Rafael Palmero Ramos, (+), Obispo de Orihuela-Alicante, Publicado en Padrenuestro 22 de enero de 1995
Nuestro Cardenal Arzobispo, don Marcelo, ha sido siempre y es, sobre todo predicador. Como sacerdote, primero, y después como obispo. Al ministerio de la palabra ha dedicado sin interrupción sus mejores energías. Muchas. Secunda así con fidelidad el ejemplo del Señor Jesús, al que retrata san Lucas “predicando y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios” (Lc 8,1). Y obedece al mandato del apóstol Pablo, de predicar la doctrina en toda ocasión, por encima de avatares circunstanciales (Cf. 2 Tim 4,2).
Quien tenga curiosidad y tiempo para recorrer lo que podríamos llamar el itinerario fotográfico de don Marcelo, encontrará, tal vez con sorpresa, un extraordinario número de instantáneas que retratan de mil maneras al señor Cardenal en el preciso momento de ejercer el ministerio de la palabra. Ha predicado desde la cátedra académica, la mesa de conferencias, la presidencia de congresos, el ambón improvisado bajo el dosel de la naturaleza, la sede del altar, el viejo púlpito con tornavoz e incluso desde el ring del Price de Barcelona, plataforma eventual de sus conferencias cuaresmales en la Ciudad Condal.
Ya desde sus años de estudiante en la Universidad de Comillas, don Marcelo vio con meridiana claridad interior que el ministerio de la palabra ocupaba puesto preeminente en la obra evangelizadora. En toda época. En momentos serenos y en días de tormenta. Con el testimonio insustituible de una vida consecuente y con el uso de la palabra trasmisora del misterio de la fe. “La fe nace de la audición del mensaje; mensaje que es el anuncio de Cristo” (Rom 10,17).
Esta primacía de la predicación cobra relieve destacado en el cuadro del servicio episcopal, porque fue, es y será “el ministerio principalísimo” de los apóstoles y de sus sucesores, los obispos1. “Enseñar, comenta el doctor angélico, es decir, explicar el Evangelio, pertenece propiamente al obispo, cuya labor peculiar es perfeccionar… Y perfeccionar es lo mismo que enseñar”2
Lector asiduo y discípulo atento del Aquinate, también lo ha sido don Marcelo de San Juan de Ávila. Parece haber tenido muy presentes, desde su ordenación sacerdotal, los dos sapientísimos consejos que el apóstol de Andalucía dictó a don Pedro Guerrero, recién elegido arzobispo de Granada, consejos cuya actualidad permanece acuciante: “Lo primero, que Vuestra Señoría se convierta de todo corazón al Señor, frecuentando el ejercicio de la oración. Lo segundo sea el ejercicio del predicador, el cual ha de ser muy continuo, como San Pablo dice: “opportune et importune”, que pues los lobos no cesan de morder y matar, no debe el prelado dormir ni callar”3.
“Entre los principales oficios de los obispos –recuerda la constitución dogmática Lumen Gentium del Concilio Vaticano II- se destaca la predicación del Evangelio”4. “Este encargo que el Señor confió a los pastores de su pueblo es un verdadero servicio, que en la Sagrada Escritura se llama con toda propiedad diaconía o sea ministerio”5.
En los nueve volúmenes de esta obra selecta, “Escritos pastorales”, que con el presente ocluimos, puede comprobar el lector, incluso estadísticamente, la dedicación y asiduidad de don Marcelo a la práctica de la predicación. Y debo hacer constar que es grande el número de homilías y sermones que forzosamente ha tenido que dejar fuera la comisión preparatoria de la edición.
En visión panorámica de conjunto, sobre cuanto queda incluido en este y en los ocho volúmenes anteriores, se evidencia cómo en nuestro Prelado concurren los tres requisitos indispensables del orador sagrado: dotes naturales eminentes, formación y estudios y lecturas bien asimilados, y sentido exacto de la época y de los auditorios. De los dos primeros hago merced al lector, por resultar evidentes, aunque quiero señalar, de pasada, el espléndido dominio de la noble lengua castellana que don Marcelo posee. Debo, sin embargo, decir algo del tercer elemento o requisito, el de la certera y como intuitiva sensibilidad oratoria ante los tiempos y los auditorios.
