El año litúrgico en la espiritualidad cristiana

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El año litúrgico en la espiritualidad cristiana

Prólogo para la obra de Juan Ordóñez Márquez «Teología y espiritualidad del Año litúrgico», 1978.

Esperaba este libro hace tiempo, porque, conociendo al autor y habiendo podido observar a través de diversos escritos y actuaciones suyas su entendimiento de la Liturgia y su profunda formación teológica, me dolía que no se decidiera a exponer de forma sistemática y ordenada sus reflexiones sobre el tema, de tan inagotable riqueza.

En España la formación litúrgica, impulsada por el concilio Vaticano II y por los documentos pontificios posteriores, encontró enseguida una buena acogida; y hoy comprobamos con gozo la participación del pueblo en el sacrificio eucarístico y en las acciones sacramentales, mucho más viva y consciente que hace años. A ello ha ayudado grandemente la labor del Secretariado Nacional de la Comisión Episcopal de Liturgia.

Se han escrito además innumerables artículos de divulgación en revistas, periódicos, hojas diocesanas y parroquiales, que han llegado a manos de los fieles por mil canales distintos.

Han faltado, sin embargo, libros serios y rigurosos, que ayudaran a profundizar, sobre todo a los sacerdotes y comunidades religiosas, lógicamente obligados a orientar y dirigir al pueblo. De ahí las informaciones amparadas bajo el nombre de creatividad, los inventos personalistas con el pretexto de lograr una exposición más auténtica, las extravagancias carentes del más mínimo respeto al misterio sagrado que la Liturgia nos presenta.

El libro del Dr. Ordóñez, Teología y espiritualidad del Año litúrgico viene a remediar muchas cosas para todo el que quiera moverse en este campo con conocimiento, con vida y con amor. Porque en él se trata no de impedir, sino de profundizar sobre lo que hacemos en el Año litúrgico, precisamente por lo que somos dentro de la historia de la salvación.

El plan de Dios no ha tenido otro designio que “instaurar todas las cosas en Cristo Jesús”. El alfa y omega de la creación, Primogénito de toda criatura, Dios, como “el Pedagogo” por antonomasia, fue preparando a la humanidad para entender la Revelación divina, para alcanzar en cierto modo la madurez necesaria, que le permitiera recibir a Cristo. Esta preparación es un hecho de nuestra historia de salvación, ya que Cristo viene al mundo en el momento en que esta preparación llega a su término: tiempo es para el cristiano, tiempo del Señor, “Año del Señor”. Cristo llamó así a su presencia redentora, al aplicarse las palabras del profeta Isaías referentes al anuncio del año de gracia del Señor: “Hoy se cumple esta Escritura, que acabáis de oír”.

La vida entera tiene un ritmo, una ley temporal, formada por el movimiento de la tierra en relación con el del sol y la luna. Surge así un sistema de fases y condiciones, en el que se ordena la realización de “lo vivo”: años y estaciones, meses y semanas, días y noches. La vida del cristiano tiene también un ritmo y proceso “natural” reiterativo, el Año del Señor, en el transcurso del cual se va realizando en la Iglesia la obra salvadora. “El año eclesiástico va desarrollando este misterio, que alcanza plena realidad en la Pascua y en cada misa; y que se manifiesta y obra en diversos grados en los otros sacramentos y sacramentales, así como en los ritos y plegarias; y de manera muy especial en aquellos textos y oraciones, que en la misa acompañan al Santo Sacrificio y lo exponen”. En ellos se pretende revelar en lo posible la insondable profundidad del misterio; los textos no hacen sino exponer esta piedra preciosa a la luz del sol, con el fin de que surjan de ella mágicos e inesperados reflejos. En todos, empero, es el “único sol”, el κύριος Cristo, el Señor de la Iglesia quien resplandece” (Odo Casell).

La constitución del Vaticano II sobre la sagrada Liturgia presenta nítidamente su función: guiar al Pueblo de Dios en su peregrinar por la tierra. Ella comunica y realiza en los cristianos la obra de la redención. Toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo Sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, y su eficacia no es igualada por ninguna otra acción de la Iglesia. Es cumbre, a la que tiende la actividad eclesial, y fuente de donde mana toda su fuerza. Para asegurar esta plena eficacia es necesario poner el alma en consonancia con la voz y el gesto, y colaborar con la gracia divina para no recibirla en vano.

