Disertación leída en la Academia de Ciencias Morales y Políticas el 3 de marzo de 1987.
En la sociedad actual, especialmente sensibilizada contra la violencia, aparecen continuamente hechos violentos que se extienden por todo el mundo hasta convertirse en una sección obligada de los programas informativos y de la conversación ordinaria de los hombres. Hablar de paz induce forzosamente a hablar de guerras, armamento, terrorismo, cuyos preparativos y efectos nos son notorios. Hablar de seguridad ciudadana nos obliga a presentar la imagen de la versión negativa, acompañante fatídica de la vida social actual.
Sí. Por desgracia, este hecho de la violencia no es exclusivo de una época determinada, sino que acompaña siempre a la condición humana en su dimensión personal y social.
Justificación y planteamiento del tema #
Estamos, pues, ante un problema grave, de índole ética y práctica, y por ello nos encontramos también con él en la historia del pueblo elegido, recogido e interpretado en la Sagrada Escritura. Su estudio ofrece no pocas dificultades, ya que es poca la literatura exegética en torno al tema, a excepción de contados artículos y su obligada consideración en los tratados generales. «Surge –dice un estudioso del Antiguo Testamento– la sospecha de que también los eruditos bíblicos son víctimas de una tendencia a difuminar y eliminar todo lo que se relaciona con la violencia»1. ¡Y, sin embargo, se mueve!, como diría Galileo. Ahí están los seiscientos casos, aproximadamente, en que se narra en la Biblia cómo un pueblo, un rey o una persona caen sobre hombres y los aniquilan. La conquista de Canaán, en la redacción del libro de Josué, aplicando la ley del anatema, significa la aniquilación total de los cananeos. En uno de los sumarios nos dice: «Batió, pues, Josué todo el país: la montaña, el Negueb, la Tierra Baja y las vertientes, con todos sus reyes, sin dejar ni un superviviente. Consagró a todos los seres vivientes al anatema, como Yahveh, el Dios de Israel, le había ordenado» (Ex 10, 40). EI panorama que traslucen los profetas no es más halagüeño: «No hay fidelidad, ni amor, ni conocimiento de Dios en esta tierra; sino perjurio y mentira, asesinato y robo, adulterio y violencia, sangre y más sangre» (Os 4, 1ss). La historia de la monarquía vista por el deutero-redactor es un desfile de personajes con sus sienes laureadas de violencia; el mismo David, grande por su amor generoso a Yahveh, lo es también en sus crímenes; de Manasés, rey de Judá, por ejemplo, se nos da este epitafio: «Derramó sangre inocente en tan gran cantidad que llenó a Jerusalén de punta a cabo» (2R 21, 16).
Este panorama, que es sólo un indicador, no nos sorprendería, si el Dios de este pueblo nos fuera presentado como juez, que denunciara y condenara cada acto violento, como regla suprema y razón última de toda moralidad.
Pero, ¿no es Él mismo un Dios violento? La simple lectura del texto bíblico puede hacernos dudar. Nos muestra un Dios que actúa movido por la ira; que utiliza y ordena la venganza, cuyos celos le llevan a castigar despiadadamente a propios y extraños; que aprueba matanzas y asesinatos. En fin, un Dios que ordena la Herem o anatema, y de manera sistemática, contra los cananeos, como dice expresamente Moisés en sus recomendaciones al pueblo antes de entrar en la tierra prometida en el país de Moab: «En cuanto a las ciudades de estos pueblos que Yahveh tu Dios te da en herencia, no dejarás nada con vida, sino que las consagrarás al anatema… como te ha mandado Yahveh tu Dios» (Dt 20, 16ss).
No es extraño que nos resulte sorprendente y hasta escandaloso este cuadro someramente diseñado. Hasta tal punto le pareció a Orígenes irreconciliable el Dios del Antiguo Testamento con el que nos reveló Jesús, que concluyó que se trataba de un Dios distinto. Estos datos y otras preocupaciones morales que suscitan otros pasajes bíblicos, desatan una catarata de interrogantes no sólo sobre su sentido entonces, sino también sobre su vigencia ahora.
Quizá hayamos tenido la experiencia de la dificultad que entrañan ciertas preguntas que se nos hacen desde un campo ajeno o por personas que no se mueven en nuestra área intelectual o pericia profesional, que, además, esperan una respuesta inmediata, como en recetas.
Una respuesta adecuada precisa una pregunta correcta. En este tema no se trata de impericia, sino de la dificultad que entraña la distancia cultural de las coordenadas presentes y las que taladran el Antiguo Testamento. Se nos impone un esfuerzo que consiste necesariamente en salvar estos extremos, teniendo presente que «el Antiguo Testamento no es una simple suma de verdades lógicas reveladas por Dios ni un simple código de normas morales. Ni siquiera es solamente un conjunto de libros inspirados. Es, ante todo, una economía de salvación instalada en la historia. Es el designio salvífico de Dios, que se revela y se realiza en la historia»2.
Si acudimos a la Biblia, no es en busca de un documento más de la cultura semita, sino porque la consideramos un testimonio inspirado de la revelación positiva, de la cual esperamos una valoración o al menos una explicación de una problemática que nos acucia.
