Lección inaugural de la Facultad de Humanidades, de la Universidad de Castilla-La Mancha. 23 de mayo de 1994. Texto inédito.
Mi disertación quiere tratar de la necesidad de que la existencia humana esté transida de humanismo. Porque puede darse un tipo de hombre –y se da cada día más– especialista en algo, aislado, gregario. El que es así, y solamente así, no tiene sentido humanista de la vida y por lo mismo ni siquiera es humano.
El hombre es el ser por el que se expresa el mundo, por el que el mundo responde a las preguntas que el propio hombre formula. Si faltase el hombre al mundo, éste perdería su sentido.
El pensamiento, que es el instrumento al mismo tiempo que la condición de la libertad, constituye la grandeza suprema de la creación. Es posible, como decía Henri Poincaré, que el pensamiento no sea más que un relámpago entre dos infinitos; o, como decía Pascal, que no sea más que una mónada entre dos inmensidades; pero este relámpago, esta mónada, vale incomparablemente más que todos los infinitos o todas las inmensidades, porque el pensamiento los conoce y ellos no se conocen y no conocen el pensamiento, y porque sólo el pensamiento está dotado de iniciativa1.
Esta concepción del mundo le da un carácter netamente antropocéntrico. El hombre es el ser por el que mundo responde a Dios, expresándose por la creación2. Por el hombre, el mundo que viene de Dios y expresa la voluntad divina, vuelve a Dios y le responde. Si faltase el hombre al mundo, éste perdería, como he dicho, su sentido3.
Nos impresiona Anaxágoras, como impresionó ya a Platón y a Aristóteles, cuando dijo que el principio de todo era el nous, un principio inteligente. Siempre me ha conmovido pensar en ese espacio misterioso, en el que todo emerge: energía, movimiento, astros, constelaciones. Sea según la teoría del “big bang”, o según otra. Esperemos que sigan hablando los físicos.
A última hora volveremos a estar en el punto cero, preguntándonos con Heidegger: ¿por qué el ser y no la nada? Los creyentes hablamos de creación. Y en medio de esa creación el impresionante y grandioso hecho: el ser humano atravesando los espacios y los tiempos, conociendo, sabiendo, “sintiendo” la naturaleza en lo más profundo de sus fuerzas y variaciones y penetrando en lo más hondo de sus leyes.
¡Qué gran acierto el título del libro de Max Scheler El puesto del hombre en el cosmos!, y más aún cuando en la introducción dice que quiere dilucidar la esencia del hombre y su singular puesto metafísico. Esa esencia del hombre y su singular puesto, que es capacidad de objetivar, de transformar el medio en el mundo, conciencia de sí por la que el hombre modela libremente su ser y con su ser, su entorno.
Hablar del hombre es hablar de su espíritu, de su capacidad y necesidad de valorar, de anhelo de la verdad, de la inquietud por saber, de la búsqueda del sentido de la vida. Me admira sencillamente nuestro eterno preguntar, nuestro sentirnos abiertos a todo un horizonte que es ciencia y arte y religión y filosofía y sociedad, que se expresa en cultura y civilización.
Es necesario y vital el sentido humanista de la vida, que facilita la apertura máxima del hombre, para que con su acción, promovida por su espíritu, se haga consciente de su ser en el mundo, de su religación con los demás hombres, cuyo nudo esencial es Dios. A pesar de su poder, de su ciencia, de sus innumerables bienes de consumo, de la multiplicidad de posibilidades para satisfacer sus ansias de placer, los hombres se mueren de hastío y, en su hastío, de sed que no han sabido satisfacer. Sólo un sentido humanista de la vida que sabe sentir lo que le rodea y a los que le rodean con sentido transcendente, los salva.
