JUAN CARLOS RODRÍGUEZ BÚRDALO, General Jefe de la Guardia Civil en Castilla-La Mancha, Publicado en ABC de Toledo 3-9-2004
El sábado pasado recibía sepultura en la capilla de San Ildefonso de la catedral toledana el que fuera su arzobispo durante más de veinte años, cardenal don Marcelo González Martín. Las exequias tuvieron el ritual solemne dispuesto para los Príncipes de la Iglesia, pero, además, en torno al cadáver de don Marcelo se reunieron muy nutridas y primerísimas representaciones institucionales de la sociedad eclesiástica, civil y militar. Y, claro está, junto a su familia, numerosas gentes toledanas que quisieron despedir al que fuera su obispo muy querido. De lo hasta aquí relatado ninguna cosa que no comentaran los medios de comunicación social.
El objeto de esta breve reflexión mía es difundir una circunstancia que me contara en la capilla catedralicia mi buen amigo, don Santiago Calvo, deán de la Iglesia Primada, tantos años secretario y fiel cuidador de don Marcelo. Ocurrió en Fuentes de Nava, al poco de morir el cardenal, cuando revestido el cadáver de sus vestiduras pastorales, se disponían los primeros turnos de vela, antes de su traslado a Toledo. En torno al féretro, familiares del finado y el propio don Santiago Calvo. Entonces se acercó a la casa familiar una pareja de guardias civiles compuesta por el cabo Comandante del Puesto de Fuentes de Nava y uno de sus componentes. El cabo comunicó a los presentes cuánta gratitud debía aquel Puesto de la Guardia Civil al cardenal difunto que, año tras año, desde el de su renuncia a la sede de Toledo, oficiaba cada 12 de octubre en la iglesia parroquial del pueblo la misa en honor de la Patrona, la Virgen del Pilar, y dirigía palabras de ánimo y reconocimiento a los componentes de aquella pequeña plantilla y sus familias; les recibía siempre que se lo solicitaban y, complacido, escuchaba sus asuntos, confortándolos con una palabra final de comprensión y estímulo. El cardenal y el Puesto; don Marcelo y los guardias del pueblo. Ellos le querían y se sabían correspondidos.
Ahora, en el momento del viaje último, el cabo quería que don Marcelo llevara en su equipaje un testimonio de respeto y cariño de aquellas familias de guardias civiles, una muestra de su recuerdo y gratitud. Sin más, pidió permiso a la familia para poner en las vestiduras del cardenal el emblema de la Guardia Civil.
Parece que los presentes, estremecidos por esa emoción que sacude a los seres humanos ante la certeza de vivir, la expresión auténtica de los sentimientos más nobles, tras una rápida consulta, más con los ojos que con las palabras, accedieron. El cabo, jovencísimo por cierto, se cuadró ante el cadáver, con decisión desprendió del cuello de su camisa de uniforme uno de los emblemas del Cuerpo y lo prendió en la casulla con que acababan de amortajar al cardenal para su sepultura. Fue el único símbolo ajeno a los eclesiales que le acompañó al último sueño, el que sólo tiene despertar en la eternidad.
El pasado sábado, 28 de agosto, en la capilla catedralicia de la calle Trinidad, don Santiago Calvo me refería el hecho, todavía emocionado al recordarlo. Nos emocionamos juntos y, brevemente, recordamos la simpatía con que el cardenal miró siempre a este Cuerpo de guardias civiles y algún servicio que afortunadamente pudimos prestarle. Unas horas después, cuando el cadáver de don Marcelo acababa de ser sepultado junto a su predecesor Gil de Albornoz, todavía sin abandonar el templo algunos fieles y autoridades, alguien me presentó al cabo de la Guardia Civil de Fuentes de Nava, que se había desplazado hasta Toledo. No pude evitar pedirle que volviera a contarme tan hermosa historia por él protagonizada. Como también quise evidenciarle todo mi afecto en el saludo de despedida. Ahora, serenadas las emociones de una jornada singular, al revelar por escrito lo que antecede, siento el orgullo grande de pertenecer al mismo Cuerpo que el cabo de Fuentes de Nava.
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