Homilía en la festividad litúrgica del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, celebrada en la parroquia de Santiago el Mayor, Toledo, el 25 de junio de 1992. Texto en BOAT, marzo-abril 1993.
Querido señor cura párroco y sacerdotes concelebrantes, y queridos hermanos:
Con un día de anticipación, para evitar la concurrencia con la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, celebramos aquí el aniversario del tránsito de la vida terrestre a la gloria celestial del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: «Beati qui in Domino moriuntur; opera enim illorum sequuntur illos. Bienaventurados los que mueren en el Señor, porque sus obras les siguen».
Sus obras les siguen. Y tantas y tantas que no vemos con nuestros ojos. La Iglesia es una Madre fecunda, que no se cansa de proteger a sus hijos, para que sobre ellos pueda ser ejercida constantemente la acción del Espíritu Santo. Ese Espíritu que actúa en nosotros y hace que pidamos lo que conviene, y que con gemidos inefables nos coloca en situación privilegiada de la comunicación con Dios por las vías de una actitud sobrenatural. A través y por medio de la Iglesia este Espíritu sigue presentándonos la vida de Cristo: sus palabras, sus sentimientos, la imagen de su lucha contra el poder del demonio, su entrega total y absoluta a la voluntad del Padre, y su capacidad infinitamente transformadora de las realidades terrestres, dentro de las cuales la primera de todas es el corazón del hombre. Esto es lo que hace la Iglesia, Madre fecundísima y a través de ella el Espíritu del Señor Jesús. Ese Espíritu que Él nos prometió antes de salir de este mundo, que vendría para garantizar la verdad de lo que Él había enseñado, completar toda la Revelación, y conducirnos por un camino incesante hacia el Padre.
El Beato Josemaría Escrivá respondió con todo su ser, en el comienzo ya de su vida sacerdotal, a esta acción transformadora del Espíritu Santo en él. En él, todo él. Respondió él antes que naciera la Obra que fundó en 1928. Esta no tendría explicación, si no fuera porque antes ese Espíritu Santo había ejercitado sobre él una acción transformadora en lo más hondo de su conciencia. Y le había ido disponiendo para los planes que Dios tenía sobre él, con una donación incesante de las riquezas del Espíritu, tal y como hoy puede estar sucediendo también en multitud de almas desconocidas, porque la acción del Espíritu Santo no cesa. El Beato Josemaría Escrivá tuvo el acierto, no sin la inspiración de ese Espíritu, de hacer una llamada fuerte, muy fuerte, a la santidad y al apostolado, a todos: eclesiásticos y seglares. Y proclamó con intrepidez evangélica la necesidad de buscar el camino de la santidad.
Leyendo yo ayer la Encíclica Redemptoris Missio me he encontrado con este párrafo del Papa Juan Pablo II: «No basta renovar los métodos pastorales, ni organizar y coordinar las fuerzas de la Iglesia, ni analizar con más profundidad los fundamentos bíblicos o teológicos de la fe. Es necesario suscitar el anhelo de santidad en los misioneros y en toda la comunidad evangelizada». Suscitar el anhelo de santidad. Y ha dicho que lo demás, y en ese lo demás tal como lo enumera lo abarca todo, no basta. Esto es lo que por desgracia está sucediendo en la Iglesia de hoy desde no sé qué tiempo. Se ha acentuado esta crisis, después de los años del Concilio, cuando parecía que íbamos a disfrutar tanto de un bellísimo horizonte como aparecía entonces, con los documentos conciliares y con la reunión de los obispos que allí estábamos del mundo entero. No basta. No basta eso. Hay que suscitar el anhelo de santidad. Y esto es lo que está faltando hoy en gran parte de la Iglesia.
He dicho que no sin inspiración divina, porque, cuando el Beato Escrivá inicia esta Obra, se avecinaban ya tiempos durísimos, de un secularismo atroz, en la vida de España y, en general, en la vida de Europa. Tanto que, muy poco tiempo después, en nuestra patria, la guerra nos dividía ferozmente, y toda Europa se convertía después en un lago sangriento merced a los ataques de unos y de otros. Las guerras terminaron por desaparecer, pero el espíritu del escepticismo y del abandono de la idea de Dios estaba ahí y sigue dominando a muchas almas y conciencias de los hombres. Y aquí interviene, por eso digo que, con una inspiración de Dios, la llamada a la santidad del Beato Escrivá de Balaguer. Fuerte, intrépida, valentísima en muchas ocasiones, con enorme sinceridad y sin temor a las consecuencias; en un sector determinado al principio; después, poco a poco, en todos los sectores del Pueblo de Dios. Y va consiguiéndose un resultado que en su profundidad íntima sólo Dios puede conocer, pero que en su imagen social y pública –la vida de la Iglesia– brilla con fulgores propios; de tal manera que por doquier se extiende hoy la Obra, el Opus Dei, con vigor en muchísimas personas, aunque haya otros que escuchan el mensaje y no lo cumplan. Pero, en muchísimos suscita un anhelo auténtico de santidad que no puede ser negado por nadie, con sólo tener serenidad cristiana y honradez humana.