Ser humanista #
Ser humanista, como dice Gregorio Marañón, es estar siempre alerta en nuestro diálogo diario, que eso es vivir, saber ver el alma de todos y de todo, vivir con profundidad, sabiendo escoger en la escudilla de nuestra cotidiana experiencia esa gota de sabiduría que la vida destila en cada jornada. Saber que la verdad no fracasa nunca y encontrar la razón del fracaso al tomar como verdad lo que no lo era. El humanista es generoso, comprensivo, abierto, tolerante, responsable, solidario. Quiere el progreso, pero al servicio de lo esencial para perfeccionar la dignidad humana. El verdadero humanismo es un valor eterno no sujeto a modas, a la esclavitud de lo moderno, ni de lo antiguo; está ligado a la trayectoria inmutable del progreso de la humanidad4.
El hombre con verdadero sentido humanista de la vida lee, actúa, vive en una contemplación y en una acción, que le agudizan a ver el hoy, a sentir y comprometerse con sus circunstancias históricas; lo vivido ya, le enriquece, no le produce resentimiento, y vive abierto, con esperanza, trabajando por el perfeccionamiento de la condición humana y de la sociedad, implicada en su misma condición humana.
Pienso en el sentido humanista transido de unidad y universalidad con todo lo creado que no admite otra firma que la de Dios: Verdad, Sabiduría y Amor. Por eso dice Gregorio Marañón que el hombre de ciencia tiene que ser humanista. El genio humano, si no quiere equivocarse, no puede separarse de la suprema razón de nuestro vivir, que es el misterio de por qué somos y adonde vamos. El progreso de nuestra mente está potenciado por dos aspiraciones paralelas:
- afán de saber las cosas que ignoramos y que están en la posibilidad de nuestro conocimiento futuro. Para ello está la ciencia.
- fe en lo sobrehumano, tan necesaria para el alma de los hombres, como la realidad experimental de la ciencia.
Ambas son precisas, para que nuestra ciencia no se estanque y se corrompa como el agua sin curso de los pantanos5.
La ciencia tiene que llevar a ensanchar nuestro espíritu, los horizontes de nuestra sociedad, de nuestra civilización. No puede empobrecer al hombre, no puede emponzoñar su sentido de la vida, su anhelo de goce, su deseo de felicidad, el imposible necesario, del que hablaba Julián Marías en uno de sus muchos espléndidos artículos de ABC, y al que se refirió en su tiempo el doctor Marañón. “La ciencia práctica actual, maravillosa, pero que es sólo una cara de la ciencia, no hubiera sido posible sin la previa creación que realizó la ciencia especulativa de las tres grandes características del alma civilizada; a saber: la conciencia del propio vivir y la libertad inalienable del propio pensar, el sentido de la responsabilidad, y el planteamiento de la otra vida. Sólo, si, cuando estas tres realidades dejaron de ser presentimientos, para convertirse en sentimientos básicos, sólo cuando dejaron de ser balbuceos de un resplandor para convertirse en permanente claridad, sólo entonces el hombre empezó a sentir la voluntaria sumisión de los instintos a los deberes, en lo cual reside el secreto de la civilización. Y en este inmenso vuelo del alma humana, aún inacabado, aún sujeto a tristes caídas, el progreso científico, en el sentido limitado materialista con que hoy lo concebimos, con ser prodigioso, es sólo un episodio y no fundamental”6.
Una visión humanista de la vida admite la comunión universal de todo en Dios. En realidad, las bases de esta comunión universal son la colaboración, amistad; los cristianos decimos “cuerpo místico”, en virtud de la presencia de Cristo.
En este sentido humanista es problema capital la relación persona-sociedad, persona-comunidad, persona-humanidad. ¿Qué significan los valores humanos: rectitud, honradez, generosidad, profesionalidad, autenticidad, fidelidad, sin una común medida que les dé el valor con la que sopesarlos?
La gran fraternidad de los hombres sólo puede ser tal, fundada sobre el Amor que nos hace hijos y hermanos al mismo tiempo.
Humanismos como el personalismo de Emmanuel Mounier suponen una verdadera fe en el ser humano. Tanto para Scheler, anteriormente citado, como para Mounier los hombres “somos” en función de los valores que nos “personalizan”. De todos es conocida la concepción del hombre como “vocación”, como llamada a la unificación personal e integral. “La primera misión del hombre es descubrir progresivamente esa cifra única que señala su lugar y sus deberes en la comunicación universal y consagrarse contra la dispersión de la materia a esta unificación de sí mismo… La unidad de un mundo de personas no se puede obtener más que en la diversidad de las vocaciones y en la autenticidad de las adhesiones”7. El humanismo de Mounier es personalista y comunitario, obliga a una continua búsqueda y realización de la propia dignidad, en cuyo estilo de vida los hombres nunca podrán ser “utilizados”, sino amados.
