Artículo publicado en la revista Scripta Theologica, 13 (1981), 363-371.
Una de las cosas que hacen interesante el estudio de la historia es la vivencia de novedad que en la historia se encierra, ya que está escrita por la libertad. La historia de la Iglesia resulta aún más cautivadora, por la incidencia del más poderoso factor de la libertad: la iniciativa divina, que irrumpe en el curso de la normal existencia humana para invitarnos a responder al amor que Dios mismo nos ofrece.
Fue precisamente una de esas iniciativas divinas lo que aconteció hace medio siglo, dando origen al Opus Dei y, con él, a un importante capítulo de la historia de la espiritualidad y del apostolado católicos y a nuevas manifestaciones del influjo del espíritu cristiano en la historia del mundo.
Antes de seguir adelante, quizá convenga detenerse en la palabra que acabo de emplear –«influjo»–, ya que reclama algunas precisiones. El propio fundador del Opus Dei, Mons. Escrivá de Balaguer, hizo al respecto una consideración llena de sentido, respondiendo a un periodista que le preguntaba sobre la influencia de la Obra en la sociedad: «¿De qué naturaleza es esa influencia? Es evidente que, siendo el Opus Dei una asociación de fines espirituales, apostólicos, la naturaleza de su influjo –en España, como en las demás naciones de los cinco continentes donde trabajamos– no puede ser sino de ese tipo: una influencia espiritual, apostólica. Lo mismo que la totalidad de la Iglesia –alma del mundo–, el influjo del Opus Dei en la sociedad civil no es de carácter temporal –social, político, económico, etc.–, aunque sí repercuta en los aspectos éticos de todas las actividades humanas, sino un influjo de orden diverso y superior, que se expresa con un verbo preciso: santificar»1.
El espíritu cristiano nos habla del más allá de la historia, puesto que sus coordenadas no son político-sociales, sino religiosas: habla de la salvación del hombre y de su destino eterno. Pero, precisamente por ello, influye, y más que ninguna otra realidad, en la existencia humana, el hombre está hecho para la eternidad y sólo desde la perspectiva de lo eterno puede enfocar debidamente –y resolver– los problemas que se le plantean en el tiempo. Rastrear el influjo de la Iglesia en la historia es, por eso, rastrear el influjo de los ideales trascendentes, manifestando cómo informan y animan la vida ordinaria, en sus dimensiones individuales y colectivas.
En el caso, del Opus Dei es necesario, además, tener en cuenta otro factor. El Opus Dei no tiene como finalidad promover determinadas actividades o tareas, sino contribuir a que personas singulares tomen conciencia, en sus propios ambientes y condiciones de vida, de las exigencias del ideal cristiano. Su fundador ha podido decir de la Obra que es una organización desorganizada, a fin de subrayar, con frase gráfica, la realidad de la acción de un espíritu precisamente a través de una pluralidad de vidas, cada una de las cuales discurre por su propio camino.
Todo eso, ciertamente, hace difícil el empeño del que aspira a realizar un balance. Y, sin embargo, el acento puesto en la vocación personal es, sin duda, una de las aportaciones fundamentales del Opus Dei; hasta el punto de que quizá pueda decirse que es a partir de ahí como debe apreciarse toda su labor.
No puedo pretender escribir esa historia, irreductible, además, a la necesaria brevedad de estas páginas. Me cabe, con todo, intentar esbozar, en breves pinceladas, algunas ideas especialmente significativas.
Santificación en las estructuras temporales #
Hace algunos años, el autor de una semblanza biográfica de Mons. Escrivá de Balaguer2 afirmaba que, desde 1928, fecha en que se fundó el Opus Dei, su historia personal se identificaba con la de la Obra a la que había dado vida. Pienso que puede también decirse lo inverso: la historia del Opus Dei, desde 1928 hasta el 26 de junio de 1975, fecha en que Mons. Escrivá de Balaguer dejó este mundo, se identifica con la vida de su fundador. Con su trabajo sacerdotal en Madrid y en otras numerosas ciudades de España, y, después, con su dedicación en Roma al gobierno de la Obra y con sus viajes apostólicos por Europa y América, Mons. Escrivá de Balaguer no sólo dio impulso al Opus Dei, sino que lo consolidó y extendió por todo el mundo.
