Homilía pronunciada en la Catedral Primada de Toledo, el 2 de julio de 1979, con motivo de la apertura de la V Semana de Teología Espiritual. Texto publicado en el volumen Una nueva vida en Cristo, CETE. Madrid 1980. 15-25.
Nuestra V Semana de Teología Espiritual va a tener como tema central de reflexión y diálogo el que se enuncia con estas palabras: «Una nueva vida en Cristo».
Y yo me he atrevido a señalar como titulo de mi conferencia introductoria éste de tanta resonancia en la tradición de la Iglesia: Cristo, vida del mundo. Miro a lo lejos, pienso en la existencia tan complicada de los hombres a través de la historia, y me digo a mí mismo: ¿Quién soy yo para hablar de la vida del mundo? ¿En nombre de qué? ¿Quién me autoriza a ello?
Y, además, hay otro atrevimiento: el de señalar a Cristo como vida del mundo (Jn 6, 52). Le conocen tan pocos…, y los que le conocemos, le servimos tan precariamente. Somos tan pobres y tan miserables para poder presentarle ante el mundo con dignidad.
Y, sin embargo, no siento la menor dificultad en hacerlo y en proclamarlo así. No sé qué ocurre. ¡Cristo, Cristo! ¿De quién y de qué no va a ser Él la vida, y el amor, y la luz? Tengo un cierto conocimiento de Cristo, el que corresponde a mi condición de cristiano y de sacerdote, y lo amo. Amo al Señor. Y me basta un poco de ese conocimiento y ese amor para comprender que puedo hacer esa afirmación, y que de nadie, de nadie más, puede decirse, sino de Él, que es la vida del mundo.
Jesús es conocido #
Los que estamos aquí, o al menos la mayor parte, tenemos nuestras vidas consagradas a Dios desde hace más o menos tiempo. Muchos, desde hace muchos años. Todos juntos conocemos a muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo. Nos ha sido permitido abarcar dos horizontes amplísimos: el de la Iglesia y el del mundo contemporáneo.
A la Iglesia la hemos conocido mejor que nuestros antepasados. Por tres razones. Porque la hemos visto más universalmente extendida que como la vieron en cualquier época de la historia. Porque hemos asistido a un acontecimiento fundamental de análisis de su propia conciencia en el Concilio Vaticano II, como no lo había hecho jamás. Porque después, en los años posconciliares, la hemos visto fuertemente agitada, combatida desde dentro y desde fuera, sometida a infinitas presiones que, si por un lado la perturban, por otro permiten descubrir su fortaleza interior.
Hemos entrevisto algo de lo que es el misterio de la Iglesia mejor que en otras épocas. Y a través de ella, en su extensión por toda la tierra, en el examen profundísimo de sí misma, en sus decadencias y en sus resurgimientos, hemos visto a Cristo, sin el cual la Iglesia no tiene explicación cabal. La hermosura interior de la Iglesia es tanta que nunca hemos sufrido tanto al comprobar los intentos de afearla, y de todas partes se ha visto con claridad que lo que de la Iglesia nos interesaba, al querer mantener su integridad y su belleza, era, más que la Iglesia en sí, el rostro de Cristo que en ella se refleja. El drama de la Iglesia nos ha conmovido y sigue conmoviéndonos: pero es porque, al fondo del mismo, está Cristo, el Salvador, y no queremos perderle. Como de los labios de Pedro, así ha brotado de nuestro corazón, en estos años, un grito que nos ha hecho decir: Señor, ¿a quién iremos? ¡Tú solo tienes palabras de vida eterna! (Jn 6, 67-68). Si nos quitáis a Cristo, la Iglesia no nos interesa.
