La vida contemplativa en la Iglesia de hoy

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La vida contemplativa en la Iglesia de hoy

Conferencia pronunciada en Ávila el 4 de noviembre de 1974, en las Jornadas para Religiosas de vida contemplativa. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, noviembre-diciembre 1974.

La vida contemplativa en la Iglesia de Cristo #

Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida –pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba con el Padre y que se nos manifestó–, lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo (1 Jn 1-3).

Así empieza la primera carta del Apóstol San Juan y así he querido comenzar al dirigirme a vosotras, religiosas contemplativas, porque vuestra misión y servicio en la Iglesia es la contemplación del misterio divino, y de vuestra contemplación necesitamos todos como del aire para respirar. En medio del progresivo desarrollo de las culturas nos ayudáis a no perder de vista la auténtica Redención, y en medio de las situaciones terrenas, gozosas o dolorosas, nos ponéis de manifiesto la vida eterna y la Resurrección del Señor. En un mundo en el que imperan ideologías que no esperan nada de Dios, que afirman no tener necesidad de Él para hacer el bien, que muestran al hombre como capaz de conseguir por sus fuerzas su verdadera grandeza, vivís haciendo de la contemplación del misterio de Cristo el alimento y fuerza de cada momento de la existencia, y del «vivir plenamente en Dios» la meta de vuestras vidas. El trabajo cotidiano y cada una de las acciones que realizáis son hijos de esa contemplación y como sus frutos naturales.

«Vuestro testimonio de fidelidad al ideal contemplativo, hoy más que nunca, significa para los fieles el primado de Dios y de la vida interior en el complejo dinamismo de las actividades apostólicas. Significa la afirmación de los valores espirituales, de la oración, de la pobreza, del amor fraterno, del espíritu de sacrificio, de la cruz; de suerte que, como muy bien afirma el Concilio Ecuménico, constituís “una gloria para la Iglesia y una fuente de gracias celestiales”», ha dicho el Papa Pablo VI, este mismo año, el 21 de febrero, a las religiosas clarisas1.

La peculiar vocación de la vida contemplativa recuerda constantemente a la Iglesia y al mundo entero que es Dios quien salva. Sus comunidades son luces que indican la dirección, señales que marcan el peligro del activismo y ponen de relieve la tentación de la eficacia más allá de la acción de Dios. Su silencio habla de la Encarnación de la Palabra del Padre, de la esperanza y de la alegría de la Resurrección, de la plenitud del Espíritu, de la gracia, de la relación llena de amor y confianza que los hombres podemos vivir con Dios, de la bienaventuranza que supone «la elección de la mejor parte».

La vida contemplativa está de lleno integrada en la pastoral de la Iglesia al anunciar el misterio de Cristo a través de la oración constante, al anunciar valores que están más ocultos en otros estados de vida: recogimiento, contemplación, soledad, vida desinteresada, concentración en lo esencial. Sus armas, instrumentos y medios son espirituales. Es un testimonio claro del amor a Dios sobre todas las cosas, de la absoluta dependencia de Él y de la libertad del ser humano frente a todo lo que puede enajenarle en la búsqueda de su destino. Dice de la forma más vivencial y existencial posible que Jesucristo es la Verdad y la Vida, que nadie puede servir a dos señores, que quien pierde su vida la encuentra, y que las posibilidades realmente salvadoras están en el interior del hombre ligado a Dios por la fe.

La actividad de la religiosa contemplativa es ser oración en la Iglesia, canto de alabanza, plegaria, acción de gracias, continuo reconocimiento del misterio de Redención y Salvación. De esta forma realiza un ministerio vital y fundamental en la Iglesia de Cristo. El Evangelio nos dice que Jesús siempre estaba unido al Padre; vosotras sois testimonio de esa unión de Cristo con el Padre y de todos los cristianos con Cristo. Ponéis de relieve que Dios no es sólo el Ser absoluto de la filosofía, o el Dios estudiado por el teólogo, sino el Dios viviente que se ha comprometido por amor con la vida humana y que nos transforma por la gracia de la oración, haciéndonos cada vez más capaces de Él, al tomar más conciencia del misterio divino y de nosotros mismos.

Pienso al hablaros aquí, en Ávila, en Teresa de Jesús, cuando gracias a la oración escribe en las primeras Moradas: «No hallo yo cosa con qué comparar la gran hermosura de un alma y la gran capacidad, y verdaderamente apenas deben llegar nuestros entendimientos –por agudos que fuesen– a comprenderla, así como no pueden llegar a considerar a Dios, pues Él mismo dice que nos creó a su imagen y semejanza»2. O en las séptimas al tratar de las mercedes grandes que hace Dios: «Se le comunican –al alma– todas las tres Personas y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría Él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos»3.

Tenéis una tarea: despertar en los hombres la necesidad de orar #

Cristo oró, porque como Verbo de Dios contemplaba siempre al Padre, porque como hombre necesitaba de la oración, porque como Redentor y Primogénito de la humanidad tenía que orar en nombre de todos nosotros. Vuestra oración imita la de Cristo, tiene que ser como la de Cristo: contemplación, ayuda, confortación, intercesión. Y tiene la tarea de despertar en nosotros la necesidad de orar. Ella nos abrirá a todo lo demás. «Estamos convencidos –decía Pablo VI en una de sus catequesis– que el mundo moderno tiene necesidad de aprender de nuevo a orar. Es decir, a manifestarse a sí mismo delante de Dios: dos misterios que se encuentran: la conciencia del hombre y el Ser infinito e inefable»4.