En la predicación del señor Cardenal de Toledo no se han dado lagunas, ni se han producido silencios. El Obispo de Astorga, Arzobispo de Barcelona y Cardenal de Toledo, ha cubierto todos los géneros propios de la oratoria sagrada. Y ha atendido, con atención alerta, a toda el área de los dogmas y de la moral católicos, con adaptación a sus oyentes en cada situación. Podemos referir con todo derecho a don Marcelo las palabras que Posidio escribe a propósito de San Agustín: “Predicó la divina palabra con asiduidad, celo, valentía, con claridad y vigor intelectual”6.
En horas de confusión ha iluminado con foco potente sectores de pensamiento y de vida, sobre los que se espesaba un silencio connivente, o se alzaban voces de perturbación alarmante. No ha ocultado la luz de la verdad bajo el celemín. La ha colocado sobre el candelabro, a la vista de todos los de casa y de cuantos entraban en ella (Cf. Lc 8, 16 y Mt 5,15). Tampoco ha edulcorado las exigencias de la ascética, ni rebajado los niveles de la entrega que el Evangelio ide. Ha expuesto y promovido cuanto postulan con razón los tiempos, sin ceder ante las pretensiones de un temporalismo desorbitado, que olvida o relega a segundo plano la principalidad de lo eterno. Ha urgido la necesidad de la acción, y de una acción decidida, multiforme y abnegada, pero potenciando previa y simultáneamente la superior necesidad de la vida interior. Ha reiterado la severidad e cuanto piden el cumplimiento de los mandatos divinos y la generosidad evangélica, pero son olvidar la misericordia comprensiva, la psicología del buen samaritano, y la infinita capacidad del perdón divino ante la debilidad humana. También ha cantado con voz insobornable el amor entrañable por la patria terrena y por el alma del pueblo, hoy tan asediada, peor insistiendo al mismo tiempo, con ejemplar equilibrio, en el amor sin fronteras y en la soberanía inmarcesible de la patria definitiva, la “Jerusalén de arriba” y “madre nuestra” (Gal 4, 26; Cf. Apoc 12, 17). “En el vértice de la separación que señala la convergencia de la eternidad y el tiempo, se inicia este estado definitivo. La virtud de la perseverancia hace de puerta, abrazando las riberas de la fe y de la visión, de la expectación y el encuentro de la búsqueda y la posesión”7.
Por estos y otros muchos valores que la obligada brevedad de un prólogo impide enumerar, pienso que en estos volúmenes de dimensiones arquitectónicas poco comunes queda recopilado para la generación presente y las generaciones futuras todo un prontuario certero que facilita el camino a cuantos por la misericordia del Señor, formamos parte del Pueblo de Dios que peregrina en el tiempo, bajo el cielo hispano, y mirando a la eternidad. Este ha sido al menos el propósito de quienes hemos trabajado cordialmente, con ilusión, con esfuerzo y con cariño, en esta edición monumental de la obra selecta del señor Cardenal Arzobispo de Toledo, don Marcelo González Martín.
Gracias, don Marcelo, por el regalo que nos ha hecho.
Su magisterio sigue aleccionando a muchos y orienta pasos de hermanos vacilantes y de otros que buscan reafirmar su seguridad.
¡Stet et pascat in fortitudine tua, Domine!
1 Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, 3 q. 67 a. 2 ad 1
2 Ibíd. a. 1 ad 1
3 San Juan de Ávila, Carta 177, BAC 313, p. 619, Madrid 1970
4 Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 25
5 Ibíd. n. 24
6 Posidio, Vida XXXI,4
7 R. Palmero Ramos, Ecclesia Mater, en San Agustín, Madrid 1970, 211
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