Prólogo de la obra del P Bernardo Monsegú titulada «La Iglesia que Cristo quiso», 1986.
Han pasado ya 21 años desde que se celebró el Concilio Vaticano II. Muchos de los Padres conciliares y de los teólogos y demás peritos, que les ayudaron con su asesoramiento, han desaparecido ya.
A poco del comienzo de las primeras sesiones de la primera etapa –la del año 1962– vimos con claridad que un tema central iba a ocupar la mayor parte de nuestras deliberaciones: el de la Iglesia, el misterio de la Iglesia considerada en sí misma, y el de su proyección pastoral sobre el mundo de hoy. El Cardenal Montini, entonces Arzobispo de Milán, se distinguió entre los que marcaron este rumbo a la nave, que se ponía en marcha.
Recuerdo al P. Monsegú entre los peritos del episcopado español. Constante en su servicio de ayuda y asesoramiento, lleno de discreción, con envidiable capacidad de discernimiento y de análisis, sin dejarse llevar nunca por los arrebatos de la novedad, señalando con precisión las consecuencias que podrían derivarse de la aceptación o del rechazo de tales o cuales afirmaciones, ponderando también con agudeza crítica la riqueza teológica y pastoral, que encerraba el nuevo horizonte de la eclesiología, tal como se iba precisando.
Es bien conocido por sus muchas publicaciones y escritos antes y después del concilio. Ahora nos ofrece este magnífico libro La Iglesia que Cristo quiso, fruto de muchas meditaciones y profundos estudios.
Tema inagotable y difícil, como afirmó en repetidas ocasiones Pablo VI, porque pese a lo dicho por Pío XII en la Mystici corporis antes del Concilio y por el mismo Concilio en la constitución Lumen Gentium, así como por cuantos lo han estudiado, “contemplando en el espejo de la divina Revelación su rostro misterioso”, lo que la Iglesia es sigue siendo un gran misterio.
Es el misterio revelado por Dios en su Cristo, según el designio trinitario de elevar al hombre a la participación de lo divino por la encarnación del Verbo, y eligiéndose en Él “un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, según dice el Vaticano II con palabras de san Cipriano1. El designio trinitario se realiza en el tiempo en dependencia absoluta de Cristo, cuyo misterio y misión se perpetúan en el misterio de la Iglesia.
Que la Iglesia es Pueblo de Dios no es sólo una imagen o figura; es una auténtica realidad, la Iglesia es verdaderamente un pueblo; no es así, cuando se dice de ella que es la viña, o que el Reino de Dios es como un grano de mostaza. Realmente ni es viña, ni es grano. Pero sí que es realmente un pueblo.
Pero pueblo que nace en el misterio y del misterio. El misterio es Cristo mismo, del que la Iglesia es sacramento, como Cristo es sacramento de Dios. Sacramento de salvación Cristo, y sacramento de salvación la Iglesia, aunque de distinta manera. Lo de Cristo se presencializa y se perpetúa en la Iglesia, que con razón se dice Cuerpo Místico de Cristo.
Por eso, lo medular del misterio de Cristo, que la Iglesia perpetúa y prolonga, no está ni se descubre con lo que es y significa como Pueblo de Dios, muchedumbre congregada y que camina a través de la historia; sino en lo que es y significa como Cuerpo de Cristo, realidad sacramental de procedencia e institución divinas, que cierra el paso a todo comunitarismo democrático o de comunión puramente espiritual, porque edificada sobre el paradigma de la Divino-Humanidad, es espiritual y visible al mismo tiempo, es institución y comunión, y quien en ella marca el paso no es el hombre, sino Dios, no es el pueblo sino la Jerarquía.
Junto al principio de unidad interior, que es el Espíritu Santo, hay que poner también, porque así Cristo lo quiso, otro de unidad exterior, que es la Jerarquía en comunión sacramental, no precisamente sobre una base comunitaria, sino personal e instituida por el mismo Cristo. Ese principio es Pedro y así lo dice el Vaticano II en Lumen Gentium, n. 18.
Este es el tema que desarrolla ampliamente el autor en su precioso libro.
Toledo, septiembre 1986
1 Lumen Gentium 4.