Sólo la oración nos sitúa en la actitud de Jesús ante el Padre: amor, aceptación y entrega. Nos muestra la verdad cada vez más plena; nos abre a una disposición pura, leal y libre; nos impulsa a una acción más resuelta. El testimonio de la vida contemplativa permite descubrir que no se trata tanto de hacemos escuchar por Dios cuanto de oírle y hacemos capaces de oírle; el que ora de verdad, escucha. Dios otorga en la oración lo que San Pablo pide a los suyos: que Cristo viva por la fe en vuestros corazones, para que arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios (Ef 3, 17-19). La vida de oración incesante nos dice que sólo una confianza existe siempre, la confianza en Cristo. Él permanece, va con nosotros, ha muerto la muerte de cada hombre que cree en Él, y le resucitará en el último día.

La gracia de vuestra oración une a los hombres a Dios, y al situaros en estado de aceptación del mensaje divino, viene a vosotras el reino de Dios y sois entonces luz que ilumina y sal que da sabor. Tiene siempre fuerza intercesora. No podéis ir al encuentro de Dios sin ir al mismo tiempo al encuentro de los hombres, sin sentiros solidarias de su destino y sin querer hacer algo por ellos. La fuerza espiritual que hay en vidas así ayuda a abrirse a todos, al amor y a la providencia divina. En cada paso de nuestra existencia se tiene que ir dando una conversión fundamental, que es apertura al misterio de salvación, al misterio de Dios. La puerta de entrada es la oración. Contemplad, orad y que ello sea lo que nos hable de la alegría del don de Dios, del intercambio de amor. Dice San Agustín que no se vence al placer sino por el placer, porque el placer siempre es más poderoso que el deber. La humanidad está necesitada de ese gozo de Dios y sólo la relación y unión con Él puede descubrírselo hasta llegar a percibir la riqueza del amor trinitario mismo. Es vital el comprenderlo.

Toda la existencia del hombre se realiza en la relación Yo-Tú entre Dios y él; su vida es en el fondo «buscar el rostro de Dios»; para Él nos creó y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Él. Por eso nuestra vida tiene que ser, y así se realiza, un diálogo constante. La oración es la que nos enseña a mantener este diálogo. Las palabras del Padre Foucauld nos son próximas y asequibles: «Orar, ya lo veis, es, sobre todo, pensar en Mí, amándome…; cuanto más se ama, mejor se ora. La oración es la atención del alma fija amorosamente en Mí: cuanto más amorosa es la atención, mejor es la oración»5. También las de Teresa de Jesús: «No es otra cosa oración… sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama»6.

En frase de San Agustín, la oración es la respiración del alma. En definitiva, vivir a nivel personal la vida teologal, la vida de fe, de esperanza y de caridad. Haciendo de ella vuestra forma de vida sois testigos de Dios, y este testimonio tiene un aspecto eclesial importantísimo que nos es absolutamente necesario. La Iglesia peregrina no puede entenderse sin mirar a esa Jerusalén celeste y consumada que es la esposa inmaculada del Cordero, a la que Cristo amó y se entregó a Sí mismo por ella, para santificarla (Ef 5, 26)7; la unió consigo con alianza indisoluble, y sin cesar la alimenta y abriga (Ef 5, 29). Tenéis los contemplativos la mirada puesta en esa Jerusalén celestial y en el destino final que explica y condiciona de raíz toda la existencia humana. Buscáis las cosas de arriba, como dice el Apóstol, vuestro gozo es el gozo del amor de Dios. Vivís escondidos con Cristo en Dios y ese vivir nos ofrece hecho realidad el sentir del Concilio: «Pero mientras la Iglesia peregrina en este mundo lejos del Señor (2Cor 5, 6), se considera como desterrada, de modo que busca y saborea las cosas de arriba donde está Cristo sentado a la diestra del Dios, donde la vida de la Iglesia está escondida con Cristo en Dios, hasta que se manifieste con su Esposo en la gloria (Col 3, 1-4)»8.

«Ninguna razón justifica la vida consagrada a mirar y contemplar con amor a Cristo, nuestro Dios y Salvador, sino el hecho de ser una anticipación de la visión beatífica. A pesar de nuestras debilidades e imperfecciones en la realización de nuestra vocación, nuestro estado de vida es y será la afirmación de la vocación sobrenatural de la humanidad. El mundo necesita ver estas realidades, no sólo afirmadas en una predicación, sino realmente anticipadas, ante su vista, en unas vidas humanas», afirma Voillaume9. El peligro de hoy es el olvido de nuestra común vocación: la contemplación eterna, pero la vida contemplativa nos es testigo constante de ella. Esta peculiar forma de vida hace que vosotras, «asidas fuertemente por Dios, os abandonéis a su acción soberana que os levanta hacia Él y os transforma en Él, mientras os prepara para la contemplación eterna que constituye nuestra común vocación»10.

