Prólogo al libro del P Juan Carrascal, S.I., titulado «Sobre el sacerdocio», 1965.
Escribo estas líneas, cuando corren los últimos días de la tercera sesión del Concilio Vaticano II. Todas las mañanas acudimos los Padres Conciliares donde, entre alegrías y dolores, se están poniendo los cimientos para una nueva vida de la Iglesia. El sol no ha dejado de brillar, a pesar de estar muy avanzado el otoño, y una luz suave y finísima se filtra a través de los grandes ventanales del maravilloso Templo, como un obsequio que el cielo romano quisiera hacer a cuantos dentro del Aula Conciliar deliberan sobre los problemas de la Iglesia. Precisamente hoy, 16 de noviembre, es el segundo día que el concilio dedica a hablar de los seminarios.
Lo que se dice, juntamente con lo tratado en otros esquemas conciliares, aspira a señalar las líneas generales de la figura del sacerdote de nuestra época.
Será un sacerdote abierto al mundo, renovador, sincero, poseído de un ansia inmensa de evangelización, lleno de amor a la Iglesia santa de Dios, elevado sobre las estructuras humanas, en que el mundo se mueve, con su confianza puesta en la gracia y los dones divinos, dispuesto siempre a servir, nunca buscando ser servido. Es decir, lo que han sido siempre los santos de verdad en su entrega al ministerio apostólico.
Porque ésta es la manera de entender la adaptación que se busca. Nadie piense que se trata de una modernización consistente en condescendencias, al arbitrio de cada uno. El amor al hombre y al mundo, en que éste vive, no significa, para el sacerdote, la más mínima renuncia a lo que tiene de específico una vida sacerdotal: su unión con Jesucristo. En la medida en que esta unión se logre o se quebrante, se vivirá el sacerdocio con dignidad o sin ella. Ahora bien, no se puede estar unido con Jesucristo sin amar lo que Él amó.
Y es en el seminario, de ley ordinaria, donde esta unión se preparar con paciencia y humildad.
De ahí la utilidad inmensa que puede prestar este libro, que el autor pone en manos de los seminaristas. Una sabia conjunción de ascética clásica, de piedad litúrgica, de reflexiones, que facilitan la práctica de la meditación y del examen continuo sobre sí mismo y sobre las cosas que le rodean, abre ante los ojos del seminarista un horizonte amplísimo para la reflexión y la plegaria. El que siga su camino de mano de este libro, a través de las diversas etapas de la vida del seminario, tiene todas las garantías de acierto para lograr esa condición básica e indispensable, sin la cual es una temeridad acercarse al sacerdocio: la docilidad a la gracia, y la acción amorosa del Espíritu Santo.
La Iglesia pide y espera sacerdotes –y por consiguiente seminaristas– conscientes del valor sobrenatural ante todo y sobre todo; sacrificados y humildes; obedientes por amor y por convicción; pobres y amantes de la pobreza; cultos en las ciencias sagradas y suficientemente instruidos en las profanas.
Respetuosos de las sabias tradiciones y renovadores de cuanto deba ser renovado dentro del orden, la colaboración y la concordia. Sacerdotes, que de una vez para siempre se den cuenta de que para que su acción en el mundo sea eficazmente salvadora, conforme a la intención de Cristo, no hacen falta críticas amargas y destempladas, posturas modernistas y vacuas, activismos disipadores y mundanizantes.
El más avanzado misionero de vanguardia y el más tranquilo párroco de una comunidad cristiana de las piadosas tierras de España necesitan por igual de una cosa para que su ministerio sea lo que tiene que ser. Necesitan de una unión íntima y profunda con Jesucristo, para que su sacerdocio sea el sacerdocio de Cristo. Si no es así, no tienen nada que hacer en los campos del Señor; y mejor sería que se retirasen a tiempo. Con esto de base y sin perderlo de vista jamás, vengan después los intentos de renovación necesarios. Venga la crítica y la revisión, en unión con los demás y con su Obispo; vengan la autenticidad y el diálogo; la búsqueda incesante de nuevos métodos de evangelización; el deslinde noble y sincero entre lo que es accesorio y lo fundamental en todas las estructuras, por donde hemos de movernos para llevar a los hombres el Evangelio de Jesús.
Sin esa fundamentación, vivida hasta las últimas consecuencias, mucho me temo que la autenticidad se reduzca a palabrería vana; la crítica a nuevo afán de liberaciones egoístas; la lucha apostólica, a una miserable caricatura de lo que han hecho siempre los verdaderos apóstoles de Dios, siempre modernos sea cual sea el siglo en que vivieron.
Estoy convencido de que los seminarios españoles necesitan también de una profunda renovación en esta hora humilde y hermosa de la Iglesia, en que todo quiere ser renovado. Pero hay un punto de partida inconmovible, sin el cual nada se puede hacer, y es éste: el seminarista, desde que entra en el seminario, tiene que esforzarse por dominar sus pasiones desordenadas y aspirar a un progreso continuo en el desarrollo de sus virtudes humanas y sobrenaturales.
Creo que el libro del P. Carrascal puede ser un valiosísimo instrumento para lograrlo. Se necesitarán, sin duda, otros libros y otros instrumentos, que desarrollen más ampliamente aspectos parciales de la formación espiritual y humana del seminarista, muchos de los cuales existen ya, mientras que otros seguirán apareciendo. Pero es necesario que antes de que el seminarista reflexione sobre esas perspectivas más particulares de la piedad y de la vida, se acostumbre a ver el panorama general de las virtudes y los peligros, del mundo y del seminario, del cuerpo y del alma, de la mañana y de la tarde, del sufrimiento y del gozo, de la oración y del trabajo, de la amistad y del esfuerzo aislado, es decir, de todo lo que constituye su vida hacia el sacerdocio.
De ahí la utilidad de este libro. Es sencillo, sólido, completo. Está dictado por la experiencia y el amor. Lo que dice y ofrece es como la columna vertebral para la vida del espíritu, que más tarde el seminarista irá enriqueciendo y desarrollando progresivamente. Empecemos por ahí y después vendrá lo demás.
Los miles de alumnos, que en los seminarios de España juegan, rezan, y estudian juntos, tienen el mismo derecho que los demás a recibir lo que necesitan de renovación para su trabajo en el mundo que les espera; y también a pedirnos que sepamos cumplir con nuestro deber manteniendo lo que tiene valor permanente y seguro.
Roma, noviembre 1964