El ecumenismo y la Europa unida

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El ecumenismo y la Europa unida

Disertación leída en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, en la sesión del día 21 de enero de 1986.

El pasado año tuve el honor de hablar aquí, ante ustedes, de lo que está haciendo la Iglesia de hoy en relación con el ideal de la Europa unida. Hube de referirme, naturalmente, al movimiento ecuménico como a uno de los factores influyentes y significativos de ese esfuerzo de la Iglesia, por lo que tiene de posibilidad de unión de los espíritus.

Una Europa dividida en las creencias religiosas hará siempre más difícil la unidad en los intereses económicos y políticos. Y, al revés, la mayor unidad religiosa en una fe común fortalecería los lazos culturales y humanos que han de unir a los hombres y a los pueblos.

Con lo cual no quiero yo decir que, si tuviéramos la misma fe, desaparecerían ipso facto los conflictos y enfrentamientos. La historia demuestra lo contrario. Pero, indudablemente, la unidad sería mucho más completa y hermosa si, apoyándose en lo que Bergson llamó un suplemento de alma, del que carecía nuestra civilización actual, llegáramos a profesar todos los cristianos –hablo de éstos– el mismo Credo.

Mi exposición será necesariamente un tanto árida, porque se trata de ofrecer a ustedes una serie de datos, recogidos de las revistas especializadas y de las informaciones de la Santa Sede, que permiten entender el proceso que se está siguiendo en este campo del ecumenismo desde que hace veinte años fue aprobado en el Concilio Vaticano II el decreto Unitatis redintegratio. Ustedes son hombres que saben pensar y medir y, por lo mismo, valorar estos hechos a los que me voy a referir.

Divisiones cristianas #

Europa, la vieja Europa, heredera de las culturas orientales, madre y seno fértil de la actual civilización, extendida por todo el mundo, no sólo está dividida geográfica, económica y políticamente, sino también en su organización espiritual y cristiana. Ha sido toda ella cristianizada, desde Gibraltar hasta los Urales y de Sicilia a Escandinavia. Aunque no escenario de los misterios de la redención obrada por Cristo, ha sido el área de la primera y máxima expansión misionera de los Apóstoles y sus sucesores. Gloria suya es haber recibido y encarnado en sus pueblos y su cultura el Evangelio, que ha fomentado en ella, a través de su historia, no exenta de sombras y tensiones, la convivencia, ha creado las universidades y ha favorecido el progreso en todas sus múltiples y excelentes manifestaciones.

Pero sobre este trasfondo de amplia y sólida solera cristiana, se han producido al correr de los siglos graves y profundas divisiones religiosas, que todavía perduran y merman su vigor continental. Evoquémoslas en sus líneas fundamentales.

Mundo ortodoxo #

Cristo fundó una sola Iglesia sobre el fundamento de los Apóstoles y la roca de Pedro, «permaneciendo eternamente Jesucristo mismo como piedra angular definitiva y pastor de nuestras almas»1. Pero al iniciar, después de Pentecostés, su expansión apostólica fuera de Jerusalén, entre judíos y gentiles, por el ámbito del Imperio Romano y más allá del mismo, «en esta una y única Iglesia de Dios»2, surgieron, ya desde los comienzos, controversias y tensiones. Unas las reprueban los Apóstoles3; otras, nacidas posteriormente, cristalizaron en escisiones que todavía perduran, como los nestorianos en el 435; los monofisitas o jacobitas en el 475; los armenios en el 490, localizados actualmente en Rusia, Rumania y Turquía; los coptos de Egipto en el 550 y los etíopes en el 640. Pero la más importante de todas estas rupturas, que incide directamente sobre Europa, es el gran Cisma de Oriente.

Tras el Edicto de Milán del 313, dando libertad a la Iglesia, el emperador Constantino estableció el 330, en Bizancio, la capital del Imperio Romano de Oriente, que recibió el nombre de Constantinopla en atención al emperador; y el título honorífico de «nueva Roma». La importancia adquirida en la administración civil fue extrapolada, por influencia de los emperadores, al orden eclesiástico. El canon 3 del Concilio I de Constantinopla del 381 concedió, por deseo del emperador y motivos exclusivamente políticos, el primado de honor, después del obispo de Roma, al obispo de Constantinopla. Desde entonces empezó un largo proceso de distanciamiento y fricciones eclesiásticas entre la «nueva» y la «antigua» Roma, acumulando mucha exacerbación por ambas partes, hasta que explotó en 1054 con la recíproca excomunión del patriarca de Constantinopla Miguel Cerulario por el legado pontificio Humberto de Silva Cándida, y del Papa León IX por el mismo Miguel Cerulario.

Con la sede de Constantinopla se separaron también de la comunión con Roma los otros patriarcados del Oriente, que siempre habían definido y mantenido la fe ortodoxa de los ocho primeros concilios ecuménicos. Por eso a estos cristianos se les llama «orientales» u «ortodoxos». La Iglesia quedó dolorosamente dividida en dos mitades: la oriental y la occidental, los ortodoxos y los católicos.

Atendiendo, pues, a esta génesis, las Iglesias ortodoxas son la Iglesia que hunde «sus raíces en el Evangelio, en la Resurrección, en Pentecostés, en la predicación de los Apóstoles»4. El Concilio Vaticano II las presenta con mucho respeto y admiración, cuando «recuerda a todos que en Oriente hay muchas Iglesias particulares o locales florecientes, entre las que ocupan el primer lugar las Iglesias patriarcales, muchas de las cuales se glorían de tener su origen en los mismos Apóstoles… No debe olvidarse tampoco que las Iglesias de Oriente tienen desde su origen un tesoro, del que la Iglesia de Occidente tomó muchas cosas para su liturgia, su tradición espiritual y su ordenamiento jurídico. Y se ha de estimar como es debido el hecho de que los dogmas fundamentales de la fe cristiana sobre la Trinidad y el Verbo de Dios encarnado de la Virgen María hayan sido definidos en los concilios ecuménicos celebrados en Oriente. Las Iglesias orientales han sufrido y sufren mucho por conservar esta fe… Por eso el sagrado Concilio exhorta a todos a que tengan la debida consideración de esta peculiar condición de las Iglesias que nacen y crecen en Oriente y de la índole de las relaciones que entre éstas y la Sede romana existían antes de la separación, y a que se formen una recta opinión de todas estas materias»5.

«Tienen verdaderos sacramentos y, sobre todo, por la sucesión apostólica, el sacerdocio y la Eucaristía», que celebran con mucho esplendor en sus liturgias, «consiguen la comunión con la Santísima Trinidad, hechos partícipes de la divina naturaleza». «Ensalzan con hermosos himnos a María siempre Virgen, a quien el Concilio ecuménico de Éfeso proclamó solemnemente santísima Madre de Dios, para que Cristo fuese reconocido verdadera y propiamente Hijo de Dios e Hijo del hombre, según las Escrituras». «Honran también a muchos santos, entre ellos a los Padres de la Iglesia universal», de cuya doctrina teológica y mística viven. «Desde la época gloriosa de los Santos Padres», cultivaron «la espiritualidad monástica» y dieron origen al monaquismo, de donde «procede, como de su fuente, la institución religiosa de los latinos, que aún después tomó nuevo vigor del Oriente». Por eso, son Iglesias que conservan «un riquísimo patrimonio litúrgico y espiritual», que pertenece a «la plenitud de la tradición cristiana»6 y fomenta grandemente la vida cristiana en los fieles y en el mundo.

Según estadística de la publicación «Oriente Católico», de la Congregación para la Iglesia oriental, los cristianos ortodoxos son unos cien millones, pertenecientes a los países de la Europa oriental, principalmente Rusia, Rumania, Bulgaria, Constantinopla y Grecia. A causa de su especial concepción de la Iglesia y de la estrecha relación de ésta con el Estado, se han reorganizado en diversas Iglesias autocéfalas o independientes, según las naciones donde residen. Por eso el mundo ortodoxo hoy cuenta con esta distribución de Iglesias:

  • Patriarcado Ecuménico de Constantinopla.
  • Iglesia ortodoxa de Grecia.
  • Iglesia autocéfala de Chipre.
  • Patriarcado autónomo de Alejandría.
  • Patriarcado autónomo de Antioquía.
  • Iglesia autónoma de Finlandia.
  • Patriarcado ortodoxo de Moscú.
  • Iglesia ortodoxa de los Países Bálticos.
  • Catolicado ortodoxo de Georgia.
  • Iglesia autocéfala de Polonia.
  • Iglesia autocéfala de Checoslovaquia.
  • Iglesia autónoma de Hungría.
  • Patriarcado autónomo de Rumania.
  • Patriarcado autónomo de Bulgaria.
  • Iglesia autocéfala de Albania.
  • Patriarcado ortodoxo-serbio de Yugoslavia.

Reforma protestante #

Cinco siglos más tarde, en la primera mitad del XVI, se repite, en el centro de Europa, la misma conmoción de divisiones cristianas, que se había dado a principios del XI en la parte de Oriente. Entonces se produjo la separación de la Iglesia ortodoxa; y ahora se desprenden, en Occidente, de la Iglesia de Roma las Iglesias nacidas con motivo «de los sucesos comúnmente conocidos con el nombre de Reforma protestante»7. «Primero surgió la Iglesia evangélico-luterana; pasó después la Iglesia evangélico-reformada; y finalmente, la Iglesia anglicana, que recibió la impronta interior de las dos precedentes»8.

Las causas de estas escisiones son profundas y complejas; y no es el caso de adentrarse en ellas. A principios del siglo XVI hubo un vasto y cualificado clamor de reforma fundamental de la Iglesia, tanto en la cabeza como en los miembros, que no se atendió debidamente, hasta que se desencadenó el movimiento cismático y revolucionario extra-eclesiástico, que fraccionó la Iglesia occidental. Las figuras que suscitaron y acaudillaron esta subversión anticatólica y anti romana fueron, sobre todo, el monje agustino Martín Lutero, el sacerdote Zwinglio y el teólogo Juan Calvino.

