Comentario a las lecturas del XXV domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 22 de septiembre de 1996.
Los planes de Dios sobre nosotros son mucho más ventajosos y más elevados que los nuestros. Nos acercamos a Jesucristo y a sus planes sobre nosotros, cuando llevamos una vida, que se esmera en ser digna del Evangelio. La luz del Señor tiene que inundar nuestros criterios y nuestra vida toda. Para nosotros todo se compra y todo se vende. En las personas, en las profesiones y trabajos sólo buscamos eficacia y rendimiento. Dios, en cambio, actúa para nosotros de manera difícil de entender hasta que su gracia nos llena: lo hace con criterios de amor gratuito.
Nos produce cierta molestia la parábola de los viñadores. El dueño de la viña sale a contratar jornaleros a diversas horas del día, incluso a la última, cuando ya cae la tarde. Al presentarse a cobrar, todos reciben lo mismo, un denario, que es la cantidad, en que se han ajustado unos y otros. Lo cual provoca la protesta de los que han estado trabajando todo el día, pero él rechaza sus quejas y les recuerda que está dando a todos la cantidad en que habían convenido. ¿De qué se quejan, pues? ¿Es que él no puede ser bueno? Es decir, ¿acaso no puede utilizar criterios de bondad generosa, sin limitarse a lo que los hombres entienden por estricta justicia?
Los fariseos, que oyeron la parábola y se consideraban más santos que todos los demás, se sentirían agraviados, porque de sobra entendían que se refería Jesús a ellos, hinchados de orgullo y presunción; porque eran, así lo creían, los de la primera hora, los que siempre habían estado trabajando en la Alianza antigua. Pero el amo no había defraudado a nadie.
No debemos olvidar esto nunca: que Dios nos quiere uno a uno. Lo que tanto repiten la antropología y la psicología, que somos únicos e insustituibles, nos lo dice el Señor en esta expresión de pequeñez, hipocresía o raquitismo psicológico o moral. Surgen de la mano creadora y amorosa de Dios y sirven a sus criaturas. Son una fuerza viva y rica que viene de arriba abajo y luego por medio de nosotros ha de volver hacia arriba.
Por eso, dice san Pablo que los cristianos han de estar unidos en un mismo amor y en un mismo sentir. No obrar por envidia, ni por ostentación, ni vivir encerrados en los propios intereses. Por el contrario, la humildad ha de ser el guía de nuestras acciones, esa humildad que favorece y capta la gran belleza, que hay en el trato sencillo, respetuoso, admirativo de las posibilidades de los demás.
Sin esta humildad no puede haber diálogo sincero, y es bien sabido que, en el orden político, para resolver los conflictos entre los pueblos, y en el simplemente humano, para lograr la pacificación entre los hombres, si no hay diálogo no puede haber paz.
No es cuestión de palabras, sino de hechos y de vida. Los publícanos y las prostitutas, de los que habla Cristo, pueden precedernos en el Reino de los cielos, porque vieron, creyeron y obraron en consecuencia. La Iglesia necesita miembros vivos, unidos al sarmiento, y que den fruto, no hijos que dicen fácilmente sí a todo, pero que con su vida hablan otro lenguaje.