El sentido humanista de la vida que ennoblece a la persona es una luz, una fuerza que irradia al universo entero.
Desintegración del hombre #
En este último siglo la preocupación por el hombre, por el sentido de su existencia es evidente. La situación se hace confusa, ya que cada filósofo cree haber encontrado la facultad maestra y principal, “l’idèe maîtresse”, como la designaba Taine; cada uno proporciona su cuadro especial de la naturaleza humana. La teoría moderna del hombre pierde su centro intelectual. En su lugar nos encontramos con una completa anarquía de pensamientos.
Ya Max Scheler, fue uno de los primeros en percatarse de este peligro, y dio el grito de alarma: No poseemos una idea unitaria del hombre. Según él mismo, en ninguna época de la historia resultó el hombre tan problemático para sí mismo como en sus días. Su preocupación orientó parte del pensamiento contemporáneo y llevó a una búsqueda de una antropología en la que fueron científica y filosóficamente estudiadas la vida y la realidad del hombre. En el campo médico es una realidad tangible el esfuerzo por lograr un conocimiento de lo humano que supere la especialización de las ciencias positivas. Esto supone la búsqueda de una antropología científico-metafísica como la ha llamado Laín Entralgo (cuya obra filosófica-antropológica es paralela a la Antropología médica e Historia de la Medicina), que significa el análisis de la problemática del hombre tanto sano como enfermo en su rica complejidad científica, fenomenológica y metafísica. Al tratar de curar al hombre enfermo desde una visión más amplia, la medicina ha aprendido y ha mostrado nuevos aspectos sobre su estructura, sobre lo que él es propiamente. Siempre la enfermedad ha sido maestra, cuando se logra algún conocimiento. La enfermedad es una circunstancia eminentemente humana. No es casual el que un sector de la medicina, cada día dueña de más poder, se vea obligada a volverse paulatinamente más humana.
El poder es específicamente humano #
La preocupación por el hombre, por su poder, es punto de apoyo fundamental de toda civilización. El poder, como capacidad específicamente humana, que es expresión inmediata de la existencia humana y que puede adoptar un carácter positivo o negativo, justo o injusto. Se expresa en la noble y alta realización de la vida con todas sus implicaciones (podemos amar, crear, transformar, servir, curar, comprender, ayudar, etc.) Puede dominar la naturaleza. Dominarse a sí mismo. Un derecho, una obligación-deber: dominar. El poder del hombre proviene y tiene sus raíces en la semejanza con Dios. Por eso no es autónomo. Él tiene que hacer surgir un mundo que exprese su auténtica libertad y dignidad y del cual es responsable.
La dimensión negativa significa soberbia, violencia, olvido de su realización interior, de la seriedad del cotidiano vivir, de sus deberes de “ser hombre”, del entusiasmo de su vocación humana, del respeto a la vida. Significa enajenación, abuso de fuerza, allanamiento de la libertad, destrucción de la intimidad, supeditación a otras fuerzas desenfocadas, perversión de fines. Se expresa en el hombre que destruye cuando tenía que crear, y que también se destruye a sí mismo por ejercer un poder tiránico.
El poder es un fenómeno específicamente humano, porque presupone el espíritu. Sólo puede hablarse de poder, cuando se dan energías para cambiar la realidad de las cosas; conciencia de que se poseen estas energías y voluntad que les da fines y objetivos dignos a cumplir. El poder es realmente humano, cuando el hombre cobra conciencia de sí y decide sobre él. No existe poder del que no se tenga que responder. Os invito a leer el libro que sobre este tema escribió Romano Guardini El poder, como un intento de orientación.