Formado en el nominalismo de Ockham, Lutero sufrió una radical transformación interior, pasando del realismo cristiano al subjetivismo de la fe, entendida como confianza en Dios, que no imputa los pecados al hombre, sino que lo adopta como hijo en atención a la justicia y los méritos de Cristo, único Mediador entre Dios y los hombres. De ahí los axiomas de toda su construcción religioso-intelectual: solo Dios, sola la gracia, sola la Biblia y sola la fe. Poseído por esta intuición, como si fuera la quintaesencia del Evangelio, reaccionó vehementemente contra todas las instituciones católicas de la Iglesia e incitó a las autoridades y a las poblaciones civiles a abandonar la antigua Iglesia de Roma y adherirse a la nueva forma de religión cristiana. El Papa León X lo excomulgó el 3 de enero de 1521.

Pero el movimiento luterano adquirió desde ese año proporciones masivas. Dada la decadencia moral y eclesiástica de la época, a las ideas de Lutero se adherían contagiosamente y en bloque, junto con los príncipes y los súbditos, los obispos, sacerdotes, monjes y religiosos desertores del celibato, de la disciplina y de la fe de la Iglesia tradicional. De esa forma, unos cincuenta años más tarde, habían dejado de ser católicas, para hacerse evangélico-luteranas, dos terceras partes de Alemania, toda Dinamarca, Noruega, Islandia, Suecia, Finlandia, Estonia, Lituania; y amplias zonas de Polonia, de Hungría, de Moravia y de Transilvania.

Seducidos por la innovación de Lutero, la adoptaron con su peculiar característica Zwinglio y Calvino en Suiza. De ellos nació el evangelismo reformado. Calvino lo impuso con tesón y violencia en Ginebra, desde donde se propagó por Suiza, Países Bajos, Francia, Polonia, Hungría, Escocia e Inglaterra. Con él la expansión del protestantismo se hizo mucho más amplia, abarcando no sólo a la Europa septentrional, sino también a la central y occidental.

Tras esta revuelta, el mapa cristiano de Europa aparecía notablemente cambiado. La mayor parte de los países hasta entonces católicos del centro y del norte se habían separado de la antigua Iglesia. Una sangrante herida espiritual, que había de influir negativamente en el futuro de Europa.

Los principios del luteranismo y del calvinismo son radicales. Todos parten de su concepto de la justificación. Como en el proceso de la conversión, el hombre no puede ni necesita dejar de ser pecador para salvarse, de ahí la oposición apasionada, con que iniciaron su movimiento, no sólo a las indulgencias, sino también a los sacramentos, al culto de los santos, a la actuación de la jerarquía y a cualquier práctica católica tendente a la renovación interior y exterior del hombre. Como, por otra parte, lo esencial es la fe y la confianza en Dios, que salva en Cristo y por Cristo, a pesar de nuestros pecados, sin el concurso de las obras, de ahí la estima y veneración a las Sagradas Escrituras, única fuente donde pueden descubrir esta omnímoda certeza fiducial en Dios. En ellas, «invocando al Espíritu Santo, buscan –dice el Concilio– a Dios, como a quien les habla en Cristo, preanunciado por los profetas, Verbo de Dios encarnado por nosotros»; y «contemplan la vida de Cristo y cuanto el divino Maestro enseñó y realizó para la salvación de los hombres, sobre todo los misterios de su muerte y su resurrección»9.

Con las luces recibidas de esta meditación de la Palabra de Dios, «confiesan públicamente a Jesucristo como Dios y Señor y Mediador único entre Dios y los hombres, para gloria del único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo»; y «tienden hacia Cristo como fuente y centro de la comunión eclesiástica. Movidos por el deseo de la unión con Cristo, se ven impulsados a buscar más y más la unidad y también a dar testimonio de su fe delante de todo el mundo»10, quizás con el secreto propósito de que todos piensen como ellos.

Administran el bautismo, que celebran como una manifestación de fe, y el rito de la Santa Cena, que, aunque «no conserva la genuina e íntegra sustancia del misterio eucarístico», «mientras conmemoran en ella la muerte y resurrección del Señor, profesan que en la comunión de Cristo se significa la vida; y esperan su glorioso advenimiento»11. De donde resulta que «la vida cristiana de estos hermanos –concluye el Vaticano II– se nutre de la fe en Cristo y se robustece con la gracia del bautismo y con la Palabra de Dios oída. Se manifiesta en la oración privada, en la meditación bíblica, en la vida de la familia cristiana y en el culto de la comunidad congregada para alabar a Dios», que «presenta a veces elementos valiosos de la antigua liturgia común»12.

A la fe con que creen en Cristo, que «produce frutos de alabanza y acción de gracias por los beneficios recibidos de Dios», unen también «un vivo sentido de justicia y una sincera caridad para con el prójimo. Esta fe activa ha producido no pocas instituciones para socorrer la miseria espiritual y corporal, para cultivar la educación de la juventud, para humanizar las condiciones sociales de la vida y para establecer la paz en el mundo»13.

Iglesia anglicana #

Entre las Iglesias separadas de la Sede romana a partir de la Reforma de Lutero y de Calvino, la anglicana «ocupa un lugar especial» por su origen, sus tradiciones y sus estructuras más o menos católicas. Junto con la evangélico-luterana y la evangélico-reformada, constituye la tercera forma fundamental del protestantismo europeo.

Los escritos de Lutero penetraron en Inglaterra hacia 1520 a través de un círculo de intelectuales de la Universidad de Cambridge. Pero la verdadera causa de la ruptura entre la Iglesia de Inglaterra y la de Roma fue la política y la actuación del rey Enrique VIII, a causa de su divorcio de la reina Catalina de Aragón y su desposorio con Ana Bolena. Ante la condenación del Papa Clemente VII, ayudado por Thomas Cramer, profesor de teología, que se había aficionado a las teorías de Lutero y Calvino y a quien el rey había nombrado arzobispo de Canterbury, Enrique VIII, en 1534, rompió totalmente la comunión con el Obispo de Roma y se auto designó jefe supremo del clero y la Iglesia inglesa. El Papa Paulo III lo excomulgó en 1538.

Tras el breve período de restauración católica de la reina María (1553-58), hija de Catalina de Aragón, la reina Isabel I (1558-1603), hija de Ana Bolena, secundó la tendencia de su padre, Enrique VIII, y consolidó el establecimiento de una Iglesia nacional. Desde entonces la Iglesia anglicana sigue separada de la católica.

En un principio la separación de la Iglesia de Inglaterra fue sólo de carácter disciplinar por la insubordinación de Enrique VIII. Pero a través de Cramer, que compuso el «Libro de oración común» y los artículos fundamentales de la constitución de la Iglesia anglicana, y, sobre todo, de Martín Bucer, que contrarrestó la influencia de Lutero, penetraron en la vida eclesial inglesa las orientaciones reformada de Calvino. Por eso, la Iglesia anglicana es una Iglesia original, distinta de las demás, en la que se yuxtaponen y mezclan elementos católicos y reformados. Mantiene la organización católica del episcopado y del culto. Pero la doctrina es de inspiración calvinista moderada. Niega el primado del Papa y se somete, como Iglesia nacional, a la corona y a la administración política del Estado. Pone a la Biblia como única norma de fe y admite la justificación por sola la fe. Reconoce únicamente los sacramentos del bautismo y la cena, entendida en sentido calvinista, esto es, rechazando su carácter sacrificial y la transubstanciación, aunque ha introducido el conservar las formas consagradas, también para el culto, y la práctica de la confesión de los pecados. El Papa León XIII, en 1896, declaró nulas las consagraciones episcopales de los anglicanos a causa de la interrupción de la sucesión apostólica, con lo que creó un nuevo y grave problema, que el diálogo ecuménico intenta resolver de cara más bien al futuro.

Dentro de todas estas confesiones protestantes, en virtud de sus mismos principios, se han dado otras muchas divisiones y subdivisiones, originándose las llamadas Iglesias libres y las sectas. Pero no descendamos a su enumeración, porque no alteran el mapa religioso de Europa y las englobamos en la consideración general de las divisiones introducidas por el movimiento de la reforma luterano-calvinista, de la que son tributarias. No obstante, conviene añadir que a raíz del Concilio Vaticano I diversos grupos de católicos, que no aceptaron la definición dogmática del primado y la infalibilidad del Papa, para recibir la sucesión apostólica –puesto que ningún obispo había apostatado con ocasión del Vaticano I–, se asociaron en 1889 con la Iglesia jansenista de Utrecht, formando entre todos la llamada Iglesia viejo-católica. En grupos minoritarios residen en Holanda, Alemania, Francia y Polonia. En nuestros días contamos también con el caso Lefebvre, contestatario del Concilio Vaticano II.

La Iglesia católica #

A lo largo de sus ya próximos dos mil años, la Iglesia católica no presenta ninguna división: permanece fiel a sí misma y a Cristo desde el principio. Ha recibido del Colegio apostólico, presidido por Pedro, la antorcha de la divina revelación, que mantiene encendida a través de las tinieblas y los vendavales del mundo y de la historia; y todavía la levanta nítida y brillante, para iluminación de todos los hombres y todos los pueblos.

Durante el siglo XIV y XV, entre 1378 y 1417, padeció la prueba del Gran Cisma de Occidente; y un poco después, 1438-1449, el cisma de Basilea. Pero los resolvió por sí misma, sin ulteriores traumas, para la unidad de la fe y la disciplina.

Aunque haya tenido alguna parte de culpa14 por su modo menos santo de proceder en las complicadas situaciones que se le presentaron, la Iglesia católica tampoco es causa activa de ninguna división, ni se ha separado de nadie. Son, por el contrario, las otras Iglesias y denominaciones cristianas las que se han apartado de ella, rompiendo la comunión de vida e incluso la integridad de la fe. Por tanto, la Iglesia católica es el árbol bimilenario de la única Iglesia de Cristo, que hunde sus raíces en el Nuevo y Antiguo Testamento, recoge la savia de toda la tradición cristiana, y atraviesa el tiempo y el espacio vivo y pujante, del que se han desgajado, más o menos, al correr de los siglos, las ramas de las otras Iglesias y confesiones, que han fraccionado en Europa y en el mundo la única herencia de Cristo, los Apóstoles y el primer milenio del cristianismo. Pero por causa de estas mismas divisiones, la Iglesia católica también padece sus nefastas consecuencias, viéndose privada de numerosos miembros e inapreciables riquezas del común patrimonio cristiano.