Intentemos sintonizar con el pueblo elegido, ya que sus libros no se preocuparon de exponer sistemáticamente su mentalidad religiosa. Su actividad en este campo consistió en elaborar, cambiar y dar una interpretación actualizada, en cada situación, de las tradiciones que poseía en documentos anteriores. No deja de ser una actividad racional, pero no usa la razón en la dirección griega, sino reflexionando sobre el significado de los acontecimientos históricos desde una perspectiva de fe. Ni siquiera predomina en este pueblo el recuerdo exacto de los hechos como un pasado concreto alejado del presente, sino que cada generación tiene como tarea comprenderse a sí misma como el Israel elegido, reconocerse como tal y poder presentarse como tal ante Yahveh. Para nosotros es también una tarea difícil descubrir el valor objetivo y las limitaciones de esta mentalidad, que percibió tan unilateralmente el mundo y la presencia de Dios en el mundo; pero tiene en sí misma su propia legitimación, su medida y su ley. No podemos catalogar, para comprenderlos, los testimonios de Israel a base de nuestras categorías, que no tienen nada que ver con el pensamiento de Israel. La forma más legítima de hablar sobre el Antiguo Testamento continúa siendo la repetición narrativa. Esta fue la primera consecuencia que Israel dedujo de su experiencia de la actividad histórica de Yahveh. No podemos limitarnos a exponer «su mundo conceptual» sin incluir «el mundo de la historia», sobre el que se centraba el trabajo teológico de Israel.
Esta premisa no constituye un reduccionismo pretendido, sino una necesidad que nos capacita para orientamos en este país lejano. Estas ideas y expresiones sacadas sumariamente de la obra de Walther Eichrodt3 y que nos sirven de metodología, son ya conclusiones del estudio del Antiguo Testamento, de las que nosotros no podemos prescindir para no estar abocados a una continua «petitio principii».
Aun en las ciencias no todo lo que se aprende en los estudios básicos se justifica o demuestra.
Revelación e historia #
Nos dice la Constitución del Concilio Vaticano II sobre la divina revelación: «Este plan de la revelación se realiza con palabras y gestos intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas» (DV 1,2).
Vamos, pues, a introducirnos en el oscuro túnel del tiempo y observar lo más cerca posible los hechos y las palabras por la única fuente que tenemos de información, la Biblia, sin olvidar que es una visión teológica de los mismos. No podemos ahora abarcar el largo proceso de al menos dieciocho siglos; no es necesario para el tema que nos ocupa. Nos fijaremos preponderantemente en la época pre-monárquica, es decir, desde la salida de Egipto hasta el establecimiento de la monarquía, época en la que todos esos elementos e imágenes predicadas de Yahveh aparecen de manera especial y que podemos considerar como prototipos literarios para épocas posteriores.
Hemos de tomar como punto de arranque el acontecimiento del Sinaí, la alianza, al que se orientan los hechos anteriores y del que toman sentido los siguientes, hasta penetrar, con el hilo conductor de la revelación, en los umbrales del Nuevo Testamento. Se trata de un acontecimiento fundante: un pacto que, sellado con sangre (signo de vida), crea una solidaridad para una misma vida y concierne a todas las esferas de la vida. El contenido preciso y constante es que Yahveh es para ellos Dios y ellos su pueblo entre los demás pueblos. Si tomamos en serio lo que comporta esta afirmación, podremos comprender cómo el pensamiento religioso de Israel no se ha de comparar a un círculo con un solo centro puesto en Dios, sino, más bien, en una elipse con dos focos –Dios y pueblo–. Unidad que no se puede romper so pena de caer en un horizontalismo o volar hacia una trascendencia lejana.
Fijémonos en este pueblo. Aunque en narraciones anteriores es presentado como tal, no deja de ser una retroyección. Eran unas gentes que habían vivido un largo período en un ambiente politeísta, aunque en el viejo zurrón semi nómada, heredado de sus antepasados, guardaban el recuerdo de una promesa y un pacto con el Dios familiar. Es a partir del Sinaí cuando surge el pueblo, que lo es, en cuanto es pueblo peculiar de Yahveh en virtud de la alianza.
No podremos conocer su peculiaridad, aun teológica, si no conocemos el ambiente religioso-cultural en medio del cual se abre paso. Detrás de las manifestaciones de este entorno se encierra una concepción mítica entonces fuertemente sacral, que incluye una concepción cíclica del tiempo y ritualista de la salvación. Para aquellos pueblos el hombre no se mueve libremente en la historia, sino que está atado a la rueda del tiempo, que, a semejanza de la sucesión invariable del día y la noche, verano e invierno (percepción inmediata), interpreta como alternativa fatídica los períodos de paz y guerra, prosperidad y escasez. Sus relaciones más profundas con los demás, con los fenómenos naturales y con el «mysterium tremens» no se explican sino en relación con las habidas en un período atemporal y prehistórico entre los dioses (tan numerosos como las profesiones, necesidades y experiencias humanas), cuyas relaciones recíprocas no son otras que una proyección de las que se dan entre los hombres. Sin embargo, aquéllas son la auténtica realidad, válidas y consistentes, de las que las humanas no son más que una sombra. ¿Cómo adquiere valor la vida del hombre? Por medio de los ritos que, escrupulosamente ejecutados, establecen el cordón umbilical por el que el hombre escapa de la fatal rueda del tiempo y de la historia. Así se siente salvado de la alternancia de los períodos que se le imponen y a los que está inexorablemente sometido. No hay, pues, salvación sin huida de la historia.