El otro horizonte es el del mundo contemporáneo. Con sus diversas razas, culturas, ambiciones, esperanzas; con sus luchas y sus temores; con sus atroces egoísmos, sus amenazas de nuevas guerras, sus conquistas científicas y técnicas, sus ilusiones y sus orgullos, sus fracasos humillantes. Pero ¿no os dais cuenta? Todo el mundo de hoy, con su ser tan amplio, resulta cada vez más pequeño. Sabemos unos de otros mucho más que antes. Y entre las cosas que sabemos es que en ese mundo, tan fuera de las áreas del cristianismo, se habla de Cristo mucho más que en cualquier otra época de la historia. Infinitamente más. Generalmente, con respeto. Y muchas, muchísimas veces, con amor y con esperanza de que de Él pueda venir algo bueno para la humanidad, que anhela al Dios desconocido. Los políticos visitan al Papa, las muchedumbres se sienten conmovidas al saber que ha muerto o que ha sido elegido otro para suceder al que murió. La cruz y el Evangelio reciben el homenaje silencioso de millones de adoradores desconocidos. En los periódicos y diversos medios de masas, en medio de tantas informaciones capaces de hacer enloquecer, más aún, en medio de tanta degradación y amoralismo, se habla también de Cristo más que nunca. Es decir, el Señor es cada vez más conocido. Atención a este hecho importantísimo y no lo perdamos de vista. Del conocimiento al amor no hay más que un paso. Por algo se empieza.
«No temas, soy Yo, el Primero y el Último.
El que vive» (Ap 1,17-18) #
Todo lo que sucede, sucede en la presencia de Jesucristo. EL QUE VIVE. Es el Señor de la historia. Los Hechos de los Apóstoles narran cómo Cristo fue introducido en los corazones por el Espíritu Santo. No fue acogido durante su vida terrena. Pero en Pentecostés nace la fe y con ella la existencia cristiana. La conciencia de vivir en Cristo, por Cristo y con Cristo, de tenerlo por origen y término ilumina las miradas de los creyentes. No piensan ya a Cristo en función del mundo, sino que piensan el mundo y las cosas en función de Cristo. Y los Apóstoles sienten la urgente necesidad de infundir esta convicción a todo el destino humano.
«Yo, Juan, vuestro hermano y compañero de la tribulación del reino y de la paciencia en el sufrimiento en Jesús, me encontraba en la isla de Patmos, a causa de la Palabra de Dios y del testimonio de Jesús. Caí en éxtasis un día del Señor, y oí detrás de mí una gran voz, como de trompeta, que decía: “Escribe en un libro lo que veas y envíalo a las siete Iglesias…”. Me volví a ver qué voz era la que me hablaba y al volverme vi siete candelabros de oro, y en medio de los candelabros como a un Hijo de Hombre, vestido de una túnica talar, ceñido el pecho con un ceñidor de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos, como la lana blanca, como la nieve; sus ojos, como llama de fuego; sus pies parecían de metal precioso acrisolado en el horno; su voz, como ruido de grandes aguas. Tenía en su mano derecha siete estrellas, y de su boca salía una espada aguda de dos filos; su rostro, como el sol cuando brilla con toda su fuerza. Cuando le vi, caí a sus pies como muerto. Él, poniendo su mano derecha sobre mí, dijo: “No temas, soy Yo, el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos”» (Ap 1, 9-18).
El que se revela es Cristo, el mismo que vivió en la tierra, murió y resucitó. Ahora vive simplemente en la eternidad. Pero todo cuanto ha sucedido y sucede está en Él, que permanece «en medio de los siete candelabros», su Iglesia, por encima del caos, del vaivén de la vida y de la historia. Las imágenes se entrecruzan; los candelabros, siete, de oro; una gran voz como de trompeta y ruido de grandes aguas; como un Hijo de Hombre, blanco, como lana blanca; ojos como llamas de fuego; pies de metal acrisolado en el horno; espada de dos filos en la boca; rostro como el sol cuando brilla. Símbolos vigorosos y fuertes para hacemos presentir a Cristo, el que vive y reina, el Señor de la historia. Él contiene, en simplicísima posesión, los fundamentos y modelos de todos los seres y valores creados, como la luz blanca contiene todos los colores. Todo está en Él. No sólo anuncia o enseña la verdad: Él es la Verdad. No conduce por el camino, ni se limita a decir cómo son las cosas, sino que atrae a los hombres hacia Sí y los cobija: Él mismo es el Camino. Su figura rebasa todos los límites y se constituye en medida. Es la Vida. Señor y Juez. La creación y la historia serán acogidas por la eternidad y Él será la vida eterna de los elegidos, la luz de la creación transformada. Sí, la luz a cuya claridad se verá toda la creación.