En Italia, Francia, España, Portugal, Irlanda, Bélgica, Luxemburgo, Yugoslavia, Austria, Hungría, Checoslovaquia y Polonia, a pesar de todas las vicisitudes, la Iglesia católica conserva preponderante mayoría en perfecta coherencia consigo misma desde los orígenes. En las demás naciones europeas, donde han sufrido los estragos de las divisiones, tanto ortodoxas como protestantes, ha recuperado una diligente minoría, que en algunos casos, como en Alemania, alcanza el 50 por 100 de los creyentes. De esta forma se ha constituido no sólo en el grupo más extenso de cristianos, sino también en una de las religiones más numerosas del mundo, que prosigue su crecimiento y expansión por el dinamismo recibido de su divino Fundador y la asistencia del Espíritu Santo.

Diferencias confesionales #

Entre todas estas Iglesias y comunidades cristianas existen múltiples y notables diferencias dogmáticas, morales, litúrgicas, eclesiales, culturales y disciplinares, que afectan gravemente a la unidad de la fe, a la constitución de la Iglesia y a la misma realidad de la salvación, que Cristo realizó y entregó a la Iglesia para transmitirla a todos los hombres de todos los tiempos y todos los lugares. No las vamos a recoger todas, puesto que se necesitarían varios tratados. Sólo resaltaremos las más significativas en relación con la Iglesia católica, que es el punto de referencia no sólo para nosotros, sino también para ellos.

Católicos y ortodoxos #

Empezando por las venerables Iglesias cristianas del Oriente, hemos de afirmar gozosamente que entre católicos y ortodoxos se da una muy sustancial comunión cristiana: tenemos el mismo sacerdocio y la misma Eucaristía, los mismos Concilios y los mismos Santos Padres, los mismos sacramentos y la misma vida, participada de Dios Padre por Cristo en el Espíritu Santo y amparada por la intercesión maternal de la siempre Virgen María, la Santa Theotokos. El Vaticano II dice que nos unimos «con vínculo estrechísimo y nos aconseja alguna comunicación con ellos en las funciones sagradas, dadas las circunstancias oportunas y con la aprobación de la autoridad eclesiástica»15; y tanto Pablo VI como Juan Pablo II hablan de que ellos y nosotros formamos «Iglesias hermanas».

No obstante, persisten algunas diferencias, que es preciso superar, para restablecer la plena comunión. Las principales son de dos clases: unas de tipo cultural, y otras de tipo dogmático.

Bajo el aspecto cultural, la mutua diversidad procede de que las Iglesias ortodoxas encarnaron muy entrelazadamente la fe cristiana en la cultura griega y otras antiguas culturas orientales, mientras que los católicos lo hemos conseguido con igual penetración en la cultura romana y occidental. Como estas culturas del Oriente y del Occidente, aunque interdependientes, son muy distintas, de ahí viene que las Iglesias ortodoxas y la Iglesia católica se extrañen unas a otras, extrañamiento que se ha ido enconando con los lamentables avatares de la historia, levantando entre ellas muros impenetrables de aversión y recelo.

En el orden dogmático, la máxima diferencia está en el primado del Papa, como sucesor de Pedro en la sede de Roma, que los orientales rechazan, aunque no en absoluto, sino tal como ellos entienden que se ha desarrollado abusivamente en Occidente. Para ellos la suprema e infalible autoridad de la fe está en el Concilio ecuménico, en cuanto sucesor de todo el colegio apostólico. Reflejo y consecuencia de esta discrepancia es la cuestión del «Filioque», más teológica que dogmática, donde ellos niegan que el Espíritu Santo proceda del Padre «y» del Hijo, originando una diversa manera de atender el mismo misterio fontal del Dios uno y trino, que también repercute en una diversa manera de concebir y organizar la liturgia, la Iglesia y la entera vida cristiana. La Iglesia católica se ha ido liberando, no sin grandes luchas y sufrimientos, del enfeudamiento al poder civil, ya del emperador, ya de los estados, mientras que la Iglesia ortodoxa ha seguido con su concepto de estrecha relación, primero con el emperador, y después con los estados, con lo que ha roto «su unidad jerárquica», dividiéndose en sus varias Iglesias autocéfalas y nacionales, según se independizaban sus respectivos territorios.

Católicos y protestantes #

La Iglesia católica y las Iglesias y comunidades protestantes han vivido durante quince siglos en la misma «comunión eclesiástica». Por eso hay entre ellas mucha «relación y afinidad». Pero a causa de «la gravísima crisis»16 que han padecido, se abrieron también entre ellas simas abismales de división.

Al establecer a la Biblia como única norma de fe, las comunidades luteranas y calvinistas o reformadas prescinden de la Tradición patrística y eclesial, de la sucesión apostólica y del magisterio jerárquico, con lo que vienen a ser como un cuerpo flácido y desarticulado, por falta del correspondiente armazón óseo. La pérdida que todo esto les ocasiona es incalculable. Carecen del sacerdocio, la Eucaristía y los sacramentos en su genuino sentido cristiano, como instrumentos de Cristo para la justificación y salvación de los hombres, que no los salva y justifica por ninguno de estos medios, sino sólo por la fe fiducial. Conservan el bautismo y la Santa Cena. Pero no son signos eficaces de la gracia. El bautismo opera en virtud de la fe, que expresa y testifica; y la Cena consiste en recordar la pasión y muerte de Cristo, para confesar y fortalecer la fe, obtener el perdón de los pecados y aumentar la vida espiritual y la inmortalidad, al aumentar la confianza en Él como único y verdadero Redentor. No implica la transubstanciación del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo; y la presencia real y substancial de Cristo no se da en las especies consagradas, sino en el acto de la celebración, en virtud, no del presidente, ni de la comunidad reunida, sino de «la primera institución».

Los ministerios ordenados, de que se proveen, aunque lleven los nombres de obispos y presbíteros, no son para actuar como canales transmisores de la salvación de Cristo, que no desciende hasta las almas por estas mediaciones humanas, sino para administrar la comunidad y colocar al frente de ella personas, que garanticen el anuncio de la Palabra de Dios y la celebración del culto y los sacramentos como medios de expresar y robustecer la fe, única que salva y justifica. Por eso, los ministros no se distinguen de los demás fieles más que en el oficio que han recibido de la comunidad; y pueden serlo incluso las mujeres. Tampoco tienen un gobierno central y unitario de todos los fieles, que sustituyen por la unión interna en el Espíritu Santo a Cristo, que es el que asegura la cohesión de todos.

Abolieron el celibato clerical y la vida religiosa. Aunque confiesan a la Santísima Virgen Madre de Dios y siempre Virgen y reconocen que en el cielo intercede por la Iglesia y los hombres, prohíben invocarla, así como el culto a los santos y los sufragios por los difuntos, puesto que no creen en la existencia del purgatorio. De ahí que no cultiven ni el santoral, ni la mariología.

La raíz de tan esenciales e importantes alteraciones de la fe tradicional de la Iglesia, tanto católica como ortodoxa, está en su teoría de la justificación por la sola fe, el artículo fundamental de su concepción del cristianismo, por el que la Iglesia está o cae y al que «nada se puede quitar o añadir, aunque caiga el cielo y la tierra y desaparezca todo»17. Como la justicia original del estado de inocencia pertenecía, constitutivamente, según Lutero, a la naturaleza humana, el hombre después del pecado original ha quedado corrompido en su propia naturaleza, incapaz de nada bueno en orden a la salvación, que sólo puede recibir de un modo puramente pasivo. Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es el único que ha realizado la redención, que el hombre sólo puede apropiarse por la fe. Por tanto, sólo la fe es la causa de la justificación y la salvación. Todo lo demás no sólo sobra, sino que incluso resulta nocivo. De ahí la enemiga intransigencia de Lutero a todo lo católico, que suponga alguna colaboración activa del hombre en el proceso de la salvación, como si se tratara de algo antidivino y anticristiano, interpuesto entre Dios y el alma.

El distanciamiento entre la Iglesia católica y las comunidades eclesiales salidas de la Reforma del siglo XVI es, pues, tremendo. Sobre la base común de la Sagrada Escritura, la fe, Cristo y el bautismo, parecen más Iglesias contrapuestas que distintas o separadas.

Católicos y anglicanos #

Aunque influenciada por el protestantismo reformado, la Iglesia anglicana es menos tajante en sus planteamientos, con lo que conserva mayor vinculación con las Iglesias católica y ortodoxas. Erige a la Biblia en norma de la fe, pero acepta también la Tradición siempre que no se oponga a la Biblia. Niega el primado del Papa, de cuya obediencia se separó; pero desea seguir con la sucesión apostólica y la constitución episcopal de la Iglesia. No admite la transubstanciación de los elementos eucarísticos, pero ha restaurado un cierto culto a la Eucaristía y a la Santísima Virgen. Ha suprimido el celibato y la virginidad consagrada, pero ha vuelto a admitir la vida religiosa. No reconoce como sacramentos más que el bautismo y la Cena, pero practica todos los demás, considerándolos como «signos eficaces de la gracia». Proclama que la justificación se obtiene sólo por la fe, pero defiende que el hombre, con la gracia preveniente, puede «querer las obras que son gratas a Dios»; y, con la gracia cooperante, puede «llevarlas a efecto». Por eso sostiene que los elegidos «siguen la gracia» y «caminan santamente en las buenas obras»18. Modificó el Oficio Divino, pero estableció una liturgia, que se basa en el salterio y la Sagrada Escritura, y consagra la misma distribución de las horas.