La contemplación es el reclamo de la naturaleza escatológica de la Iglesia en medio de su peregrinante situación actual. Los contemplativos vivís esa escatología por adelantado, aunque de manera imperfecta, ahora en el tiempo. Nos recordáis a todos hacia dónde caminamos y cómo debemos prepararnos a ese quehacer que nos espera y que constituye «nuestra común vocación». El Papa Pablo VI os ha llamado «vigías del crepúsculo de la vida actual y profetas de la aurora que aguarda a los fieles». Vuestra vida es un bien para toda la Iglesia, que necesita de esa vitalidad espiritual para realizar su misión de reconciliación y renovación. La plegaria que hacéis se inserta en la que Jesucristo dirige sin cesar al Padre en el Espíritu Santo.

Toda vida de fe encierra una dimensión contemplativa #

La vida eterna consiste en conocerte a Ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú enviaste(Jn 17, 3).Jesucristo se presenta como testigo de una autenticidad divina y humana tal que pide de los hombres fundamenten en Él su vida y su pensamiento. Es la luz que ilumina; quien le mira no anda en tinieblas. Sólo Él nos puede mostrar el plan de Dios, este es el sentido de la palabra Revelación. San Juan nos lo describe en un maravilloso texto del Apocalipsis:Vi también en la mano derecha del que está sentado en el trono un libro, escrito por el anverso y el reverso, sellado con siete sellos. Y vi un Ángel poderoso que proclamaba con fuerte voz: «¿Quién es digno de abrir el libro y soltar sus sellos?» Pero nadie era capaz, ni en el cielo ni en la tierra ni bajo la tierra, de abrir el libro ni de leerlo. Y yo lloraba mucho, porque no se había encontrado a nadie digno de abrir el libro ni de leerlo. Pero uno de los Ángeles me dice: «No llores; ha triunfado el León de la tribu de Judá, el Retoño de David; él podrá abrir el libro y sus siete sellos». Entonces vi… un Cordero como degollado… El Cordero se acercó y tomó el libro de la mano derecha del que está sentado en el trono(Ap 5, 1-7). El contenido oculto del libro sólo Cristo nos lo revela. En la medida en que contemplemos a Cristo conoceremos a Dios, y conoceremos su plan de salvación. Ya dijo Pascal que no solamente sabíamos de Dios por medio de Jesucristo, sino que no sabremos de nosotros mismos sino mediante Jesucristo.

En la comunión de vida que unía a los Apóstoles con Jesús se encuentra en germen la dimensión contemplativa de la Iglesia. La contemplación del Dios único y verdadero revelado en Cristo es esencial al desarrollo de la vida cristiana. No hablo, por tanto, aquí de la contemplación en general como la más alta expresión de la vida intelectual y espiritual del hombre, de esa capacidad real que le afecta en lo más íntimo de su ser. En esta perspectiva hablé el año pasado al tratar el tema de la contemplación como alma de la civilización del mañana. Pienso en el destino de toda persona humana como eterna comunión con la vida de Cristo, comunión de visión y de amor. Y no podemos estar destinados para algo para lo cual o por gracia o por naturaleza no tengamos capacidad.

La gracia, que es decir la vida de Dios en nosotros, desarrolla esta capacidad, que es la que nos da consistencia y valor. Nuestra vida de fe está fundamentada en este convencimiento, y mientras no le demos esta dimensión contemplativa, unitiva, todo quedará en un plano de ciertos hábitos, de ciertas tendencias, pero superficial. La dimensión contemplativa es aquello que decía San Agustín era en él más que él mismo, y cuando entraba en él era la base firme en la que apoyaba su existencia con todas sus opciones fundamentales. Aceptar a Cristo es empezar a vivir esta comunión que nos llevará a exclamar algún día plenamente: mi vivir es Cristo.

Toda vida de fe encierra una dimensión contemplativa, y esto pone de relieve algo clave en el cristianismo: la esencia de la revelación radica en que Dios ha venido al hombre, no en que el hombre va hacia Él. En verdad te digo: el que no nazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu. No te asombres de que te haya dicho: tenéis que nacer de lo alto (Jn 3, 5-7). Daniélou nos dice con su claridad acostumbrada: «Yo resumiría la diferencia fundamental entre las religiones y la Revelación en una frase: las religiones son esencialmente la expresión de un movimiento que va del hombre hacia Dios; las religiones son la expresión de esa búsqueda de Dios, que está inscrita en el corazón del hombre; a través de la religión, el hombre intenta a oscuras, tanteando, captar, más allá de las cosas visibles, las realidades invisibles y misteriosas cuya existencia presiente. La Revelación, por su parte, es un movimiento inverso; no va del hombre a Dios; va de Dios al hombre. La esencia de la Revelación radica en que Dios ha venido hacia el hombre: es un gesto de Dios»11. Nuestra existencia personal tiene su raíz en Dios, nuestra interioridad brota perennemente de Él. Cristo nos reveló a Dios y encarnó su Espíritu en nosotros, nos tomó como posesión: Si alguno me ama, vendremos a él y haremos en él nuestra morada (Jn 14, 23). Por eso la oración es contemplación, sumergimos en esa unión que nos descubre nuestra auténtica y fuerte verdad.

