Actualidad de la vida contemplativa

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Actualidad de la vida contemplativa

Carta pastoral, de mayo de 1977, con motivo del VIII Centenario del Monasterio Cisterciense de San Clemente, de Toledo. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, mayo 1977.

No hace mucho tiempo, con motivo de la canonización de Santa Beatriz de Silva y de la beatificación de Sor María de Jesús, pude referirme, aunque muy brevemente, a algunos valores perennes de la vida contemplativa, siempre nuevos y fecundos en la acción evangelizadora de la Iglesia. Quiero hoy insistir con más detenimiento en el mismo tema, tomando pie de un sencillo acontecimiento que vamos a celebrar en este mismo mes de mayo.

El Monasterio de San Clemente, situado en el corazón mismo de la ciudad de Toledo, cumple ochocientos años de existencia, durante los cuales las religiosas del Císter han dado gloria a Dios y un maravilloso testimonio de perseverancia en el servicio al ideal monástico. Es justo que sus actuales moradoras quieran aprovechar esta circunstancia para agradecer al Señor este beneficio insigne, y que nosotros la aprovechemos también para ofrecer a nuestros diocesanos la lección que de este hecho se desprende.

Algunos datos históricos #

El Monasterio de San Clemente fue fundado a finales del siglo XI o en los comienzos del XII para religiosas benedictinas. Se unió al Císter en 1175. Desde esta fecha han permanecido allí las religiosas ininterrumpidamente, entregadas a la oración y al sacrificio por las necesidades del mundo. Ochocientos años de contemplación y holocausto significan mucho en el seguimiento amoroso de la voluntad de Dios y en el enriquecimiento de la Santa Iglesia.

No es éste el lugar de detenernos a reseñar el riquísimo tesoro documental que guarda su archivo –uno de los más ricos de Toledo–, donde constan las donaciones que los reyes, magnates y gentes sencillas hacían a las religiosas, ofreciendo lo mejor de sus bienes para el culto divino y para sustento de las mismas. Tampoco queremos entrar a describir la grandeza antigua del edificio, que según Salazar de Mendoza se componía de siete claustros, y que todavía a finales del siglo XVIII fue considerado por el Cardenal Lorenzana como el más apto de Toledo para residencia y educación de las hijas del Infante Luis de Borbón.

Nos contentamos con referimos a algunas figuras insignes representativas de la espiritualidad que se vivió en San Clemente. Las crónicas del Monasterio nos hablan de un espléndido plantel de almas selectas que vivieron santamente su entrega a Dios y ejercieron beneficiosa influencia sobre la Iglesia de Toledo y aun sobre la Iglesia universal.

La primera alma grande de que hay noticia, forjada en San Clemente, es Doña Mater, la misma abadesa que ahora hace ocho siglos indujo a sus religiosas a abrazarse con una observancia más estrecha, la del Císter, tal como quiso vivirla San Bernardo: «Mujer santa, de singular virtud y exemplo, y hay fama de que en vida obró el Señor por ella muchos milagros».

Doña Inés García de Cervatos, nacida en la primera mitad del siglo XV de una ilustre familia toledana, la cual no solamente renunció al mundo y a un brillante porvenir, sino que también ofreció para el servicio de Dios todos sus bienes, y, lo que más la ennoblece, dejó a la posteridad fama de verdadera santa, según atestiguan unánimes los biógrafos.

Casi de la misma época es Doña Constanza Carrillo, persona «tan regalada de Cristo, que, siempre que comulgaba, quedaba arrobada y transformada en Él». Cuando era abadesa, muchas veces la sorprendieron sus religiosas levantada de la tierra mientras oraba silenciosa ante el Sagrario.

Doña Constanza Barroso, natural de Valladolid, «fue una de las mujeres más excelentes que ha tenido San Clemente, y por ventura aquella edad». Fue contemporánea de Santa Beatriz de Silva y no es improbable que proporcionó algunas religiosas para que la Santa enseñara las observancias del Císter a las primeras aspirantes a la Orden Concepcionista. Su familiaridad con Cristo era tanta, que, según el P. Francisco Vivar, «como otro Job le hablaba cara a cara».

Dona Catalina Manrique, de familia distinguida, que vivió y murió como verdadera santa. Falleció en olor de santidad en 1575 y, abierto su sepulcro cuarenta años más tarde, se encontró su cuerpo incorrupto exhalando una fragancia deliciosa.

Doña Beatriz de Guzmán, priora del Monasterio, amantísima de la regla y de la penitencia. De ella dice con gracia un cronista que «ni el rigor de la penitencia le quitó la vida, antes se la aumentó, porque vivió cerca de cien años, creciendo siempre en virtud y perfección».

Doña María Campillo, simple religiosa, que pasaba noches enteras a los pies del Sagrario y, en el heroísmo de su caridad, ofreció su vida por las almas necesitadas.

