Comentario a las lecturas del XXXIV domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 23 de noviembre de 1997.
En esta semana en que entramos, termina el Año Litúrgico. El próximo domingo será ya el primero del nuevo Adviento, cuando la Iglesia nos pide que dispongamos nuestro espíritu para celebrar pronto el nacimiento de Cristo. Hoy, antes de que se cierre el Año, se nos ofrece la solemnidad de Cristo Rey del universo, y nuestra alma se llena de alegría por poder darle ese título, que corresponde a su majestad y su grandeza.
La primera lectura nos presenta la visión de Daniel, llamada del Anciano y del Hijo del hombre. Simboliza éste a Cristo. “Diéronle poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas le respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin”.
La segunda lectura, tomada del Apocalipsis, es ya la afirmación rotunda y vigorosa, no el preanuncio profético. Jesucristo es el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Alfa y la Omega, el que es, el que era, el que viene, el Todopoderoso. Es manantial de paz y nos libera por su sangre. El mundo renovado por Cristo es una realidad: esto lo saben y viven los que creen en Él. Es el Príncipe de los reyes.
Pero es en el evangelio de hoy, donde encontramos la expresión definitiva. A la pregunta que le hizo Pilatos, el Gobernador romano, Jesús contestó: “Tú lo dices, soy Rey. Yo para esto nací y para esto he venido al mundo, para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”.
La respuesta de Cristo, aunque referida a todos los hombres, porque con todos quiere constituir un Reino o Pueblo sacerdotal –no es de este mundo–, prescinde de las diversas reacciones posibles de los hombres. Él sabe lo que le sucederá. Que le rechazarán muchos, que se mostrarán indiferentes, que le combatirán, que pasarán siglos hasta que llegue su luz a los que viven en tinieblas. No importa. Él es el rey con él está la verdad. No para las maniobras políticas de este mundo, sino para iluminar sobre el sentido de la vida, en todo lo que sea vida humana. En la respuesta a Pilatos está contemplando su propia identidad. Se afirma a sí mismo. Y quiere que todos vayan a Él y le conozcan como Señor y Rey; es porque los ama y quiere salvarlos. Si le rechazan los hombres, ellos sufrirán las consecuencias de su extravío.
Pero, aunque le nieguen muchos, Él nunca dejará de ser Rey. Y será Rey pacífico, humilde, abnegado, servidor de todos, generoso, sacrificado, lleno de amor. Le acompañará siempre, como señal y cetro, la cruz, pero será una cruz victoriosa. Y quizá lo más singular de ese Reino es que no lo instituye Él solo, sino Él con nosotros, porque nos llama y nos pide que vayamos con Él por caminos de justicia, de verdad, de paz y de amor. No debe haber enfrentamientos bélicos, coacciones, dominios opresores. No. Así no se construye el Reino que Él desea. Si se hace así, tarde o temprano viene el fracaso. Lo que tenemos que hacer es centrar seria y rigurosamente nuestra vida en Él, en Cristo, que siempre triunfa porque es un Rey Hijo de Dios. No basta que creamos en Él. Hemos de aspirar a lograr un mayor conocimiento y una más fervorosa imitación.
Tan seriamente como nos proponemos avanzar en nuestras profesiones, así hemos de avanzar con Él hacia lo que nos enseña en su Revelación. Un día vendrá a nosotros y sabremos que es Él y lo viviremos, no porque lo aprendamos en los libros, sino por la acción del Espíritu Santo, que nos impulsa a colaborar en la construcción del Reino. No hay nada más grande ni más digno.
Celebremos la fiesta de Cristo Rey al finalizar otro Año más de la vida de la Iglesia, llenos de gozo por la insondable riqueza de Cristo. El hombre y Cristo, dice Karl Adam, ambos vienen a ser como pregunta y respuesta, como deseo y realización. Sólo en Cristo encontramos la solución a nuestros problemas. Con Cristo apareció la verdad, la vida, la plenitud, la sabiduría, la bondad, el amor.