Carranza y el tipo de Obispo que él deseaba

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Carranza y el tipo de Obispo que él deseaba

Prólogo al libro Speculum pastorum, de Fr. Bartolomé de Carranza, edición preparada por J.I. Tellechea, publicada por el Estudio Teológico de San Ildefonso de Toledo y la Universidad Pontificia de Salamanca, en 1992.

La diócesis de Toledo está en deuda con el que fue su Arzobispo, Fr. Bartolomé Carranza, y no la habría pagado con sólo lamentarse por haberse visto privada de la presencia de su Pastor durante tantos años.

Nunca se han hecho estudios serios sobre su figura. Solamente el Cabildo de la Catedral –y alguno de sus miembros en particular– puso empeño en defenderle de las impugnaciones que se le hicieron e incluso organizaron actos de oración públicos y rogativas para pedir a Dios por su absolución desde el día en que Carranza fue apresado por la Inquisición, cuando visitaba Torrelaguna, el pueblo natal de Cisneros.

Es cierto que hasta su procesamiento sólo habían pasado seis meses desde que entró en Toledo, pero ya había dado la medida de su talla.

En ese tiempo había sido capaz de visitar todas las parroquias e iglesias de la ciudad, predicando y administrando la confirmación; había introducido notables reformas en la Curia y en la Catedral; había conferido tres veces órdenes generales y había dado muestras de sus grandes virtudes de amor a la pobreza, generosidad, y digna firmeza.

Toledo perdió así una figura extraordinariamente dotada por su ciencia y virtudes pastorales: gran teólogo, predicador elocuente, austero, dialogante, trabajador infatigable. Había estado en Inglaterra y en Flandes actuando en múltiples negociaciones con autoridades civiles y religiosas; había tratado de conocer hasta el fondo el grado de penetración del protestantismo en la sociedad y sus raíces doctrinales; había intentado ya corregir –quizá fue esto lo que predispuso a muchos en su contra– los abusos que se daban en su época con la falta de residencia de obispos y párrocos, etc.

Habiendo intervenido como teólogo del Emperador en el Concilio de Trento, quiso después que el catolicismo de la nación española tuviese un esplendor nuevo, más que por su poderío en el mundo, por el fulgor de los espíritus en su autenticidad cristiana y en la práctica de las virtudes.

En la España de Felipe II ardían las llamas de un incendio de fe militante que a veces abrasaba. Todo el cuerpo de la nación vivía sometido a una tensión inacabable y creciente, en medio de triunfos y fracasos. Carranza prefería las luces a las llamas. Iluminaba las conciencias, fundamentaba en la Escritura su predicación, admitía de buen grado cierto talante erasmista que le permitía ser y querer que todos fueran un poco más coherentes con su fe y menos extremosos en sus censuras e impugnaciones. Dos hombres de la misma Orden que él fueron, el uno, amigo suyo, Fray Luis de Granada; el otro, adversario declarado, Melchor Cano.

Su pontificado, pues, quedó prácticamente inédito en Toledo, a pesar de tan prometedores comienzos. Ni el Cabildo ni otras instituciones toledanas se atrevieron a mostrar su disentimiento por lo sucedido: el temor a la Inquisición, cuando ésta empezaba a instruir un proceso, paralizaba la lengua para hablar y las manos para escribir. Solamente en nuestros días, el Arzobispo Bartolomé Carranza y el proceso a que fue sometido han encontrado en el Profesor Tellechea al sereno investigador que no se ha arredrado ante la ingente mole de documentos, bajo cuyo peso quedaba prisionera la figura del Prelado, como antaño lo estuvo en las cárceles de la Inquisición aquí en España y después en Roma. Menéndez y Pelayo confiesa haberse sentido abrumado por la montaña de papeles que hubo de examinar para escribir sobre el tema. Tellechea ha examinado con justa ponderación la figura del Arzobispo y el proceso terrible del que le hicieron víctima. Ahora, el ilustre Profesor de la Universidad Pontificia de Salamanca nos presenta un texto de Carranza que, aunque ya comentado por él, no conocíamos en su integridad. Lo escribió el dominico en Trento durante sus estancias allí, cuando vivía tan lejos de pensar que, no tardando mucho, subiría al más alto grado de la Jerarquía Eclesiástica en España para descender enseguida y vivir en adelante sumergido en las tinieblas de la persecución y del olvido. Speculum pastorum es el título de esta obra, pequeña en extensión, pero riquísima en su contenido. Junto al vigor dogmático de la reflexión, toda ella fundamentada en la Escritura, Santos Padres y Concilios conforme al más puro estilo de la teología primitiva que Carranza tanto estimó, aparece un tono cálido en la exposición que permite captar la vibración ascética de su alma al dirigirse a obispos y presbíteros para señalar su función en la Iglesia y por consiguiente sus deberes y responsabilidades. No es nada farragosa ni especulativa, sino sobria y precisa.