Y este «como Hijo de Hombre» se vuelve y pone su diestra potente y salvadora sobre el hombre abatido: No temas, soy Yo. Parece que no hay Dios, que los hombres pueden blasfemar contra Él, pecar contra la Vida y la Verdad, contra lo sagrado y valioso; hacer sus dioses: dinero, sexo, poder, encauzar la historia a su capricho. Cristo dice: la realidad es otra. Todo esto pasa, y queda la fidelidad de los que creen. Dios no promete intervenciones milagrosas. Dios no anula los poderes del hombre, aunque sean dirigidos contra Él. Pero por encima de estas realidades apremiantes está Cristo, esperando como Pastor bueno la vuelta de cada una de sus ovejas. Todas las cosas tienen su tiempo, pasan. Cristo sigue viviendo. Todo comparece ante Él y Él pronuncia la palabra que pone en claro las obras humanas, en su verdadero valor, que es el que durará para siempre.
Jesús de Nazaret es el Señor que vive para siempre. Su VIVIR es el acontecimiento central de nuestra fe. Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana (1Cor 15, 17). Dios se revela a Sí mismo en la resurrección de Cristo, en la Ascensión, en su eterna presencia por los siglos de los siglos. Quien rechaza este resucitar de Cristo para seguir viviendo, rechaza todo cuanto está en relación con su Persona, con el Verbo, en Él que está la vida. Todo es creado por Él y colocado delante de Él, sostenido y conservado en el ser por Él, visto y juzgado por Él. Lo que queda sin el «vivir» de Cristo, manifestado en su Resurrección, no vale la pena que constituya materia de fe. Cristo no es como lo presentan las experiencias y conocimientos humanos, si éstos son incompatibles con Jesucristo ayer, hoy y siempre. Lo que en nuestro pensamiento y sentimiento no se acomode con esta revelación ha de desecharse como falso y erróneo. No se trata de creer en un Cristo que se ajuste a las medidas de nuestro pensamiento y esté forjado a nuestra época y conceptos. Creo en Cristo, aunque desborde mi capacidad intelectual.
San Juan y San Pablo nos presentan a Cristo como el Verbo, por el que todo es creado. El que existe antes de todo tiempo y en el que todo se fundamenta, el Primogénito, Alfa y Omega, El que reina. EL VIDENTE. Hay conceptos sublimes en la filosofía acerca de Dios, pero que no tocan lo esencial de lo que Dios nos revela: la vida del mundo. Cristo que acude, que se inclina, que pide con nosotros al Padre, que permanece en Él y entre nosotros puso su tienda. Cristo vivo: viene, habla, obra, actúa, es comida y bebida. Se nos habla del Padre al que hay que amar con respeto, con confianza de hijos. De ternura y amor transparente, relaciones fraternas, amor de desposados, amigos. Cristo vivo, el que está entre nosotros, viene a lo largo del camino. Cristo vivo, con quien al encontramos se inicia nuestro destino eterno. Él es la vida, la Vida que necesita el mundo, los hombres. La Vida para vivirla. Él nos revela un Dios que se inclina, que acoge, cobija, escucha, acude, que atrae hacia Sí a todos los cansados y cargados para aliviarlos, que deja se le acerque todo el dolor de la humanidad. Un Dios al que se le pide, se le nombra, se le invoca, se le encuentra. ¿Se puede amar, rezar, pedir, acercarse al Dios absoluto? Sólo Cristo vivo, el Viviente, es el que hace todo esto posible. El Cristo que acudía a todas partes, que no tenía dónde reclinar su cabeza, que imponía las manos. El que se acerca a Mateo y Zaqueo, ricos que oprimían a los pobres, y que al verle descubrieron su pobreza y la pobre vida que había en su corazón. El que enseña a la Magdalena, a la adúltera, a la samaritana, la vida del verdadero Amor. El Cristo de todos los siglos, de todas las épocas, el que en nuestro momento vela y vela por la vida. Parece juguete del azar, pero el Señor la protege. Lo realmente importante es la fidelidad o infidelidad de los hombres. Cristo vivo nos revela que Dios no es el Dios olímpico y absoluto, cuya trascendencia está por encima de las cosas, indiferente a la humanidad. Es el Dios de los corazones, que manifiesta su bondad y amor viniendo Él mismo a llamar a los hombres, a señalarles su extravío y darles su perdón. No lo podemos imaginar por nuestras propias mentes y por nuestras propias fuerzas, pero cuando Él lo revela sentimos que es la verdad de la que vivimos. Cuando nuestro corazón se abre, esa verdad habla en sus honduras y toma sobre Sí nuestra existencia.