En medio de esta atmósfera, que dominaba a todos los pueblos y a todos los estratos de la cultura, tiene que abrirse paso este pequeño «grano de mostaza», que marcha a la tierra de la libertad sin más cultura e instituciones que la experiencia profunda de un acontecimiento enraizado en la historia, convicción irrenunciable por la que, a través de un hombre privilegiado, Moisés, un Dios, que se da el nombre de Yahveh, lo toma como peculio entre los grandes pueblos de la tierra. Ni más, ni tampoco menos.
Si a nosotros, políticos y juristas, moralistas y teólogos, se nos hubiera encomendado la configuración de este pueblo desde nuestra situación, hubiéramos hecho gala de toda nuestra avanzada cultura y hasta hubiéramos dado lecciones al mismo Dios. Les hubiéramos dado unos cursillos intensivos en todas las áreas del saber y del ignorar humanos. A veces podemos olvidar la perspectiva histórica de nuestro substrato cultural.
Dejemos a ese pueblo tranquilo, que le queda una tarea ardua y gozosa hasta que descubra la misión que le ha sido confiada. Él irá descubriendo paulatinamente el dinamismo de los caminos de la revelación divina que se entrecruzan con los de la propia historia. Por lo que han visto y les ha dicho Moisés, su destino queda vinculado a un Dios cuya exigencia no es otra que: «No habrá para ti otros dioses delante de mí» (Ex 20, 3); y esto porque: «Yo, Yahveh, soy tu Dios que te ha sacado de Egipto, de la casa de la servidumbre» (Ex 20, 2). A este pueblo le cabe una tarea en un plan que le sobrepasa y que no se le manifiesta en su totalidad, como nos dice la Constitución sobre la divina revelación: «Dios amantísimo, buscando y preparando solícitamente la salvación de todo el género humano, con singular favor, se eligió un pueblo a quien confió sus promesas» (DV IV, 14).
Que la revelación sea histórica no quiere decir que tenga implantación histórica, condición común a cualquier realización en la que se vea involucrado el hombre. Esta sería también la condición de una revelación fulminante y puramente espiritual. Más bien indica que Dios ha irrumpido en la historia y se ha implicado en la historia y, más en concreto, que Dios se ha revelado a su pueblo por medio de su actuación en unos hechos a través de Moisés. ¿No sería legítimo decir lo mismo invirtiendo el proceso? El pueblo descubre en unos hechos la actuación de Dios, desde la que paulatinamente va conociendo a Yahveh, por mediación de Moisés. No queremos ni podemos excluir ningún extremo de la proposición, pero esta última perspectiva nos parece más acorde con la de la sección de la Biblia en la que nos movemos en esta disertación.
En efecto, en la sección del maná, como en otras, Yahveh da este encargo a Moisés: «Diles: al atardecer comeréis carne y por la mañana os hartaréis de pan; y así sabréis que yo soy Yahveh, vuestro Dios» (Ex 16, 12). Es decir, tales hechos, como actuación de Dios, revelarán a Yahveh. Nos puede servir de paradigma el paso del mar Rojo. El pueblo protesta contra Moisés ante la persecución de los egipcios. Moisés contesta: «No temáis; estad firmes y veréis la salvación que Yahveh os otorgará en este día, pues los egipcios que ahora veis no los volveréis a ver nunca jamás. Yahveh peleará (!) por vosotros, que vosotros no tendréis que preocuparos» (Ex 14, 13ss). Lo que es lo mismo, tales hechos revelarán a Yahveh. La narración concluye así: «Aquel día salvó Yahveh a Israel del poder de los egipcios, e Israel vio a los egipcios muertos a orillas del mar. Y viendo Israel la mano fuerte que Yahveh había desplegado contra los egipcios, temió a Yahveh, y creyeron en Yahveh y en Moisés, su siervo» (Ex 14, 30ss). Sólo quisiera subrayar unos elementos que pueden ser esclarecedores: poder de los egipcios–mano fuerte de Yahveh; miedo a los egipcios–temor a Yahveh; vieron–creyeron. Sigue un cántico de alabanza y, entre otras aclamaciones, dice: «¡Un guerrero, Yahveh, Yahveh es su nombre!» (Ex 14, 3). Otros hechos «prodigiosos» tratan de ser una respuesta a una duda del pueblo: «¿Está Yahveh entre nosotros o no?» (Ex 17, 7). Saneadas las aguas amargas en Mará, entre otras, pone estas palabras en labios de Dios: «Porque yo soy Yahveh, el que sana» (Ex 15, 26).
Pensamos, como hipótesis, que Israel descubre la acción de Dios en los hechos; a partir de estas actuaciones descubre los atributos puestos de manifiesto en hechos determinados, y según el colorido de esos hechos se forma la imagen de Yahveh.
Descubrir o entender la actuación divina en unos hechos salvadores que no siguen el ritmo cíclico del tiempo, ni están sujetos a la magia de unos ritos y sin ninguna referencia a los mitos, es algo sorprendente. Esto, sin embargo, no supone una amnesia cultural. No parten de cero; están inmersos en una visión sacral del mundo y de la sociedad, una imaginería de lo divino, unos ritos y unas costumbres, palabras y símbolos rígidamente significativos; todo un mundo, frente al cual no tomó una actitud de renuncia ni pudo. La síntesis de estos elementos supuso una «¡gran habilidad!» por parte de Moisés y sus gentes, que se mantuvieron en el filo de la navaja entre lo establecido y la novedad que importa la alianza. Y esto no de una forma analítica y consciente ante un objeto, sino por una necesidad, primero, de subsistencia, y, segundo, de subsistencia como pueblo de Dios. Esta es la habilidad que necesita en el uso del bisturí exegético quien se acerca a analizar conscientemente ante un objeto cuanto sintetizó simbólicamente de su experiencia el pueblo de Israel.