El centro de nuestra actitud ante Dios está en la adoración. Es el alma de toda acción litúrgica y raíz fundamental de la existencia humana. Por ella el hombre encuentra su centro propio, hace pie en él, y conoce la grandeza de Dios y la obra de su salvación. Por ella tiene una actitud fecundamente positiva de afirmación de lo que realmente “es”. Abre la inteligencia a la función y primacía del “sí”; dice “sí” a Dios, que es el abismo de gloria, de perfección, de misericordia, de plenitud; dice “sí” a la creación, que es buena y espera con dolores de parto su liberación de la esclavitud a la que está reducida por la idolatría y la impugnación radical”; dice ”’sí” a la Iglesia, comunidad de adoradores en espíritu y en verdad; dice “sí” a los sacramentos, núcleo central de la Liturgia, resonadores de la acción divina en el tiempo y en el espacio. Precisamente, cuando el ser humano adopta por la adoración esta actitud afirmativa, queda enraizado en lo real y sus acciones van dirigidas a lograr estructuras, que estén al servicio de la vocación auténtica del hombre y de su dignidad.

Teología y espiritualidad del Año litúrgico es una obra importante en el momento, en que nos encontramos de impugnación, de pérdida del sentido de lo sagrado, de vacío de adoración, de desviaciones y aberraciones extendidas bajo el pretexto de “renovación litúrgica”. La Iglesia, misterio de fe y acontecimiento salvífico, es comunidad de adoradores en espíritu y en verdad. El autor, tras una clara introducción, en la que analiza síntomas y realidades de la renovación litúrgica, estudia la Liturgia y la espiritualidad cristianas desde una firme y seria teología, en la que se percibe el palpitar de la vivencia cristiana. La espiritualidad queda perfectamente definida desde un cristocentrismo vivo y operante en la Liturgia de la Iglesia de Cristo.

La segunda parte es la estructura fundamental del Año litúrgico y la espiritualidad de cada uno de los tiempos. Son esenciales todos los capítulos, porque son la exposición de ese ritmo y proceso reiterativo del Año del Señor. La acción sacramental se inscribe en los ritmos naturales, para hacerlos signos de la historia de la salvación. Me parece vital la valoración pastoral del domingo, día del Señor, de la memoria de la Resurrección de Cristo; victoria del amor de Dios sobre el pecado y la muerte, victoria que es revelación de Quien “es” Dios. Todos los domingos son Pascua y Pascua es la fiesta cristiana por antonomasia. Es alegría por la venida del “nuevo cielo y la nueva tierra”, de que hablan el Apocalipsis y el capítulo octavo de la epístola a los Romanos.

El cristiano no sólo tiene que creer en Dios, sino también en lo que él mismo es a partir de la redención. Ante el peso y la oscuridad de la vida cotidiana, el domingo tiene que volver a consolidar y ahondar la certidumbre que tiene el cristiano de su auténtica existencia. El domingo es una pausa creadora esencial para la integridad del hombre; es “fiesta”, una situación de la vida, en que, como dice Romano Guardini en El domingo, ayer, hoy y siempre, se eleva a la altura de Dios y se libera de los hombres. Si desapareciera el domingo y en la manera en que desapareciera este sentido, representaría un paso fatal hacia el exteriorismo y la frivolidad de la vida.

En la obra se desenvuelven dos tesis fundamentales:

1ª. El desarrollo del Año cristológico en la acción litúrgica no es sino el desarrollo de la historia de la salvación, actualizada sacramentalmente en el tiempo y en el espacio en todos sus contenidos salvíficos, y al alcance de las personas y de las comunidades creyentes. En tal sentido, cada año el ciclo cristológico y “cristificante” viene a ser una miniatura sacramentalizada y eficaz de la historia de la salvación; con toda su enorme capacidad pedagógica –educadora de la fe– salvífica –instrumento de santificación– y eclesiógena –promotora de la vida sobrenatural de la Iglesia–.

2ª. Bastaría una pastoral, que promoviera una genuina participación “formal” –de interiorización y transformación bajo la acción de la gracia y los sacramentos– para alcanzar a lo largo de los ciclos litúrgicos la auténtica y más perfecta consecución de la identidad cristiana del creyente, cualquiera que sea su condición y misión en la Iglesia. Sobre esta doble tesis, que se desarrolla teológica y litúrgicamente, se analizan también las posibles desviaciones, frustraciones y aberraciones en esta materia.

Deseo que este libro se difunda ampliamente y encuentre la acogida que merece. No sólo entre sacerdotes y miembros de las comunidades religiosas, sino también entre seglares, cada vez más en número, que piden instrucción seria y análisis fundados de lo que hacemos y por qué lo hacemos allí donde el corazón de la Iglesia deja oír sus más íntimos latidos, los de su unión vital con Cristo, Fundador, de la que ella es sacramento y signo supremo. Y estoy plenamente identificado con el autor, al afirmar que, si se quiere una pastoral fecunda y de largo alcance, hay que cuidar este aspecto de la educación de nuestros fieles en la comprensión de las riquezas del Año litúrgico, con el mayor esmero.