Esto es lo que tenemos que fomentar continuamente nosotros, queridos sacerdotes, queridos hermanos seglares. Estamos muy acostumbrados a pedir por las vocaciones sacerdotales y religiosas. Hay que introducir cada vez más en nuestras oraciones la petición por las vocaciones seglares, para que den el testimonio en el mundo que sólo ellos pueden dar desde su condición secular.
Estas vocaciones son hoy tan necesarias como las vocaciones al sacerdocio, y por eso, esta Obra tiene una actualidad perenne. He visto de alguna manera –y nunca del todo, porque tampoco me interesaba–, en el tiempo anterior a la Beatificación, las polémicas que se han producido y los debates desde las tribunas más públicas. Me han parecido muy innobles las observaciones atacantes. Tampoco trato ahora de ponderar las respuestas que se daban. Solamente quiero referirme a algo que ha estado a la vista: la dignidad con que, casi siempre dentro del silencio, los sacerdotes y personas del Opus Dei se han mantenido en medio de esa furia inconcebible de tantos atacantes. Dignidad cristiana, silencio.
Un día le pregunté yo a una persona relevante del Opus Dei, precisamente con ocasión de esto que estoy diciendo, ¿a qué se debe este comportamiento tan digno en vuestras actitudes silenciosas y en este sufrimiento en paz de todos los ataques? ¿Tenéis alguna consigna? Y me dijo: no. Sencillamente es fruto de nuestra vida de fe y estamos acostumbrados hace mucho tiempo a pedir y orar por los que nos atacan también y basta esto. Dios hará que vuelva la serenidad a las almas que nos atacan, cuando Él quiera. Esta es una respuesta preciosa, que yo valoro en todo lo que tiene de coherencia evangélica y de obediencia a la acción de ese Espíritu Santo, a la que me estoy refiriendo.
El, el Beato Escrivá, nos llamó a la santidad y al apostolado, y habló sin miedo ninguno de la oración. Hasta tal punto lo han aprendido sus hijos que, en mi larga vida de obispo, y he tratado con ellos en todas mis actuaciones sacerdotales y episcopales, ya casi es un poco de retintín el que os digan, como a mí me han dicho, que «pedimos por usted», que «oramos por usted», y yo lo creo, porque lo hacen por mí y por tantas otras personas y por todos los obispos y sacerdotes, es decir, por la Iglesia. Esto no lo han perdido los hijos del Fundador y debemos volver a encontrarlo en nuestras comunidades cristianas.
No hace mucho, se hablaba de unas declaraciones que había hecho el Cardenal Ratzinger: después se han publicado en un pequeño libro La Chiesa, –La Iglesia– en que cuenta él esto mismo. Hay tantas reuniones hoy, tantos documentos que corren de un sitio para otro, tantos planes, que parece como si nadie pueda sentirse tranquilo si no pertenece a un conjunto de actividades eclesiásticas, para así transformar la situación eclesial. Añade más; de tal manera ha entrado, incluso dentro de la Iglesia, la atención a lo puramente temporal y humano, que hay muchos que, con su conducta, dan a entender que, lo primero de todo, hay que resolver los problemas sociales, económicos, políticos, y después, cuando esto esté resuelto, vamos a hablar de Dios, ya con paz, con tranquilidad. Y dice el Cardenal: «Esto es absurdo. Dios no es un Dios de muertos, es el Dios de la vida, de toda la vida, y hay que contar con Dios desde el principio. Él, que además se nos ha revelado en Jesucristo, no es un Dios de abstracciones, no es un Dios para el discurso filosófico, es Jesús, nuestro Salvador, que está ahí dándonos la mano y ofreciéndosenos con su Corazón abierto, para que encontremos el suave yugo que nos conduce y nos guía». ¡Que no! ¡Que no está puesto su Corazón como un peso para aplastarnos, sino todo lo contrario! Y con Él y a partir de Él, todo lo demás. Y así marchará bien la Iglesia.
Hay que orar más, hermanos, sacerdotes; tenemos que predicar más la oración a nuestros fieles. Nuestras iglesias, fuera de los momentos de la misa, están vacías. Pero están llenas siempre las calles y las cafeterías y los comercios. No entran nuestros cristianos a visitar al Señor. Tendrían que entrar más. No se abren las iglesias, dicen, porque hoy, con la desvergüenza que existe, pueden robarnos. Si estuvieran visitadas las iglesias, habría gente para impedir los robos. Damos la impresión de que no creemos en Jesucristo Sacramentado, y así es. Se dan casos, como el que me contaban no hace muchos días, de alguien empleado en una institución bancaria que habla a otro compañero suyo del Cristo del sagrario, y oye que éste le pregunta: ¿Qué es un sagrario? ¿Qué es un sagrario? Ha cundido la ignorancia religiosa de una manera monstruosa. Así se explican los conceptos que tienen de la Iglesia, de Cristo, de los sacramentos, de todo.