Su vida es la vida del mundo #
Dios ha puesto en las manos del hombre el mundo, le ha constituido señor, le ha hecho a su imagen y semejanza, y le ha dado el señorío sobre la creación. El hombre tiene que completar en el mundo la obra de Dios; ésta es su gran tarea, y su gran responsabilidad. De ella se le tomará cuenta. Conozco tu conducta; tus fatigas y. paciencia en el sufrimiento… Conozco tu tribulación y tu pobreza… Conozco tu conducta; tienes nombre como de quien vive, pero estás muerto. Ponte en vela (Ap 2, 1-9; 3, 1). Estas palabras se refieren al Dios vivo que lo ve todo; penetra las cualidades y los defectos, los actos públicos y secretos, la experiencia y la realidad. El cristiano se inclina ante el mensaje del Juicio que será el último de los actos de Dios y completará la Redención. Su sentencia cumplirá la verdad y ésta, según la palabra del Apóstol# será Amor. Por eso se sabe que su dominio se convierte en rebelión y robo si se aparta de Dios. Cada palabra de Cristo habla de la dignidad y responsabilidad del hombre. Por eso tenemos que tener despierto el corazón para estar con Cristo y que nuestra actuación no se convierta en opresión, egoísmo, drama, mentira. Los hombres hemos de tener la constante inquietud de buscar a Cristo en todas nuestras obras. Nos perdemos cuando nos olvidamos de Él. Es la luz que da garantía, y hace inviolable lo bueno, lo noble, lo verdadero. En el respeto con que Dios respeta a la persona está fundada su dignidad. Si ignoran a Dios ignoran los hombres su propia vida.
La gran verdad de la existencia humana es que Jesucristo es la vida del mundo. «La verdad constituye el fundamento de la existencia y el pan del espíritu, pero en el espacio de la historia humana está separada del poder. La verdad vale, el poder coacciona. La verdad carece de potencia inmediata y tiene menos poder cuanto más noble es. Las verdades inferiores tienen todavía cierta potencia porque confirman de alguna manera las tendencias y necesidades; recordemos, por ejemplo, las que atañen a nuestras necesidades vitales inmediatas. Cuanto más elevada es una verdad, menor es su fuerza dominadora y el espíritu ha de abrirse con más libertad para captarla. Cuanto más noble es una verdad más relegada es y aun ridiculizada por las realidades más groseras; y ha de contar más con la caballerosidad del espíritu».
«Todo esto vale para la verdad en general, pero más particularmente para la verdad santa. Esta corre siempre el riesgo del escándalo. Al entrar en el mundo deja su omnipotencia en el umbral para presentarse con la debilidad de la “forma de esclavo”. Y eso no ocurre solamente porque, siendo de la más elevada jerarquía, ha de ser, según la ley de la que acabamos de hablar, la menos potente, sino porque viene de la gracia y el amor de Dios para invitar al hombre pecador a la conversión, con lo cual le permite también revolverse contra ella. Así pudo ocurrir lo que San Juan afirma en su Evangelio: En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la abrazaron… Estaba en el mundo y por Él fue hecho el mundo, pero el mundo no lo conoció (Jn 1, 4-5. 10). Pero un día la verdad y el poder formarán una unidad. La verdad tendrá tanto poder cuanto vale y se merece»1. Un día la Vida de Jesucristo será la potencia estremecedora que se extenderá por doquier y lo dominará todo.
