para que, a su muerte, pudiera decir el presidente Eisenhower que, desde aquel día, el mundo era más pobre? A ningún médico, a ningún hombre de ciencia le es lícito negar la realidad de Dios y del espíritu, so pretexto de que no pueda ser comprobada experimentalmente, conforme a las exigencias del método científico. Esto es dar por supuesto lo que hay que probar, a saber, que no existen tales realidades.

«Para la ciencia, tal como se la entiende hoy, explicar es enlazar un hecho a sus condiciones observables, de tal modo que, una vez puestas las condiciones en las mismas circunstancias, se esté seguro de obtener el hecho. Ha de excluirse todo recurso a la intervención de otro orden, pues eso sería salir de la ciencia. Por consiguiente, en el plano de la experiencia científica jamás se debe hacer intervenir a Dios como hipótesis explicativa. Hay así, si se quiere emplear tal expresión, una especie de ateísmo de principio, planteado por exigencia del método. Los hechos se alinean como sobre un plano horizontal, cada uno en su rango, unidos a sus antecedentes necesarios y suficientes, sin que ninguna acción vertical, por decirlo así, sea admitida para turbar su riguroso ordenamiento. Resulta de ello una manera particular y exclusiva de tratar la experiencia: el mundo aparece como un conjunto de datos que hallan su explicación unos en otros; no ha de considerarse nada más, ninguna otra especie de valor que el de los hechos, ningún otro modo de interpretación que el enlace con la ley; si nos atenemos a este punto de vista, el mundo se basta a sí mismo».

«Nada es más legítimo en sí que este procedimiento de abstracción, con la sola condición de que nos acordemos de que es el procedimiento de abstracción propio de las ciencias de la naturaleza; por otra parte, ha sido probado con demasiado éxito para que lo vayamos a discutir ahora. El riesgo está en convertir este método en una doctrina absoluta, en decir no ya sólo ‘por rigor de procedimiento me abstendré de considerar los hechos, a no ser bajo este aspecto’, sino nada hay real más que lo que observo de esta manera, y todo se reduce al aspecto al cual me atengo’. No se trata ya entonces de ciencia positiva, sino de esa especie de positivismo doctrinal que se ha llamado cientifismo, palabra tan pobre como pobre es la cosa. Resulta uno engañado así por su propio procedimiento, porque olvida uno que se trata de un procedimiento; tras haberse impuesto voluntariamente unos límites, acaba uno por ser su prisionero inconsciente; el mundo aparece como una enorme máquina sin alma, porque en un principio habíamos decidido –cosa que olvidamos en el momento de comprobar los resultados– que no retendríamos de él sino lo que tuviera de mecánico. Rendimos aquí culto a un instrumento de conocimiento transformado en visión total y exclusiva de la realidad, y rechazamos del mundo tranquilamente a Dios porque Él no había de figurar en el marco de un método de trabajo; una vez más hemos hecho un absoluto de un mero producto humano, hemos fabricado un ídolo y el verdadero Dios vivo ha resultado así excluido. El viejo profeta podría reaparecer y repetir: ‘No saben, no distinguen, porque están cerrados sus ojos y no ven’»4.

3º) De haber tenido esa prudente y sabia cautela, no se habrían precipitado tampoco a hacer acusaciones infundadas, o bien dando como conquistas definitivamente logradas lo que son meras hipótesis, o bien señalando como irrisorio lo que nunca había defendido la Iglesia como una posición dogmática.

«Dios no puede negarse a sí mismo –afirma el Concilio Vaticano I–, ni lo verdadero contradecir a lo verdadero. La vana apariencia de esta contradicción nace, lo más a menudo, del hecho de que los dogmas de la fe no son comprendidos o expuestos conforme al pensamiento de la Iglesia; o bien del hecho de que algunas opiniones hipotéticas son miradas como decretos de la razón» (Constitución De fide, c. VI, 3).