Anoche mismo escuchaba yo, accidentalmente, una emisión televisiva en que hablaba –así, en tertulia, tantas como hoy se tienen y se improvisan– un grupo de personas sobre los pecados capitales y la pareja humana. ¡Qué devastador! ¡Qué programa tan dañoso! Eran oleadas de veneno metiéndose en los hogares. En medio de ellos, un periodista famoso pontificando, con una autoridad, avasallante; y hablaban del pecado, de si esto procede de la civilización judeocristiana…; porque el griego era un hombre inocente, como toda la civilización griega, y no digamos todas las demás culturas… Y se quedaba tan tranquilo. Y allí estaba también una mujer, de las más locuaces en el coloquio, tremendamente audaz para proclamar la libertad sexual y el rompimiento de todo orden social. Sin pensar ni un momento que la literatura griega está llena de pasiones humanas desbordadas, de violaciones, de desvergüenzas, de venganzas: los dramas de Sófocles, las tragedias de Eurípides y de Esquilo, las Filípicas de Demóstenes contra la tiranía… Nada: el griego era un ser inocente. Donde ha aparecido el daño y el veneno que destroza y obnubila a las personas sería en la civilización judeocristiana. Así, que hay que apartar a Cristo de nuestras vidas. Esto último no lo decían, era una consecuencia natural. Y yo me decía a mí mismo: pero, ¿qué familia vamos a tener de aquí a unos años? ¿Qué va a ser del hogar español, si con tanta facilidad están acostumbrándose a decir y hacen que se proclame por parte de unos y otros, que todo eso es una antigualla sin sentido, indigna del hombre moderno?
El Beato Josemaría Escrivá proclamó con tanta valentía la necesidad de prestar atención a los medios de vida sobrenatural que señala la Iglesia –no son el capricho humano de un grupo–, medios determinados por la Iglesia santa de Dios. Por ello es enormemente actual. No trato de defender al Opus Dei, que no necesita ser defendido. No soy miembro del Opus Dei, ni tengo por qué serlo, ni tengo por qué arrepentirme de si una vez hubiera querido serlo. Les trato y les conozco desde hace muchos años: en Valladolid, en Astorga, en Barcelona, en Toledo. Y he visto dentro de la Obra defectos, como es lógico que existan dentro de cualquier grupo humano, de una orden religiosa, o del clero de una diócesis. También aquí existen. Pero el espíritu de una Obra como ésta, que trata de santificar la vida del trabajo y de mostrar a los hombres del mundo un camino de santidad, naturalmente que debe ser alabado y defendido, y en ese sentido, yo proclamo mi alabanza y mi defensa.
Y pido al Señor que, igual que ha permitido que se haya glorificado en la tierra a vuestro Fundador, todos vosotros y aquellos a cuantos podáis llegar, con la influencia de vuestro pensamiento y vuestra conducta, hagan lo mismo en su actividad profesional, marcando un estilo que es el de la aceptación tranquila y devota de lo que la Santa Iglesia nos dice. «Tenéis que soportar cruces y tribulaciones», os decía el Papa en la homilía que pronunció el día de la Beatificación. «La tribulación, –y recordaba el pasaje de los discípulos de Emaús– os acompañará». El día en que vosotros digáis también que la Iglesia es como un algo amorfo, para construir dentro lo que a cada uno nos parezca mejor; un ideal subjetivo de vida cristiana, y que hay que hacer desaparecer esas exigencias de los Mandamientos de la Ley de Dios, cuando proclaméis esto, no tendréis tribulaciones. Si lo mantenéis y lo creéis como buenos hijos de Dios, puede suceder que las tribulaciones vengan por vuestro propio comportamiento, pero vendrán también por proclamar la necesidad de la cruz y de la unión con Dios tal como Jesucristo la defendió y la proclamó. Seguid, pues, por este camino y extendeos sin aislaros ni dejar de cooperar nunca con las obras diocesanas. Seguid trabajando para que este espíritu que la Iglesia ha señalado como digno de imitación, prenda en el corazón de otros muchos, y siga dando gloria a Dios en la tierra.
Me alegro de que hayáis recibido en vuestra vida la influencia beneficiosa de la Obra que el Beato Josemaría fundó en Madrid. Yo también, aunque he aclarado mi postura de obispo, he recibido la influencia riquísima de su ejemplo y de sus palabras. Hablé con él bastantes veces, y me senté a su mesa invitado por su cordialidad. Alguna vez siendo arzobispo de Barcelona, bastantes veces siendo arzobispo de Toledo. Tenía mucho interés en saber noticias sobre el seminario y los seminarios de Toledo. Escuchaba su palabra con gozo. Sin palabras de euforia. Nos alegrábamos de la buena marcha de las cosas, de las vocaciones que tenía, de los sacerdotes que se ordenaban. Y los dos sentíamos el anhelo de la Iglesia de Cristo: que resplandezca en el mundo de hoy con todo su brillo y su esplendor. Lo mismo deseo aquí ahora. Pienso que la manifestación de este deseo, al que contribuyó su amistad en la tierra, servirá también para que en el Cielo goce aún más de la cercanía de Dios. Que su intercesión se extienda a todos nosotros y de manera particular a los que estáis aquí, a los que yo ahora me dirijo con la solicitud de la Iglesia.