Ahora existe la libertad del engaño y la mentira, ahora caminamos entre sombras, ahora es el tiempo de la prueba. Y no es que Cristo no seaYA la vida del mundo; lo es; lo es en la vida de cada ser humano que le acoge y va pronunciando: mi vivir es Cristo. Cristo es vida del mundo en las familias cristianas que muestran a todos el ejemplo de su amor incansable y generoso, que sirven de sólido fundamento a la sociedad por su trabajo, costumbres y estilo de vida Familias que se convierten en testigos y cooperadores de la fecundidad de la Iglesia. Cristo es la vida del mundo en las comunidades religiosas que empeñan su vida terrena para dar testimonio de la realidad del amor del Señor, que se ofrece a todos los hombres. Cristo es la vida del mundo en los hombres y mujeres, ancianos y niños, jóvenes y adultos que viven en todas y cada una de las actividades y profesiones del mundo en actitud de servicio a Dios y a los hermanos. En los que con su actuación producen la paz y el bienestar a su alrededor sin coacciones, leyes ni decretos. «Cada laico ha de ser ante el mundo testigo de la resurrección y vida del Señor Jesús y señal del Dios vivo. Todos en conjunto, y cada uno en particular, deben alimentar al mundo con frutos espirituales e infundirle aquel espíritu con que están vivificados los pobres, mansos y pacíficos, a quienes el Señor en el Evangelio proclamó dichosos. En una palabra, “lo que es el alma al cuerpo, esto han de ser los cristianos en el mundo”» (LG, 38).
La razón de ser de Jesucristo es ser vida del mundo. Por amor asumió nuestro destino. Él es el comienzo de la nueva creación. Y cada hombre tiene que cooperar a ese comienzo con la seriedad propia de quien sabe se trata del destino eterno. Cada hombre tiene que saber en qué consiste su renacer y cumplirlo en la realidad de su vida diaria; tener la fidelidad que se obstina y la confianza que siempre vuelve a empezar, por mucho que todo parezca fallar. La fe es la respuesta a su amor. La vida de Cristo fluye en el mundo por nuestras propias vidas. Las leyes físicas, químicas, biológicas, la «naturaleza» siempre ha estado ahí. Los logros de la ciencia corresponden a los distintos momentos en que el hombre se ha «encontrado» con la naturaleza y ha sabido «leerla». Cristo es la vida del mundo, está en el mundo, es el hombre el que tiene que vivir de esa vida. Los alimentos nutren cuando se transforman en nosotros mismos. Cristo es la vida del mundo a través de nuestras vidas concretas, acciones, actitudes, pensamientos, cultura, sociedad, instituciones. Esa es la obra de su Redención: hacer surgir la nueva creación en el mundo envejecido. Sólo la gracia da esa fuerza y nueva vida; a través de ella fluyen ambas para el mundo.
Cristo vivo es quien induce a creer. Es un contacto de vida que parte de Él, de su YO divino. Los teólogos lo llaman gratia Christi. Es como un manar íntimo de su ser y voluntad divino-humanos en nosotros. Podemos buscar muchas palabras para expresarlo, pero nunca expresaremos lo esencial y supremo, ya que esto sólo puede ser vivido y experimentado. No es algo muerto, abstracto, absoluto y lejano lo que nos induce a creer: es el llenamos del YO VIVO, divino, del Señor. Tú en mí y yo en Ti. Como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado (Jn 17, 21). Las imágenes, los símbolos que el arte de los tiempos ha intentado plasmar en torno a Cristo, camino, verdad y vida, son el esfuerzo por representar «una realidad histórica y humana, que reconoce en Cristo la fuente de la humanidad redimida, de su Iglesia, y en la Iglesia como su efluvio y continuación terrena, y al mismo tiempo misteriosa. De tal manera que parece representarse a nuestro espíritu la visión apocalíptica del Apóstol: Y me mostró el río de agua viva, resplandeciente como cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero. Es conveniente, a nuestro juicio, que este Concilio arranque de esta visión, más aún, de esta mística celebración, que confiesa que Él, nuestro Señor Jesucristo, es el Verbo encamado, el Hijo de Dios e Hijo del Hombre, el Mesías del mundo, esto es, la esperanza de la humanidad y su único supremo Maestro. Él es Pastor; Él, el Pan de la vida; Él, nuestro Pontífice y nuestra Víctima; Él, el único Mediador entre Dios y los hombres; Él, el Salvador de la tierra, el que ha de venir Rey del siglo eterno»2.