En un artículo escrito a raíz de su fallecimiento al reflexionar sobre el ingente trabajo que había realizado, me pregunté: ¿cuál fue su secreto?3 Contesté entonces hablando de la riqueza del espíritu que animaba su empresa, pero señalando que era necesario ir más al fondo: su plena disponibilidad interior. Esa pobreza, en el sentido profundo de la palabra, ese no tener nada propio para mantenerse en todo instante a la escucha del querer de Dios, fue lo que hizo de Mons. Escrivá de Balaguer un alma señera y un protagonista de nuestro tiempo.
En los comienzos de su apostolado, algunos le tomaron por iluso o por loco. En aquellos momentos era realmente revolucionario proclamar, y más con la fuerza con que lo hacía, la llamada universal a la santidad: que todos pueden ser santos, también los que viven en medio del mundo y se ocupan de tareas y profesiones seculares. La Iglesia en España –y no sólo en España– no hablaba de esta natural exigencia de una vida cristiana plena: no existía, en los años treinta y cuarenta, una conciencia desarrollada de la posibilidad de una espiritualidad secular, laical, tal y como luego la consagró el Concilio Vaticano II. Solamente Pío XI, y Pío XII después, con su autoridad, y algunos tratadistas de la vida ascética, con timidez y por coherencia con la enseñanza general de Cristo, habían renovado exhortaciones antiguas, perdidas en el olvido, como las de San Francisco de Sales. Pero, en poco tiempo, la predicación de Mons. Escrivá de Balaguer fue semilla que cuajó en numerosos corazones y abrió horizontes nuevos al vivir y al pensar cristianos.
Para llegar a todos –pensaba– hay que ir primero a la cabeza, así la eficacia del apostolado se multiplicará. Una aspiración le movía: de cien almas, nos interesan las cien. Y ahí encaminó sus esfuerzos.
En diversas ciudades universitarias de la Península, promovió residencias y colegios mayores. La temperatura espiritual comenzó a crecer: jóvenes estudiantes que aprenden a santificar el trabajo y a actuar con libertad y responsabilidad personal en los diversos campos profesionales. El espíritu del Opus Dei se fue difundiendo, como una inyección intravenosa en el torrente circulatorio de la sociedad. Catedráticos de universidad, profesionales de la medicina o del derecho, gentes del campo y obreros de las barriadas extremas de las grandes ciudades, encontraron en esa espiritualidad luz para sus vidas. En 1950 hay socios del Opus Dei en los puntos más distantes de la geografía española. Desde que concluyó la Segunda Guerra Mundial, se hace posible la expansión europea y mundial: Portugal, Italia, Francia, Estados Unidos, Inglaterra, Irlanda, México, Chile, Argentina, Kenia, Nigeria, Filipinas, Japón… En 1978, al cumplir sus primeros cincuenta años, la Obra cuenta con más de 70.000 socios, en las cinco partes del mundo. La expansión universal del Opus Dei es, sin lugar a dudas, uno de los hechos más llamativos de la Iglesia del siglo XX.
Tomar conciencia de lo que significa ser cristiano: así podríamos definir lo que aspiraban a provocar las palabras de Mons. Escrivá de Balaguer. Y lo que provocaron de hecho en universitarios, profesionales, obreros y campesinos; hombres y mujeres de las más diversas condiciones –he conocido bien a varios– con defectos y limitaciones –todos los tenemos–, pero animados de una gran ilusión, conscientes de pertenecer a la Iglesia y de participar en su misión y, por tanto, con un afán apostólico que les lleva a «complicarse la vida» en varias empresas y tareas (matrimonios que promueven cursos de educación familiar, grupos de padres de familia que dan vida a un colegio…), y, sobre todo, a comprometerse en la tarea de transmitir la fe a quienes les rodean.
