Comentario a las lecturas del X domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 8 de junio de 1997.
Acabamos de celebrar la fiesta del Corazón de Jesús. Todos sabemos que, en la mayor parte de las culturas, el corazón simboliza el centro de la personalidad, de sus cualidades y sentimientos.
Esta solemnidad nos invita a celebrar el amor que Jesús nos ha tenido hasta llegar a dar su vida por nosotros. Y al leer los textos de este domingo, pecado y salvación, vuelvo a sentir fuertemente lo que la fiesta del Corazón de Jesús quería ofrecernos. Porque la liturgia de hoy nos habla del mal y de la redención, y todo eso es lo que representa el Corazón de Cristo, traspasado por nuestros pecados –el mal–, principio y fin de todas las bondades, y de todos los perdones –la redención–. Todo lo demás, que en la vida cristiana esperamos, gira en torno a Jesucristo, alfa y omega. Y todo es gracias a Él. ¡Cuántas veces en nuestra mente no habrá surgido el doloroso interrogante de por qué el comienzo del mal en el mundo!
El pueblo de Israel también se lo preguntaba y la lectura del libro del Génesis nos lo explica. La causa de los males no está en Dios, que hizo todas las cosas buenas, sino en nosotros, que rompemos y rechazamos la bondad y el amor de Dios. El lenguaje del Génesis, de manera sencilla y popular, quiere expresarnos que no es el ser humano el que puede absolutizarse y convertirse en norma de discernimiento entre lo que está bien y lo que está mal. Tiene que abrir su mente y su corazón a la voluntad y a la ley de Dios. Un empirista famoso, Locke, en su carta sobre la tolerancia, decía que todo se podía tolerar menos la no existencia de Dios. Se pierde el punto clave, con relación al cual se sabe qué es lo bueno y qué es lo malo.
El problema no está en el poder que nos ha concedido Dios, sino en cómo lo utilizamos y cuáles son nuestras normas de orientación. Marginado Dios, nos hacemos responsables de nuestra propia destrucción; introducimos la desarmonía en nuestras relaciones, y aparece el verdadero drama humano: el pecado. Pero el punto final de nuestra historia es, si queremos, la salvación y la vida, porque del Señor vienen la misericordia y la redención.
Es verdad que la vida está tejida de dolor y alegría, de fracasos y éxitos. Y todo es para nuestro bien, todo contribuye al bien de los que sirven a Dios. Por eso no podemos desanimarnos: aunque nuestro hombre exterior se vaya deshaciendo, nuestro interior se renueva día a día. Si mantenemos nuestra fe y esperanza, todo se nos convierte en tesoro de gloria.
Cristo vino a vencer el mal y el imperio de la muerte. A los que somos de Él, nos invita a hacer el bien. Ser cristiano no es una excusa para evadirnos de las situaciones, en que nos vemos envueltos, sino una forma de estar en ellas y de afrontarlas. “Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana, mi madre”. Tenemos que contar con la incomprensión y aun con la oposición de los más próximos y cercanos a nosotros. Ya nos advirtió Jesús en más de una ocasión que correríamos este riesgo. Somos una familia protegida por su mirada y por las manos de la Madre.
Pocas veces aparece María en el Evangelio. Esta es una de ellas. Le avisan que su Madre está fuera y le busca. Él pronunció palabras incomprensibles. María se refugió en el silencio. Un silencio grandioso y maternal, en que, como escribió Romano Guardini, ella sobrellevó el misterio de su Hijo. Y todos los misterios de la vida, que se cruzaron en su camino. Ella está a nuestro lado con la misma sencillez, grandeza y saber estar que tuvo con Cristo. Fue y es bienaventurada, y así la llamamos. Pero ¡cuánto tuvo que sufrir!