A ninguna persona reflexiva puede pasar inadvertida la ambivalencia y la antinomia que nos toca vivir. Tenemos conciencia de la trascendencia tan enorme de nuestro quehacer. Estamos en una época fuerte, en la que se pone de manifiesto que el poder de disponer sobre lo dado va en aumento. Todo esto puede significar, como decía hace un momento, creación, progreso, bienestar, desarrollo de tipo personal y laboral. En nuestra época, como en todas las del pasado, se da el bien y el mal. No podemos ceder a la tentación del pesimismo y del lamento, que es cerrazón de orgullo impotente, ni a las sibilinas ilusiones de un optimismo superficial. Nuestra actitud debe ser la de hombres de esperanza dinámica que, confiando en la providencia divina, se saben forjadores de la historia.
Los progresos científicos y técnicos poseen en sí mismos una bondad natural. En sí mismos, son fruto de la investigación y de la labor reflexiva del hombre que, cumpliendo el mandato del Génesis, señorea el mundo. En sí mismos muestran la superioridad de la inteligencia humana sobre la fuerza y la del espíritu sobre la materia.
La ambivalencia valorativa y práctica del progreso de la ciencia y de la técnica radica en la libertad humana, en el uso de su poder, que puede encaminarlas al bien o abusar de ellas para el mal. La ambivalencia del progreso depende de la actitud del hombre ante su propio sentido de la vida. Si lo considera un logro absoluto, sin ninguna referencia trascendente, tenderá a una voluntad de poder omnímoda que se fija en sí misma la norma de la moralidad desde sus propios intereses y desde su propio subjetivismo. Si lo contempla desde una actitud modesta, con sentido de responsabilidad, de deber, de lo que tiene que dar cuenta y ponerlo al servicio de la dignidad humana, será un peldaño en el acceso a lo bueno, a lo verdadero y se transformará en instrumento de fraternidad, por la supremacía de los valores espirituales.
Ahí está el problema: ¿el grado de poder de que disponemos está asegurado por una correspondiente penetración del sentido de la existencia humana? ¿Tenemos una ética del poder construida desde la realidad del sentido de nuestra existencia? ¿Hay algo que no sea tangible para el hombre? ¿Hay algo que se admita como sagrado, como intocable? Sin vínculos morales, surgidos de la ley natural, ¿cómo centramos y garantizamos el poder? ¿Las legislaciones de todo tipo, los medios de comunicación, la propaganda cómo contribuyen al desarrollo y progreso de la vida humana? ¿Qué clase de relaciones y de vida promueven? Todo tipo de poder que no esté determinado por la responsabilidad moral y el respeto a la persona significa sencillamente la destrucción de lo humano. Se confunde la justicia con la violencia, la energía e iniciativa con la gloria personal, la objetividad con ventajas propias, el dominio con la esclavitud. Todo lo que hacemos no permanece fuera, con “lo que hacemos, nos hacemos a nosotros mismos”. Para poder tener un sentido humano del poder hay que vivir la verdadera relación con Dios, con los hombres y con el mundo. Y esto implica algo que de momento puede extrañar, pero que es fundamental: el dolor en la condición humana.
El dolor en la condición humana #
“Dime cómo te comportas frente al dolor y te diré quién eres”. Esta sentencia de Ernst Jünger explica cómo el dolor es la llave con la que se abren la intimidad y el mundo. Algo persiste siempre a lo largo de la historia de la humanidad: la realidad del sufrimiento. No es sólo una incomodidad, algo grave que hay que combatir; está en la estructura misma de la persona. Es esencial en el ser humano su debilidad, su limitación, su vulnerabilidad, su experimentar situaciones angustiosas. El hombre de nuestro momento busca desesperadamente la evitación del dolor y no tanto la profundización en la existencia humana. León Bloy dice en Le Pelerin de l’Absolut: el sufrir pasa, pero el haber sufrido no pasa jamás. Buytendijk llega, en su libro El dolor, a través de una fenomenología, a una metafísica del dolor. El placer relativiza las preguntas; no hay amor profundo sin dolor. La dicha rechaza los problemas, el dolor impulsa a la pregunta, a la reflexión. El verdadero sentido del dolor no debe llevar a la rebelión. Está ligado al desarrollo espiritual del hombre, espolea la existencia a su propia madurez y perfeccionamiento y al respeto a los demás.
