Prólogo para la obra «El mensaje de Jesús», de la que es autor Laureano García-Pablos, 1972.
Durante la conversación familiar de los miércoles, que siguieron a la fiesta de Navidad del año pasado, el Papa Pablo VI se propuso reflexionar en alta voz sobre Jesús, su aspecto exterior, su figura humana, su perfil moral. Y fue respondiendo ante diversos grupos procedentes de todo el mundo a preguntas como éstas: ¿Quién era Jesús? ¿Qué hizo Jesús? ¿Cuál fue la finalidad de su vida? ¿Tuvo una intención, un designio, un fin?
Algo parecido viene realizando en su feligresía de Plasencia don Laureano García Pablos, Párroco de San Esteban y san Martín. La modestia de los límites parroquiales no resta grandeza a su propósito: reavivar en los oyentes, y ahora en los lectores del libro, con espíritu de sinceridad y coherencia, un deseo que late en el corazón de todo cristiano, el de acercarse a Jesucristo, conocerlo, verlo, si fuera posible. Verle también, digo, porque el que ama, de alguna manera ve.
“El cristiano –asegura el Papa–, el que quiere ser discípulo de Cristo, el que siente la necesidad de unirse estrechamente a Él mediante los vínculos de su autenticidad y de la propia seguridad, tendrá siempre, como hombre de nuestro tiempo tan dominado por la civilización de la imagen, la necesidad instintiva de verle a Él, a Cristo, de ver cómo era su rostro, su aspecto, su porte, su persona…
“Pero este deseo permanece y revive, cuando surgen cuestiones sobre la genuina interpretación de su mensaje, y sobre el deber de adecuar nuestra conducta a su enseñanzas. Por lo demás, ¿no es esta la aspiración que está siempre presente en los personajes del Evangelio? Tomemos a Zaqueo en la narración de Lucas: “Hacía por ver a Jesús”; como era pequeño de estatura y estaba en medio de la multitud no lo conseguía; entonces se subió a un sicómoro y desde allí vio. Es más, fue visto por el Señor, que le llamó y le dijo que bajase, que quería ser su huésped aquel día (Lc 19, 1ss)”1.
Al presentar esta páginas de El mensaje de Jesús, me agradaría poder contribuir a que, estimulados por el ejemplo del autor, todos los sacerdotes se esfuercen por preparar su predicación con fidelidad y con esmero. Ojalá se despierte también en el ánimo de quienes las lean, el deseo vivísimo de un aprovechamiento saludable. Escritas para la homilía viva, dominical o festiva, ofrecieron en su momento la figura y la obra de Jesús, y permiten ahora una lectura provechosa, apta para la reflexión y el compromiso serio.
Se aprecia en ellas la serena profundidad doctrinal de quien ha meditado mucho, el rigor y la exactitud en la expresión, la sencilla y eficaz pedagogía del pastor que conoce a sus ovejas, y sobre todo una unción religiosa, que nace del amor, y que al presentar la figura y la obra divina de Jesús no busca sino que Éste sea amado. El sacerdote que así predica, está en posesión de un secreto: el de que hoy, como ayer, no puede haber cristianos dignos de tal nombre y capaces de influir en la transformación del mundo, si no empiezan por asegurar en el interior de sus almas el conocimiento y el amor de Jesucristo.
Toledo, Fiesta del Apóstol Santiago, 1972.
1 Alocución del 27 de enero de 1971.