Antropomorfismos #
Es obligado hacer referencia a los antropomorfismos tan abundantes y variados en el Antiguo Testamento. El hombre piensa de Dios y se imagina a Dios desde el hombre. «La idea de que el hombre se hace de Dios tiene matices antropomorfos, sociomorfos y cosmomorfos, que responden a los diversos estadios del desarrollo humano»4. No vamos a entrar en el problema de su valor, es decir, hasta qué punto estas imágenes responden a la autorrevelación de Dios, dejando por ahora la respuesta al P. Alonso Schökel: «El Antiguo Testamento desarrolla un riquísimo repertorio de representaciones literarias de Dios, todas más o menos a imagen del hombre; la justificación la da Gn 1, diciendo que el hombre es imagen y semejanza de Dios, dando la clave de lectura de todo el Antiguo Testamento»5.
A una mentalidad acostumbrada a la reflexión filosófica llama la atención la presencia de los antropomorfismos en el Antiguo Testamento por el peligro de antropomorfizar la divinidad olvidando el carácter espiritual, eje de este tipo de reflexión. Pero también ésta pierde la inmediatez de la relación religiosa y la auténtica comunión con Dios, resolviéndose o en un deísmo frío, o una filosofía moral racional, o en una mística sentimentalista.
Todo esto lo evita el antropomorfismo que apunta, en primer lugar, al carácter personal de Dios y a su plenitud de vida, aunque interpretados inconscientemente en sentido humano. Bien sabemos que en el cristianismo todos los inconvenientes se superan y se potencian todas las posibilidades en la persona de Jesús.
En esta actividad participa Israel de la cultura ambiente que personifica las fuerzas de la naturaleza. Sin embargo, no cae en esa nivelación de planos entre el hombre y las divinidades que se da en esas mitologías. Siempre testimonia el Antiguo Testamento la infinita superioridad de Yahveh sobre el hombre y su gran vitalidad, que no siente ninguna necesidad de que el hombre remedie sus carencias, pues no las tiene. Y así es presentado como fuente de toda vida, y en su obrar poderoso se muestra la realidad vigorosa de su existencia frente a la nulidad de otros dioses.
El sentido que tiene el antropomorfismo en el Antiguo Testamento y el significado que ven en ellos los escritores bíblicos no ofrece ningún obstáculo a su idea de Dios, siendo tan sensibles como son a todo aquello que suponga una limitación o materialización de Yahveh, como ocurre en la prohibición de imágenes (Ex 20, 4) o la clara distinción entre el Dios que se reveló en el Sinaí y aquellos elementos naturales que la acompañaron y que jugaron un papel importante; todo lo cual tiende a salvaguardar lo inimaginable de Dios. La validez y la limitación de toda la imaginería antropomórfica que ronda a toda consideración del Antiguo Testamento, está en relación con la pureza de la idea de Dios, que se encarga de dejar bien claro, al distinguir el contenido del recurso literario cuando se trata del hombre o de Dios: «Dios no miente ni se arrepiente a lo humano» (Nm 23, 19; 1Sm 15, 29).
El Dios de la Alianza #
A partir de los elementos que hemos considerado hasta aquí, nos sentiremos menos incapacitados para entender ciertas afirmaciones, apelativos, acciones y decisiones en que se ve envuelto el Dios revelado en la alianza. No es posible presentar una visión completa de las imágenes y lo que ellas comportan sobre el Dios de la Alianza. Nos limitaremos a aquellos atributos en relación a los cuales aparecen los elementos violentos, como son los celos, la ira y castigos, y en especial la guerra santa junto con el anatema. Contamos, pues, con esta limitación.
Dios personal y único: Yahveh, celoso #
La manera de relacionarse el pueblo con su Dios, Yahveh, es la propia entre personas. El mismo símbolo de la alianza, con el que queda expresado el tipo de relación entre ambos, no está tomado del ámbito cúltico, sino civil, con lo cual no lleva la impronta de lo divino difuso. El Dios contratante es perfectamente definido y personal. El hecho de darse un nombre «Yahveh» apunta a un Dios determinado, individual, que puede distinguirse de los demás. El uso que el mismo pueblo hace del nombre de su Dios, teniendo en cuenta la carga mágica que comportaba el «nombre» en el contexto cultural, jamás tuvo ese halo misterioso, sino que con él y por él establecía una relación tan abierta con quien le libró en la historia, como respetuosa; porque con tal nombre no pronunciaba una fórmula mágica, que puede degradarse, sino que era la misma persona de Yahveh.
Ya hemos visto antes cómo después de la presentación de Yahveh añade la exclusión de cualquier otro dios como el primer mandamiento del decálogo, formando tal unidad que nos obliga a pensar, como demuestra toda la historia posterior, que no se puede concebir un culto yahvista desprovisto del primer mandamiento. Esto es un caso único en la historia de las religiones. «La síntesis de todas las tradiciones quedan marcadas por el carácter exclusivista del yahvismo: Yahveh no tolera otros dioses a su lado»6. Estamos tocando, pues, uno de los valores básicos de la fe yahvista, que pone uno de los fundamentos morales del pueblo elegido. El segundo mandamiento del decálogo es una especificación del primero, prohibiendo hacer imágenes: «No te postrarás ante ellas, porque yo, Yahveh, tu Dios, soy un Dios celoso…» (Ex 20, 5). Es en este contexto en que hemos de considerar cuanto se dice en la Biblia de los celos y todas sus manifestaciones e imágenes.