Pone de manifiesto lo que es el sacrificio. El valor del hombre es proporcional .al don, al amor, a la fidelidad, al sacrificio, al obstáculo que vence. La vida sólo tiene sentido si se la transforma poco a poco. Las mismas crisis, las edades, las etapas de la vida comportan dolor.
La conciencia de la existencia implica superación, aceptación, esfuerzo. Lo esencial del dolor es el estar afectado el hombre en su unidad más íntima, en su naturaleza psicofísica. “Estar afectado” que pone en conflicto al “yo” con el “cuerpo”, pero estamos vinculados a nuestro cuerpo en su dolorosidad. En esta forma de impotencia radica nuestra actitud personal ante el dolor. El hombre ante el dolor no debe responder con el grito, si puede con el llanto. Somos capaces de muy distintas clases de dolor, de llanto, de muy distintas manifestaciones. El “héroe absoluto” no es un héroe, porque no es un hombre, es un loco, o algo extraño tiene su psicología.
Nuestra vida es incompleta, llena de resistencias, anhelosa de libertad, de realizaciones, conlleva la vivencia de situaciones-límite ante la pérdida de seres queridos, ante enfermedades, decisiones importantes, catástrofes de toda índole. ¿Cómo vivimos esas situaciones? A la pregunta por el dolor sólo le da respuesta la actitud que tomemos ante el sufrimiento y comprendamos qué valor tiene en nuestra vida. El hombre es actor; el animal, escenario donde se desarrolla el drama. No hay resignación natural, como tampoco heroísmo natural, aquélla es siempre fruto del espíritu. En el dolor la situación nos interroga y nosotros respondemos. Es un hecho el dolor en la vida humana, pero sólo en la medida en que los hombres lo vivan y experimenten como salvador, redentor; como necesaria participación en una vida más amplia, no sólo de placer sensible y material, que recibe el sentido de una entrega, incluso de una liberación que implica el sacrificio del propio bienestar y su aceptación. Y esto le lleva a una participación en la comunidad humana. También el dolor, como el poder, requiere todo un sentido de la persona.
Poder y dolor son auténticas manifestaciones de vida humana. La doble dimensión: poder, limitación-dolor es tensión que supera e implica un auténtico humanismo trascendente.
La recuperación del humanismo
y de un humanismo trascendente #
¿Qué es humanismo? ¿Qué es ser humanista? #
Resumo ahora el pensamiento del doctor Marañón, que tanto se distinguió por el sentido humano y humanista de la vida, al que al principio me referí. El humanismo está en la categoría de las cosas fundamentalmente serias. Siendo humanista se es “humano” y se merece ser “hombre”. Ser humanista es;
- tener siempre alerta nuestro diálogo patético con las cosas: sentir lo que nos rodea, saber ver el “alma” de las cosas, porque cada cosa del mundo tiene “su alma”;
- vivir con profundidad sabiendo escoger en la escudilla de nuestra cotidiana experiencia esa sola gota de sabiduría que la vida destila en cada jornada;
- saber generalizar, “universalizar”;
- imaginar lo que la investigación no nos puede decir, punto donde queda atascado el “especialista”;
- saber que la verdad no fracasa nunca y encontrar la razón del fracaso en el tomar como verdad lo que no era.
El mejor humanismo se aprende no en la fría erudición, sino en el camino áspero de la vida y de la realidad, porque los criterios del humanista son:
- sentir lo que nos rodea con criterio de eternidad, en los que el pasado es un “pasado histórico”;
- seguridad en el progreso que se apoya en postulados de comprensión, generosidad y tolerancia.
El humanismo es mucho más “gesto y conducta” que saber. Tienen más valor las actitudes. De ahí los postulados anteriores –comprensión, generosidad, tolerancia– que caracterizan a todos los hombres impulsores de la civilización, porque la civilización nunca se ha basado en cosas radicalmente inventadas, sino nacidas del pasado fecundo, no muerto (pasado histórico). La eternidad a las ideas les viene por haber escapado de los libros y diluirse en el “saber y sentir” de todos: universalización.
