Comentario a las lecturas del XXXIII domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 16 de noviembre de 1997.
Ni el libro de Daniel ni el texto evangélico de hoy contienen una explicación científica del fin del mundo. El primero, con una visión apocalíptica, nos presenta el destino del mundo como un combate entre Dios y su arcángel Miguel por una parte y el mal por otra. Al fin, el reino de la injusticia dejará paso a un mundo nuevo, y los que fueron justos y mostraron la justicia brillarán como estrellas pro toda la eternidad.
El propósito del libro de Daniel es sostener la fe y la esperanza. Todos los momentos de la historia son momentos del plan de Dios. El profeta revela el sentido último de la historia. El juicio de Dios será el resultado de la actitud del hombre. El mundo nuevo no se improvisa, se construye día a día. Participar de la plenitud exige haber practicado la justicia.
En el evangelio, las imágenes simbólicas para exponer el final de la historia e ilustrar la venida de Jesucristo, siguen las características de la tradición profética, que acabamos de ver en Daniel. En ellas la irrupción de Dios siempre está vinculada a acontecimientos cósmicos excepcionales. Estas expresiones representan el final de la historia como una intervención salvadora de Dios, en la que todo alcanza su plenitud, y Dios será todo en todo. San Pablo y san Juan nos dicen que todo quedará transformado y surgirán un cielo nuevo y una tierra nueva. Sólo la esperanza cristiana puede presentir su esplendor. Esta esperanza se apoya en las palabras de Jesucristo. Toda tribulación es de alguna manera el anuncio de una nueva creación sin dolor, sin crisis turbadoras.
A lo largo del año hemos seguido el mensaje de la redención que brota de la decisión libre y sagrada de Dios: Dios nos ama, y por eso cura y salva. Dios que asume nuestro destino y se hace uno de nosotros. Hemos ido viendo cada domingo –día del Señor– los grandes misterios de nuestra salvación, y hemos escuchado su Palabra, que ilumina nuestro diario caminar. Al acabar el Año es Él mismo el que nos indica que sus palabras no pasarán. Es la permanencia del amor de Dios por encima de todos los avatares de la historia. En el fragmento de la Carta a los hebreos, que leemos hoy, se nos presenta el sacerdocio de Cristo como el único capaz de ofrecer un sacrificio válido por nuestros pecados. Ahora vivimos el tiempo que ha de transcurrir desde que se realizó ese sacrificio hasta su segunda venida. No sabemos cuando tendrá lugar ésta.
Tenemos que vivir activa y comprometidamente esta espera, y saber anunciar con nuestra vida el mundo nuevo, en que creemos. La novedad está en nuestra propia vida, que es la de Cristo. Lo nuevo siempre es Cristo. La verdad siempre es Cristo. La plenitud siempre está en Él.
No se nos pide que nos convirtamos en mendigos y vivamos a la intemperie. Se trata sencillamente de no ser esclavos de la torpe ambición que nos engaña, haciéndonos creer que la felicidad está aquí, en nuestras manos, en la satisfacción de nuestros torpes deseos, olvidándonos de la brevedad de nuestra vida y del fin que tan cerca está para todo lo que hemos anhelado en este mundo, y tan lejos de la posibilidad de procurarnos la dicha apetecida. Pasarán este cielo y esta tierra y nos encontraremos con un mundo nuevo. De nosotros depende que en ese mundo esté Cristo esperándonos para recibirnos en su morada. “No te inquietes –dice Teilhard de Chardin– por las dificultades de la vida. Quiere lo que Dios quiere. Piérdete confiado en ese Dios que te quiere para sí”.