La estrella del Adviento, comentario a las lecturas del II domingo de Adviento (ciclo B)

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La estrella del Adviento, comentario a las lecturas del II domingo de Adviento (ciclo B)

Comentario a las lecturas del II domingo de Adviento. ABC, 8 de diciembre de 1996.

En el firmamento litúrgico brilla hoy una estrella. Es la Virgen María, purísima, inmaculada, sin pecado. Tan arraigada está esta fiesta en el corazón y en el sentimiento de los españoles, que los obispos hemos pedido al Papa que nos autorizara a celebrar, no la liturgia del segundo domingo de Adviento, sino la del 8 de diciembre, la de María Santísima concebida sin pecado original, radiante en su hermosura, limpia de toda mancha, por estar destinada a ser la Madre del Redentor. Y así lo ha concedido, con la única condición de que una de las lecturas sea de las designadas para el citado domingo.

Fiesta del principio santo, llama Karl Rahner, a la fiesta de la Inmaculada Concepción. María entra en la voluntad creadora de Dios Padre en orden a la Encarnación de su Hijo. No tiene pecado, porque va a ser Madre del que ha vencido al pecado. Es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Y en previsión anticipada del Hijo, que va a venir, aplicándose a ella la eficacia redentora del Hijo Salvador del mundo, el pecado o la mancha, que entra en todos, en ella no podía entrar y no entró. Así lo afirma nuestra fe, así lo ha definido la Iglesia en sus documentos solemnes. Así lo ha cantado delicadamente nuestro teatro del Siglo de oro en sus autos sacramentales, como, por ejemplo, en el “Hidalga del Valle”. El principio de María es el principio puro, sencillo, transparente, mera gracia.

Dios amó a María con absoluto amor como principio sobre el que iba a asentar la semilla del Verbo, destinada a nacer hecha niño la noche de Navidad. Por eso María es la estrella del Adviento. “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo, bendita tú entre todas las mujeres. No temas porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu seno inmaculado y darás a luz al Hijo del Altísimo”.

María es la Madre en la historia de la salvación y, por tanto, en la historia de cada uno de nosotros. Su Inmaculada Concepción es el pórtico de gloria de lo grandioso y extraordinario, que después se iba a proponer. Se le pidió una confianza ciega y ella la ofreció con la sencilla grandeza con que la mujer sabe hacer las cosas. Todo su destino está modelado sobre el de su Hijo: encarnación, Belén, Egipto, Nazaret, salida al templo, muerte y Resurrección. Bienaventurada, porque escuchó la palabra de Dios y la puso en práctica.

María es la primera gran figura del Adviento. Le esperó ya de una manera inmediata durante nueve meses, modelo de madre en la espera del hijo, y estuvo siempre junto a Jesús. Vivió todo lo que concernía a Jesús, porque era su propia vida. Ella le dio todo su corazón, su sangre, su honor, su capacidad de amar, su entrega, su sacrificio abnegado y silencioso. La grandeza de María, dice Romano Guardini, está en que dio con su fe los mismos pasos, que el Señor iba dando para llegar a su destino divino. “Dichosa tú, porque has creído”.

El segundo domingo de Adviento es la presentación del camino que hay que seguir. Se nos concreta la tarea con las palabras de Isaías y la figura de Juan el Bautista. Abrir nuevos caminos –pide el Profeta–, lo torcido y lo escabroso ha de allanarse y enderezarse. Con Cristo todo ha de ser nuevo, y con la vida de Cristo en nosotros más nuevo aún. Es una llamada a la conversión, al cambio de mentalidades, de corazón y de actitudes; hay que sepultar nuestras ambiciones torcidas, nuestro egoísmo sucio y nuestro desinterés por los demás. Y aunque no nos guste oírlo, es una llamada a la austeridad de vida como imperativo de nuestra conciencia y como verdadera exigencia social, si queremos construir la paz.

María es la criatura que tiene una relación y cooperación más íntima con el misterio de la redención. Ella nos enseña a vivir este tiempo de esperanza, de alegría, de acogida, de contemplación. Su “Fiat”, su disposición ante el Señor, está penetrado de un silencio profundo, de perseverancia, de actuación constante y generosa, de servicio para el bien de todos.