Esta moderación de la Iglesia anglicana se debe, en parte, a la fe católica de la nación y del rey Enrique VIII; y en parte a la idiosincrasia de los ingleses, que son por complexión conservadores y tolerantes o comprensivos de caracteres incluso antagónicos. Todo ello ha hecho que la reforma inglesa fuera más política que teológica y que se instalaran dentro de esta Iglesia en aceptable armonía elementos tan heterogéneos como los católicos y los reformados. El episcopado, la Biblia, el libro de oración común y la Corona son la base o matriz común que aglutina todas las demás divergencias, resultando una cierta síntesis de contrarios. De ahí que no carezca de fundamento la opinión de que la Iglesia anglicana, como Iglesia católica de tendencia calvinista moderada, sea una Iglesia puente entre Roma, Constantinopla y la Reforma. Dogmáticamente está más cerca de la Iglesia católica que las demás protestantes, aunque no tanto como las ortodoxas; pero culturalmente se mueve en el ámbito occidental y está en mejores condiciones de diálogo y colaboración, con sinceros deseos de unidad. Por eso puede jugar un papel importante en las nuevas tendencias del ecumenismo.

Ecumenismo actual #

Todas estas divisiones cristianas tienen que desaparecer, no sólo por las razones internas de la voluntad expresa de Cristo, la naturaleza constitutiva de la Iglesia y su misión salvífica, sino también por el proyecto común de Europa. Para el ideal de la Europa unida no basta la unión económica, social, política y cultural de sus pueblos y gobiernos, se requiere indispensablemente su unión también espiritual y cristiana. La Europa unida implica complexivamente la Iglesia unida.

La causa más profunda de la dignidad, la libertad y la comunión de los hombres está en su espíritu; y lo más elevado del espíritu humano es la fe y su relación con Dios, principio y fin del hombre y de la sociedad, que se nos ha revelado en Cristo su Hijo amado. Por eso, mientras haya en Europa cristianos divididos y diversas Iglesias, siendo unas naciones católicas, otras ortodoxas y otras protestantes o anglicanas, o todas ellas mezcladas en unos y otros lugares, es claro que no se puede hablar de unidad europea.

¿No estarán las divisiones cristianas en la base de las guerras, desórdenes y enfrentamientos que tanto debilitaron y debilitan a Europa? Ellas son las que impiden dramáticamente que la luz y la paz de Cristo reinen sobre nosotros, puesto que no dejan al Evangelio actuar con toda su fuerza transformadora. Por tanto, en sentido inverso, ¿no será la unidad de los cristianos en una sola Iglesia visible de Cristo el motor del resurgimiento de Europa en coherencia con sus orígenes y sus épocas de apogeo?

El ecumenismo moderno ha intuido la importancia y la urgencia de esta meta esplendorosa de la unión de los cristianos, como en las instituciones del primer milenio; y se ha puesto denodadamente a trabajar por conseguirla. Por eso es digno de que le prestemos un poco de atención.

El Consejo Ecuménico de las Iglesias #

En 1910 se celebró en Edimburgo una Conferencia Universal de las Sociedades Protestantes Misioneras. En el transcurso de la misma, un delegado de las Jóvenes Iglesias del Extremo Oriente, cuyo nombre no ha quedado registrado, apostrofó a la asamblea con estas clarividentes y retadoras palabras: «Vosotros nos habéis mandado misioneros, que nos han dado a conocer a Jesucristo, por lo que os estamos agradecidos. Pero al mismo tiempo nos habéis traído vuestras divisiones: unos nos predican el metodismo, otros el luteranismo, el congregacionalismo o el episcopalismo. Nosotros os suplicamos que nos prediquéis el Evangelio y dejéis a Cristo suscitar en el seno de nuestros pueblos, por la acción del Espíritu Santo, la Iglesia conforme a sus exigencias y conforme también al genio de nuestra raza, que será la Iglesia de Cristo en el Japón, la Iglesia de Cristo en la China, la Iglesia de Cristo en la India, liberada de todos los ‘ismos’ con que vosotros etiquetáis la predicación del Evangelio entre nosotros»19.

Impresionados por tan desafiante reto, algunos de los presentes se preguntaron inquietantes: «¿No cabría hacer algo, para conjurar el escándalo de las divisiones entre los cristianos?» Aquel día nacía el Movimiento Ecuménico. El obispo Ch. Brent, de la Iglesia episcopaliana de los Estados Unidos, se decidió a organizar la Comisión «Fe y Constitución», que todavía sigue promoviendo la unión doctrinal de los cristianos.

Entre los años 1914 y 1920, durante el desarrollo y las consecuencias de la primera guerra europea, se reveló la figura excepcional de Natan Söderblom, arzobispo luterano de Upsala, que, con su idea de un Consejo de Iglesias con miras a la unidad, lanzada en 1918, se convirtió en el profeta del ecumenismo. En 1925 logró reunir en Estocolmo la primera conferencia de la Comisión «Vida y Acción», que tendía a la unificación de los cristianos en las cuestiones prácticas de su actuación en el mundo. El necesario complemento teológico para la unión de los cristianos lo aportó la conferencia de «Fe y Constitución», celebrada en 1927, en Lausana.

Ambos movimientos, «Vida y Acción» y «Fe y Constitución», con sus propias características, continuaron su marcha independiente, hasta que en 1948, terminada la segunda guerra que asoló a Europa, se fusionaron en el Consejo Ecuménico de las Iglesias, en su Asamblea constitutiva de Ámsterdam. El fin de este organismo interconfesional, tal como ha sido completado en Nairobi, es procurar «la unidad visible» de todas las Iglesias cristianas, que operan en el mundo. A él no pertenecen los individuos sino las Iglesias y comunidades eclesiales, que «confiesan a Jesucristo como Dios y Salvador según las Escrituras y se esfuerzan por responder unidas a su común vocación, para gloria del único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo»20 En la actualidad abarca a más de 301 Iglesias miembros. Su sede central radica en Ginebra.

La máxima autoridad de este instrumento benemérito para las relaciones inter-cristianas reside en la Asamblea General, que se convoca, más o menos, cada seis años. La II tuvo lugar en 1954 en Evanston; la III en Nueva Delhi, en 1961, iniciado ya el Concilio Vaticano II. En todas se nota un ascendente progreso numérico, cristiano y dogmático.

Pero los primeros pasos de esta andadura ecuménica estuvieron marcados por el mutuo recelo entre Roma y Ginebra. La Santa Sede, aun admitiendo la inspiración del Espíritu Santo de este movimiento de unidad entre los cristianos, vigilaba con prudencia la iniciativa y temía por los riesgos que pudieran sobrevenir a la pureza de la fe cristiana; y el CEI no desechó del todo la tentación de crear un bloque poderoso de oposición y presión sobre la Iglesia católica. Hoy la situación ha cambiado por completo.

El Concilio Vaticano II #

La elección del Papa Juan XXIII en 1958, a la muerte de Pío XII, fue muy providencial para la apertura ecuménica de la Iglesia católica. Interesado en la unión de los cristianos, por cuya intención oraba desde sus años de joven seminarista, había entrado en amplio contacto con las Iglesias ortodoxas, durante la segunda guerra europea, en sus misiones de visitador apostólico en Bulgaria y delegado apostólico en Turquía y Grecia, descubriendo las inmensas riquezas cristianas de estas Iglesias orientales; y había sido en los años de la posguerra representante pontificio en París, con lo que también conoció el mundo protestante y sus anhelos de unidad, entablando particular amistad con la naciente comunidad de Taizé. Por eso, al llegar tras su etapa de Patriarca de Venecia a la cátedra de Pedro en Roma, impulsó cuanto pudo el mutuo acercamiento de los cristianos y la aspiración de todos a la unidad perfecta, que Cristo quiere.

El 25 de enero de 1959, clausurando la Semana de Oración por la Unidad en la Basílica de San Pablo, anunció la celebración del Concilio Vaticano II con los objetivos principales de renovar la vida de la Iglesia y facilitar el restablecimiento de la unidad entre los cristianos divididos; y en 1960 creó el Secretariado para la unión de los cristianos, que también elevó a la categoría de Comisión Conciliar y contribuyó grandemente a la línea renovadora y ecuménica del Concilio. En esta dirección, la muerte del augusto pontífice, venerado como servidor bueno y solícito, se convirtió en la cúspide de la atracción mundial. No sólo todos los católicos, sino también todos los cristianos y todos los hombres de buena voluntad, incluso de otras religiones no cristianas, se unieron para orar por él y acompañarle espiritual y afectuosamente en su lenta agonía. De ese modo lo que a otros niveles es causa de máxima división, aparecía como un punto de máxima convergencia.

El Concilio Vaticano II, inaugurado el 11 de octubre de 1962 bajo Juan XXIII y clausurado el 8 de diciembre de 1965 en el pontificado de Pablo VI, que lo había presidido desde la segunda sesión, no sólo es un destellante chorro de luz y de gracia para toda la Iglesia, como ha constatado el reciente Sínodo extraordinario de los obispos, sino también el potente reactivador del ecumenismo en todas las direcciones: «a nivel de jerarquía y laicado, de magisterio oficial e iniciativa privada, de instituciones y empresas unionistas, de Iglesia católico-romana y de las demás Iglesias con ella y entre sí»21. La doctrina del Vaticano II ha sido toda ella elaborada, tanto en el proceso de su discusión como en el de su formulación, en presencia de los observadores enviados por las otras Iglesias y comunidades cristianas de Oriente y de Occidente y con el expreso propósito de fidelidad al Evangelio de Cristo y al mundo de hoy, de forma que todos –católicos y no católicos– puedan aceptarla como verdad y enseñanza del mismo Cristo. Por eso, es netamente ecuménica en su origen, en sus contenidos y en su proyección. De hecho, el Concilio ha despertado gran interés en todo el mundo. Ha contribuido ampliamente a aglutinar más entre sí a todos los cristianos de unas y otras denominaciones. Todos han quedado como envueltos bajo su manto de claridad. Además, todos sus documentos recogen las cuestiones que inciden sobre los hermanos cristianos y contienen algún párrafo relativo al aspecto ecuménico de su propia materia, con lo cual demuestran tener explícitamente en cuenta el tema de la unidad pancristiana.