«En la mayor parte de las mitologías los dioses comparten los sentimientos de los hombres que los han concebido»7. En ellos se reflejan las mezquindades humanas, sin excluir la envidia por los hombres. Israel, pueblo que nace y crece en este ambiente, no pudo prescindir de estos mecanismos a la hora de expresar las nuevas relaciones entre su Dios y ellos. Sin embargo, su celo no tiene nada que ver con los de las divinidades, ni se nivela con las mezquindades de los hombres. La exclusividad que exige de Israel no se puede expresar con términos antropomórficos, sino es con el de «celos», pero no por los hombres, como las divinidades, sino para con «otros» dioses.
Los celos tienen una amplia gama de manifestaciones, todas ellas reflejo de la lucha titánica por consolidar no sólo la legitimidad de Yahveh entre las demás divinidades hasta su exclusividad universal. Parece legítimo sostener que hasta llegar al libro de Isaías con toda limpieza la idea de un Dios excluyente, hubo de recorrerse un largo camino, mediante un diálogo inconsciente, pero efectivo entre la presencia del único Dios y los elementos que ofrecía la cultura ambiental. Me atrevería a afirmar: los acontecimientos humanos que el hombre necesita valorar son interpretados en el mundo politeísta de modo que se disuelven en los múltiples fenómenos de la naturaleza, en los que atisba la divinidad.
De manera inexplicable, en cambio, Israel interpreta esos mismos acontecimientos de forma exclusiva hacia la unicidad de su Dios, centrándose en la configuración de la vida personal y social donde se enfrenta a una voluntad personal: «Una voluntad divina que de modo tan expreso tenga como meta una comunión humana, no puede entenderse como un oscuro poder impersonal ni como una fuerza inconsciente de vida; hay que concebirla en analogía con una voluntad humana, es decir, según el esquema de la personalidad humana, como ser que piensa de sí mismo, que quiere y actúa»8.
Aun los rasgos terribles de la imagen de Yahveh no los vive el pueblo elegido como un poder caótico, como un misterio inexplicable, sino como autoafirmación de una voluntad personal que en virtud de la alianza mantiene sus derechos señoriales sobre un pueblo, con el que se muestra fiel y solícito.
Dios de amor: Ira de Yahveh #
Especialmente en la época profética la relación que establece la alianza entre Yahveh y su pueblo tiene caracteres esponsalicios. No sabemos hasta qué punto esto tenga que ver con su contacto con los cananeos. Pero en la Biblia estas relaciones están muy lejos de los amoríos cúlticos y del carácter instintivo y violento de las relaciones entre los dioses cananeos y sus fieles. Detrás de la relación matrimonial entre Yahveh e Israel hay un carácter fuertemente personal y voluntario, que apunta a un Dios que no es indiferente ante las actitudes del pueblo. Se muestra como un amor airado que ofrece la imagen de un Dios sufriendo y aun desconcertado por el amor a su pueblo, al que éste no corresponde. Sin embargo, la situación se resuelve en algo tan chocante a las normas humanas como es el perdón de la esposa infiel. Así lo expone el profeta Oseas en el capítulo II, en el que Yahveh termina razonando su actitud: «porque soy Dios y no hombre» (v. 9).
Hablar de ira en Dios, como en el hombre, hace referencia a cualquier tipo de enojo y a su manifestación, sin indagar en sus causas concretas. Es lo opuesto a complacencia. Así, cualquier desgracia se puede interpretar como signo de ira divina, como en la felicidad se manifiesta la complacencia de Dios. Esta interpretación, común en cualquier visión religiosa del mundo, en el Medio Oriente se la consideraba provocada por cualquier transgresión voluntaria o involuntaria realizada por el hombre. Según esto, las divinidades campean veleidosas ante la impotencia más indefensa del hombre, que pueden desencadenar su ira sin motivo y caprichosamente, ante lo cual nace un estado de miedo permanente que obliga a los hombres a aferrarse a un ritualismo escrupuloso.
No hay razón para excluir culturalmente a Israel de este contexto, el cual, enraizado en la experiencia del Dios de la Alianza, encuentra un sentido nuevo y distinto a aquellos mismos acontecimientos. En Israel la experiencia de la ira de Yahveh está unida a una transgresión del «status» de la alianza o a una ofensa a Yahveh: no es capricho, es castigo por los pecados. Así legitima esta reacción de Yahveh, que interviene ante el ultraje hecho a Él o a otros en virtud de ese «status» que nace de la Alianza.
Podemos decir que Israel resuelve los aspectos más contradictorios dentro de la exclusividad de la fe yahvista de un Dios personal con una voluntad moral. Resulta llamativo que no haya recurrido Israel a un poder satánico, ni al encantamiento de la magia para alejar los males. Ni siquiera en épocas tardías, ya desde una perspectiva individual, busca Job una explicación a su tragedia espiritual si no es desde ese mismo Dios, fuera del cual no se le ocurre plantear el problema. Todo aquello que ocurre en el pueblo elegido y que los pueblos circunvecinos fácilmente repartían entre las divinidades apropiadas, él lo concentra exclusivamente en Yahveh, sin escrúpulo, aunque a una visión analítica y crítica le resulte escandaloso. Todo cuanto le sucede tiene que ver con Yahveh; nada queda al margen. Dejar algo fuera de la competencia de su único Dios es dar lugar a otras divinidades, que en realidad no existen, y, en definitiva, dejarlo en manos de la fatalidad.
