La fuerza de la Eucaristía.

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La fuerza de la Eucaristía.

Artículo publicado en ABC, el 8 de abril de 1993, jueves santo

“¿Cuántos cristianos ha conseguido usted ya en esta misión?”, preguntaron no hace mucho a un sacerdote español perteneciente al IEME (Instituto Español de Misiones Extranjeras) que trabaja en un territorio de Tailandia. Y contestó: “Somos dos, Jesucristo y yo”. Lo notable es que lo decía con buen humor, sin el menor asomo de desesperanza, incluso con cierta tranquilidad y como quien sabe que tiene que ser así. Ese misionero y tantos y tantos otros que han predicado el Evangelio en lugares tan diversos a lo largo de los siglos, han empezado casi siempre así: ellos solos, con la única compañía de Cristo.

Me refiero particular y concretamente a Jesucristo Sacramentado, a la Eucaristía, al pequeño Sagrario de su capilla humilde y pobre. De ahí no se apartan sus ojos, cuando sus almas quieren dar calor a su fe: del Sagrario, o de Cristo crucificado, o de una imagen de la Virgen María.

Y el caso es que invariablemente, indefectiblemente, a no ser que lo estorbe una persecución violenta, mientras dura, con sólo eso y con hablar de Jesús, llega un día en que el misionero logra una comunidad de bautizados que se arrodillan ante la Hostia Santa, cantan himnos y salmos, alaban al Señor y sienten en su corazón el bálsamo de una alegría y una paz que no habían experimentado nunca.

Hoy es Jueves Santo, el día en que celebra la Iglesia la institución de la Eucaristía. Fue el regalo del Señor en la noche de la última cena con sus discípulos, antes de que comenzara su pasión “voluntariamente aceptada”. La vida de los hombres aquella noche seguía su curso normal. El día había transcurrido en el quehacer cotidiano de las familias agrupadas en ciudades y aldeas y nadie había podido pensar que, en el piso superior de una modesta morada de Jerusalén, se pronunciarían palabras misteriosas sobre el pan y el vino, cuya última significación ni los mismos Apóstoles podían entender.

Lo entendieron todo después de Pentecostés, cuando empiezan a celebrar la fracción del pan, es decir, la Misa, con detalles litúrgicos primorosos que ya nos describe, por ejemplo, un San Justino en el siglo II. La Eucaristía es la fuerza secreta del cristianismo. Y hoy sucede lo mismo que sucedió ayer. Los hombres caminan entretenidos o preocupados con sus cosas. Nobles cosas y ocupaciones de los hombres, porque no es nunca despreciable ningún rasgo de su actividad y su trabajo por pequeños que sean. Ese rumor de la colmena humana que se mueve y trabaja, se despierta o descansa, habla o guarda silencio, ama y sufre, nace y muere, es la continuidad de la creación, la lucha por la vida y, a veces, muchas veces, el esplendor de la fraternidad que hace a los seres humanos tan respetables y tan dignos.

Es mucho más hermoso el paisaje, cuando entre las cosas creadas descubrimos, con los ojos de la fe, que hay algo que eleva todo lo creado a un nivel que roza ya con lo divino, con la obra directa de Dios. El pan y el vino son eso: pequeños brotes de una espiga o un racimo, pero transformados en la sustancia de Dios. Esto no son literaturas ni fantasías utópicas de un misticismo visceral y primitivo, sino realidades sobrenaturales que transforman la vida del creyente y están destinadas a acompañar a todo hombre que camina entre esperanzas y frustraciones.

El Jueves Santo pide algo más que visitar monumentos, aunque es costumbre hermosa, propia de un país de tradición cristiana, que se visiten y se les encuentre instalados con amor, rodeados de flores como obsequio de la primavera naciente, y que haya durante horas hombres y mujeres que rezan y ofrecen el mejor testimonio de reverencia que son capaces de presentar durante todo el año al Dios en que creen. Es, sobre todo, la palabra transformadora que pronunció el Señor, el “Esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre, haced esto en memoria mía”.

Lo más sublime de esta expresión, aparte de su contenido, es que lo afirme Jesús, el Señor, consciente del valor que tienen y sin que nadie comprenda lo que quiere decir. Mientras él está pensando en el don de sí mismo bajo las especies de pan y vino, los Apóstoles sólo se ocupan de mezquinas vulgaridades, o incluso de madurar dentro de sí mismos el propósito bien meditado de la traición inminente.