Pero la Carta Magna del ecumenismo conciliar es el Decreto sobre «la restauración de la unidad» cristiana: Unitatis redintegratio, llamado también Decreto de Ecumenismo, que el Concilio promulgó el 21 de diciembre de 1964. Este documento condensa los principios de los demás; y los aplica a las cuestiones del restablecimiento de la unidad entre los cristianos, con lo que logra que el ecumenismo aparezca «como, una dimensión esencial de todos»22. Ha sido muy laboriosamente trabajado; y trata con mucha altura y mucha delicadeza los delicados problemas con que se enfrenta. Los principios católicos del ecumenismo, que establece, son sólidos y estimulantes, amplios y fecundos: señala el fin de la unidad plena y madura, a que todos deben llegar; y confirma los medios seguros, por donde todos también debemos avanzar. Al mismo tiempo, la visión que presenta de los hermanos cristianos y sus valores auténticos es ponderativa y acogedora, resaltando todo lo bueno y positivo que hay en ellos, especialmente en los ortodoxos. Por eso es un documento de marcado carácter profético, que abre caminos y esperanzas, adelantando los fulgores de la unidad recuperada en un mañana, que anhelamos no muy lejano. «Exhorta a todos los católicos a que, reconociendo los signos de los tiempos, participen diligentemente en la labor ecuménica»23; y traza, sin peligro de error para la fe y las buenas costumbres, las grandes directrices prácticas, por donde deben discurrir las empresas y las acciones ecuménicas, tanto de las Iglesias como de las instituciones y los fieles. Un verdadero impulso de renovación y progreso hacia el gran bien de la unidad, por la que el mismo Cristo oró la víspera de su pasión24.

Estas ordenaciones generales del Concilio sobre ecumenismo fueron concretadas y aplicadas por ulteriores disposiciones de la Santa Sede: el Directorio de Ecumenismo, cuya primera parte fue publicado en 1967, y la segunda en 1970; un documento sobre el Diálogo también en 1970; una Instrucción sobre la admisión de otros cristianos a la comunión eucarística en la Iglesia católica, en 1972; La colaboración ecuménica a nivel regional, nacional y local, de 1975; y las normas introducidas en la nueva redacción del Código de Derecho Canónico25. A esta disciplina de rango superior hay que añadir las múltiples intervenciones de los Papas y declaraciones de los organismos de la Santa Sede, especialmente del Secretariado para la Unión de los cristianos, que sería largo evocar en esta conferencia.

Fueron una serie de actuaciones que, en fidelidad a la inspiración del Espíritu Santo, dieron su fruto. Con ellas se ha introducido decididamente el ecumenismo en la Iglesia católica y se la ha inclinado a colaborar sinceramente con los demás hermanos cristianos en la búsqueda ecuménica de la unidad plena de todos, que Cristo quiere y el mundo necesita para su salvación.

Progresos prometedores #

Esta incorporación de la Iglesia católica al movimiento ecuménico, que Juan Pablo II califica de «irreversible», ha sido sumamente beneficiosa. Durante estos 20 años del posconcilio se han dado, tanto dentro como fuera de la Iglesia católica importantes progresos ecuménicos, que nos sitúan en una perspectiva esperanzadora de futuro. Sin descender a todos sus detalles e implicaciones, vamos a recorrer los más significativos, para poder comprender toda la excelencia del proyecto de unidad ecuménica entre los cristianos.

Fuera de la Iglesia católica #

Con la celebración del Concilio Vaticano II y su refrendo al ecumenismo, el Consejo Ecuménico de las Iglesias cobró nuevo prestigio y nueva vitalidad. Su objetivo primordial de unidad entre los cristianos divididos había sido asumido por la Iglesia católica, como obra del Espíritu Santo; y, como arrastradas por el mismo soplo divino, todas las Iglesias y comunidades cristianas se afanaron por entrar animosamente en la dinámica de la unidad. Por todas partes se notó un reflorecimiento del ecumenismo.

En estos años, el Consejo Ecuménico de las Iglesias celebró tres asambleas generales: la de Upsala, en 1968, con el lema «He aquí que hago nuevas todas las cosas»; la de Nairobi, en 1975, bajo la luz de «Jesucristo libera y une»; y la de Vancouver, en 1983, centrada en el estudio de «Jesucristo, vida del mundo». Todas ellas han significado un notable progreso ecuménico. De 235 Iglesias miembros del Consejo Ecuménico de Upsala se ha pasado a 304 en Vancouver; y en todas estas Asambleas ha habido también continuidad y evolución.

En la de Upsala se consolidaron los valores de catolicidad de la Iglesia; en la de Nairobi se señalaron como propósito del ecumenismo la unidad visible de la Iglesia, el testimonio común de los cristianos, la evangelización del mundo, la lucha por la justicia y la paz, la renovación de las Iglesias, la educación en la fe y las interrelaciones ecuménicas de unas Iglesias cristianas con otras; y en la de Vancouver se estimuló a todos a avanzar en la unidad de la fe, en la comunión conciliar y eucarística, en la lucha por la justicia y la paz, en la creación de una teología vital y coherente y en el servicio salvífico al mundo.

Desde 1967 la comisión «Fe y Constitución», que goza de una especial independencia dentro del Consejo Ecuménico de las Iglesias, ha estudiado un plan de acuerdo doctrinal de las distintas Iglesias cristianas sobre el bautismo, la eucaristía y el ministerio. Por fin, en la reunión de Lima de 1982 llegaron a un grado aceptable de «convergencias doctrinales»; y lo hicieron público. Por eso se denomina «Documento de Lima» o «Documento BEM», atendiendo al lugar de su aprobación o a las iniciales de los tres sacramentos26. Todavía no es la expresión plena de la fe; pero ha conseguido una elevada aproximación en la valoración teológica de estos tres pilares de la unidad cristiana.

La Asamblea de Vancouver lo ha enviado a las Iglesias, no para que lo corrijan como en otras ocasiones, sino para que, a la instancia más alta de poder que haya en ellas, declaren si reconocen en él «lo esencial de la fe apostólica», si lo aceptan y qué conclusiones sacan de él para su vida y sus relaciones con las demás Iglesias que también se identifiquen con él. Con las respuestas oficiales obtenidas, se celebrará hacia 1987 o 1988 una asamblea mundial de «Fe y Constitución», que evalúe las proposiciones y marque ulteriores etapas.

Las Iglesias miembros del Consejo Ecuménico se encuentran ahora empeñadas en este examen, no sólo del «Documento», sino también de sí mismas. Tras tantos años de esfuerzos, en esta revisión dogmática, hasta cierto punto, despunta el comienzo de un verdadero progreso ecuménico. En la medida que las Iglesias unifiquen su fe en el bautismo, la eucaristía y el ministerio, y reformen según sus exigencias su liturgia, su catequesis, su enseñanza y su predicación, en esa misma estarán saliendo de las actuales divisiones y avanzando real y eclesialmente hacia la plenitud de la unidad. Una halagüeña promesa, que confiamos llegue a madurar.

Dentro de la Iglesia católica #

El ecumenismo de la Iglesia católica ha ejercido, a partir del Concilio, un poderoso influjo tanto en su vida interna como en su acción exterior, especialmente en relación con los demás hermanos cristianos. Han florecido por doquier multitud de iniciativas ecuménicas, unas oficiales, creadas por la jerarquía, con carácter universal, nacional o local; y otras de vocación particular, orientándose tanto unas como otras a servir decididamente, con el estudio, la oración y la acción, la gran causa de la unidad; y en cuyo relato no nos podemos detener, por ser una prolífera eclosión verdaderamente primaveral. La Iglesia católica ha tomado tan en serio la llamada del ecumenismo que tiende con todas sus fuerzas a ecumenizar todas sus instituciones doctrinales, espirituales y pastorales, para facilitar el avance de todos hacia la verdad completa de Cristo y disponerse ella misma a la unión con todos en la plenitud de la unidad recuperada.

Al mismo tiempo que en esta labor interna de asimilación y servicio al ecumenismo, la Iglesia católica se ha empeñado también en tender numerosos puentes de conocimiento, de saludo, de diálogo, de colaboración y de acercamiento con todos los cristianos, en orden a progresar todos juntos por los caminos de la unidad, hasta que consigamos formar «un sólo rebaño, bajo un solo Pastor»27. Bajo este aspecto de las relaciones interconfesionales, también han brotado en la vasta heredad de la Iglesia católica innumerables empresas y actuaciones de toda índole, jerárquicas y particulares, permanentes y esporádicas, que conectan directamente con los demás cristianos y cultivan la oración, el estudio, el apostolado y el testimonio comunes, para restañar las heridas de las divisiones, descubrir las claves de la unidad y poder restablecerla entre todos en su máxima perfección. Pero nosotros aquí nos fijaremos solamente en las grandes realizaciones de la Santa Sede, que abarcan el amplio abanico de las relaciones con todos los demás cristianos.

  1. Con los ortodoxos

Desde la Iglesia católica siempre se ha mirado con especial estimación y veneración a las venerables Iglesias del Oriente cristiano. Para acrecentar la comunión existente con ellas, en estos años se han superado progresivamente, gracias a las determinaciones del Vaticano II, todas las marcas previsibles.

1. A primeros de enero de 1964, Pablo VI se encuentra con el Patriarca Atenágoras en Jerusalén, la tierra de Jesús, fundiendo en su cálido abrazo, que dio la vuelta al mundo, nueve siglos de dolorosa separación; e iniciando una nueva época de mayor proximidad y creciente acercamiento entre la Antigua y la Nueva Roma, que habían sido interrumpidos bruscamente a comienzos del siglo XI. Un año después, al final del Concilio Vaticano II, el 7 de diciembre de 1965, se levantaron mutuamente, en Roma y en Constantinopla, la excomunión de unos contra otros. Desde entonces los mensajes y las comunicaciones periódicas y espontáneas entre el Papa de Roma y el Patriarca de Constantinopla han ido tan en aumento que, al cabo de los años, han producido, recapitulados, un precioso libro titulado «Tomo del Amor»28.

2. En este conjunto de intercambios, consultas y estímulos mutuos, que constituyen el «Diálogo de la Caridad», tan querido al entrañable Patriarca Atenágoras, hay que distinguir dos importantísimos acontecimientos del más alto nivel; la visita de Pablo VI en julio de 1967 a Constantinopla y la devolución de tal visita por parte del Patriarca Atenágoras I, viniendo a Roma en octubre del mismo año. El arco del puente entre Roma y Constantinopla estaba restablecido. Ahora sólo hace falta transitarlo y mejorarlo.