«Nada tiene de asombroso que, en la época en que el cristianismo halló en su camino la cosmología antigua, fuera pensando dentro de su marco. La idea más nueva es siempre recibida por unas mentes que no están vacías, y sin que eso la deforme en sí misma, en lo que la constituye esencialmente, suele refractarse así en unas imágenes particulares. El hombre no puede pensar sino conforme a lo que él es y no puede pensar más que con lo que tiene. Pero la fe religiosa no se funde por eso con la concepción que un siglo y una civilización particulares se hayan forjado de la naturaleza, como tampoco se identifica con las admirables y cándidas imágenes que adornan nuestras iglesias; Miguel Ángel, por ejemplo, no creía que Dios fuera aquel hombre resplandeciente de poderío y de majestad que en el techo de la Capilla Sixtina despierta con la punta del dedo la vida y el pensamiento en el cuerpo de Adán. Del mismo modo, cuando los cristianos hablan del Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, poco importa la idea que del cielo y la tierra pueda darles la ciencia en el tiempo en que proclaman su fe. El Dios de los cristianos, el Dios vivo, es el Eterno, lo cual quiere decir, no ya que dura siempre, sino que está fuera del tiempo, y, desde ese momento, ¿qué nos importa el número de los siglos por el cual contamos la duración de nuestro mundo? Dios es el inmenso, lo que no quiere decir que se extienda indefinidamente por el espacio hasta los límites del universo, sino que no está en el espacio y que la idea de límite no puede aplicarse en modo alguno al Infinito, y desde ese momento, ¿qué nos importa la distancia de la más lejana de las nebulosas? Más aún, lejos de sentirnos desconcertados por la magnificencia indefinidamente desplegada del mundo, en la que nos introduce nuestra ciencia, tal vez tengamos nosotros que encontrar allí la ocasión de una ‘conciencia más profunda del misterio de Dios’ (Dubarle, L’homme devant la science, p. 409). ‘Obligados a superar así nuestras estrechas medidas, nos liberamos de algún modo de nuestros vínculos y nos abrimos por la admiración, por el respeto de esa silenciosa y ordenada grandeza, a una idea, que, aunque sin duda sigue siendo demasiado pobre –y lo sabemos–, es, sin embargo, un poco menos indigna de Aquél cuyas huellas lleva el mundo’»5.

4º) Por último, esa calma, paciente y sabia, de haber existido, habría evitado al médico tener que hacer rectificaciones humillantes, aunque sólo sea con su silencio. ¿Qué han conseguido con decir: ‘puesto que no puede ser explicada satisfactoriamente la presencia del mal y del dolor en la vida, sobre todo el sufrimiento del inocente, la idea de Dios debe ser suprimida’? El único logro ha sido destruir el camino por donde puede hallarse una explicación, si tenemos presente a Jesucristo Crucificado, y aumentar el dolor al eliminar la esperanza.

Dijeron también: el progreso es lo único que importa, la investigación incesante, el trabajo en equipo, el perfeccionamiento de las técnicas de exploración y de intervención posterior, la ciencia, en fin, sin más límites que sus leyes inmanentes. De ahí a decir que no puede haber una medicina cristiana no hay más que un paso. Y también se dio, y se dijo. Pero al que lo dice, la lógica le obliga a sacar otra consecuencia, esta vez aterradora. Luego no hay por qué respetar las exigencias del orden moral ni en la investigación médica ni en la aplicación de sus resultados. Esto es espantoso.

Si no hay freno moral para la planificación de la natalidad, ¿con qué derecho nos vamos a oponer a la planificación del pensamiento y de la libertad por medio de los ingenieros de almas en el universo concentracionario, a que aspiran Kruschef o Mao Tse Tung? Si es lícita la eutanasia por conmiseración hacia el que sufre, ¿por qué no ha de estar permitida la cámara de gas para librar a la magnífica raza aria de la contaminación de los judíos? Si se puede experimentar en el ser humano sin respeto a una personalidad o anestesiarle transitoria o definitivamente sin límite alguno, ¿por qué oponernos al empleo del pentotal, la orthetrina, el actedron, para lavar el cerebro y convertir al hombre en un pingajo? Si la fecundación artificial de la mujer es permitida, ¿a qué hablar más del cuarto mandamiento y por qué sorprendemos de los establos de reproducción humana instalados por la China comunista? En fin, si la relación sexual del hombre y mujer ha de tener vía libre, porque así lo exige la naturaleza para evitar desequilibrios, ¿por qué lamentarnos de que se desequilibre también la paz del hogar, puesto que los hijos y las hijas, y la esposa y el esposo, pueden sentir la necesidad de restaurar su equilibrio por el camino que les apetezca?

