Comentario a las lecturas del II domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 13 de enero de 1996.
San Juan es el único de los cuatro evangelistas, que no narra en directo el bautismo del Señor, sobre el que reflexionamos la semana pasada, pero lo hace de modo indirecto, cuando nos presenta al Bautista pronunciando ante todos los que quieren oírle aquellas palabras sublimes sobre Cristo: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. ¡El Cordero de Dios! Aparece así la primera alusión al sacrificio. Ese Cordero será una víctima, que se ofrecerá en su pasión “voluntariamente aceptada” para quitar el pecado, para suprimir las tinieblas, que ciegan al hombre, para ser luz del mundo. Es el precioso universalismo de la religión cristiana, que, por voluntad de Cristo, ha de ser predicada a todas las gentes, no para ejercer ningún dominio opresor, sino para ofrecer a todos la posibilidad de la comunión en los mismos amores y esperanzas. Por todo ello el Concilio Vaticano II no vacilará en comenzar su texto con estas palabras tan vigorosamente afirmativas: “Cristo es la luz de los pueblos”, y desea que esa luz resplandezca sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a toda criatura.
¿Un Dios producto mental nuestro, lejano, filosófico, abstracto, ajeno a nuestra condición humana? No. Como lo ha dicho Rahner, “es el Dios de mi Señor Jesucristo”. Dios cercano, que se manifiesta, que me ama, que se interesa hasta tal punto por mí, que asume mi propio destino humano. Dios del amor, de la magnanimidad, de la comprensión, del perdón, de la justicia. Esta manifestación de Dios tiene que iluminar nuestras sombras y calmar nuestras desesperanzas. No estamos sin norte en nuestra vida. Él ha venido a salvarnos.
Cristo es la luz de las naciones, es decir, de la sociedad, luz en la orientación de las leyes, en las relaciones de hombre y mujer, en el dolor, en el uso que hacemos de los bienes, en el ejercicio de la profesión, en cada momento de la vida. Porque es en nuestra vida diaria donde tenemos que dejarnos iluminar por Cristo. ¿A qué vino si no? Ser cristiano no es una teoría, sino una forma de vida. Sólo se es cristiano viviendo el ser cristiano.
Deseamos que haya paz, serenidad, amor, que se acaben las guerras, que la solidaridad se acreciente, que el diálogo fluya paciente y comprensivo entre nosotros hasta lograr la anhelada solución. Pero actuamos como si pudiéramos lograr todo ello por no sé qué extraño procedimiento, encargándolo o comprándolo a otros. Somos cada uno de nosotros los que tenemos que hacer germinar todas esas semillas, que Dios ha puesto en nuestras manos, que se moverán impulsadas por el amor de Jesucristo. Lo bueno se multiplica, aunque sea de una manera silenciosa y no espectacular. “Las buenas obras –dice Unamuno– jamás descansan; pasan de unos espíritus a otros, reposan un momento en cada uno de ellos, para recobrar su fuerza y seguir adelante”.
Al terminar la espantosa catástrofe mundial de la última guerra, fueron hombres cristianos como Schumann, De Gásperi, Adenauer, los que levantaron la luz en medio de las tinieblas y empezaron a construir la nueva Europa, y hoy es otro hombre, Juan Pablo II, el que casi físicamente está siendo luz de las naciones, llevando a todas partes, como no lo ha hecho nadie, el mensaje del amor cristiano.