3. El cambio en la deposición de recelos y el retoñar de las buenas actitudes es sorprendente. Cuando las sesiones del Concilio Vaticano II, ni la III Conferencia panortodoxa de Rodas en 1964, ni la de Chambésy en 1968, habían admitido enviar al Concilio Vaticano II observadores de la ortodoxia en bloque, ni entablar un diálogo común con los católicos. Sólo las Iglesias ortodoxas locales podían hacerlo según su voluntad. Pero en 1975, al conmemorar el décimo aniversario del levantamiento de los anatemas de 1054, ya se pudo organizar una comisión preparatoria del diálogo de las Iglesias ortodoxas en cuanto tales con la católica. En esta ocasión, al final de la memorable liturgia de la Capilla Sixtina, es cuando Pablo VI se arrodilló y besó los pies del Metropolita Melitón, jefe de la delegación del Patriarca Ecuménico.

4. Los contactos y visitas a nivel inferior se multiplicaron considerablemente. En 1978 se decidió que deberían realizarse principalmente todos los años, con motivo de las fiestas patronales: la de San Pedro y San Pablo en Roma y la de San Andrés en Constantinopla, como ya se venía haciendo. La oración de los dos hermanos, que estuvieron siempre unidos, ha contribuido y contribuye muchísimo en la aproximación de las dos Iglesias también hermanas.

5. Dentro de este contexto de mutua cordialidad han sido especialmente significativas las delegaciones enviadas por los ortodoxos al Vaticano a los funerales de Pablo VI, a la elección de Juan Pablo I y a su muerte, así como a la entronización de Juan Pablo II. Cuando el atentado de éste, en 1981, el Patriarca Dimitrios no se contentó con un mensaje escrito, sino que también envió una embajada personal para transmitirle sus sentimientos y enterarse de su estado.

6. El centenario del primer Concilio de Constantinopla fue otro momento intenso de comunicación entre la Iglesia católica y la ortodoxa, con presencia de unos en los actos conmemorativos de los otros, tanto en Constantinopla como en Roma. La comunión de fe en la Trinidad, el Espíritu Santo y la excelsa Virgen María, Madre de Dios, es garantía de que podrá llegarse a la comunión de todos en una sola Iglesia de Cristo.

7. En 1979, para la fiesta de San Andrés, Juan Pablo II fue a Constantinopla e intercambió con el Patriarca Dimitrios I mensajes, regalos y oraciones. Como refrendo de su voluntad de trabajar por la perfecta unidad, hicieron pública la comisión católico-ortodoxa encargada del Diálogo teológico, que debe acompañar y completar el Diálogo de la Caridad. Juan Pablo II manifestó el ardiente deseo de que el alba del tercer milenio nos encuentre nuevamente unidos.

La comisión inició sus trabajos en mayo-junio de 1980 en Patmos y en Rodas. Tras las primeras discusiones, en 1982, en Múnich, aprobaron y difundieron un luminoso documento sobre «El misterio de la Eucaristía y de la Iglesia a la luz del misterio de la Trinidad». Actualmente estudian «La fe, los sacramentos y la unidad», que todavía no han ultimado por las dificultades que han aparecido; y tienen en perspectiva «El sacramento del Orden en las estructuras sacramentales de la Iglesia y, en particular, la importancia de la sucesión apostólica para la santificación y la unidad del Pueblo de Dios».

8. Pero estos esfuerzos, no sólo se relacionaron con el Patriarcado de Constantinopla, sino que también toman en consideración el de Moscú. Con él se entablaron en 1967 unas «conversaciones teológico-pastorales», «que hay que distinguir claramente del diálogo teológico con el conjunto de la Ortodoxia»29. Ya se han celebrado cinco, dentro y fuera de Rusia; y prometen ser fructíferas. Al mismo tiempo también se intercambian diversas delegaciones y consultas. El Patriarca de Antioquía, Ignacio IV, también giró en 1983 visita oficial a Roma.

9. Las Iglesias que no aceptaron el Concilio de Calcedonia, separándose de las demás en el siglo V, también emprendieron el camino de Roma y la comunión con todos. Enviaron observadores al Concilio Vaticano II y protagonizaron visitas al Papa al más alto nivel. En 1967 vino a Roma Koren I, Católicos de la Iglesia armena de Cilicia; en 1970 Vasken II, Católicos Supremo de la Iglesia Apostólica armena; en 1971 Mar Jacoub II, Patriarca siro-ortodoxo; en 1973 Shenouda III, Patriarca de la Iglesia copta; en 1981 Abouna Tekle Hairaanot, Patriarca de la Iglesia ortodoxa de Etiopía; y en 1983 Mar Baselios Larthoma Metews I, Católicos de la Iglesia siro-ortodoxa de la India. Algunas de estas Iglesias ya han repetido la visita, como la Iglesia armena de Cilicia, en 1983, en la persona del Católicos Karekin II Sarkissiam; y el Patriarcado siro-ortodoxo, en 1984, en la persona de Zakka Iwas I. Esta Iglesia ha visitado ya por tercera vez Roma.

Estos contactos han propiciado también grandes logros en el campo doctrinal. Se ha aclarado que estas Iglesias están en posesión de una recta doctrina sobre la Encarnación, aunque la expresaban con otras palabras y fórmulas. «Tanto es así que, con ocasión de la visita a Roma del Patriarca copto-ortodoxo Shenouda III, éste, junto con el Papa Pablo VI, firmaba una profesión de fe, que contiene también la doctrina de la Encarnación, si bien en la redacción se han evitado los términos controvertidos y se ha expuesto la doctrina con las expresiones del Concilio de Nicea. En el mismo sentido, en junio de 1984, se ha publicado una declaración común del Papa con el Patriarca siro-ortodoxo Zakka Iwas I»30.

Bien estaría que la reconciliación empezara por las Iglesias del Oriente, donde empezaron las separaciones. Por eso, es de desear que todos estos conatos tan consoladores lleguen a su natural conclusión.

  1. Con los anglicanos

A causa de la influencia protestante que ha recibido, la Iglesia anglicana no está dogmáticamente tan próxima a la católica; pero está muy dispuesta al diálogo ecuménico. Lo ha valorado y secundado ya desde los tiempos del Concilio Vaticano II, al que envió tres observadores.

1. En 1960, el Dr. Fisher se entrevistó en Roma con el Papa Juan XXIII y avivó el calor cristiano para el acercamiento fraterno de católicos y anglicanos. Sobre esta base, cuando en 1966 el Dr. Ramsey visita a Pablo VI, se constituye una comisión internacional, que examine las divergencias existentes según la fe común y las antiguas tradiciones de ambas Iglesias.

2. Las dificultades principales se redujeron a tres: la eucaristía, el ministerio y la autoridad en la Iglesia. La comisión se enfrentó con ellas y les fue dando respuesta. En 1971 consiguió «un acuerdo substancial» sobre la eucaristía; en 1973 otro acuerdo, estimado también «substancial», sobre el ministerio; y en la primavera de 1977 salió otro documento sobre el punto más difícil: «La autoridad en la Iglesia», que expresa «una convergencia significativa y rica en previsibles consecuencias»31.

3. A raíz de estos logros, en abril de 1977, el Primado anglicano Dr. Coggan acude oficialmente al Vaticano y en declaración conjunta con Pablo VI revisan el desarrollo conseguido en las recíprocas relaciones y las impulsan con energía hacia el futuro. Alientan al diálogo teológico y a la colaboración ecuménica, para poder dar testimonio común de la fe, sobre todo en el campo de la evangelización.

4. Los trabajos de la comisión fueron publicados con la autorización de ambas Iglesias, para que los valoraran y criticaran cuantos quisieran, especialmente los teólogos. Con las aportaciones recibidas, la comisión volvió a trabajar durante otros cuatro años, para ofrecer una síntesis más lograda, sobre todo en lo referente al primado e infalibilidad del Papa. El «Informe final» fue publicado por las respectivas autoridades eclesiásticas en marzo de 1982, para analizarlo y poder decidir en qué medida refleja la fe cristiana.

La Iglesia católica ha enviado el «Informe» a las conferencias episcopales, junto con unas «Observaciones» de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, para que remitan sus pareceres al Vaticano en la primavera de 1985. Al final de este proceso, podrá la Santa Sede emitir un juicio altamente orientativo.

Por su parte, la Iglesia anglicana también sopesa la relación según sus procedimientos, para obtener los correspondientes puntos de vista a lo largo de 1986. De este modo espera que la Conferencia de Lambeth de 1988 pueda ofrecer su dictamen en nombre de toda la comunión anglicana.

5. A la vez que estos progresos doctrinales, se han cultivado los actos de buena amistad. En 1980 el Dr. Runde se encontró en Accra, capital de Ghana, con Juan Pablo II, durante la peregrinación apostólica de éste a varios países de África. El encuentro suscitó la confianza personal entre ellos y los comprometió a amplios y futuros proyectos de trabajo conjunto en favor de la unidad, «por la que Cristo oró al Padre»32.

6. Momento culminante de este acercamiento católico-anglicano ha sido la visita pastoral de Juan Pablo II a Inglaterra en 1982, con la audiencia de la reina, las celebraciones ecuménicas de Canterbury, Escocia y País de Gales, y la aclamación multitudinaria de la población, por todas partes. Ha sido como si se restableciera vitalmente la comunión, que se había roto en tiempos del rey Enrique VIII.

7. El viaje ha despertado también una nueva esperanza para el ecumenismo. Entre los actos tenidos en la catedral de Canterbury, aquella memorable víspera de Pentecostés de 1982, figura el establecimiento de una segunda comisión mixta de trabajo, para relanzar con nuevos bríos el avance conjunto hacia el restablecimiento de la plena comunión eclesial. La nueva comisión emprendió su andadura en 1983, con personal de refresco; y se le exige que, partiendo de las metas conseguidas, despeje los obstáculos que todavía persisten y halle nuevas vías para conseguir la reconciliación mutua en la unidad de la única Iglesia de Cristo. El Obispo de Roma y el Arzobispo de Canterbury invitan para ello a los católicos y anglicanos de todo el mundo a acompañar el trabajo teológico de la comisión con la colaboración interconfesional, el testimonio común y la ferviente oración. Actuando todos a una, podrá alcanzarse lo que es también para beneficio de todos.