Concluyamos este apartado constatando que, aunque sean frecuentes las alusiones a esta imagen, «nunca la ira se convierte en un predicado constante del Dios de Israel»9, como ocurre con otros, entre los que se encuentra la santidad.
Dios santo: Yahveh guerrero #
El predicado de santidad es el que más se aplica al Dios de Israel. También lo encontramos en las más diversas lenguas con el significado de algo separado del uso normal, referido a una esfera en la que domina un poder extraordinario impersonal ligado a objetos, ritos, etc., que va más allá de la vida común.
Israel no queda al margen del ambiente circundante y, sin duda, ha tomado muchos elementos de ese campo y los ha implantado en el propio. Sin embargo, la santidad aquí tiene un trasfondo propio. Mientras en los demás pueblos apenas se aplica a la divinidad, en Israel es a Yahveh a quien en primer lugar se le designa como «El Santo», con lo que la santidad adquiere un carácter marcadamente personal. Israel percibe la santidad donde experimenta la soberanía divina, de manera especial en aquellos acontecimientos que, por sus efectos devastadores, en los que descubre la actuación de Yahveh, ponen de manifiesto su inaccesibilidad. Con el atributo «Santo» se expresa lo propio, lo que constituye el ser de la divinidad. La reacción primera que produce su cercanía es el más profundo estremecimiento, que comporta temor y atracción. «Lo singular de las expresiones veterotestamentarias sobre la santidad no reside en sus elevadas cotas morales, sino en la índole personal del Dios al que se refiere»10.
Esta santidad, Yahveh la irradia en su entorno y se «muestra santo» ante los paganos, cuando realiza con su pueblo su designio soberano, por lo que le reconocerán irresistiblemente.
En este contexto hay que situar la guerra santa con la aplicación del anatema. El libro en que tiene más vigencia es el de Josué en relación con lo que se llama la conquista de la tierra prometida. No es una crónica de los hechos, sino que están repensados desde el espíritu de la reforma deuteronomista.
La catequesis que se quiere dar, gira en torno a esta enseñanza: sólo en la fidelidad a Yahveh seréis salvados. Reproduciendo la historia pasada desde el momento en que el pueblo está para entrar en la tierra prometida, trata de dar una explicación del desenlace del período monárquico, en el que vive el autor: la catástrofe del exilio de Babilonia. La culpa no es de Dios, sino del pueblo entero, en especial de los reyes, a causa de la idolatría que han tolerado y han practicado. Para invitar a la fidelidad y la confianza, presenta el autor a sus destinatarios, en género épico, la portentosa conquista de la tierra por Josué, en la que Yahveh mostró su poder venciendo como un guerrero a los dioses cananeos y todas sus pertenencias, entre ellas a sus adoradores.
El redactor sabe que, de hecho, no fue una epopeya la posesión de la tierra, que empezó siendo un asentamiento en los territorios de la meseta central, aunque en lo sucesivo surgieran los obligados encuentros bélicos con los habitantes cananeos de las ciudades-estado; tampoco ignoraba que a pesar de la aplicación del anatema total que él preconiza, siguió habiendo cananeos en la tierra de Israel. No sabemos, por tanto, en qué grado se aplicó esa destrucción total. Por supuesto, no en el grado de la redacción deuteronomista. La insistencia que pone el redactor puede que exprese un pesar de que no hubiera sido así. Se hubiera ahorrado Israel la amarga situación presente.
La práctica del anatema, aniquilación de toda vida de la ciudad vencida, no fue una práctica exclusiva de Israel. Aquí volvemos a repetir que es patrimonio del mundo que le rodea y que lo practicaron con él. El anatema es el colofón de la guerra santa, concepto común entre los pueblos antiguos, impregnados de un fuerte sentido sacral. Eran incapaces de comprender el mundo si no era con categorías sacrales, a partir de unas leyes e instituciones sagradas provenientes del culto, y se sostenían en vigor, en virtud de unos ritos. Para poder vivir había que someterse a esas normas y colaborar con ellas. No cabía otra oportunidad. Este contexto cultural, en que surgió el monoteísmo exclusivo de la fe yahvista, «era tal que concebía la guerra no sólo como justa y permitida en ocasiones, sino aun como santa. Un Dios que más que cualquier otro dios de otra nación había proclamado de sí mismo que estaba con su pueblo, que lo hacía su propio peculio, no podía ser concebido, en el contexto del siglo XIII a. de C., otro modo que como un Dios guerrero»11.
La guerra santa no es una guerra de religión. Israel no lucha por motivos religiosos, sino por razones de supervivencia. Si esta esfera tan vital hubiera quedado fuera o al margen de Yahveh, sería un Dios muerto, antípoda de lo que era para Israel. Si era un Dios vivo debía ser actuante, comprometido e implicado. Difícilmente habría sido reconocido como Dios de su pueblo, si no lucha como él lucha. Así, la victoria no es un simple triunfo de Israel; es, sobre todo, supremacía de Yahveh sobre los demás dioses. Aunque las otras esferas de la vida, a las que hemos aludido en los apartados anteriores, hubieran estado dentro de la esfera de la soberanía de Yahveh, si ésta hubiera quedado al margen, la historia estaría dirigida por el destino y no por la voluntad personal del Dios único.