Si quisiéramos seguir, tendríamos que hacer la biografía de cada una de las religiosas que han vivido en San Clemente, pues la mayor parte de ellas se han esmerado por vivir en plenitud su consagración a Dios. Pero no es mi fin hacer historia, sino reflexionar sobre esa vida contemplativa, yunque adecuado para la forja de tales almas.

Naturaleza de la vida contemplativa #

Santo Tomás distingue dos aspectos importantes o clases de vida, activa y contemplativa, según el género de actividades a que cada cual se dedique. Para él, la vida activa se encamina principalmente a las obras exteriores, procura ordenar los movimientos y potencias a hacer el bien, y se entrega a las obras de misericordia con el prójimo, fin nobilísimo, pero de suyo inferior si se compara con el de la vida contemplativa, que tiene por objeto la contemplación de la Verdad, del Ser Supremo, de la que nace esa fruición, que constituye la felicidad de los santos1.

San Gregorio Magno define las dos vidas casi con idénticas ideas, pero empleando distintos términos. Según él, el vivir y el obrar se diferencian entre sí. La vida activa ejercita la contemplación de la verdad per modum actus, es decir, como algo secundario, mientras las obras exteriores son el blanco principal de sus actividades. La vida contemplativa, en cambio, tiene las obras exteriores como algo accidental, no se detiene en ellas, porque pone su afán en la contemplación y fruición de la verdad que la absorbe. O sea, si por un imperativo del deber o la necesidad se viera el alma contemplativa obligada a ocuparse en obras de apostolado externo, con todo, su deseo interno es dejar cuanto antes todo lo que distrae para vacar sin estorbos al objeto que llena su vida, la contemplación del Sumo Bien2.

San Bernardo, el gran contemplativo y maestro de contemplativos, define la contemplación como «una intuición verdadera y cierta que tiene el alma de cualquier objeto, y como el acto por el cual el espíritu se adhiere a una verdad de un modo indubitable»3.

El santo fija la contemplación no sólo en la intuición de la verdad, antes va más lejos, señalando el objeto de la misma: disfrutar el objeto que se intuye, aprehender, adherirse a la verdad que contempla el entendimiento para adquirir más conocimiento del objeto amado, a fin de que cuanto más se le conozca más se le ame.

«Este trabajo –añade el santo– nunca puede ser fruto de la voluntad humana, sino que proviene del beneplácito divino»; es una gracia especial de Dios.

Para el Cardenal Bona, «contemplación es una función propia de los místicos y la parte más destacada de la vida humana, la cual tiene por fin y objeto al mismo Dios, y que, al decir de Santo Tomás, consiste en cierta visión suave, reposada y amable de la verdad eterna, la cual mira sinceramente sin variedad de relaciones, y penetra con gran amor y admiración, con tanta certeza y claridad, que se considera visión de Dios cara a cara, según expresión de la Sagrada Escritura. Mas no como los bienaventurados en la gloria, sino con menor luz. entre celajes y apoyados en la fe, que es perfeccionada y esclarecida por Él. De este conocimiento se inflama el amor y, al mismo tiempo, crece el conocimiento a impulsos del mismo amor. Pues el amor es fuego ardiente y luciente: ardiente en la voluntad, iluminante del entendimiento que nos impulsa a fijar los ojos allí donde está nuestro tesoro, el que ama nuestro corazón, cuya bondad y hermosura, inmensa e infinita, excita más y más las ansias de nuestro corazón en el amor y deseo de contemplarle con mayor perfección»4.

Un autor de nuestros días sintetiza en breves frases la dimensión contemplativa cuando la describe como «una búsqueda sincera de Dios por medio del conocimiento y el amor».

Elementos constitutivos #

Podemos distinguir seis: tres que pudiéramos llamar negativos, porque si no se observan no puede darse la verdadera contemplación, y otros tres positivos, que llevan de la mano al alma a sumergirse en la contemplación del Sumo Bien.

Elementos negativos #

1. En primer lugar, la soledad, a la que hace referencia incluso la etimología de la palabra monje, «monachós», solitario, hombre segregado de la sociedad, separado del mundo. La soledad es condición indispensable para llegar a la contemplación, por cuanto non in conmotione Dominus, el Señor no se halla en medio del bullicio y de la agitación. Cuando Dios quiere atraer a Sí un alma, la lleva a la soledad y allí le habla al corazón. «No puede ser monje –escribía un solitario– el que gusta de frecuentar los lugares concurridos por la multitud. Quien se complace en visitar las ciudades, no gustará las delicias de la vida monástica»5.

Las excelencias de la soledad fueron cantadas en todos los tonos por poetas y santos. Fr. Luis de León se inundaba de gozo cuando ponderaba las bellezas del monte solitario, del río que discurre en calma interrumpida únicamente por el alegre trinar de los pajarillos. Lope de Vega no encontraba mejor compañía, al ir y venir de sus soledades, que sus propios pensamientos.