Necesidad de un sí valiente y confiado a la presencia del amor de Cristo y de su vida en este mundo de impugnación #
No podemos crear en nosotros la fe. Sobrepasa nuestras fuerzas y las de todos los hombres. Los gestos están desprovistos de sentido sin la fuerza vivificante que viene a sostenerlos y darles realidad. Pero las aguas de vida y del amor fluyen continuamente en el mundo, y los hombres de «buena voluntad» son inundados por ellas. Todos los que tienen hambre y sed, que acudan al Señor y saciarán su sed. Cristo pide un SÍ a su gracia, a su salvación. Es preciso saber que todas las verdades del hombre, libertades, amores, son reflejo de la Verdad, Libertad y Amor. La fe en Cristo es esperanza, alegría del corazón, verdad en las relaciones, servicio a los demás, amor y fidelidad en la familia, en el trato con los demás hombres, en el trabajo. Creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad, dice el Evangelio, y es la actitud constante del cristiano. No podemos salvar nuestra fe fiándonos de sólo nuestras fuerzas. La fe es respuesta de amor y hace de nosotros «nuevos hombres».
Nuestra vida cristiana, si es tal vida cristiana, necesariamente se expandirá a nuestro alrededor. Cristo ha venido no a abolir, sino a cumplir con un imperativo: Llenarlo todo (Ef 4, 10), reconciliar todas las cosas que hay en el cielo y en la tierra (Col 1, 20). «Hay en el mundo una negación más agresiva, más penetrante, que nos alcanza en la exegesis de la palabra de Dios, o que niega la utilidad y la actualidad del cristianismo. Y si nosotros no vamos con las armas del pensamiento, de la plegaria, de la virtud y de la gracia para enfrentamos con esa negación que busca vencer a la Iglesia y llega, lo repito, hasta nosotros que somos los ministros de la palabra y de la gracia del Señor, no podrá prosperar ciertamente el reino de Dios. Debemos ser más cristianos, estar más llenos de la ciencia del Señor para ser capaces, después, de transmitirla a los otros, a fin de que la luz atraviese las cosas y no sólo las tinieblas… En su propia exaltación, el hombre expresa como una gran necesidad, un gran deseo de Cristo; y si sabemos descifrar esto, encontraremos las palabras para predicar, para hacer que nuestra época viva a Cristo en nuestra sociedad, que más bien parece refractaria; a la que, diría yo, casi repugna recibir el nuevo mensaje del Señor; que lo rechaza como si fuera un mensaje para un tiempo ya caducado, cuando, en realidad, adquiere toda su actualidad cuando conocemos verdaderamente nuestra humanidad»3.
Estas palabras de Pablo VI encuentran continuidad en el lenguaje de Juan Pablo II, con la diferencia de que ya no son meramente descriptivas de un fenómeno existente en nuestra sociedad de hoy. El Papa actual no ama menos el Concilio y la renovación de la Iglesia que sus predecesores. Lo que hace es proclamar con vigor la fe de los Apóstoles, los primeros discípulos del que vino a traernos la vida.
Conocemos más a Cristo, y el mundo, como he dicho al principio, habla de Él más que antes. Pero hace falta una cosa: que no se nos impida amarle con humildad y con fe.
Y éste es el gran servicio que la Iglesia tiene que prestar hoy, ahora mismo ya, a sus hijos en primer lugar, y al mundo de los que le esperan, quizá sin saberlo.