La fe exige del cristiano creer que Dios ha venido a la tierra, que ha asumido nuestra humanidad salvando el abismo que la separaba de la vida de Dios. Le ha hecho renacer a esta vida divina de manera que somos unos con El. Por eso toda vida de fe encierra una dimensión contemplativa. Al hablar de Revelación cristiana se está hablando ya de contemplación cristiana. Y en la medida en que ésta se va desplegando se desarrolla la vida eterna en el alma. Durante nuestra vida terrena vamos formando en nosotros ese hombre o mujer que un día seremos. Pero llevamos este tesoro en vasos de barro, para que aparezca que la extraordinaria grandeza del poder es de Dios y que no viene de nosotros. Atribulados en todo, mas no aniquilados. Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo… Por eso no desfallecemos. Aun cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día. En efecto, la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna, a cuantos no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles son pasajeras, mas las invisibles son eternas… Y así gemimos en este estado, anhelando ser revestidos de nuestra habitación celeste(2Cor 4, 7-10. 16-18; 5, 2).

La existencia del cristiano está en el tiempo, pero lleva ya en sí la eternidad. La contemplación abre su mirada hacia ese horizonte eterno que es siempre el misterio de Dios, en el que se ve que Él es todo en todo (1Cor 15, 28). La imagen de la vida contemplativa tendrá siempre vigencia, y ella velará para que siempre esté en vigor esta dimensión esencial. Dirá a todos los cristianos cómo su vida en medio de la mayor actividad tiene que estar cimentada en la contemplación del misterio de salvación. «La Iglesia es la sociedad de hombres que oran. Su fin primordial es enseñar a orar. Si queremos saber lo que hace la Iglesia, debemos advertir que es una escuela de oración. Recuerda a los fieles la obligación de la oración; despierta en ellos la actitud y la necesidad de la oración; enseña cómo y por qué se debe orar, hace de la oración el “gran medio” para la salvación, y al mismo tiempo la proclama fin sumo y próximo de la verdadera religión. La Iglesia hace de la religión la expresión elemental y sublime de la fe: creer y orar se funden en un mismo acto, y al mismo tiempo hace de expresión de la esperanza»12. La Iglesia es la familia de los adoradores del Padre en espíritu y en verdad (Jn 4, 23).

El mundo actual necesita oasis de contemplación que esclarezcan el misterio del hombre dentro del misterio del Verbo encarnado #

Ciertamente, la vida misma diaria del cristiano os necesita por la constante invitación que le hacéis a contemplar su vida a la luz del misterio de Cristo, a apartarse de lo que enajena, a buscar lo que en realidad libera, a independizarse de las necesidades que crea la sociedad de consumo y el mundo que vivimos. El mundo de hoy y el de siempre requiere la fuerza de la vida contemplativa y la requerirá más en proporción del desgaste que experimenta. Hay una relación profunda entre acción y contemplación. Filósofos y místicos convienen en reconocer una relación estrecha e inevitable entre ambas. La contemplación no es inactividad, sino la forma más alta de vida activa y el grado supremo de la actividad espiritual. La acción ha de ser pensada y la contemplación ha de ser acción. El jefe de un aeropuerto no realiza menos la acción que el piloto que la ejecuta: él lleva en sí la responsabilidad que la acción misma le impone porque la piensa. Acción y contemplación se complementan; la elección de esta última no supone de ninguna manera renuncia de la acción. Toda creación es fruto de una intuición que se torna acción. La evidencia espiritual es el beneficio de la contemplación, en la cual el pensamiento y la acción encuentran su cumplimiento y realización. Cualquiera que acceda a la contemplación se transforma en simiente, en rica semilla que germinará en copioso fruto. El que descubre una evidencia tira del otro para mostrársela, por eso todo cristiano tiene que ser un apóstol. No es posible tener vida de unión con Dios y no darlo a los demás. La contemplación es la expresión de la nueva vida que hay en el cristiano y ésta tiende a comunicarse. Todos somos redimidos por Cristo y somos redentores con Él. Un mismo Espíritu nos vivifica y una misma vida corre por todos nosotros. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a la que hemos sido llamados (Ef 4, 4).

Pero en nuestro mundo no parecemos vivir, ni los que decimos ser Iglesia de Cristo, en la fecunda dialéctica de contemplación-acción. No parecemos conscientes de que «a medida que el compromiso temporal adquiere más cabida en la vida de los cristianos, es preciso que el testimonio de la contemplación le presente su contrapeso»13. El relieve y la trascendencia de una época histórica no están en que en ella se logren una técnica y un bienestar cada vez mejores, ni en un dominio de la naturaleza cada vez más potente, sino en lograr unas formas de vida en las que el hombre viva su verdadera condición y realice su vocación, de tal forma que se logren unas dignas y verdaderas actitudes éticas. Las verdaderas conquistas son las del espíritu y las que éste consigue para que el progreso sea en beneficio de todos, para que aumente el respeto hacia el hombre, de tal manera que todos, sin excepción, consideren a su prójimo como a un «otro yo», para lograr instituciones que sirvan a la dignidad y al fin del hombre14.