San Juan de la Cruz, cuyo corazón se inflamaba en amor divino cuando recordaba con nostalgia la soledad tranquila y apacible, prorrumpió en aquél su canto espiritual:

«En soledad vivía,
y en soledad ha puesto ya su nido,
y en soledad la guía
a solas su querido,
también en soledad de amor herido.»

2. El segundo elemento favorable a la vida contemplativa es la clausura.

El contemplativo ha de ser, sí, el hombre del desierto, de la montaña solitaria. Debe tener suspendida su morada en un picacho rocoso, entre el cielo y la tierra, como un puente que une a la humanidad con Dios, y anuncia la ruta que a Dios conduce. Para ello debe vivir alejado del mundo con el cuerpo y con el espíritu. Porque de nada serviría haber huido del mundo, si éste se introdujera fácilmente en el retiro del claustro; de nada serviría vivir en soledad si ésta fuera profanada por el ruido mundano.

La clausura debe ser para el alma contemplativa lo que es el agua para el pez, su propio ambiente: si sale del agua, perece sin remedio. La clausura es como el seto protector de los jardines: si se quita esa defensa, al punto las flores son aplastadas.

San Juan Crisóstomo tiene una página maravillosa acerca del espíritu reinante en los primeros monjes del yermo, alejados del mundo para vivir mejor la intimidad de Dios. «Han huido de las plazas públicas –escribe el santo–, de las ciudades y tumulto del siglo, han establecido su morada en las concavidades de las montañas para llevar una vida que nada tiene que ver con el mundo… Allí en los bosques, junto a las deliciosas corrientes, sobre las alturas que les proporcionan una calma completa, se ocupan en meditar acerca de las cosas divinas, y, sobre todo, en comunicarse con Dios por la oración. Su celda desconoce el ruido, su alma está libre de toda pasión, es más pura que el aire transparente»6.

Los Santos han visto un doble peligro de muerte para la clausura: la irrupción del mundo en los claustros, con sus pensamientos y su modo de obrar en pugna con el Evangelio, y la excesiva frecuentación del mundo por parte de los religiosos. Por eso recomendaron con toda el alma huir de tales escollos, para mantener el espíritu y el corazón alejado de todo trato mundano.

Hoy habría que insistir, tal vez, dando la voz de alerta sobre este punto, cuando vemos que el mundo ataca con mayor violencia a los monasterios de clausura, tratando de derribar el muro de separación para así penetrar mejor en ellos con sus máximas enteramente opuestas a las de Cristo. Es un error pensar que mitigando la santa clausura van a afluir mayor número de vocaciones. Todo lo contrario. Estas son fruto espléndido de la gracia, hechura de Dios, el cual las enviará a las comunidades en la medida en que se mantengan fieles a las observaciones establecidas por los fundadores.

3. También el silencio contribuye de manera positiva a fomentar una vida de auténtica contemplación. De nada serviría, en efecto, haber abandonado el mundo y haberse encerrado dentro de los muros de un claustro, si en él reina un ambiente de disipación. Sin la virtud del silencio peligra el auténtico espíritu religioso. En la Sagrada Escritura hallamos infinidad de testimonios que vienen a confirmarlo: Si alguno cree que es religioso y no refrena su lengua, se engaña, su religión es vana (St 1, 26). El que abusa de las palabras, dañará su alma (Eclo 20, 8). El que no se puede contener en el hablar, es como una ciudad abierta, sin defensa y sin muros (Prv 25, 8).

Mas no basta la observancia de un silencio exterior si no va unido al interior, es decir, al recogimiento, a la guarda de los sentidos, a refrenar la imaginación. Solamente cuando reine el silencio en el interior, cuando las pasiones estén sometidas al espíritu, será cuando se pueda oír la suavidad de la voz divina que habla con su lenguaje innegable.

Elementos positivos #

Para llegar a ser almas contemplativas auténticas no sólo es preciso remover obstáculos, sino también hacer actos positivos encaminados a la consecución de tan noble ideal. Apuntaremos solamente tres que ayudan eficazmente a lograr un conocimiento profundo y sabroso de Dios, y a vivir unidos a Él y sumergidos en su voluntad santísima.

1. Uno es la lectura espiritual seria, reposada, constante. Es alimento del alma, antorcha que ilumina el sendero de la vida para llevarnos al conocimiento y amor de Dios. El testimonio de los Santos es unánime en esta materia: «Medita día y noche en las Sagradas Escrituras, de suerte que te sorprenda el sueño con el libro en la mano, y si os cayereis dormido, sea sobre la página que estabais leyendo»7. «Mis delicias más castas y puras están, Señor, en la lectura de las Sagradas Escrituras»8. «Ignorar las Escrituras es desconocer a Cristo»9. «La fuente de la contemplación más pura y fecunda es la Sagrada Escritura, porque la contemplación es el movimiento del alma, que tocada e iluminada de los rayos divinos, penetra los divinos misterios»10.

