Sermón predicado en Villabrágima (Valladolid) y en Fuentes de Nava (Palencia), en 1942
Yo recuerdo aquella edad feliz, que ya pasó para no volver nunca. La edad de la niñez, la edad alegre de la infancia, en la que todo era amor, confianza e ilusión.
¿Quién defiende el candor y protege la inocencia de un niño, quién le da cariño y protección, quién sostiene su amor y confianza? Bien lo sabéis…
Cuando por la tarde terminaban nuestros juegos y sobre el pueblo empezaba a reinar el silencio de la noche, cuando los pajarillos se retiraban a sus nidos y los labradores volvían del campo con sus yuntas cansadas, cuando las campanas tocaban “el Ángelus” y quedaba sola en la penumbra la silueta de la cruz de la torre parroquial, como la última bendición que Dios trazaba con la mano sobre el pueblo para regalarle después con la luz de un nuevo día, volvíamos a casa y en el umbral de la puerta o en el fondo de la cocina doméstica había una mujer bendita, que nos miraba con sonrisa inefable, que curaba nuestras heridas, que quizá nos corregía de nuestras travesuras, pero terminaba siempre besándonos, que nos acogía en su regazo dulce y después de hacernos rezar las últimas oraciones en aquella cama rica o pobre, preparada siempre con sus manos, salía de nuestra habitación de puntillas para no turbar el sueño de aquel ángel querido a quien la mañana siguiente despertaba y vestía y volvía a besar, para mandarle después a la escuela, envuelto más que en su abriguito o bufanda, en el calor de aquellas caricias tiernas que nos hacían mirar la vida como un arco iris de sonrisas, que nunca se nublarían por la tristeza o el dolor.
Hay paz y felicidad en el alma del niño porque cuenta con un ejército que le defiende: el ejército de los amores, de las ternuras, de los besos y las manos, de los consejos y dulces lecciones de su madre. Y ¡qué pronto se rompe el sosiego cuando al niño le falta la defensa de una madre!
Demos ahora un paso más y trasladémonos al campo de las relaciones de orden piadoso y espiritual. También el mundo necesita una madre. Y como no puede haber una madre humana para todos los hombres del mundo, Dios ha provisto esa necesidad poniendo una madre divina. (Nos la dio Cristo desde la cruz). Si en nuestras relaciones presidiera ese sentimiento de fraternal solidaridad que nos da el pensar que todos somos hijos de la misma madre del cielo, otro espectáculo ofrecería el mundo. Esa madre divina nos está diciendo: tened fe (como yo la tuve…), tened talento para pensar que la felicidad no es cosa de este mundo (yo sufrí mucho) … tened esperanza para confiar en una vida mejor que ha de llegar (como llegó para mí). Ahí tenéis a Cristo, su Evangelio y su doctrina.