No voy a examinar el panorama actual, lo conocéis porque sois hijas de esta época. Seguramente habéis analizado con detención en vuestros ratos de lectura y de oración la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, ella nos da una visión clara y comprometida. ¿No es cierto que el hombre hoy está en peligro? La preocupación por el hombre se llama un libro muy leído, sobre todo en Europa, de Romano Guardini; en la introducción nos dice: «Contienen –las charlas, conferencias y artículos del libro– no poca crítica hacia la cultura actual, pero esta crítica no está orientada por puntos de vista puramente filosófico-culturales, sino por una preocupación por el hombre percibida cada vez con mayor fuerza; por el hombre, que nunca ha estado tan inmediatamente en peligro como hoy. Es decir, está orientada por la cuestión de si el hombre, dentro del proceso, cada vez más veloz, del progreso científico, técnico y sociológico, puede seguir siendo hombre en el sentido en que determinan ese concepto la palabra divina y el honor humano»15. Estamos en peligro de enajenarnos en la propia obra de nuestras manos, de perder la libertad cuando buscamos con ansia la liberación, de no creer en el amor cuando tanto se habla de él, de romper toda relación de fidelidad y de pisotear los deberes que nos incumben y, por tanto, ¿qué derechos podremos exigir? Seamos sinceros, lealmente sinceros para reconocer si para nosotros el misterio del hombre queda esclarecido de verdad dentro del misterio del Verbo encamado con todas las consecuencias concretas que en nuestra vida cotidiana implica. Un pensador francés, Marrou, afirma en su libro Teología de la historia, que la vocación de los contemplativos nos es necesaria porque ella pone rumbo directamente a lo eterno. La inteligencia humana, si no quiere equivocarse, no puede separarse de la suprema razón de nuestro vivir, que es el misterio de por qué somos y a dónde vamos. Las consecuencias de esta separación son las injusticias, los odios, la falta de respeto a la persona, la embriaguez del poder, etcétera.

Se debilita la profundidad que brota de la penetración del misterio de Cristo, que da la comprensión de lo esencial, la experiencia de lo que realmente tiene sentido, y esto sólo puede obtenerse en el enfrentamiento interior de la contemplación que requiere calma y reposo, sencillez y humildad, concentración y reflexión. Pedid insistentemente al Señor hombres y mujeres con este «calado» en la vida.

«Hemos conocido hombres libres, que se llamaban Bernanos, Maritain, La Pira. Ellos han demostrado que la adhesión celosa a la fe, el espíritu de contemplación, la obediencia a la Iglesia, podrían ir acompañados de posiciones políticas y sociales arriscadas. Son nuestros maestros. En ellos vemos cómo se realiza el ideal que no cesa de proponemos Pablo VI; unir el servicio a la fe y el servicio a la paz. La sociedad que nos propone construir es, según la frase de La Pira, una sociedad en la que los hombres tengan su casa y Dios tenga su casa. Ellos han demostrado que se puede ser moderno sin ser modernista y que amar a la humanidad no es hacer de ella un ídolo. Dios no es ni de derechas ni de izquierdas. La peor confusión radica actualmente en la absurda idea de algunos semiteólogos, según los cuales la trascendencia de Dios es una idea conservadora, siendo así que el cristiano de izquierdas debe ser horizontalista. Todo cuanto contribuye a fomentar semejante equívoco sería peligroso. “El cristiano –decía acertadamente Merlau-Ponty– es un mal revolucionario y un conservador poco seguro”. Esa es su gloria. Porque eso quiere decir que ni la tradición ni el progreso constituyen para él unos ídolos, puesto que solamente el Evangelio y solamente la Iglesia constituyen el último punto de referencia. Por eso el cristiano escapa a las prisiones de derechas o de izquierdas en las que algunos pretenden encerrarlo»16.

El mundo entregado a vuestra
responsabilidad y compromiso cristiano #

A vosotras, religiosas de vida contemplativa, como a todo el que cree en Cristo, el mundo está entregado como tarea de la responsabilidad y compromiso cristiano. No podemos pensar en reino de Dios, en historia de salvación abandonando todo y dejándolo al dominio de los que no tienen fe. La marcha de nuestra historia está informada por el influjo del mensaje de Jesucristo. Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a Mí me lo hicisteis (Mt 25, 40). Estas palabras son vitales. El juicio se decidirá según hayamos cumplido el mandato de la nueva hermandad que nos da la nueva filiación de hijos de Dios. La luz de esta relación penetra en la confusión que reina en las relaciones humanas. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como Yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros (Jn 13, 34-35). Amar como Cristo significa liberar como Él y salvar como Él. Esta es la obra de la Iglesia.

La historia humana es una sucesión de renovaciones y nuevos logros. Nadie puede tener la ilusión de construir algo completamente acabado y definitivo. Los sistemas políticos, sociales o filosóficos son siempre perfectibles, provisionales y relativos a las circunstancias históricas y culturales. En todas las épocas hay voluntad positiva de organizar la sociedad y liberar a los hombres de las servidumbres sociológicas, aunque puede ser que esta voluntad auténtica y verdadera sólo esté en una minoría. Cada situación concreta se inserta dentro de una amplia serie de otras y será superada como las precedentes. La historia tiene su propio dinamismo: tradición y pasado, presente hijo de esa tradición, futuro como progreso que avanza siempre hacia lo mejor, aunque en momentos de crisis no lo parezca. Tradición, presente y progreso no son enemigos entre sí, a pesar de estar separados a veces por cauces que parecen abismos. Todo está transido de la misma alma. Lo que llamamos «nuevo» ya es, desde que existe, germen de otras cosas nuevas.