¡Qué verdad es que no se puede burlar a Dios impunemente y que a la larga, en esta burla, es siempre el hombre el que sale perdiendo!

«Se objetará –decía Pío XII al Congreso de la Asamblea Mundial de Sanidad en 1949– que las ideas morales constituyen un obstáculo grave para la investigación y el trabajo científico. Sin embargo, los límites que hemos trazado no son, en definitiva, un obstáculo para el progreso. En el campo de la medicina no ocurre de modo distinto que en los otros campos de la investigación, de las tentativas y de las actividades humanas: las grandes exigencias morales obligan a la marea impetuosa del pensamiento y del querer humano a deslizarse, como el agua de las montañas, por un lecho determinado; la contienen para acrecentar su eficacia y su utilidad; le sirven de dique para que no se desborde y no cause estragos, que jamás podrían ser recompensados por el aparente bien que persiguen. Aparentemente, las exigencias morales son un freno. De hecho, aportan su contribución a lo que el hombre ha producido de mejor y de más bello para la ciencia, para el individuo, para la comunidad»6.

«Y el Verbo se hizo carne» #

Terminemos nuestra meditación, señores. Puesto que es el hombre el que sufre y el que se siente amenazado, los intentos y esfuerzos que se hagan para salvarle o aliviarle habrán de estar de acuerdo con lo que la naturaleza humana necesita. Y el hombre necesita a Dios. ¿Por qué suprimirle, si de verdad se quiere salvar al hombre? ¿Por qué empeñarse en apagar la luz del espíritu? ¿Es acaso porque haga preguntas a las que no sabemos responder? Es inútil que os molestéis, las preguntas seguirán haciéndose. ¿Por qué la vida? «Admitid que una vez no hubo nada –decía Bossuet– y nunca habrá nada». ¿Por qué el universo y sus leyes? ¿Quién las ha fijado? Eternos interrogantes que serán siempre formulados por el hombre y que exigen respuesta.

No permitáis que «la medicina» actúe. No tiene ningún derecho. Sois vosotros, los médicos, los hombres médicos, los que tenéis que actuar. Al acercaros a un enfermo, vosotros sois también tan enfermos como él y lo mismo que necesitan ellos, lo necesitáis vosotros. La medicina como pura ciencia, o es un instrumento que vosotros debéis usar adaptándola a las exigencias vuestras –las del hombre–, o es un intruso que os traiciona y os hace prisioneros de sus métodos.

Sé que decís que también vosotros tenéis preguntas que hacer y que no obtienen respuesta. ¿Por qué el mal? ¿Por qué el dolor de esos niños inocentes, ciegos, epilépticos, tarados para toda una vida? Hay respuesta. Existe el pecado, la solidaridad humana, Jesucristo con su pasión y su muerte, con su cruz. ¿Por qué rechazar a Jesucristo? ¿Por qué no admitir sus milagros? Él es el gran Salvador de todos los tiempos. Su moral es positiva y elevadora. Si dice a la medicina o la ciencia que no se puede hacer tal o cual cosa con el hombre, no es porque no se pueda hacer, es porque se debe hacer algo distinto y superior, cuidar de su destino inmortal. La moral cristiana es toda, toda, toda, amor a Dios y al hombre. Amor y siempre amor. ¿Por qué no se entiende así, y se oculta esta verdad a los estudiantes? Vivimos una época en crisis, que quiere decir transformación, cambio radical y profundo. Las épocas cambian, pero el hombre es el mismo, con sus penas y sus alegrías, con su esperanza y su desilusión. Yo pido a la medicina una visión sobrenatural, es decir, que respete los valores de la fe y sus ordenaciones morales, porque de lo contrario mata a los hombres, aunque momentáneamente cure sus cuerpos. Que no se salga de su terreno. No se trata de poner límites a sus investigaciones, sino a sus derechos, límites que nacen de sus deberes. Que reconozca que ha nacido para servir al hombre hijo de Dios, no un ser forjado en el laboratorio de los sabios, según su capricho. ¿Quién no se gozará con sus avances y sus logros?