Se ha dicho ya muchas veces, al escribir sobre el Opus Dei, que la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer anticipó lo que iba a ser, pasados los años, uno de los núcleos doctrinales más novedosos y más ricos del Concilio Vaticano II: la proclamación de la llamada universal a la santidad. A decir verdad, no se limitó a anticipar esa proclamación, sino que la hizo posible. Y eso no sólo con sus escritos, llenos de intuiciones y explicaciones certeras, sino, sobre todo, con la Obra misma, con la fuerza de una doctrina hecha vida, traducida en la realidad de los hechos.
La difusión de un determinado espíritu de pensamiento y de vida puede, como antes decía, ser difícil de rastrear: por eso los historiadores prefieren a veces centrar su atención en instituciones o realidades exteriores. Pero, sea cual sea la dificultad que exista para documentar su incidencia, el hecho es que el espíritu es lo que mueve al hombre y, por tanto, lo decisivo en la historia. La importancia del Opus Dei radica en que, en su acción apostólica, la proclamación de la llamada universal a la santidad no fue nunca un enunciado formulado de manera abstracta, sino un ideal concreto que, al mismo tiempo que se enunciaba, se enseñaba a vivir. De ahí el ancho surco que ya ha abierto en la historia de la Iglesia, y en el que, con la gracia de Dios, podrá seguir profundizando.
Amor a la libertad #
Maestro de libertad cristiana, denominó a Mons. Escrivá de Balaguer el prestigioso filósofo italiano Cornelio Fabro. Lo fue ciertamente, y como buen maestro no vaciló en proclamar todas las riquezas de esa divina «libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rm 8, 21).
Meditó profundamente en las dimensiones teológicas de la libertad, como lo testimonia una de sus homilías, titulada precisamente La libertad, don de Dios4. Al mismo tiempo, prestó especial atención –no podía ser menos, dada la condición secular y laical de los socios de la Obra– a una de sus facetas sociales más importantes: la libertad en las cuestiones temporales.
La verdad de la fe debe orientar al cristiano también en sus decisiones profesionales y sociales. Mons. Escrivá de Balaguer no dejó nunca de señalarlo: «¿Te has molestado en meditar lo absurdo que es dejar de ser católico, al entrar en la universidad o en la asociación profesional o en la asamblea sabia o en el parlamento, como quien deja el sombrero en la puerta?»5. Pero esa orientación y esa luz de la fe no imponen, de ordinario, una solución única a los problemas que la actividad temporal plantea: caben posiciones diversas, derivadas de los distintos juicios sobre la realidad histórica o de diversas valoraciones prudenciales. «Muchas veces sucederá –enseña el Concilio Vaticano II– que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará (a los laicos) en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de manera distinta. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial por el bien común»6. Existe una legítima autonomía de las realidades terrenas y es propio del cristiano, consciente de su libertad y responsabilidad personales, defender las propias decisiones y respetar las de los demás. «No me he cansado de repetir desde 1928 –afirmaba Mons. Escrivá de Balaguer, resumiendo el espíritu y la experiencia del Opus Dei–, que la diversidad de opiniones y de actuaciones en lo temporal y en lo teológico opinable, no es para la Obra ningún problema: la diversidad que existe y existirá siempre entre los miembros del Opus Dei es, por el contrario, una manifestación de buen espíritu, de vida limpia, de respeto a la opción legítima de cada uno»7.
Cualquier conocedor de la reciente historia de España sabe bien que este punto de la libertad en cuestiones temporales ha sido un aspecto del mensaje y de la praxis del Opus Dei que, en algunos ambientes, ha provocado incomprensiones. Quizá por ello sea también uno de los temas que el fundador de la Obra ha expuesto con fórmulas más claras.