El “alma universal” auténtica está transida de humanismo que es derramador de sabiduría destilada a través de generaciones y engendrador del ímpetu de la perfección, que no es fuerza ciega, sino consciente visión del porvenir.
El humanismo quiere el progreso para lo esencial. Perfeccionar la dignidad del hombre. Por eso el humanismo es valor eterno no sujeto a modas, a la esclavitud de lo moderno ni de lo antiguo, está ligado a la trayectoria inmutable del progreso de la humanidad.
Exigencias del humanismo: leer, sentir, vivir en la “ancha era” en la que se trilla, se experimenta, se medita, destila un saber que es vida para hoy, sosiego del alma, paz en el dolor y agudeza para verlo lejano (cada uno de estos puntos es “leitmotiv” constante en Marañón).
La actitud del humanista está transida de “universalidad”. La humanidad utiliza los inventos y descubrimientos como suyos. El purgatorio del “enciclopedista es la disolución de su hallazgo en el saber universal”. El humanista sonríe de gozo al verse incorporado a la formidable unidad del universo que no admite otra firma que la de Dios: Verdad y Sabiduría. El vivir por la vida del espíritu es el servicio heroico que la humanidad necesita. Sólo los que hayan sufrido persecución por la gloria de ser soldados de una inteligencia así, dejarán huella auténticamente eficaz por ser “humana”. Estos son los que se alimentan de la realidad viva y palpitante y al asimilarla provocan el planteamiento de los problemas científicos.
Riqueza de los humanismos basados
en la concepción bíblica del hombre #
La concepción bíblica del hombre señala tres aspectos fundamentales:
1.- Está hecho a imagen y semejanza de Dios. Tiene un ser que rebasa lo material, y su plenitud y felicidad están en Dios. “Dijo Dios: Hagamos al hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza…y creó Dios al hombre a imagen suya” (Gn 1, 26-27). El hombre necesita por su mismo ser, de la contemplación, de la adoración y glorificación de Dios. El hombre “es capaz de Dios” dice San Agustín. Su apertura y posibilidad de realización es grandiosa. La posibilidad de la riqueza de sus sentimientos es enorme. Grandeza, justicia, belleza, admiración, apertura a la verdad.
2.- Dominio sobre el mundo. Cuando Dios crea a Adán le asigna la tarea terrestre, dominar el mundo y ponerlo a su servicio “Domine en los peces del mar, en las aves del cielo, en los ganados…” (Gn 1, 26). La obra del hombre es la civilización. Sus realizaciones artísticas, científicas, éticas, sociales. Todo es expresión de su vida interior.
3.- Estar en comunión con los demás hombres. A la esencia de la naturaleza humana pertenece “la relación”. Como ha dicho la filosofía existencial el hombre es un ser-con-los-demás. La existencia humana es siempre dada en conexión con otros hombres. Vivimos en la existencia cotidiana y natural en comunidad con nuestros prójimos. “No es bueno que el hombre esté solo. Voy a darle una ayuda adecuada” (Gn 2, 18). “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19, 18).
No se puede abandonar ninguno de los tres aspectos, porque los tres se entrelazan, son consecuencia unos de otros, y resumen toda la vida del hombre. No está dividido el hombre, ni disociado, es una maravillosa unidad; su lucha está entre la gloria de Dios o la idolatría de sí mismo. La disociación aparece cuando nosotros introducimos esta deformación, pues es evidente que no pueden existir dos absolutos.
Es necesario preguntarse si nuestro sentido del humanismo favorece a la persona humana, si comporta una verdadera jerarquía de valores, si está nutrido de la dignidad espiritual de la persona. ¿Qué sentido tiene el trabajo en el conjunto de la vida? ¿Cómo deben ser la ley y el derecho para favorecer a la persona? ¿La propiedad en qué medida está justificada? ¿Qué es el mando verdadero y cómo resulta posible? ¿Libertad y obediencia tienen la misma raíz y sirven a los mismos objetivos? ¿Qué sentido tiene la salud, la muerte, el dolor? ¿Qué representan las relaciones humanas, amistad, fidelidad, ayuda, fraternidad, solidaridad? ¿Cuándo la atracción que se siente por otro merece llevar el gran nombre de amor? ¿Qué significa la unión del hombre y mujer que llamamos matrimonio y que sustenta la existencia humana? ¿Qué es lo más importante? ¿Y lo menos importante? Vivimos realidades fundamentales ¿sabemos qué son?
