El ciento por uno, comentario a las lecturas del XXVIII domingo del Tiempo Ordinario (ciclo B)

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El ciento por uno, comentario a las lecturas del XXVIII domingo del Tiempo Ordinario (ciclo B)

Comentario a las lecturas del XXVIII domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 12 de octubre de 1997.

Mi reflexión sobre los textos de este domingo, 12 de octubre, no puede olvidar, como español que soy, a nuestra Señora, la Virgen del Pilar. Hace siglos que como una madre amantísima viene acogiendo a muchos españoles, que reclinan su frente sobre ella y ven correr las aguas del Ebro en Zaragoza, que la saludan cantando el Ave María.

La Virgen es pilar de nuestra vida cotidiana, no sólo de seguimiento de la voluntad de Dios y posteriormente de Cristo, esclava del Señor que, con su “hágase en mí según tu palabra”, se convirtió en Madre de la Iglesia, que iba a nacer de su corazón, merced a la acción del Espíritu Santo.

María expresa como nadie en su vida la radicalidad, que Cristo nos pide en su seguimiento. Ante la llamada del Señor no frunció el ceño, no dudó, no huyó pesarosa, no puso confianza en sí misma. Entregó su vida, acogió a Cristo en su seno, y dio con Él sus mismos pasos: ella con su fe, su esperanza y su amor. Todo en ella -–o sabía– era don de Dios y contenía espléndidas posibilidades. A nosotros también se nos han dado cualidades y bienes de diversa índole, pero no sabemos “tenerlos”, porque enseguida que poseemos algo –influencia, dinero, poder– nuestras actitudes dejan de ser evangélicas. He ahí el joven del evangelio de hoy, a quien Cristo se le quedó mirando con cariño. Se alejó cuando Jesús le dijo lo que tenía que hacer para alcanzar la vida eterna. Y se alejó, porque era muy rico, y no supo tener una actitud evangélica frente a las riquezas que poseía.

Os invito a los padres de familia, que podéis leer esta columna, a que viváis con gozo la llamada del Señor a vuestros hijos, a un seguimiento radical en la vida sacerdotal o religiosa. Y a vosotros, jóvenes, a que os preguntéis si no os lo está pidiendo ya. Con todos mis fallos y aciertos a lo largo de mi vida os digo que merece la pena seguirle; y si para seguirle hay que dejarlo todo, estad seguros de que encontraréis “el ciento por uno”.

Las palabras y la mirada del Señor nos hacen caer en la cuenta de nuestros vacíos y ausencias. Vacíos llenos de diversiones sin sentido, de banalidades, falsos placeres, frivolidades. Su palabra, viva y eficaz, más tajante que espada de dos filos, como dice la Carta a los hebreos, penetra nuestros deseos e intenciones. Nada escapa a su mirada. Dichosos nosotros, si nos despierta y nos hace tomar conciencia de nuestra responsabilidad.

Nada hay más triste que ese tipo de hombre o mujer atolondrados, tan frecuente hoy, que buscan placeres engañosos y siguen sin cesar en el engaño hasta que, la amargura del fracaso y una vejez temblorosa, empiezan a avisar de la proximidad del fin. El cristiano no puede reducir su fe a especulaciones subjetivas o moralismos etéreos. La Palabra de Dios está ahí y nos juzga. Todo está patente y descubierto a los ojos de Aquel a quien hemos de rendir cuentas.

La sabiduría del corazón es una gracia. Pidámosla y nos será concedida. Con ella nos vendrán todos los bienes. Sólo se ve bien con esta sabiduría del corazón. Para Salomón era preferible a todas las riquezas y poderes. Para nosotros, la sabiduría humana según la voluntad de Dios, como muchos, quizás diariamente hacen al recitar el Padrenuestro, tiene que ser nuestro compromiso de vida. El Evangelio de hoy nos habla de lo imposible que es entrar en el Reino de Dios con la sabiduría del rico, que pone su confianza en el dinero. Aquel joven, que se alejó de Cristo, parece un fugitivo de sí mismo. Porque no era malo, no. Era sencillamente esclavo de sus posesiones. Él creía poseer, pero eran las cosas de este mundo las que le poseían a él.

Una reflexión serena y honda debería modificar nuestras actitudes a la luz de la sabiduría de la Palabra de Dios, que se proclama en nuestras celebraciones eucarísticas. Pero, ¡a cuántos se les pasa la vida sin leer un libro religioso serio, sin escuchar una exposición detenida de la Palabra de Dios, sin preocuparse de cumplirla, si por casualidad la han oído! Dios siempre nos dirá su palabra y nos corresponde dar respuesta a la misma.