Comentario a las lecturas del domingo de Pentecostés. ABC, 18 de mayo de 1997.
La fiesta del Espíritu Santo es la gran fiesta de la Iglesia, como comunidad de creyentes, porque pone de manifiesto el proyecto de Dios sobre toda la humanidad, haciendo el fantástico despliegue de la creación, en la que coloca al hombre modelado a su imagen y semejanza. Y como donde abundó el pecado sobreabundó la gracia, todo culminó con la nueva creación fundada por Jesucristo, con Cristo y en Cristo. Nadie puede decir siquiera “Jesús es el Señor”, si no es bajo la acción del Espíritu Santo.
Celebramos su venida sobre el Colegio Apostólico reunido en oración de espera y así lo leemos en el libro de los Hechos: “Se llenaron de Espíritu Santo”, y en el Evangelio de san Juan: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”. Es decir, Cristo había prometido varias veces que enviaría el Espíritu Santo, que convenía que Él se fuera, para que viniera el que daría plenitud de gracia y de misericordia, de luz y de consuelo, de paz y de vigor celestial.
Y llegó el día de Pentecostés y se produjo el fenómeno inenarrable: lenguas de fuego, ruido de viento fuerte, locución en lenguas extranjeras. ¿Qué significaba todo esto, sino el universalismo de la Redención que quema y abrasa, multiplica energías, elimina obstáculos, arrastra lo que encuentra a su paso como lo hace el viento, que no sabes de dónde viene ni adonde va?
Pero como todo lo que acontece en la Iglesia de Cristo, esto no es únicamente un hecho histórico, que se ofrece desde que sucedió a nuestra contemplación. Es vida y realidad actual de la Iglesia, que recibe un día y otro al Espíritu Santo, su fuerza de interiorización personal y su expansión comunitaria. Unos celebrarán la liturgia de la vigilia y otros la cálida efusión de la fiesta de mañana.
Las comunidades cristianas adultas con un profundo sentido de unidad vivirán las dos Eucaristías: una vigilia de preparación y la consoladora efusión de la mañana. Es una fiesta para que podamos enviar un abrazo de paz y de hermandad a las comunidades de la Renovación Carismática, que en tantos lugares del mundo realizan una espléndida labor apostólica. Este domingo está impregnado de una profunda y solemne profesión de fe en el Espíritu Santo, que acentúa el clima comunitario, pues el Espíritu Santo es la auténtica causa de la unidad de la Iglesia. “Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos”.
El Espíritu Santo no cesa de actuar en la Iglesia. En cada uno se manifiesta para bien de todos. ¿Quién puede controlar y manipular el Espíritu de Dios, que sopla donde quiere con absoluta libertad? Pero toda diversidad se unifica en el mismo Espíritu. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, como dice san Pablo, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo. ¡Ay del que rompa esa unidad! Será arrancado y tirado fuera como un sarmiento seco, que ya no pertenece a la vid.
Pentecostés es el comienzo ininterrumpido de la presencia del Espíritu en su Iglesia, que sin Él sería un cuerpo sin alma. Todo lo que en la Iglesia separa, desune, disgrega, es un pecado contra el Espíritu, contra la comunidad, contra la fraternidad, contra la gran familia de Dios. Todo lo que mate la caridad o fomente los mutuos rechazos equivale a ahogar y condenar la vida de la Iglesia que corre por cada uno de sus miembros.
Si queremos que actúe el Espíritu, tendremos que poner nuestros dones, bienes, talentos, posibilidades, al servicio de la común utilidad.