Debemos volver a aprender que el dominio sobre el mundo presupone el dominio sobre nosotros mismos; pues ¿cómo podrán dominar los hombres la inmensa cantidad de poder de que disponen, y que aumenta constantemente, si no son capaces de formarse a sí mismos? ¿Cómo pueden tomar decisiones políticas o culturales, si fracasan continuamente con respecto a sí mismos? …Además debemos volver a plantear seriamente el problema del punto de convergencia último de nuestra existencia, es decir, el problema de Dios. El hombre no está constituido de tal manera que esté acabado en sí mismo, y, además, pueda entrar o no en relación con Dios, según sus ideas o sus gustos. Por el contrario, su esencia consiste decisivamente en su relación con Dios. El hombre sólo existe en cuanto referido a Dios; y por ello su carácter se define según la manera como entienda esta relación, la seriedad con que la tome y lo que haga con ella. Esto es así, y ni los filósofos, ni los políticos, ni los poetas, ni los psicólogos pueden cambiar nada aquí.
Sin un sentido trascendente de humanismo acaban por ahogarse el hombre, su creación científica, las ciencias sociales y humanas. No existiría la ética ni la moral. Sería un caos. Los humanismos tienen que favorecer toda la riqueza del espíritu humano.
La ciencia no ha fracasado #
“Cuando se habla de que la ciencia ha fracasado como ideal humano y que este fracaso es una de las causas de la confusión que preside la encrucijada de la historia que nos ha tocado vivir (y escribo lo de “suerte” sin asomo de ironía), se comete un error de bulto; no es la ciencia como ideal, sino el ideal de la técnica lo que ha fracasado. Cuando el hombre ha tenido a su disposición el breve espacio de muy pocos años, técnicas prodigiosas para todo, con las que no pudo nunca ni siquiera soñar, se ha enterado, y sólo entonces, de que esas técnicas no sirven para resolver nada fundamental; ni aun para darle una sensación de superioridad sobre el hombre de las edades anteriores, el que soñaba con esas técnicas como algo casi irrealizable y suponía que en ellas estaba la clave de la liberación de las miserias humanas. Pero esto no es decepción de la ciencia o no debe serlo; sino motivo para dar, casi siempre, a Dios lo que es de Dios, es decir, para renovar la categoría de pensamiento eterno e inacabable y para dejar en su lugar al César, a la técnica, a lo que se toca y nos fascina con su poder trascendente. Ciego será quien no vea que el ideal de la etapa futura de nuestra civilización será un simple retorno de los valores eternos y por ser eternos, antiguos y modernos: a la supremacía del deber sobre el derecho; a la revalorización del dolor como energía creadora; al desdén por la excesiva fruición de los sentidos; al culto del alma sobre el cuerpo; en suma, por una u otra vía a la vuelta hacia Dios”. Esto lo dice un hombre que fue un gran médico, científico, naturalista, biólogo, historiador de la condición humana, Gregorio Marañón, al que siempre admiré y que ahora, estando en Toledo, me parece más próximo y cercano8.
1 Cf. San Juan de la Cruz, Dichos de luz y amor, n.34, en Obras completas, p. 413, BAC 15, Madrid 1978.
2 Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et Spes, 14.
3 Véase Jacques Leclerq, Las grandes líneas de la filosofía moral, p. 306-307.
4 Véase Gregorio Marañón, Obras completas, vol. I, p. 224-226, Madrid 1975.
5 Cf. ibíd., vol. III, p. 216, Madrid 1972.
6 Cf. ibíd., vol. II, p. 485-486, Madrid 1973.
7 E. Mounier, Oeuvres, vol. III, p. 207.468, París.
8 Gregorio Marañón, Obras completas, vol. I, p.128, Madrid 1975.