«La célula –decía hace unos días en el Ateneo de Madrid el doctor Jiménez Díaz– considerada como la unidad orgánica por antonomasia, es susceptible en la actualidad de ser observada, merced al microscopio electrónico, con aumentos cincuenta mil veces mayores. El estudio de las hormonas y de las síntesis más íntimas del organismo permite abrigar para un próximo futuro fantásticas posibilidades terapéuticas»7.

Cuando se escuchan frases así, el corazón se abre a la esperanza. Ello no obstante, seguirán el dolor, la enfermedad y la muerte. El hombre seguirá sufriendo y preguntándose por qué sufre. Para entonces, la mirada a Jesucristo en la cruz. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra para morir. El dolor tiene un sentido de expiación y de redención. La muerte, también. Una visión sobrenatural no se escandaliza por el hecho de que nos tropecemos con dolores inexplicables. Ni permite caer, no ya en la desesperación, pero ni siquiera en el estoicismo de un Camus, por ejemplo. Sabe que un drama no puede ser juzgado, mientras no se representen todos sus actos. Jesucristo nos ha asegurado que el acto final tiene lugar más allá de este mundo, cuando, al ver a Dios, comprendamos el sentido de todas las cosas.

Cuando pido a los médicos y a la medicina una visión sobrenatural en esta época de crisis, no les pido nada anticientífico. La fe se mueve en una órbita distinta de la ciencia, pero perfectamente compatible con ella.

Todos cuantos tenemos el privilegio de ser escuchados, no sé por cuanto tiempo todavía, sacerdotes, médicos, juristas, profesores, tenemos también la responsabilidad de no abdicar. Si ocultamos la gran verdad, o porque no creemos en ella, o porque no nos atrevemos a examinarla, no somos más que técnicos más o menos brillantes, diseñadores de un oficio, pero ya no podremos iluminar el pensamiento y la libertad de los demás, que ha sido siempre la más noble tarea de un humanismo rectamente entendido. Si los hombres no hallan respuesta en nosotros, cada vez nos abandonarán más, y se extenderá pavorosamente el desolador vacío del mundo. Yo no pido a los médicos que se conviertan en ministros de lo sagrado. Es suficiente ser ministros y servidores de los valores humanos. La palabra, el consejo, la abstención, cuando el caso lo requiere, la referencia al espíritu, el ejemplo práctico, sobre todo, la atención a la persona del enfermo, la totalidad de la persona, aspecto en que insiste la medicina moderna, el amor interior a Jesucristo, serán actitudes que por sí mismas difundirán la luz.

Cuando cerramos los ojos y, libres del ruido, nos recogemos en el interior de nosotros mismos, una fuerza que asciende desde lo más profundo de nuestro ser nos pone en contacto, aunque oscuramente, con Aquél que es la «fuente de la vida y el pensamiento que construye el Universo». Amamos, y nos parece que nuestro amor puede llegar a identificarse con el Amor universal que ha creado todo. En esos momentos estamos presintiendo y como adivinando lo que es la eternidad, a la cual aspiramos indefectiblemente. Nos persuadimos entonces de que la muerte tiene que ser sólo un accidente pasajero, y que esa Vida y ese Amor nos llaman para abrazarnos.

«El verdadero sabio sabe muy bien que su ciencia no ha tocado nunca, ni tocará jamás, el fondo de lo real, ni lo que hay de esencial en la creencia en Dios y en la inmortalidad.»