En toda época de renovación hay muchos problemas, unos reales, planteados por la vida misma, y exigen una solución; otros, más o menos artificiales, palabreros o superficiales, propios de nuestra limitación y extroversión, que son, por tanto, periféricos y nos llevan a pequeñeces en que perdemos mucha fuerza y energía. Es fundamental no perder la vitalidad que lleva en sí toda renovación. Lo que interesa siempre es redescubrir por encima de todos los problemas el misterio irreductible de la vocación y del destino humano. Dios nos ha dado una etapa concreta de la historia de salvación que hacer, y, por tanto, nuestra iniciativa y responsabilidad son inmensas. Somos responsables de las respuestas que damos al momento presente, de lo que tomamos o dejamos de tomar del pasado y del porvenir que trazamos. Somos libres y no podemos existir de forma pasiva, sino participar en forma activa en su libertad creadora y redentora. El hombre de hoy necesita de hombres y mujeres que respondan y den solución a los problemas fundamentales de la existencia desde una perspectiva, desde la cual jamás responderá ninguna organización social. Los cristianos tenemos que estar convencidos, y actuar en consecuencia, de que el mundo nos está dado como tarea y deber, entregado a una responsabilidad cristiana. Sería muy triste, desesperadamente triste, una situación en la que los hombres pidieran a la Iglesia que les diera el Evangelio de Jesucristo, que les anunciara su reino, y que ésta no pudiera dárselo.

Ayudad a los hombres a su descubrimiento. Demostrad con vuestra vida que lo que fundamenta la libertad es el reconocimiento de la trascedencia de Dios y la Revelación en que ese Dios se comunica; sólo su verdad nos hará libres. Desde el momento en que los hombres descartan esa realidad, su última apelación queda en los poderes humanos. ¿Y no es ésta la peor amenaza para la libertad? ¿Habría un mundo más angustioso que aquel en que los poderes humanos tuvieran la última palabra sobre el destino del hombre? Lo que hace del cristiano un hombre libre es saber que él solo es el responsable último de su salvación y que sólo por Dios será juzgado, quien también juzgará el uso que los hombres han hecho de los poderes humanos. Nuestro mundo empieza ya a estar un poco cansado de ideologías y teorías. Vuelve a ser como en otros momentos no muy lejanos en la historia, me refiero a los comienzos de nuestro siglo, momentos en los que por todas partes surgen «técnicas de liberación» y cada uno parece inventar el mundo a su manera, e incluso habla un lenguaje particular.

Precisamente en circunstancias así necesitamos personas que, en todos los ámbitos y sectores, manifiesten en su vida el Espíritu de Jesucristo que les hace hijos de Dios y en virtud del cual claman Abba, Padre. Necesitamos que la confianza en el amor de Dios sea una realidad que oriente y conforte de una manera manifiesta. Con vuestra vida, religiosas contemplativas, acentuáis intensamente algo que pertenece al orden de la vida cristiana: El que quiera venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mt 16, 24). Quien hace la voluntad de Dios, permanece en la eternidad (1Jn 2, 17). Sacrificáis todo por el amor de Dios en bien del Cuerpo Místico de Cristo. Renunciáis en obsequio a la plena libertad para Dios. Y precisamente por el hecho de vuestra renuncia y vuestra forma de vida mostráis a vuestros hermanos la adecuada relación con los valores que ellos deben vivir. La vida del hombre conforme al Evangelio sólo puede alcanzarse por la misma intención y por las mismas fuerzas por las que viven los que se consagran con exclusividad a los consejos evangélicos. Vuestra vida acentúa lo que pertenece al orden de la vida cristiana.

Vivid vuestra vida contemplativa de la única forma que tiene sentido vivirla, a la luz de la historia de la salvación. «Hijas predilectas de la Santa Iglesia, permitid que el espíritu de comunión del que ella vive, entre en vuestras casas más allá de las rejas de vuestras clausuras, entre en vuestras almas e infunda el aliento de renovación querido por el Concilio Ecuménico, y os dé también a vosotras, más aún, a vosotras especialmente, la visión de los grandes designios divinos que se proyectan sobre la humanidad, y marcan su destino en orden a su salvación sobrenatural y escatológica, de la misma manera que nos presentan nuestros deberes y nuestros recuerdos en orden a la ayuda necesaria para la elevación, la concordia y paz del mundo»17. Los gozos y esperanzas, las tristezas y angustias de los hombres de la época actual, como nos dice la Gaudium et spes, son también los gozos y esperanzas, las tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay auténticamente humano que no halle eco en vuestro corazón. Sabéis que marchamos como peregrinos al Reino del Padre y hemos recibido el mensaje de salvación para darlo a todos. Por eso vuestra vida, necesariamente, tiene que sentirse en verdad íntimamente unida con la humanidad y su historia. A los grandes interrogantes, formulados hoy con verdadera agudeza: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál el sentido del dolor, del mal, de la muerte? ¿Cuál el sentido último de la acción humana en el universo? ¿Qué habrá después de esta vida temporal?, a estos grandes interrogantes, digo, vuestra vida ha de ser una respuesta y una luz esclarecedora. Tenéis que vivir sintiéndoos solidarias de todo lo que está ocurriendo, sabiendo que es la persona del hombre la que hay que salvar.