Durante estos años tristes que hemos vivido, todo han sido ensayos, experiencias, interrogantes, dudas, intromisiones indebidas de unos en el campo de los otros, relajaciones de la disciplina que había nacido del amor, acercamiento al mundo sin discreción ni coherencia con lo que podíamos llevar a sus manos, llenándonos las nuestras con los falaces regalos que ese mundo nos hacía. Los cuatro documentos más afirmativos de Pablo VI –Mysterium Fidei, Humanae Vitae, Credo del Pueblo de Dios, Evangelii Nuntiandi– han sido los más olvidados y aun rechazados.
La Iglesia necesita llenarse otra vez del amor, la reverencia y el pasmo de la fe que sintieron ante Cristo los Apóstoles –el mismo que sentía Santo Tomás de Aquino ante la Eucaristía– y presentarse ante el mundo temblando con los dones de que es portadora y proclamándolos briosamente porque ellos son el pan y el vino y el agua viva de los que el mundo tiene hambre y sed.
La nueva vida en Cristo no se logra con liturgias disparatadas y canciones rebeldes, con comunidades populares autogestionarias de su fe y sus sacramentos, con libros de religión indigeribles por su exceso de antropologismo y su loco empeño de acomodación a las tendencias racionalistas de los hombres. Tiene que brillar más lo sagrado, lo misterioso, lo sobrenatural, lo divino. Esta Iglesia, más extendida que nunca, entregada al examen de sí misma y de su conciencia propia, deberá seguir analizándose para progresar siempre en una mayor santidad de sus miembros, pero siendo capaz de decir, como el Papa a los obreros de Polonia, que no permitan que nadie les arrebate jamás su vida interior y de oración.
La nueva vida en Cristo está descubierta desde el día mismo de Pentecostés. La han asimilado millones de seguidores de Jesús, la han proclamado con su palabra y con su ejemplo, la han dado a conocer con su trabajo apostólico. Y ese esfuerzo de fidelidad ha permitido crear una civilización y una cultura en que los grandes valores del Evangelio han aparecido siempre como un logro alcanzado en medio de los egoísmos o, al menos, como un punto de referencia para desear poseerlos o para arrepentirse de haberlos perdido.
La Iglesia tiene que volver a predicar y vivir así esa nueva vida con todo el entusiasmo que nace de quien se sabe asistida del Espíritu Santo.
«Cristo nos pide, sobre todo –acaba de decir el Papa en su discurso a los nuevos Cardenales–, la fortaleza de confesar ante los hombres su verdad, su causa, sin mirar si ellos son benévolos o no ante esta causa, si abren a esa verdad los oídos y los corazones o si los cierran para no escuchar. No podemos desanimarnos, aunque los otros cierren los oídos y la inteligencia. Debemos dar testimonio y anunciar el Evangelio en la más profunda obediencia al espíritu de verdad»4.
Este es el nuevo estilo de la Iglesia con que debemos caminar los evangelizadores de hoy: obispos, sacerdotes, religiosos, seglares, en la medida que nos corresponda a cada uno. Y viviendo así, prestaremos el mejor servicio al mundo de esta época de final de siglo en que nos encontramos.
No tengamos miedo a ser tachados de triunfalistas ni de dogmáticos. Las expresiones más triunfales se encuentran en las actas de los mártires. Cuando los cristianos iban a morir en los primeros siglos o en el nuestro, proclaman antes sus perseguidores que ellos, los perseguidos, eran los que tenían la victoria, porque el vencedor era Cristo. Y de dogmáticos hay que decir sin miedo que sí, que lo somos en tanto en cuanto tenemos que ser fieles a la verdad. Cristo es la Verdad
1 R. Guardini, El Señor, II, Madrid6 1965, 934-935.
2 Pablo VI, Discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio Vaticano II, n. 14, 29 de septiembre de 1963.
3 Pablo VI, Discurso al concluir el Retiro cuaresmal en el Vaticano, 1970, en Jacques Loew, Ese Jesús al que se llama Cristo, Madrid 1971, 252-253.
4 Juan Pablo II, Discurso del 30 de junio de 1979, en Enseñanzas al Pueblo de Dios, 3, Madrid 1980, 585.