La alegría de vivir, comentario al evangelio del III domingo de Adviento (ciclo A)

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La alegría de vivir, comentario al evangelio del III domingo de Adviento (ciclo A)

Comentario al evangelio del III domingo de Adviento. ABC, 17 de diciembre de 1995.

El Bautista había estado ya en la cárcel. Del desierto había sido traído a la prisión, porque sus predicaciones molestaban. Pero allí tenía él su observatorio y hasta él habían llegado noticias de aquel nazareno misterioso y de las obras prodigiosas que hacía. Por lo cual envió a dos de sus discípulos para preguntarle: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”. Es la eterna pregunta que hacemos los hombres a los sabios de este mundo, a los políticos de brillantes programas, a los ricos y poderosos que prometen las soluciones fáciles del dinero fácil y de las maniobras oscuras.

La respuesta de Jesús es desconcertante para los que quieren triunfar como sea; pero no para el Bautista, que creía en lo que los profetas habían anunciado: “Id y anunciad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los paralíticos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los mudos hablan, y a los pobres se les anuncia la Buena Nueva. Y dichoso el que no se sienta defraudado por mí”.

O sea, que efectivamente ese es el que esperan el Bautista y sus discípulos. Resulta que son los pobres, los lisiados, los que forman esa masa triste y despreciada del mundo, esos son los que van a ser visitados y favorecidos. Y añade una frase tremenda, que vale para ricos y pobres: ¡Dichoso el que no se siente defraudado por mí! ¡Ay, los defraudados por Cristo! ¡Los que le dejan por treinta monedas, los que hablan de Él como de un pobre personaje de la vieja e inútil cultura judía, los que se han olvidado de que ya no hay salvación más que en Él!

A nosotros, que somos tan pobres y lo reconocemos así, las palabras de Jesús nos consuelan y confortan. Las imágenes de Isaías nos alientan en el camino. Desierto, páramo, estepa, todo se llenará de vida. Nuestras manos débiles, nuestras rodillas vacilantes, nuestros ojos ciegos, nuestra lengua muda, todo se transformará. Alguien nos predicará la Buena Nueva y aprenderemos nuevos conceptos, que cambian el corazón y el alma. “No hay mayor pobreza que la falta de amor”, acaba de decir la Madre Teresa de Calcuta en un periódico nacional. Con el amor empieza a reinar Dios en nuestras vidas y brota la limpia y refrescante alegría de los corazones nuevos. ¡Cuántos millones de hombres y mujeres, incluso no cristianos, han levantado los ojos al cielo, dando gracias, o se han arrodillado, pidiendo perdón y han sentido después la paz inefable de la bendición de Dios!

Hay que saber tener paciencia, nos dice hoy el Apóstol Santiago, como el labrador que aguarda el fruto de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana o tardía. La vida cristiana es un acto de paciencia continuada. El cumplir los mandamientos, el perdonar las ofensas, el amar al desvalido, el mantener puro y limpio el corazón, es vivir de la paciencia que sabe esperar. Poco a poco el alma se robustece y las lágrimas dan paso a esa alegría de los espíritus nobles, que sonríen y siguen adelante haciendo el bien, pase lo que pase. Esperar siempre los frutos, que han de venir, esta es la consigna del cristiano. Aparte los milagros físicos, que Jesús realizaba como señales mesiánicas de su advenimiento a la tierra, están los milagros morales, que por el favor de su gracia están produciéndose siempre. Milagros de la vida son las conversiones de los que se rinden a Él agradecidos, la bondad de los que perdonan, los ojos que saben ver y despiertan las capacidades ocultas, que hay en los demás, el compartir los bienes que se poseen con los demás, tantos y tantos más pobres que nosotros.

Este programa social, que nace de la fe, arreglaría los problemas del mundo mejor y más pronto que los programas de los políticos y de los economistas. Con esa paciencia y fortaleza, verdaderos valores evangélicos, abandonamos la ley de la jungla, apta solamente para los poderosos de la tierra, y vamos a un mundo en que nace la convivencia pacífica, se valora y acepta a los demás, se vive la profesión como un servicio; si así actuamos, nuestras vidas, desierto, yermo, páramo, estepa, florecerán sin duda. Estaremos gozosos y alegres. Como nos dice el Evangelio que pasó con Zaqueo, la Samaritana, Mateo el recaudador, la Magdalena y tantas familias, pequeñas iglesias domésticas, y tantos sacerdotes y familias, que ponen su vida y su profesión al servicio de hombres y pueblos necesitados.