En cualquier caso, es sin duda alguna, uno de los legados más importantes que ha dejado a la posteridad. Y aquí, de nuevo, no sólo con las palabras sino con los hechos: con el testimonio de la cooperación, en una misma empresa de apostolado, de personas con posiciones temporales diversas y aun contrapuestas. En un mundo como el nuestro, que conoce tensiones profundas, y en el que la defensa de las propias opiniones rompe a veces, incluso de forma particularmente dolorosa, la fraternidad cristiana, el fenómeno pastoral que el Opus Dei representa, constituye una prueba de la virtualidad de los valores trascendentes, cuando verdaderamente se cree en ellos. Ciertamente quien no tenga esa fe buscará explicaciones torcidas o, admitiendo los hechos, los atribuirá a planteamientos ilusorios; pero ello no hace sino confirmar lo que acabo de decir. En esta Iglesia que, como le agrada recordar a Juan Pablo II, se aproxima al año dos mil y a la que le toca vivir en un mundo plural y dividido y en la que por tanto los cristianos, hombres como los otros, seguirán también caminos distintos, es particularmente necesario recordar, teórica y prácticamente, el amor a la libertad y el sentido de la unidad en lo que pertenece a la fe y a la común participación en la misión confiada por Cristo.
El ministerio sacerdotal #
Toda experiencia laical profunda presupone y desarrolla una visión de la Iglesia. Lo que a su vez repercute en una profundización en el sacerdocio. Mons. Escrivá de Balaguer lo advirtió claramente: «Junto a esta toma de conciencia de los laicos –afirmó en una de sus entrevistas– se está produciendo un análogo desarrollo de la sensibilidad de los pastores»8. No se trata, por lo demás, de algo que el fundador de la Obra percibiera sólo con el paso del tiempo: ya desde el momento fundacional del Opus Dei, sintió una llamada especial a servir a sus hermanos sacerdotes, transmitiéndoles el mismo mensaje que llevaba a los laicos, recordando que el sacerdote diocesano ha de santificarse a través de su ministerio sacerdotal. También en este punto, las enseñanzas de Mons. Escrivá de Balaguer recibieron la solemne sanción del Concilio Vaticano II: «Los sacerdotes están obligados de manera especial a alcanzar esa perfección, ya que, consagrados de manera nueva a Dios por la recepción del Orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote eterno, para proseguir en el tiempo la obra admirable del que, con celeste eficacia, reintegró a todo el género humano. Así, pues, puesto que todo sacerdote, a su modo, representa la persona del mismo Cristo, es también enriquecido de gracia particular para que mejor pueda alcanzar, por el servicio de los fieles que se les han confiado y de todo el Pueblo de Dios, la perfección de Aquél a quien representa»9.
A raíz de 1928, Mons. Escrivá de Balaguer se rodea de un grupo de sacerdotes que se dirigen espiritualmente con él. Algo más tarde, al comienzo de los años cuarenta, obispos de toda España, conocedores de su santidad y su preparación, le llaman para predicar numerosos cursos de retiro sacerdotales: hay años en que más de mil sacerdotes escuchan sus palabras vibrantes, que calan hondamente en los oyentes. A un clero que, en los años anteriores, había sufrido la dura prueba de la guerra, don Josemaría Escrivá de Balaguer le plantea, con garra y con tono positivo, una vuelta a las fuentes de la eficacia pastoral. Fue, entonces y siempre, un campeón de la santidad sacerdotal. Urgió con fuerza el amor a la Iglesia, el sentido de la unidad con el obispo, la dedicación plena a la misión de las almas. Contribuyó poderosamente al desarrollo de un clero auténticamente diocesano, bien preparado, consciente de su peculiar vocación.
Por esas fechas, en 1944, reciben la ordenación sacerdotal los primeros socios del Opus Dei. Pero este hecho no apagó en el fundador de la Obra el celo por el resto de los sacerdotes diocesanos. Al contrario, lo hizo más fuerte. En 1948 llega a consultar a la Santa Sede sobre la posibilidad de abandonar la dirección del Opus Dei para dedicarse a una fundación dirigida a sacerdotes. Felizmente, los obstáculos que parecían hacer imposible la entrega a ambas tareas se manifestaron inconsistentes y el Opus Dei abre sus puertas a los sacerdotes diocesanos. Lo que, en los años cuarenta, había sido un apostolado personal de Mons. Escrivá de Balaguer, a partir de 1950 quedó convertido en una faceta de la Obra misma. Desde entonces, son millares los sacerdotes diocesanos que, por medio del Opus Dei, han recibido una ayuda y un estímulo espirituales que, al no sacarlos de su sitio, ya que ése es el espíritu de la Obra, ha reforzado su vocación sacerdotal y sus vínculos de comunión con el obispo y con el resto del presbiterio, donde quiera que no lo han estorbado apasionados prejuicios o una lamentable ausencia de diálogo y reflexión.