Por encima de todo, una vocación clarísima: vuestra vocación eclesial: «continuar, bajo la guía del Espíritu Santo, la obra del mismo Cristo, que vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para condenar, para servir y no para ser servido»18. Vuestra vocación contemplativa no será tal si no vivís cada día más a Cristo y a su Cuerpo, que es la Iglesia. «Los institutos que se ordenan íntegramente a la contemplación de modo que sus miembros se dediquen a Dios solo en la soledad y el silencio, en asidua y áspera penitencia, por mucho que urja la necesidad de un apostolado activo, mantienen un lugar preclaro en el Cuerpo Místico de Cristo en el que no todos los miembros tienen la misma función (Rm 12, 4), pues ofrecen a Dios el eximio sacrificio de la alabanza, ilustran al pueblo de Dios con abundantísimos frutos de santidad, le conmueven con el ejemplo y lo dilatan con una misteriosa fecundidad apostólica. Son honra de la Iglesia y manantial de gracias celestiales. Sin embargo, examínese su modo de vida a la luz de los principios y criterios indicados para una adecuada renovación, conservando, no obstante, su santísimo alejamiento del mundo y los ejercicios peculiares de la vida contemplativa»19.

La Iglesia es sacramento de salvación y por ello «exhorta sin descanso a sus hijos a la purificación y renovación para que el signo de Cristo brille más claramente sobre la faz de la Iglesia»20. Vosotras habéis de lograr en vuestra vida esa purificación y renovación por la que seréis signo y testimonio de Cristo. Ayudaréis así al mundo, porque estáis trabajando en la instauración y venida del Reino de Dios, que es reino de justicia, de verdad y de paz. Sólo habrá justicia, verdad y paz cuando ésta anide en los corazones de los hombres, y así sus obras, sus realizaciones, las estructuras que se creen serán buenas y contribuirán al verdadero desarrollo. Dadnos a los hombres de hoy la contemplación del misterio divino y recordadnos siempre que es Dios quien salva. La pastoral de la Iglesia hoy os necesita para el testimonio y anuncio de esos valores tan interiores, y por eso tan ricos y fecundos de vuestra vida contemplativa.

La evangelización del mundo contemporáneo #

Me privaría a mí mismo, y también a vosotras, de una satisfacción muy sincera, y sin duda legítima, si, para terminar, no hiciera una referencia al Sínodo de Obispos recientemente celebrado. El tema, como sabéis, era la evangelización del mundo contemporáneo.

Diversas las situaciones, diversos a veces los planteamientos, y diversas también, según las circunstancias, las soluciones complementarias unas de otras que se brindaban, ha habido una afirmación en que la coincidencia fue unánime y rotunda: la necesidad de la vida interior, de la oración y de la contemplación para una evangelización que quiera responder a su originalidad auténtica.

Aquí no hubo discrepancias. Ante los ojos de los Padres sinodales se abrían horizontes muy distintos: los que cada uno, a la mañana o a la noche, puede examinar según el mundo en que vive. Pero las miradas se fundían en una sola, aunque fuera diverso el color de los ojos, cuando se quiso apuntar a lo que es fundamento vivo de nuestros trabajos apostólicos. Es la primera vez en estos años del posconcilio en que una representación tan cualificada y numerosa de la Jerarquía de la Iglesia, siguiendo al Santo Padre, que nunca cesó de iluminarnos a todos durante este período, ha vuelto a recordar con serena alegría y convicción profunda lo que a veces quedaba en excesiva penumbra: el valor primordial de la contemplación para la acción evangelizadora en cualquier situación y en cualquier parte del mundo.

Durante estos años se han oído voces demasiado desafinadas dentro de la hermosa sinfonía de la vida de la Iglesia. Se ha desestimado y aun despreciado, por parte de algunos, la vida de oración y sacrificio de las comunidades religiosas de clausura. Se ha dicho que pertenecían a una época acabada, y que, en el giro actual de la historia del mundo, al que la Iglesia debe acompañar con su encarnación constante, ya no había lugar para esa clase de soledades infecundas y egoístas.

Se decía que era una evasión alienante querer contemplar exclusivamente el cielo mientras se vive todavía en la tierra, una tierra tan cargada de dolor y tan anhelosa de redención fraterna, precisamente aquí, ahora, mientras es eso, tierra pobre y potencialmente rica, morada inhóspita de los hombres, pero susceptible de transformarse en hogar más acogedor si los cristianos cumplimos con nuestro deber de hacer fermentar todo con presencias más comprometidas. Bastarían momentos de contemplación, se decía, que pueden y deben darse en cualquier vida cristiana empeñada en el combate activo; pero ¿para qué toda una existencia, suspendida entre la tierra y el cielo, como una forzada anticipación de la eternidado como un fraude al común compromiso terrestre?

