Santiago Martín, Publicado en ABC 16-1-1993
He visto a don Marcelo y le he saludado en un buen número de ocasiones. He leído algunos de sus escritos y buena parte de las pastorales de sus últimos años. He estudiado, incluso, sus intervenciones con motivo de la Constitución o de la Ley del Divorcio –no hay que olvidar que este hombre es historia-. Pero ahora, al escribir sobre él, debido a que el inexorable tiempo le hace hoy cruzar el umbral de la edad teórica de jubilación, solo hallan cabida en mí dos impresiones.
La una es de cariño. Me gusta ser agradecido, porque creo que esa es una cualidad noble que mis padres, castellanos, insistieron mucho en enseñarme. Y por eso guardo cariño a un príncipe de la Iglesia que ha sido siempre amable conmigo. Recuerdo una entrevista que le hice en su magnífico palacio toledano y con qué cortesía y finura de trato me recibió y obsequió; virtud, por desgracia, tan escasa en otros prelados.
La otra impresión recoge los frutos dulces de la admiración. Yo voté “sí” a la Constitución, y no me arrepiento, ni siquiera ahora en que vemos cuántos fallos tenía y qué fácil ha sido legislar desde ella en contra de la vida. Pero admiro la actitud valiente y leal de don Marcelo. Es un castellano de vieja estirpe; un hombre leal que dice lo que piensa y que lo dice abiertamente, a pesar de que eso le cause problemas e incluso graves enemistades y rencores.
Pero, por encima de todo, don Marcelo es un hombre de la Iglesia y de Dios. Un caudillo de esos que a veces produce España y que ha puesto toda su ilusión y sus muchas cualidades al servicio de la causa más noble, la de Cristo. Me uno, además, a él en el único favoritismo que ha mostrado siempre y que casi nadie conoce: su predilección por los pobres, por socorrer a aquellos de sus hijos en los que está más presente el rostro crucificado del Señor.
Felicidades, señor Cardenal, y enhorabuena por el ejemplo de honradez y servicio que ha brindado a la Iglesia y a la sociedad española.
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