El significado fundamental del anatema es la consagración total y absoluta a la divinidad. Con él, podríamos decir, se cumple el ritual de la acción bélica, que adquiere su sentido de la ejecución del anatema. Con él se reconocen los derechos del dios vencedor sobre el vencido. Israel no pudo prescindir de esta institución tan importante que, por otro lado, le ofrece unos elementos extraordinarios para expresar la soberanía de Yahveh sobre las divinidades que, como él, están metidas en batalla. En tal lucha o se vence o se es vencido, no hay término medio. Dejar el elemento decisivo en todo el desarrollo bélico al margen, habría significado, además de negar un derecho a Yahveh, dejar un área muy importante a disposición de cualquier otra potencia divinizada, que en el fondo estaría negando la unicidad de Yahveh.
Llegados a este momento, volvemos la mirada hacia atrás. La problemática suscitada, la necesidad de adentrarnos en la perspectiva de la historia salvífica como método, nos ha obligado casi a asistir al nacimiento de ese fenómeno único en la historia de las religiones que es la fe yahvista, concretizada en el pueblo de Israel. En nuestra hipótesis hemos querido ser fieles a lo que nos parece una necesidad: seguir los pasos casi imperceptibles de ese pueblo, que no renuncia a Yahveh, Único. Como tal, ningún frente de la vida humana le puede estar vetado. En todos ellos tiene que ser reconocido como el Único.
Creemos haber conseguido una luz ambiente que nos permite localizar los objetos a nuestro alcance y colocarlos en su sitio. A partir de aquí, nos parece, se pueden hacer preguntas correctas y posiblemente recibir respuestas adecuadas. Sin duda, nos hemos situado en el punto de partida adecuado. Sabemos que los elementos que hemos estudiado de forma reducida, circunscritos a un determinado momento de la historia, han ido recibiendo otras valoraciones más profundas. Los celos, la ira, la guerra de Yahveh, que en sus comienzos Israel comprendió en la única dirección del Dios único y de los que no pudo prescindir por razón de subsistencia, no serán más que recursos literarios para expresar la obra misma salvadora que llevará a su término.
Desde los comienzos han quedado puestas las bases insustituibles y seguras: un Dios único y personal con voluntad, que es el fundamento de la actitud moral del hombre. En el diálogo que Dios establece con el hombre para revelarse, la idea de Dios se irá purificando y, como fundamento de la moral humana, también se irá purificando la vida del hombre. Es el testimonio más claro que nos da el Antiguo Testamento: Israel se ha ido liberando progresivamente de las costumbres paganas. Nos dice la Constitución sobre la divina revelación del Concilio Vaticano II, refiriéndose al Antiguo Testamento: «Estos libros, aunque contienen elementos imperfectos y pasajeros, nos enseñan la pedagogía divina» (DV 15). Son los dos calificativos que podemos reconocer también en cuanto hemos dicho. Los elementos que hemos examinado participan en la limitación de ser imperfectos y provisionales, pero son testimonios, quizá muy recónditos, de la sabia pedagogía divina. También nuestras valoraciones, desde cualquier campo que las hagamos, están sometidas a esos condicionamientos.
Sólo dos consideraciones: no obstante estas imperfecciones del Antiguo Testamento, nadie duda de que no hubo moral más elevada en la Antigüedad que la del pueblo de Israel. Su carácter humanitario fue extraordinario. Que, aunque participa el pueblo elegido de los mecanismos de la violencia del ser humano, se va liberando de ellos en una doble dirección: por la experiencia del Dios auténtico y por la esperanza escatológica.
Desenmascaramiento de la raíz de la violencia #
La rivalidad surgida entre los hombres por el afán de poseer lo que otros quieren engendra la violencia. Esta, en los sistemas arcaicos, se descarga sobre una víctima propiciatoria, alguien que desempeña causalmente este papel, aceptando la proyección que los demás hacen sobre él de sus culpas. Al eliminarle, surge de su cadáver la unanimidad entre los supervivientes, y de esta forma queda encubierta la realidad social de la violencia para no tomar conciencia de aquéllas.
En el Antiguo Testamento está presente este tema de la mímesis y de la rivalidad, revelándose como raíz de la violencia; cobrando forma narrativa en las relaciones de Saúl y David. Pero el Antiguo Testamento desenmascara este mecanismo de la violencia, porque el perseguido no acepta sin más que los demás le traten como culpable propiciatorio, porque no lo es, y se rebela ante su suerte apelando a su Dios a quien en el trance descubre como al Dios verdadero. Esto lo vemos en los salmos de lamentación: Quien clama está rodeado de enemigos, acude a Yahveh en demanda de ayuda, y al final le bendice. Este hombre despreciado y salvado por Yahveh es la piedra angular desechada por los constructores (Sal 118, 22), que pone de relieve las mentiras de la sociedad violenta. También tenemos el caso típico de los profetas, que se presentan ante Israel siempre perseguidos, y acerca de los cuales se fue desarrollando una tradición que trataba de su suerte violenta.