  1. Con los evangélicos

Las diferencias dogmáticas y teológicas entre los católicos y protestantes son mucho más graves y profundas. No obstante, el Espíritu Santo ha logrado a través del ecumenismo de estos años hacerlos volverse los unos hacia los otros, desde sus posiciones antagónicas y enfrentadas, considerarse como hermanos y tratar de encontrar juntos puntos de convergencia y de posible integración en la unidad de una sola Iglesia. Los esfuerzos realizados son de inmensa transcendencia.

1. Con los protestantes de la «Federación Luterana Mundial» se iniciaron en 1967 unas reflexiones teológicas sobre el tema «Evangelio e Iglesia», que finalizaron cinco años después con el «Informe de Malta». De estas primeras aproximaciones surgió en 1973 la formación de una comisión, que prestaría tanta atención al aspecto pastoral como al doctrinal.

En lo referente a la doctrina, la comisión aprobó en 1978 un amplio documento sobre la eucaristía con dos partes: en la primera y más extensa, con el título de «Testimonio común», recogen sus acuerdos sobre la eucaristía; y en la segunda, mucho más breve, como «Realizaciones del testimonio común», señalan las dificultades que todavía deben ser objeto de mayores esfuerzos. Simultáneamente estudió desde 1977 «el ministerio en la Iglesia con especial referencia al episcopado», concluyendo en 1981 con un informe final, que deja la cuestión del episcopado necesitada de ulteriores desarrollos.

En relación con la pastoral, la comisión se dedicó también a las implicaciones prácticas del mutuo acercamiento, agrupadas bajo la fórmula de «Modelos de unidad». De sus estudios salió en 1980 una primera parte sobre «Caminos hacia la comunión»; y otra segunda en 1984 sobre «Modelos de unión», que ilustra la esencia de la unidad y sugiere «formas y fases para la comunión entre luteranos y católicos en la fe, en los sacramentos y en el ministerio»33.

A estas colaboraciones prestaron especial refuerzo el 450 aniversario de la «Confesión de Augsburgo» en 1980 y el V centenario del nacimiento de Lutero en 1983. Sobre ambos acontecimientos la comisión elaboró sendas declaraciones conjuntas, que encauzan las viejas controversias en una dirección más serena y positiva, que puede permitir superar el antagonismo de ambas posturas. El mismo Juan Pablo II intervino en calidad de Romano Pontífice en ambas celebraciones. Sobre la «Confesión Augustana» reconoce que nos hace «descubrir cuán sólidos y profundos son los fundamentos comunes de nuestra fe cristiana»; y sobre Lutero dirigió al presidente del Secretariado para la Unión de los Cristianos una carta, que es la primera de un Papa sobre el tema. En ella exhorta a proseguir el diálogo, que cosechará cada vez mejores frutos.

Ese mismo año conmemorativo de Lutero proporcionó al Santo Padre la oportunidad de presidir un culto en la Iglesia luterana, Christus-Kirche, de Roma. El acontecimiento tan insólito y audaz tuvo vastas resonancias internacionales e interconfesionales. Pero fue un anticipo de la perfecta unidad, que salió reforzada. Hacia ella también estimuló a la comisión luterano-católica en 1984.

2. La «Alianza Reformada Mundial» también inició un poco más tarde, en 1970, una serie de exploraciones mutuas, que abocaron a un sustancioso documento sobre «La presencia de Cristo en la Iglesia y en el mundo». En 1980 un grupo mixto especial sopesó los pareceres de los miembros de la «Alianza Reformada Mundial» y de las Conferencias Episcopales de la Iglesia católica y recomendó continuar el diálogo. En 1982 se reunió un nuevo grupo de trabajo, que propuso como tema: «La unidad de la Iglesia en el mundo de hoy». Su primera reunión ha sido ya en enero de 1984.

3. El diálogo con el «Consejo Mundial Metodista» ha seguido varias fases, de cinco en cinco años. De 1967 a 1972 giró en tomo a varias materias: los cristianos en el mundo de hoy; la espiritualidad; la familia; la eucaristía y el ministerio. De 1972 a 1975 se volvió sobre los mismos argumentos, examinando también los acuerdos de la comisión anglicano-católica concluidos por esas fechas. De 1975 a 1980 logró una notable convergencia sobre la acción del Espíritu Santo en la vida de los cristianos y de la Iglesia. A partir de 1981 se centra en «La esencia y misterio de la Iglesia». La decisión más importante tomada en 1983 fue la de clarificar el objetivo del diálogo. Con él no sólo se intenta el mutuo conocimiento, sino que acordaron por unanimidad tender hacia la plena comunión eclesial en la fe, en la misión y en los sacramentos. El camino se presenta todavía largo y difícil. Pero la decisión «constituye un importante paso hacia adelante»34. Por eso el problema actual de estudio es el del primado del Papa.

4. Los líderes del Movimiento Pentecostal del mundo protestante, que iniciaron un diálogo regular con la Iglesia católica en 1972, han excluido por principio las cuestiones de la eclesiología. Pero sus conversaciones sobre la obra del Espíritu Santo en la vida de los cristianos, no ha carecido de utilidad. En 1977 comenzaron un segundo ciclo, que duró hasta 1982. Tras una breve pausa para valorar los diez años anteriores, ya han vuelto a reanudar los trabajos.

5. Recientemente, en julio de 1984, se ha iniciado un nuevo diálogo bilateral con la «Alianza Mundial Bautista». Está todavía en la etapa del mutuo conocimiento sobre la manera de enfocar «la evangelización y la misión de la Iglesia». Pero es altamente prometedor por tratarse de una denominación poco ecuménica, que engloba muchas familias de tendencia evangélica.

6. A todos estos avances ecuménicos relacionados con el mundo protestante, les han dado especial luz y aliento los viajes apostólicos del Papa Juan Pablo II, peregrino de la unidad. En todas las naciones visitadas procura celebrar algún acto de oración y diálogo con los fieles de las distintas confesiones protestantes, con lo que en conjunto los discípulos de Cristo quedan rectamente orientados hacia la meta final de «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo y un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos»35. Sobre todo, han tenido esta dimensión ecuménica el viaje a Alemania en noviembre de 1980, el viaje a Suiza en 1984, y el viaje a Bélgica y demás Países Bajos en 1985. En todos ellos ha recibido a los hermanos cristianos, para orar juntos por la unidad que todavía nos falta y animarse a buscarla sin prisa y sin pausa, imprimiendo nuevo impulso a todo el movimiento ecuménico.

7. Una iniciativa de gran alcance para la unidad ecuménica de Europa es el comité mixto integrado por representantes de la «Conferencia de las Iglesias europeas» por parte evangélica y del «Consejo de las Conferencias episcopales de Europa» por parte católica, que ya ha tenido tres simposios: uno en Chantilly en 1978; otro en Logumkloster en 1981; y el tercero en Riva de Garda en 1985. Constituye un organismo al más alto nivel de autoridad de las distintas Iglesias cristianas y está muy preocupado por la unidad intercristiana de Europa. La última reunión ha despertado gran entusiasmo, sobre todo con la solemne liturgia habida en la catedral de Trento.

Nada, pues, tiene de extraño que el Papa actual, conmemorando los 25 años de la erección del «Secretariado Romano para la Unión de los cristianos» dé «las gracias a las otras Iglesias y comunidades eclesiales por haber aceptado estos diálogos y haber reanudado con nosotros relaciones y contactos; y por todo lo que han hecho en favor del movimiento ecuménico, suscitado por el Concilio». Su buena disposición en docilidad a la gracia del Espíritu Santo es parte integrante de todos los programas que están en vías de desarrollo. Por eso, prosigue Juan Pablo II deseando «que el Señor nos conceda, a ellos y a nosotros, ser valientemente dóciles a su voluntad, a fin de que pueda llevar a término todo lo que ha suscitado en medio de nosotros»36.

  1. Con el Consejo Ecuménico de las Iglesias

La Iglesia católica como tal no es un miembro más del CEI, aparte otras consideraciones de tipo organizativo, porque no puede dar por válido el actual estado de división, como si la multiplicidad de Iglesias fuera indiferente o perteneciese de alguna manera a la esencia de la Iglesia; ni puede abstraer o prescindir, siquiera estimativamente, de la plenitud de la verdad y la salvación de Cristo, que «subsiste indefectiblemente» en su seno. Con ello causaría grave detrimento incluso a las demás Iglesias y comunidades cristianas, privándolas del motivo de superación y fidelidad a Cristo, que ella supone para todas. Pero entre la Iglesia católica y el CEI hay excelentes relaciones de ayuda y colaboración multilateral, que datan ya de febrero de 1965.

1. Durante la IV Asamblea de Upsala en 1968 se reorganizó la comisión «Fe y Constitución» y se admitió plenamente en ella, con voz y voto, a algunos miembros católicos. En la actualidad son doce teólogos católicos los que colaboran con ella.

2. En 1969 Pablo VI visita la sede del CEI en Ginebra y le ofrece la leal colaboración de la Iglesia católica para todos sus proyectos de restablecimiento de la unidad entre los cristianos divididos y de testimonio común ante el mundo. Con el correr de los años esta colaboración se ha vuelto cada vez más intensa.

3. Desde 1965 funcionaba el primer Grupo Mixto de Trabajo de la Iglesia católica y del CEI, que facilitaba la colaboración intercristiana de los organismos internacionales y evaluaba el desarrollo del movimiento ecuménico. Pero en la V Asamblea de Nairobi de 1975 se le dio una nueva estructura, con reuniones normales cada año, para incrementar el intercambio de información sobre el ecumenismo y promover su desarrollo, tanto en el plano internacional como a nivel local.