Habla, por ejemplo, del obispo como doctor, es decir, maestro de la ley y la doctrina, y afirma que el pueblo tiene derecho a saber de él y obtener respuesta a lo que pregunte; pondera la necesaria capacitación y llega incluso a contestar a la posible objeción de que Pedro fue elegido obispo por el Señor cuando no era más que un pescador humilde y pobre.

Es admirable el comentario que hace a la obligación que el obispo tiene de pascere et regere, que nunca debe ser interpretado como equivalente a potestad o dominio.

Encarece la obligación de trabajar sin descanso, la de orar por el pueblo, predicar la palabra de Dios, administrar los sacramentos, dos de los cuales, la confirmación y el orden, solamente al obispo están reservados. Se hace eco ya de la diversidad de sentencias respecto a la edad de la confirmación: la de quienes propugnan que se ha de esperar a que los confirmandos tengan catorce o al menos doce años y la de quienes quieren que se confirme a los niños antes del uso de razón, como es costumbre –añade– hacerlo en algunas Iglesias, p.ej. en Inglaterra. A él no le parece conveniente esto, prefiere a los siete años, pero no más tarde.

Son espléndidas las páginas que escribe sobre el sacramento del orden y sobre las restantes funciones de los obispos: distribuir los bienes de que pueda disponer, dictar sentencias en los litigios que hayan surgido entre sus fieles y ¿cómo no? visitar asiduamente la diócesis, velar por su grey, etc.

Tras las consideraciones que hace sobre los obispos pasa a hablar de los presbíteros, párrocos, vicarios, canónigos, etc., e incluso de los diáconos, subdiáconos y otros ministros de grado inferior, fiel a su propósito de mostrarnos lo que es la Jerarquía de la Iglesia contemplada incluso en lo que, sin pertenecer a sus elementos constitutivos, completa y agiliza su organización pastoral.

¡Qué bella idea y qué bien expuesta la de la necesaria unión, más aún, conjunción familiar, que debe existir entre obispos y párrocos! Cuatro siglos después, el Concilio Vaticano II en el Decreto Presbyterorum ordinis (nº 7) nos diría que los obispos «tengan a los presbíteros como hermanos y amigos suyos».

¡Ojalá surja alguien al leer este texto de Carranza que quiera hacer un estudio comparativo del mismo con los Decretos Christus Dominus y Presbyterorum ordinis del último Concilio!

A mí me sorprende la capacidad persuasiva que tiene en su discurso y la fundamentación del mismo. Leyéndolo siente uno la necesidad de asentir y decir, así, tiene que ser así, debería ser así. A la grandeza de la Iglesia en lo que tiene de institución salvadora, tiene que corresponder una grandeza de espíritu igual en los que son llamados a regirla. Nos quedamos siempre lejos de lograrlo en la proporción deseada, también entonces, también hoy, pero al menos podemos contar con el ejemplo de tantos Pastores vigilantes, que no han dejado desatendida su grey y que nos han dejado su palabra o sus escritos como el latido del corazón de la misma Iglesia, que nos da vida a nosotros a través de ellos. Este texto de Carranza es también uno de esos latidos. El que lo lea, sea obispo, párroco o ministro de diferente grado en la Jerarquía de la Iglesia, siente el deseo de ser mejor.

Y si es de Toledo y penetra en la Catedral Primada, podrá volver sus ojos a un sarcófago vacío que hay en la nave de la derecha destinado a poder recibir sus restos, medio perdidos hoy bajo el pavimento de la Iglesia de Santa María sopra Minerva en Roma. Yo sería feliz si, tras las gestiones que vengo haciendo, pudieran ser hallados para traerlos al lugar en que más dignamente pueden descansar: su Catedral, en la que celebró el Sacrificio de la Misa y levantó su voz para clamar por una Iglesia que pudieran parecerse en belleza, sólo parecerse, a la Iglesia celeste de la cual termina hablando él en este su Speculum pastorum.

Muy cerca de la Catedral, en el antiguo convento de Dominicas de San Pedro Mártir, reposan también los restos de Melchor Cano. Sus almas habrán podido encontrarse en la presencia de Dios y entenderán mejor ahora, ya sin sufrimientos, dónde está la verdad por la que lucharon, a veces con dureza excesiva.