Comentario al evangelio del V domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 4 de febrero de 1996.
He aquí al supremo Maestro haciendo un elogio desmesurado a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra, la luz del mundo”. Quiere decir: “vais a ser”, “tenéis que ser”. Porque en el momento en que les habla, ¿qué eran aquellos pobres hombres? No sólo los del pequeño grupo invitado a seguirle, sino todos los que escuchaban al que hablaba desde lo alto del montículo, en que se había colocado. No eran nada, se disponían a serlo.
En sus almas había prendido ya la llama, que se convertiría en un incendio poco tiempo después. Luz y sal. Dos imágenes muy ricas, vitales, concretas, llenas de un sabor experiencial de cómo tenemos que ser los que nos profesamos cristianos. Sal de la tierra y luz del mundo. Conservación de lo que nos alimenta, energía, vida, sabor, claridad, difusión, irradiación. Son muy gráficas y comprensibles la realidad y la eficacia de la sal y la luz en la vida humana.
Las dos imágenes implican radicalidad y sinceridad en lo bueno, sin escamoteos ni evasiones. Y también su fuerza expansiva. Si la sal se vuelve sosa, ¿para qué sirve? Y la luz, cuando hay luz, alumbra a todo y a todos. No hay vuelta de hoja.
Ser luz y sal es estar vivo y hacer vivir, amar y enseñar a amar, crecer y ayudar a crecer. La luz y la sal lo inundan todo, lo penetran todo, lo invaden todo y a todo dan color y sabor. Las imágenes de Isaías, como es peculiar en él, también nos ayudan. Nos brotará la carne sana, se abrirá camino la justicia y detrás la gloria del Señor. Esto es vivir con una fuerza que dinamiza la propia vida y estimula a los demás. Significa vivir de la fuerza interior, de la capacidad de disfrutar de cosas cotidianas y sencillas, vivir al amparo y abrigo de la verdad, no depender de los estados de ánimo del prójimo, de las diversiones externas, de la suerte o del éxito. No hay condiciones. Jesús nos exige actuar confiando en Él. Dios nos da ayuda para hacer surgir en su momento un mundo nuevo, con unas relaciones nuevas, como acontece a diario en la vida.
Lo que sucede es que se presta más atención al mal que al bien. El tipo de convivencia social, que hemos creado con un continuo abuso de las libertades que podríamos disfrutar con dignidad, está frecuentemente envilecido, sucio, devastadoramente corrompido y corruptor. Cree este pobre hombre de hoy que tantas cosas sabe, que tiene derecho a todo sin asumir ningún deber. Hay muchas cátedras de escribas y fariseos, que no disipan las tinieblas, ni muestran la luz, y así los discípulos se quedan sosos y ciegos para alimentar e iluminar a los demás.
A pesar de todo, es un hecho que la bondad divina se manifiesta a los hombres, que se entregan a ella. Somos nosotros los que tenemos que dar testimonio de la bondad de Dios, hacerla patente y manifestarla a los demás. El mensaje de Jesús exige nuestra propia transformación. No hay que esperar. Hay que ser ya luz y sal, carne sana y gloria de Dios. O dicho con palabras más directas: hay que evangelizar, tomar parte en las tareas del Evangelio.
Este es, a mi juicio, el más grave problema, que padece el cristianismo hoy. Siglos atrás sirvieron muchos al Evangelio, o con la espada o con los regímenes políticos confesionales. Hoy vemos con claridad que no es este el servicio de evangelización, que se nos pide. Es otra actitud, la de la palabra y el testimonio, la de hablar de Cristo y de su honor, de su muerte y resurrección, de su Corazón y su pensamiento, de su herencia y sus enseñanzas. El día que tengamos muchos hombres y mujeres así dispuestos, se verá cómo los cristianos somos sal de la tierra y luz del mundo.
Para ello, no hace falta, como nos dice san Pablo, ningún género de sublime elocuencia, sino solamente presentar y vivir a Jesucristo y éste crucificado. La predicación de san Pablo es la manifestación del poder del Espíritu; nuestra confianza se apoya en el poder de Dios, que nos creó y nos redimió. Él responde de lo que ha hecho, de la historia de la humanidad, y de la vida de cada uno de nosotros. A pesar de que nos parezca lo contrario, no llevamos más carga de la que podemos llevar. Dios está con nosotros. Jesucristo es real y su amor lo hace todo posible.