En 1973, hacia el final de una homilía pronunciada pensando en una próxima ordenación de socios de la Obra, el fundador del Opus Dei dirigió la atención a los miles de sacerdotes que, de un extremo a otro del mundo, desempeñan con heroísmo su ministerio. «Saboreo –fueron sus palabras– la dignidad de la finura humana y sobrenatural de estos hermanos míos, esparcidos por toda la tierra. Ya ahora es de justicia que se vean rodeados por la amistad, la ayuda y el cariño de muchos cristianos. Y cuando llegue el momento de presentarse ante Dios, Jesucristo irá a su encuentro, para glorificar eternamente a quienes, en el tiempo, actuaron en su nombre y en su Persona, derramando con generosidad la gracia de la que eran administradores»10. El aprecio y el cariño que rezuman esas palabras, sostuvieron su actividad en servicio del sacerdote diocesano, provocando ese amplio apostolado al que he aludido hace un momento. Cuando se haga la historia detallada de estos años de la vida de la Iglesia –en España y en otros países– este influjo del espíritu del Opus Dei entre sacerdotes diocesanos será uno de los hechos más decisivos para valorar la huella dejada por Mons. Escrivá de Balaguer en la vida de la Iglesia. Y también aquí, permítaseme que insista en ello una vez más, con la fuerza de la vida, con decisiones y afanes hechos surgir en el corazón de numerosos sacerdotes.
Durante el Concilio y después del Concilio #
He subrayado, a lo largo de estas páginas, la fuerza del espíritu. Una consideración final, breve, pero en esa misma línea.
Mientras el Concilio Vaticano II refrendaba aspectos fundamentales de la predicación de Josemaría Escrivá de Balaguer y del espíritu del Opus Dei, la expansión de sus apostolados siguió adelante. En los años que presenciaron la gran experiencia del Concilio y las tensiones posteriores, la labor de la Obra alcanzó nuevos países y, lo que resulta quizá más importante, se afianzó, creciendo en profundidad, en aquellos en los que estaba presente desde épocas anteriores.
Juan Pablo II, desde el comienzo de su pontificado, ha fijado como meta de sus esfuerzos personales, y de los de toda la Iglesia, la plena aplicación del Concilio. Tarea ineludible, si la Iglesia quiere estar a la altura de su misión en el tiempo presente, pero también, tarea ingente, ya que es toda una regeneración y renovación del vivir cristiano lo que hay que promover. No faltan, sin embargo, hechos que mueven a emprenderla con serena confianza: la difusión del apostolado del Opus Dei es uno de ellos.
La acción del Espíritu Santo, sin el cual no hay espiritualidad plena, es el factor realmente decisivo de la historia. Esas iniciativas divinas, a las que me refería al principio, no son sólo estímulo para aquellos a quienes directamente afectan, sino motivo de esperanza para la Iglesia entera: Dios continúa amando a los hombres y se ocupa de ellos.
En un rincón de la Basílica de San Pedro en Roma, hay una antigua imagen de Santa María ante la que el fundador del Opus Dei acudió muchas veces a rezar. El título que se lee encima –Mater Ecclesiae– explica el porqué de aquella devoción. Verdaderamente, en aquel lugar se dan cita los grandes amores que había y que hay en su corazón: Cristo, María, la Iglesia, el Papa.
1 Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 18.
2 Florentino Pérez Embid, Josemaría Escrivá de Balaguer, en Forjadores del mundo contemporáneo, t. IV, Barcelona 1963, 617-627.
3 ¿Cuál sería su secreto?, en ABC, Madrid 24 agosto 1975.
4 Cfr. Amigos de Dios, Madrid 1977, 23-38.
5 Camino, n. 353.
6 GS 43.
7 Conversaciones, n. 38.
8 Ibídem, n. 59.
9 PO 12.
10 Sacerdotes para la eternidad, Madrid 1973, 21.