Mártires de la diócesis de Ávila

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Mártires de la diócesis de Ávila

Prólogo de la obra de Andrés Sánchez Sánchez «Pasión y gloria de la Iglesia abulense», 1987.

Escribo estas líneas movido por sentimientos de veneración y respeto a la memoria de los sacerdotes de la diócesis de Ávila, que murieron por amor a Jesucristo y a la Iglesia en los trágicos días de 1936. Quince de ellos regentaban parroquias, que hoy pertenecen al Arzobispado de Toledo.

El autor del libro, don Andrés Sánchez, Canónigo Archivero de la catedral de Ávila, ha realizado un benemérito trabajo, que hemos de agradecer todos, por lo que tiene de servicio a la historia y de proclamación del heroísmo, con que dieron testimonio de su fe los que perdieron su vida por defenderla y propagarla. En su día recorrió los lugares donde ocurrieron los hechos que se narran, habló con quienes conocieron a las víctimas, y a veces a los asesinos, captó los sentimientos de las gentes del pueblo, que fueron testigos impotentes de la persecución desatada, y redactó después con pluma serena y dolorida la crónica conmovedora, que ahora sale a la luz.

Cuando estas parroquias de Ávila pasaron a pertenecer a la Diócesis de Toledo se sintieron unidas enseguida por los lazos de la fraternidad cristiana con las de nuestro Arzobispado, no sólo por la fe común y las costumbres, sino también por la sangre de los sacerdotes “mártires”, que se incorporaba a la que habían derramado más de trescientos ministros del Señor en tierras toledanas. Humanamente hablando, ¡qué espantosamente inútil carnicería y qué barbarie! Pero a la luz del misterio de la Iglesia, –signo de contradicción, como Jesucristo, en el mundo–, ¡qué torrente de energías del espíritu al servicio del Evangelio! Este libro, como los que en su día escribió don Juan Francisco Rivera sobre el martirologio de Toledo, servirá también para que los sacerdotes que hoy van destinados a aquellas o a estas parroquias, alimenten su capacidad de abnegación pastoral y sacrificio constante con el recuerdo no lejano de esos otros, que entonces murieron, cuyas firmas pueden encontrar en los libros parroquiales de aquellos años, si es que el vandalismo destructor se detuvo a las puertas de los modestos archivos que los guardaban.

La Guerra española tuvo mucho de cruzada en defensa de la fe, tanto por lo menos, como de enfrentamiento social y de odio político entre hermanos llevado hasta la desesperación. Los historiadores y los sociólogos han escrito infinidad de páginas sobre el gran drama, y se esfuerzan por explicar los acontecimientos según los criterios que adopten como fruto de sus análisis personales. ¡Qué cómodo es hacer esto años después, no obstante la dificultad que supone un estudio riguroso y documentado! Me refiero sobre todo a los que tratan de dar su versión inapelable, con sus enjuiciamientos e interpretaciones, en las que tantas veces se interfieren modos de pensar de hoy con los hechos que sucedieron ayer. Seguirán haciéndolo, sin duda, porque es vocación irreprimible de los hombres cultos reflexionar sobre la historia de sí mismos y de sus pueblos, y más de una vez, cuando se unen en el historiador la rectitud de espíritu con la competencia científica, podrán ofrecernos lecciones provechosas, extraídas de la amplia y fundada visión general por ellos alcanzada.

Admitido esto de buen grado, pienso que es absolutamente necesario acercarse a los hechos individualizados y concretos y narrarlos tal como sucedieron, para que no se pierda el valor de los mismos entre la fronda de las reflexiones subjetivas. Cuando se habla de los más de siete mil sacerdotes asesinados en nuestra Guerra, surgen enseguida referencias a la inadaptación de la Iglesia española a los tiempos, su beligerancia en el campo de la política, su separación de la clase obrera, la alianza con los ricos, etc., con lo cual se incurre en graves inexactitudes, en tópicos que impiden un juicio sereno, en parcialismos apasionados. Y se pierde valor de los hechos, que terminan por ser olvidados en fáciles consideraciones, a las que se inclina el gusto de quien escribe o habla.

La muerte violenta de tantos sacerdotes españoles, y aun de muchos seglares católicos en aquellos días, tiene características propias y singulares: el odio a la fe por parte de quienes mataron, y el testimonio espléndido en favor de esa fe por parte de quienes murieron. Aceptación humilde de la persecución, confianza en Dios, fortaleza ejemplar, perdón y amor a sus propios enemigos, fueron actitudes que brillaron con singular esplendor en aquellos buenos pastores del Pueblo de Dios a la hora de ser arrancados de su grey para condenarlos a muerte ignominiosa. Este es el valor de los hechos, que la Iglesia no puede olvidar, porque son el obsequio que ellos, hijos suyos, ofrecieron a Jesucristo, el primer mártir, a quien quisieron imitar con amor innegable.

De ahí el interés de un libro como este del Archivero de la Catedral de Ávila. A lo largo de estas páginas el autor nos invita, con frecuencia, al logro de una plena y sincera reconciliación entre todos los españoles. Para conseguir ese clima reconciliador sería tan injurioso como vano sepultar en el olvido las lecciones de vida, que con su muerte nos dieron los sacerdotes de tantas diócesis de España. El autor, en una admirable introducción al libro, fija los criterios que le han guiado: nada de polémicas, nada de consideraciones políticas, ningún ataque o impugnación a nadie; que hablen los hechos, esto basta.

Se podrá decir que no hubiera habido tantos “mártires”, si antes hubiera habido muchos más apóstoles de la Doctrina social de la Iglesia. Bien. ¡Se pueden decir tantas cosas con posterioridad a los hechos, y en relación con cualquier acontecimiento de la historia…!

Pero, ¿quién no inclinará su frente y cerrará sus ojos, cegado por tanta luz, cuando contempla la muerte de ese Párroco de Almendral de la Cañada, don José Sainz Rodríguez, de 35 años de edad, y cuando vea el comportamiento de sus hermanas con el que le asesinó? ¿O ante el sacrificio del Coadjutor de Oropesa, don Nicéforo Pérez Herráez, “lidiado” en el patio del castillo, que convirtieron en plaza de toros, y ultrajado en su cuerpo con saña infernal y de la manera más inverecunda imaginable? ¿O cuando don César Eusebio Martín, también de Oropesa, ordenado sacerdote sólo cinco años antes, se vuelve a los milicianos que iban a fusilarle, y exclama: Que Dios os perdone, como yo os perdono? De él dijo después su madre: “Mi hijo se pasaba aquellos días leyendo historias de mártires y rezando. Expresaba muy anhelantes deseos de ser uno de ellos. Por eso, no opuso resistencia alguna, cuando llegaron los milicianos a buscarle”.

Y así tantos otros, que nunca hicieron daño a nadie, que amaron a todos, que predicaron el Evangelio como mejor supieron y pudieron hacerlo, que creyeron en Jesucristo hasta el final, que sirvieron a la Iglesia y a la sociedad, a esta suya y nuestra patria española de ayer y de hoy, tan fácil para olvidar, para cambiar, para acusar.