Las actividades de este Grupo Mixto son muy apreciables. En 1970 publicó un primer documento de estudio sobre el «Testimonio Común» que en 1981 fue reelaborado y notablemente ampliado. En 1980 editó otro titulado «Hacia la confesión común de la fe». En el futuro prevé desarrollar el testimonio común, el problema de la unidad y la formación ecuménica. Sobre todo, en cada asamblea general del CEI prepara un informe general, que mantiene el pulso del crecimiento de todos en la comprensión de la unidad que Cristo quiere para su Iglesia.

4. En 1968 se lanzó también, a título experimental, un organismo mixto entre Roma y Ginebra, para colaborar en los problemas de la sociedad, del desarrollo y de la paz, de donde le vino el nombre de SODEPAX. Permaneció en activo hasta que, en 1980, por el diverso enfoque doctrinal y político del CEI y de la Iglesia católica, se sustituyó por otras formas de colaboración en el campo de lo social, caritativo y asistencial.

5. Cuando las solemnidades de la sucesión de tres Papas en 1978 –la muerte de Pablo VI, la elección y muerte de Juan Pablo I y el nombramiento de Juan Pablo II– el CEI se hizo presente con sus respectivas representaciones. Lo mismo ocurrió cuando el atentado del Papa en 1981 y la conmemoración del Concilio de Constantinopla.

6. La aportación de la Santa Sede, a través del Secretariado para la Unión de los cristianos, a la VI Asamblea del CEI de 1983, en Vancouver, ha sido cualificada, tanto en su preparación como en su celebración. La precedieron numerosas reuniones de estudio y oración; y a sus sesiones fueron enviados veinte observadores católicos entre obispos, sacerdotes, religiosos y laicos.

El documento de Lima sobre «Bautismo, Eucaristía y Ministerio», propuesto por la asamblea para que sea estudiado y aceptado, la Iglesia católica lo ha enviado a las facultades teológicas de todo el mundo, para que hagan la correspondiente valoración del mismo, Después emitirá su juicio y lo remitirá a la comisión «Fe y Constitución». De esta conjunción de luces pueden salir sustanciosos avances ecuménicos.

7. El Papa Juan Pablo II está prestando todo su apoyo a toda esta tarea en favor de la unidad. Ha seguido con interés personal le Asamblea de Vancouver; y ha pedido las oraciones de todos los católicos por su éxito, recurriendo a la intercesión de la Santísima Virgen como «Madre de la unidad»37.

En esta dirección hay que situar sobre todo la visita que hizo al CEI en Ginebra en 1984. Su discurso programático y la declaración conjunta firmada en esta ocasión, de una parte, consagran todos los esfuerzos realizados hasta el presente; y, de otra parte, relanzan con nueva decisión las iniciativas que deben llevamos a «la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios»38.

8. La Semana de Oración por la Unidad es otra de las grandes formas de colaboración intercristiana. Desde 1967, el tema, los textos y las intenciones, que la informan, se eligen y concretan conjuntamente por expertos de la comisión «Fe y Constitución» y del Secretariado del Vaticano. De este modo, todos los cristianos de todo el mundo, sean católicos, ortodoxos, anglicanos o protestantes, meditan lo mismo esos días y piden la unidad con las mismas fórmulas. En 1972 el Secretariado realizó, junto con el Consejo Ecuménico, una encuesta sobre su práctica, constatando que «se difunde día a día»39. De ella procede sin duda toda la vitalidad que observamos en el ecumenismo.

9. Colofón espléndido de todo este pulular de brotes ecuménicos ha sido el reciente Sínodo extraordinario de los obispos, convocado precisamente para conmemorar, revivir y relanzar el Concilio Vaticano II, a los 20 años de su clausura. Lo mismo que en el Concilio, también en el Sínodo ha habido, por decisión del Papa, observadores cristianos no-católicos, para testimoniar la prolongación del mismo espíritu ecuménico. Han sido diez, en representación de las Iglesias y organismos internacionales, que mantienen diálogo oficial con la Iglesia católica: la Iglesia ortodoxa, la Iglesia copta, la Comunión anglicana, la Federación Mundial Luterana, el Consejo Mundial Metodista, la Alianza Mundial Reformada, los Discípulos de Cristo, la Alianza Mundial Bautista, el Diálogo Pentecostal y el Consejo Ecuménico de las Iglesias.

En su declaración común, al final de los trabajos sinodales, estos hermanos cristianos expresan muy vivamente el cálido clima ecuménico, que reina por todas partes. «No nos habéis puesto –cantan agradecidos– al margen, ni nos habéis considerado como rivales. Tampoco nosotros nos hemos sentido así. Nos habéis recibido como hermanos en Cristo por la fe y el bautismo, aunque aún no en perfecta comunión. Vuestra invitación se ve como un signo de cercanía, que se ha desarrollado y sigue creciendo. Los observadores no son espectadores pasivos». «Mientras hemos revivido con vosotros la experiencia del Concilio Vaticano II, la esperanza que el Concilio despertó en sus observadores ha prendido nuevamente en nosotros». Por eso, concluyen confesando: «Con vosotros en el Sínodo hemos pedido, en la presencia de Dios, que se nos conceda caminar hacia la unidad y la comunión, que están fundamentadas en la verdad y en el amor; y que podamos participar juntos en el misterio de la salvación»40.

En el mismo Sínodo hubo un día una oración especial por la unidad cristiana y ecuménica. En la homilía Juan Pablo II tuvo estas palabras, que me valen de síntesis final: «Las divisiones entre los cristianos son contrarias al plan de Dios». Por eso los que realizan la misión de Cristo, en quien «Dios quiere reconciliar todas las cosas consigo mismo», «tienen que reconciliarse, tienen que manifestar su amor unificador en la acción, tienen que vivir esa comunión que es en el Espíritu Santo por el Hijo hacia el Padre; y tienen que manifestar esto en una comunidad unida, que dé testimonio de la obra reconciliadora de Dios». Para conseguirlo «pidamos que la gracia renovadora de Dios, con motivo del Sínodo, toque a la Iglesia católica y que también renueve y anime, en la búsqueda de la unidad, a las Iglesias y a las comunidades cristianas mundiales aquí representadas por sus observadores y a todas las otras comunidades cristianas. Démosle gracias por lo que Él ha hecho por ellos, así como por la Iglesia católica a través del Concilio Vaticano II; y pidámosle juntos que, para todos nosotros, este Sínodo pueda ser punto de revitalización de la voluntad por la unidad, de profundización de nuestros propósitos de ir hacia adelante, de decisión de continuar en el diálogo teológico, con esfuerzos mayores de colaboración y testimonio común, en oración permanente»41.

Conclusión #

Por todo lo recogido en esta visión global del ecumenismo, está claro que la causa de la unidad espiritual y cristiana de Europa es una causa noble y necesaria. Las Iglesias, tanto la católica como las demás, le están dedicando mucho tiempo, mucho estudio, muchas oraciones y muchas actividades de todo tipo. ¿No estaría bien que todos nos responsabilizáramos un poco en esta empresa de reunificación ecuménica de Europa, tan superior a la política, económica y cultural, y por lo mismo tanto más urgente, yo como obispo y vosotros como distinguidos profesionales de las ciencias, las leyes y las artes?

Los políticos y gobernantes están empeñados en la ampliación y consolidación de la «Comunidad Económica Europea». España y Portugal acaban de ingresar en la dinámica del «Mercado común europeo». ¿No estaría bien que conjuntáramos todos estos esfuerzos, los de las Iglesias y los de los Estados, los de la vida humana y los de la fe cristiana, para entre todos, sostenidos unos por otros y aportando cada uno lo que le es propio, escalar la cima de la unidad de Europa, no sólo en lo económico, político y cultural, sino también en lo cristiano y eclesial? Sería la mejor respuesta al reto lanzado por Juan Pablo II en Compostela sobre la tumba del Apóstol Santiago: «Europa, vuelve a encontrarte. Sé tú misma»42.

1 UR 2.

2 UR 3.

3 1Cor, 1, 11-22; Gal 1, 6; 1Jn, 2, 18-19.

4 L’Actualité religieuse dans le monde, 1985, nº 28, p. 24.

5 UR 14.

6 UR 15.

7 UR 13.

8 Konrad Algermissen, Iglesia Católica y Confesiones cristianas, Madrid, 1964, 765.

9 UR 21.

10 UR 20.

11 UR 22.

12 UR 23.

13 UR 23 b.

14 UR 3 a.

15 UR 15 c.

16 UR 19 a.

17 K. Algermissen, o.c., 910.

18 Ibídem, p. 900, 903-4, 917.

19 M. Villain, Introducción al ecumenismo, Bilbao, 1962, 22.

20 M. Villain, o.c., 95.

21 José Sánchez Vaquero, Ecumenismo, Manual de Formación Ecuménica, Salamanca 1971, 115.

22 José Sánchez Vaquero, o.c., 118.

23 UR 4 a.

24 Cf. Jn 17, 1-26.

25 Código de Derecho Canónico, 755, 844, 933 y otros.

26 Bautismo, Eucaristía y Ministerio, Facultad de Teología de Barcelona, Barcelona 1983.

27 Jn 10, 16.

28 Al encuentro de la Unidad, BAC, Madrid, 1973.

29 Stefano Schidt, S.J., Veinte años de desarrollo creativo del Ecumenismo, en Pastoral Ecuménica, enero-abril 1985, p. 13.

30 Stefano Schidt, o.c., 13.

31 O.c., 19

32 Cf. Irenikon, 1980, 222.

33 Stefano Schidt, o.c., 17.

34 Ibíd., 22.

35 Cf. Ef 4, 5.

36 Juan Pablo II, Al Sacro Colegio Cardenalicio y a todos los colaboradores de la Curia Romana, la víspera de San Pedro y San Pablo de 1985, en Ecclesia, nº 2.236, p. 12.

37 Ángelus del domingo 8 de agosto de 1983.

38 Ef 4, 13.

39 Stefano Schidt, o.c., 31.

40 Ecclesia, nº 2.249, p. 23.

41 Ibíd., p. 24.

42 Mensaje de Juan Pablo II a España, BAC Popular, Madrid 1982, 259.