La gente de la calle va y viene ocupada en preparativos para celebrar la Pascua, y más allá de los estrechos límites de Palestina, en las grandes ciudades del paganismo triunfante, Roma, Atenas, Corinto, Éfeso, etc., no hay más que gérmenes que, al desarrollarse un día, todavía lejano, obligarán a obedecer órdenes de los emperadores romanos para tratar de extirpar el nombre de cristiano, condenando a muerte a todo aquel que se compruebe que lo es.

Jesús instituye la Eucaristía del amor mientras los hombres siguen sumergidos en sus odios e indiferencias, establece las bases de la mejor fraternidad sin esperar a que los beneficiarios acepten explicaciones que satisfagan su razón; manda creer, adorar y comer seguro de que se va a hacer así, y de que sus palabras llevadas por mensajeros desconocidos atravesarán fronteras y serán escuchadas con religioso fervor y, aun más, con un amor puro y nuevo por millones de hombres y mujeres de todos los continentes.

Cuando Jesús instituía la Eucaristía era ya prácticamente un condenado a muerte. Todavía en ese momento le envolvía la atmósfera de una amistad, la del grupo de los doce, ya mermado. Muy pocas horas después quedaría solo en su marcha del Huerto de los Olivos al Pretorio. ¿No es ésta la historia de siempre? Jesús, el Dios del amor, dándolo todo, su misericordia y su perdón, sus palabras de ánimo para la esperanza y la limpieza de corazón, el don de fortaleza y de piedad, su alimento para la vida eterna, su pan divino y gracioso que decía Santa Teresa, su sangre como licor cristalino que engendra vírgenes y mártires…y en contraste recibiendo la injuria constante del descreimiento, la soberbia personal, el desdén, la brutalidad feroz que hace que los hombres se maten entre sí matándolo también a Él, si les fuera posible, a Él que se ha quedado como comida y bebida de todos para hacernos sentir que tenemos sangre de familia por la hermandad común.

Pero hay muchos hombres también que han comido ese pan y bebido ese vino. Son innumerables. En aquel cenáculo donde se celebró la última cena estaban ya, como si empezaran a nacer, todos los millones de desconocidos adoradores de la Eucaristía que han vivido con los ojos clavados en ese pan, diciéndole los más amorosos requiebros, se han hecho fuertes en medio del dolor, han perdonado, han curado las llagas de los cuerpos heridos, se han limpiado de todo egoísmo, han superado la sucia lascivia, han llamado hermana a la pobreza, han creado comunidades, han conseguido que siendo al principio nada más que “el misionero y Él”, se haya formado poco a poco un pueblo cristiano numeroso, capaz de cantar el “Pange lingua” o el “Amor de los amores”. Los Congresos Eucarísticos mundiales de Buenos Aires, Budapest, Barcelona, Bombay, Seúl y ahora Sevilla estaban ya aquella noche preparándose silenciosamente en el cenáculo, mientras Jesús pronunciaba las palabras que brotaban de sus labios.

De manera que apenas sirve de nada la pobre ambición de quienes se oponen aunque sean apóstoles, o incluso la traición que parece triunfar a cada momento sobre la inocente víctima que no quiere que se utilice en su favor ni siquiera la espada de Pedro. La Eucaristía es comunión y da vigor, es sacrificio y origina fortaleza, es hermandad y da alegría. No hay ninguna noche triste en ninguna capilla o iglesia en que luce una lámpara junto al Sagrario. Los cristianos, desde el Papa Juan Pablo II hasta el último miembro de una célula parroquial evangelizadora, saben que allí, en una rica custodia o en un pequeño ostensorio, pueden encontrar la misteriosa respuesta a sus anhelos más profundos de renovación y el por qué el cristianismo resiste a tanta persecución de unos o tanta indiferencia de otros.

No se puede olvidar a Dios. Es inútil la prosperidad material de Occidente, porque es el corazón del hombre el que tiene que ser llenado de amor y de esperanza, y esto sólo lo consigue la fuerza secreta del cristianismo: un Dios cercano que se da a los hombres como alimento.