Aun admitiendo el evolucionismo, tal como lo permitiría aceptarlo la doctrina católica, lo único que sabríamos es que partiendo de la célula viva se había llegado hasta los mamíferos y que con el hombre aparecía un nuevo ser dotado de pensamiento, conciencia y libertad. Habríamos descubierto el proceso, pero nada más. «¿En qué puede contradecir esta representación de las etapas de la vida en nuestro universo a la creencia en Dios, en el alma inmortal?» Más aún, aunque en el laboratorio se llegase a construir una célula viva, la única consecuencia es que habríamos aprendido a realizar lo que un día fue realizado. Pero ¿quién lo realizó por vez primera y por qué? Y, ¿de qué lo hizo?

«Se invoca el azar, explicación cómoda, pero que no soluciona nada, pues explicándolo todo, no explica nada. ¡Azar esa disposición de los átomos en moléculas! ¡Azar el paso de la molécula a ese núcleo-proteína! ¡Azar ese crecimiento repentino de organismos multicelulares y esos progresos sucesivos de la planta al animal, del reptil a pájaro, del bruto al pensamiento, de esa lenta maduración de la vida en su progreso hacia la conciencia y la libertad, a pesar de tantas dificultades, de tantos obstáculos, de tantos fracasos aparentes, pero siempre provisionales y finalmente superados! ¡Qué prodigiosa acumulación ,de dichosos azares, continuados, triunfantes, para explicar que un universo que parte de la confusión y de la dilatación de una masa nebulosa de corpúsculos elementales llega, finalmente, a esa condensación, a esa concentración de vida sobre nuestro planeta, a esa transformación progresiva de la tierra por esta humanidad, surgida un día de su seno como la más desprovista, las más inerme, la más desnuda de todas las especies animales»8.

«Y es preciso explicar que antes de este mundo, antes de esta vida, ha habido algo de qué hacer este mundo y crear esta vida: una plenitud de ser, de quien hemos recibido todos nosotros nuestra partecita de existencia. Todo lo que aparece hoy, este universo inmenso, estos hombres, estas civilizaciones, estas máquinas, esta ciencia, debían ser posibles desde siempre so pena de no haber aparecido jamás. Ahora bien, lo que contiene y condiciona desde siempre todas las posibilidades, todas las virtualidades que se han desarrollado y se desarrollarán aún, esa realidad misteriosa, anterior a todo y superior a todo –pues todo lo que comienza a partir de ella, que participa en su existencia, en su duración, en su poder, en su inteligencia, le está necesariamente subordinada–, esa realidad, habla a nuestro corazón como una persona. Dice a Moisés: ‘Yo soy el que soy, YAHWEH’, y en Jesús, por otra parte el más humilde y el más dulce de los hombres, nos declara: ‘Antes que Abraham existiese, existo Yo’»9.

He aquí lo que es Dios para el cristiano. No es ese anciano de barba blanca que imaginan los niños y los pueblos de niños, menos aún un ídolo de piedra o de madera, sino esa realidad, a la vez inmanente y transcendente en el mundo, en toda la vida, en todo espíritu de este mundo. Inmanente, porque no hay ser sino por ella; transcendente, porque supera infinitamente a todo lo que hay y a todo lo que puede haber de ser en este mundo, puesto que ninguno puede existir sin ella y porque está delante y más allá de todo lo que comienza y de todo lo que acaba.

1 Pío XII, Discurso al XIV Congreso Internacional de Historia de la medicina, 18 septiembre 1954: DER, XVI, 149.

2 B. Pascal, Pensées, edición de E. Havet, París, 1891,492.

3 Emile Blanchet, Ausencia y presencia de Dios, Madrid 1958, 68-69.

4 Cf. ibíd. 71 y 73.

5 Cf. Ibíd. 62-64.

6 Pío XII, discurso a la Asamblea Mundial de Sanidad, 27 de junio de 1949: DER XI, 219.

7 Artículo publicado en Ya, de Madrid, el 17 de mayo de 1962.

8 Miguel Riquet, El cristiano frente a la vida, Bilbao 1949, 145-146.

9 Ibíd. p. 148-149.