Comentario a las lecturas del XXV domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 21 de septiembre de 1997.
Volvemos sobre el tema del domingo pasado, el misterio de la cruz. El mesianismo de Jesús se pone de manifiesto en las palabras del evangelio de san Marcos, que leemos hoy: “El Hijo del Hombre será entregado en manos de los hombres y lo matarán, y después de muerto, a los tres días resucitará”.
En este evangelio nos emociona la descripción de la vida cristiana de sus discípulos al lado de Jesús. Él les instruía según iban de camino. ¡Cuántas enseñanzas brotaron de sus labios en los momentos en que estuvieron solos, libres de la presencia afanosa y un tanto egoísta de los que pedían beneficios y favores! Ni siquiera los discípulos le entendían y, según dice el evangelista, les daba miedo preguntar. La frase vale por todo un tratado de psicología. Ansiaban saber y les daba miedo preguntar. Pero es porque, como todos los judíos, pensaban que el reino de Jesús era político y que liberaría a Israel del dominio de los romanos. Esto es lo que ellos pensaban y, sin embargo, le oían hablar cada vez más de la cruz, del grano de trigo enterrado, etc.
Ellos, sin embargo, discutían sobre quién sería más importante en el reino que había de venir. Lo de siempre, según lo que la naturaleza humana, tan egoísta y mezquina, da de sí. ¿De qué hablamos y a qué aspiramos nosotros hoy? Superioridades, grandezas, poder, dinero, competitividad, críticas resentidas y envidiosas, afanes de prepotencia.
Ante las pretensiones de una lógica de la vida natural, tan natural como es la ambición humana, Jesucristo les proponía constantemente un cambio total, una conversión radical en su actitud: su muerte sería el último servicio que haría al Padre y a los hombres, sus hermanos, a quienes vino a liberar. Y en este ambiente de los escasos días que podía tener de vida sencilla, libre de los numerosos seguidores, Jesús, sentándose, llamó a los Doce y les expuso una de sus más características enseñanzas: Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. Lo cual vale para cuantos nos llamamos y queremos ser cristianos. Se puede pertenecer al reino de Dios y ser interiormente el último y el más pobre y ocupar un puesto distinguido en la cátedra, en la investigación, en la política. El Reino de Dios no tiene nada que ver con lo que en este mundo se entiende por reinar.
Siguió hablándoles y les sorprendió con una imagen viva, muy apta para la mente semita que gusta más de la imagen que de la palabra, pero que en este caso debió de dejarles sorprendidos, porque parecía demasiado. Colocando un niño en medio de ellos, lo abrazó y dijo: “El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino a Aquél que me ha enviado”. Un niño, ese pequeño ser venía a presentarse como modelo de las conductas de aquellos que querían ser tanto y de tanta categoría. Un niño… En muchas partes del mundo antiguo el niño era muy poco importante, no se le reconocía todavía para ser tomado en serio, ni como motivo de cariño y de esperanza muy propio de nuestra cultura. Era como decirles: vosotros no acogéis a quien no es capaz de imponerse, de defenderse, de rivalizar en habilidad o experiencia. Pero yo estoy donde no prevalece la astucia, el engreimiento, la fuerza, el orgullo, sino la sencillez, la confianza, la humildad. Yo soy garante del débil, de los que consideráis insignificantes y pobres.
Las otras dos lecturas de este domingo son también espléndidas. La del libro de la Sabiduría nos presenta a los impíos con su concepto hedonista de la vida. No hay que hacer caso –dicen– de los justos, porque nos estorban y nos impiden gozar. Hay que echarles de nuestro lado y que su Dios les libre de penas y dolores, incluso de la muerte que nosotros les podemos infligir. Y el Apóstol Santiago, en cambio, nos recomienda la sabiduría que viene de arriba y por lo mismo es amante de la paz, comprensiva, dócil, llena de misericordia y buenas obras, constante, sincera.