Es ésta una experiencia única. Israel ha descubierto el mecanismo de la violencia, que no por ello ha dejado de existir. Pero ya las víctimas propiciatorias no son casuales, sino que son «personas que por su especial conocimiento del Dios verdadero y sus intenciones rectas y pacíficas concentran sobre sí la agresividad de los violentos. Así se denuncia la violencia en Israel»12. Las víctimas son hombres justos que resultan molestos, porque viven la presencia de Yahveh. De esta forma, la violencia no queda ignorada o encubierta, y se toma conciencia de ella por el hecho de que la presencia de Yahveh en el hombre justo la denuncia como radicalmente mala. Se abren así las perspectivas de una sociedad nueva: el derecho, la justicia, la misericordia y el amor.
Promesas de vencer la violencia #
Israel tiene presente y añora lo que posee por la revelación. La experiencia de la liberación de Egipto le revela que el perseguido injustamente es escuchado por Dios cuando recurre a Él, y le lleva a la tierra de promisión. Pero los caminos ensayados hasta ahora son provisionales. Se iba extendiendo la esperanza de la liberación definitiva de Israel, la esperanza del Reino de Dios, en el cual no será necesaria la violencia. Es la esperanza mesiánica: Yahveh reunirá a su pueblo y Jerusalén será el centro de un mundo pacífico. Este mundo de hermandad no se realizará desde las instituciones. Jeremías lo pone en la interiorización de la ley de Dios en el corazón del hombre (Jr 31, 33ss). Esta nueva vida surge, porque Dios renovará los corazones al final de los tiempos (Ez 36, 26ss). Las palabras proféticas sugieren un milagro, algo que sobrevendrá caído del cielo. Pero su significado no es éste, sino que se consideraba un suceso que sería real dentro de nuestro mundo, lo cual se aprecia en la forma en que se describe.
Las posturas del Antiguo Testamento acerca de esta cuestión son ambivalentes, aunque se espera que suceda dentro de la historia. Nos encontramos con la actitud primitiva del mundo violento; éste ve imprescindible un acto final violento para destruir la violencia, en el cual serían aniquilados los pueblos juntamente con el mal, prevaleciendo sólo los justos.
Junto a esta visión encontramos otra, que se ha desarrollado por la experiencia de los cantos de lamentación. En ella se llega al último grado de violencia, para que triunfe el mundo no violento; pero el cambio no sucede por la aniquilación de los demás, sino porque el marginado, la víctima expiatoria, reconoce al Dios verdadero y sabe que se puede vivir de otra manera. En cambio, sólo es inteligible a partir del Dios personal que ha entrado en la historia y ha penetrado en el corazón del hombre.
Esta transformación nos la presenta el Deutero-Isaías vinculada a la figura del Siervo de Yahveh, contra quien se han levantado los pueblos, humillándole, escarneciéndole y, finalmente, matándole. Pero vive de su Dios, acepta la violencia y Dios le acepta a él.
La experiencia de los cantos de lamentación y el destino del siervo caído y humillado nos descubren cómo el mundo que obtiene la paz por medio de la violencia puede romperse, carente de valor y evidenciando su mentira. «Su centro era el destino de la víctima expiatoria rechazada. Todo el sistema puede ser transformado desde una víctima que no es tal, ya que lo sabe todo y lo soporta todo desde el Dios verdadero; en Él y en su destino puede verse que la paz puede proceder del corazón y que la violencia es estéril»13. La aceptación paciente del mal, asumido con consciencia, sufrido con y por la verdad de Dios, tiene la virtud de romper el odio que encalla al mundo y abrirle a la posibilidad de la paz y del amor, que brotan del corazón limpio y misericordioso.
Distante, que no distinta, la fe que nos vincula a aquel pueblo y al que camina bajo la luz. Donde ellos terminaron, nosotros comenzamos. Hay algo en este largo camino tan peculiar, tan extraño y maravilloso que no tiene otra palabra que: «revelación generosa de Dios».
En esta revelación, durante el Antiguo Testamento, Dios se adaptó a la humilde capacidad de sus hijos rebeldes y fue corrigiéndolos poco a poco, con arreglo a su pedagogía divina. Dios hizo evolucionar la conciencia moral de Israel hasta desterrar de su mente la idea de que Él pudiese amparar la violencia. Todo se entendería por completo con el nacimiento del Príncipe de la Paz y con la predicación del sermón de la montaña.
1 Lohfink, N., Antiguo Testamento. Desenmascaramiento de la violencia. Selecciones de Teología 72 (1979), 286.
2 Muñoz Iglesias, S., Valores de la antigua economía superados por la nueva, Concilium 30 (1967), 633.
3 von Rad, G., Teología del Antiguo Testamento, Salamanca 1969, 147-175.
4 Flor, G., El Dios del Antiguo Testamento, ¿un Dios violento?, Communio (marzo-abril, 1980), 107.
5 Schökel, L. A., Vocabulario del Antiguo Testamento. Art. Dios, en Nueva Biblia Española. Madrid 1975, 1938.
6 Vink, J., En sólo Yahveh está la salvación de Israel, Concilium 30 (1967), 599.
7 Leon Dufour, X., Vocabulario de Teología Bíblica. Art. Celo, Barcelona, 1975, p. 157.
8 Eichrodt, W., Teología del Antiguo Testamento I, Madrid 1975, p. 192.
9 Eichrodt, W., o.c., 239.
10 Eichrodt, W., o.c., 252.
11 Montaigne, G.T., Teología bíblica de lo secular, Santander 1969, 18.
12 Lohfink, N., o.c., 291.
13 Lohfink, N., o.c., 293ss.