Discurso pronunciado por el Cardenal don Marcelo González Martín, como enviado especial de S.S. Juan Pablo II, el 7 de junio de 1994, en los actos conmemorativos del V Centenario del Tratado de Tordesillas.
Tengo el honor y la satisfacción de venir hasta aquí como enviado especial de Su Santidad el Papa Juan Pablo II, a quien nada de cuanto tuvo relación con el Descubrimiento y Evangelización de América le es indiferente. Deseo hacer constar mi profundo agradecimiento por esta designación y mi gozo por estar en mi tierra.
Durante los nueve años que han precedido al aniversario del encuentro en que la luz del Evangelio llegó a las costas de Santo Domingo, ha dedicado el Papa intensos esfuerzos y múltiples gestiones de su alta misión pastoral a ponderar la grandeza de los acontecimientos que entonces sucedieron, sobre todo cuando a la dignidad natural del hombre se incorpora la dimensión de la fe por la que se hace hijo de Dios.
La Iglesia ha dejado muy claro que una cosa es la evangelización de los indígenas pobladores de aquellas tierras, y otra muy distinta la acción conquistadora y a veces violenta que se produjo como consecuencia de tantos factores concurrentes.
No hablamos hoy de esto, sino de que poco tiempo después del descubrimiento pudo haberse originado un conflicto bélico muy importante entre España y Portugal por las diferentes interpretaciones que daban unos y otros a la fijación de límites que se habían señalado como consecuencia de la línea divisoria señalada por los Papas.
Con el descubrimiento de América por Colón en su primer viaje se pusieron de manifiesto las dudas acerca de la interpretación del tratado de Alcaçovas. El rey de Portugal aseguró que lo descubierto por Colón le pertenecía, ya que se encontraba al sur del paralelo de las Canarias, mientras que los castellanos afirmaban que los derechos de Portugal sancionados por los Papas se limitaban a sólo lo situado en las proximidades de las costas africanas. Por eso, Castilla se apresuró a obtener de Alejandro VI un paquete de seis bulas, que asegurasen la posesión de los descubrimientos colombinos para ella. En una de las bulas se señala la famosa línea de demarcación entre ambas jurisdicciones, que el Papa coloca a cien leguas al oeste de las islas Azores. Estas concesiones les parecieron a los portugueses que vulneraban sus derechos en África. Ambos países llegaron a un alto grado de tensión, pero finalmente se impuso la vía del diálogo, que condujo al Tratado de Tordesillas.
Lo más original, novedoso y digno de alabanza en el Tratado de Tordesillas fue su modernidad. Las negociaciones siguieron este itinerario:
- Voluntad inicial de los monarcas de ambos reinos de solucionar las diferencias por el diálogo, sin el habitual recurso a la guerra, y compromiso de cumplir y hacer cumplir los acuerdos.
- Intervención de una comisión paritaria de sabios de ambos reinos, expertos en geografía y náutica, que emitieron informes técnicos, para servir de base a las discusiones.
- Negociaciones a cargo de seis hábiles diplomáticos, tres por cada parte, encargados de la defensa de los intereses en conflicto, que firmaron los acuerdos.
- Ratificación final de los mismos por los soberanos de ambos reinos.
Se discutirá después la autoridad con que el Papa intervenía en asuntos de índole temporal y política, siendo la Escuela de Salamanca la primera en precisar bien los límites de dicha intervención. Pero no cabe duda de que se llegó al Tratado de Tordesillas en virtud de unos criterios y una actitud interior en las conversaciones, en que predominaba una cultura del espíritu sobre la cultura del poder y de la fuerza. Los hombres de la Iglesia, que de un modo o de otro colaboraron a orientar y dirigir las conversaciones, veían que detrás del conflicto iniciado estaba en juego la empresa de la evangelización y cristianización del mundo descubierto, veían que si se conseguía la solución pacífica, se abría el paso a las naves de portugueses y españoles, que serían capaces de surcar los mares con pasajeros a bordo como Francisco de Javier y tantos y tantos que con el agua bautismal llevaron hasta lejanos confines el nombre y la salvación de Cristo. Comprendieron los negociadores del Tratado de Tordesillas que la humanidad tiene el deber de desarrollar como exigencia del espíritu lo que Dios ha creado como naturaleza, y que había que entronizar el diálogo y la consideración de la concordia en lugar del poder y la fácil, pero a la larga destructiva, violencia. Buena lección también para los pueblos de hoy. El deber de evangelizar no es una fuerza que oprima, sino una misión que Dios confía a los hombres y a los pueblos para construir la paz y superar las diferencias que, en lugar de enriquecer, destruyen y rompen la armonía de la convivencia. La evangelización lo hace por elevación. Cuando el Evangelio es conocido y Jesucristo redentor es amado, la sociedad recibe como un oxígeno espiritual que la hace respirar mejor y escalar con dignidad las más altas cumbres de su destino.
Me alegro de poder transmitir estos sentimientos del Santo Padre en ocasión tan solemne como ésta, a la vez que os ofrezco también la Bendición apostólica que él se ha dignado otorgar a cuantos están aquí presentes.