Los que así discurren conciben la Iglesia como una empresa humana o como un plan de desarrollo historicista y cambiante, en lugar de ver en ella un misterio, el del Christus totus. Cristo y los cristianos, que bajo la acción del Espíritu Santo se cambian entre sí y se comunican sin cesar impulsos, latidos, ejemplos, auxilios, requerimientos, interrogantes, respuestas, luchas, esperanzas, anhelos, virtudes, cruces, alegrías, es decir, todo lo que es vida y que produce vida.

Si la Iglesia es un Cuerpo Místico, es todo un organismo el que debe ser contemplado, no las vidas individuales yuxtapuestas; y al contemplar ese organismo completo, veremos que las vidas que oran y las vidas que trabajan en otros menesteres y exigencias constituyen una convergencia única de esfuerzos que cooperan al mismo fin. Querer reducir la extensión o la intensidad del holocausto de una vida dedicada a la oración y el sacrificio es suplantar al Espíritu Santo, es someter las vocaciones al arbitrio de una dictadura exterior, es entregar a la discusión humana la conveniencia o inconveniencia de treinta años de silencio en la vida del Salvador, es negar actualidad en el Evangelio de hoy a lo que en el Evangelio de ayer fue la presencia silenciosa y adorante de la Virgen Santísima y, sin embargo, activa y cooperadora en la redención obrada por su Hijo.

Digámoslo de una vez y para siempre, con toda la firmeza que nace de los grandes amores y de las grandes convicciones:

1º La vida de oración y contemplación constituye una dimensión inalienable en el misterio de la Iglesia y brotará siempre del fondo de su corazón como un despliegue normal de sus íntimas exigencias.

2º Este impulso, por coherencia con las raíces de donde brota, moverá a unirse por amor a los que lo sienten, y surgirán, aprobadas y queridas por la Iglesia, órdenes, congregaciones, comunidades de personas entregadas a orar y a contemplar el misterio de Dios.

3º Desde el silencio de su entrega, estas comunidades serán focos de caridad y de esperanza, testimonios visibles de la trascendencia, anticipación esforzada de la plenitud del reino, servicio heroico al mundo en lo que éste más necesita, porque por su sola presencia recuerdan, llaman, invitan, ofrecen y exigen con la más eficaz de las exigencias: la de los que lo dan todo sin pedir nada a cambio.

4º Tales comunidades harán bien en examinarse a sí mismas para lograr en todo momento, también hoy, la renovación que pide la Iglesia, de manera que no se confunda la fidelidad con el inmovilismo, la sencillez con la ignorancia, o el desprendimiento con el anacronismo; pero tampoco la adaptación con la aventura, la generosidad con la anarquía, o el testimonio con las condescendencias disolventes.

5º Conducida la renovación por la mano maestra de la Iglesia, y alejados de tan delicada tarea los falsos profetas que a veces se han introducido causando daños gravísimos, no hay nada que temer.

Estos días vais a hablar precisamente de esa renovación y os va a guiar ese Magisterio, que personas competentes os irán presentando. Hacedlo sin temor, religiosas. Os necesitamos. Os necesita la Iglesia de España y la Iglesia universal. Lejos de que pueda sufrir quebranto vuestra interioridad, ésta debe reforzarse, y debe salir de aquí fortalecido vuestro amor serio y profundo al despojo, a la cruz y a la resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Renovaos en la profundidad de vuestro amor a Dios para que eso, el amor, y no otra cosa, sea lo que brille en el silencio de vuestras vidas contemplativas.

Y no os alteréis por el hecho de que el mundo no lo comprenda nunca del todo. Es natural que al mundo le falten capacidades de comprensión para el misterio. Tenemos que aceptarlo con tranquilidad, no con orgullo. Sería triste y lamentable equivocación que, por buscar una mayor credibilidad al «don de Dios», lo desnaturalizáramos hasta el punto de convertirlo en un mero obsequio humano. Hay que aceptarlo y vivirlo tal como es. Hacerlo inteligible para los que buscan a Dios con sincero corazón, y por eso con profunda atención a nuestro tiempo, pero a la vez mantenerlo íntegro y puro en toda su radical seriedad, aunque parezca una locura, que será en todo caso la locura de la cruz.

1 Homilía en la audiencia general del 20 de febrero de 1974. Cfr. el decreto Perfectae cariiatis, 1.

2 Moradas primeras,I, 1.

3 Moradas séptimas, I, 7.

4 Homilía, en la audiencia general del 10 de mayo de 1973.

5 Ch. deFoucauld, Écrits spirituels, 162. Edición española en Salamanca 1981.

6 Libro de la vida,8, 5.

7 LG 6.

8 LG 8.

9 R. Voillaume, Orar para vivir, Madrid 1971, 149.

10 Pablo VI,Evangélica testificatio, 8.

11 J. Daniélou, La fe de siempre y el hombre de hoy,Madrid1969, 89-90.

12 Pablo VI, Homilía en la audiencia general, 20 de agosto de 1966.

13 J. Daniélou, La Trinidad y el misterio de la existencia,Madrid 1969, 7.

14 Cf. GS 27.29.

15 R. Guardini, La preocupación por el hombre,Madrid 1965. 13.

16 J. Daniélou, El dedo en la llaga, Bilbao 1970, 123-124.

17 Pablo VI, Homilía en la ceremonia de ofrecimiento de los cirios, 2 de febrero de 1973.

18 GS, 3.

19 PC, 7.

20 LG 15.