Toda alma dedicada a la vida espiritual que no sienta gran atractivo por la lectura espiritual y no se entregue a ella con gran asiduidad está en peligro, si no de caer en la tibieza, sí de llevar en el Monasterio una vida frívola y sin sentido.

Además de la Sagrada Escritura, las obras de los Santos Padres, las de los autores ascéticos y místicos recomendados por la Iglesia, las vidas de los Santos, los documentos principales del Magisterio eclesiástico deben encontrar asiduos y fervorosos lectores en las comunidades monásticas.

2. En segundo lugar, está laoración litúrgica, o el Oficio Divino. Alabar a Dios, bendecirle en su infinita grandeza, y esto en nombre de la humanidad entera, es la ocupación favorita de las almas contemplativas. El Oficio Divino da una gloria inmensa a Dios, es un lenguaje que pone en contacto con el cielo, con Dios en su inefable misterio trinitario, con la Santísima Virgen, con los Santos.

Es en la oración litúrgica donde el alma contemplativa robustece su piedad, se comunica con el Padre y ejerce una irradiación benéfica sobre toda la Iglesia. Para las almas contemplativas, conscientes del valor inmenso de la vida litúrgica, del fruto misterioso encerrado en ella, nada hay más querido como este entonar día y noche las divinas alabanzas. En ellas encuentran a diario alimento copioso y un raudal abundante de aguas saludables donde apagar su sed ardiente y mitigar la de sus hermanos los hombres. Por eso el alma contemplativa acude ansiosa al rezo del Oficio, como el ciervo sediento a las fuentes de las aguas.

3. Dejamos para el final el tercer medio positivo encaminado a fomentar la contemplación, no por ser inferior, sino porque es como el compendio, el lazo de unión, la síntesis de todo lo demás que pudiéramos ofrecer. Nos referimos a la oración mental, en la que se desenvuelve el alma como los seres vivos en la atmósfera oxigenada y pura. Del mismo modo que cuando ésta falta se hacen imposibles la respiración y la vida, así también, sin oración, no puede haber vida sobrenatural ni verdadera contemplación.

Oración es una conversación íntima, suave, placentera con Dios, una elevación del alma sobre todo lo terreno a la contemplación del Ser Supremo, es pedirle gracias para sí, para sus hermanos, para todo el mundo. Es recrearse en las perfecciones divinas y vivir sumergidos en Dios. Es elegir «la mejor parte», que nunca será arrebatada; es una pregustación de la felicidad eterna. «La oración es una conversación de corazón a corazón, un comercio de amistad en el que el alma se une amorosamente a Dios». Nada purifica tanto como el duro crisol de la noche oscura, nada impulsa tanto a las cumbres de la perfección como los ardores de una sabrosa contemplación.

A medida que el alma se vacía de sí misma. Dios la encuentra más dispuesta para obrar en ella los grandes misterios que ha tenido con sus íntimos amadores y la une a Sí con fuerte abrazo. El metal sumergido en el fuego bien pronto adquiere las propiedades de éste; de la misma manera, el alma que a través de la oración se sumerge en Dios, horno ardentísimo de caridad, se inunda de luz y de calor, se inflama en vivos ardores que luego cristalizan en ansias de entrega a Él, a su voluntad santísima, a desear que sea amado de todos los hombres.

Se explica que el inmortal Pío XII, en el ocaso de su vida –agosto de 1958–, al dirigirse a las religiosas contemplativas, colocara la oración como fundamento básico de la contemplación: «Os exhortamos –les decía– a consagraros de todo corazón a la oración contemplativa, que es vuestra tarea esencial». O sea, nunca podréis llegar a ser almas contemplativas como quiere y espera la Iglesia si no sois almas de oración ardiente.

Fecundidad de la vida contemplativa #

En el último sermón a sus discípulos, Jesucristo trazó en breves rasgos las leyes de un apostolado fecundo: Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en Mí y Yo en él dará mucho fruto, porque sin Mí nada podéis hacer… Si permanecéis en Mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que quisiereis y se os otorgará… Perseverad en mi amor (Jn 15, 5-10). En estas breves palabras está sintetizada la raíz del verdadero apostolado cristiano, que no consiste sino en comunicar Dios al mundo, lo cual solamente se podrá hacer en la medida en que el sarmiento permanezca más o menos unido a la vid. Cuanto más unidos, más eficacia en el apostolado, y cuanta menos unión, menos influencia en las almas, y hasta se puede dar el caso de un apostolado nulo si no existe la unión necesaria con la vid.

«Es propio de la verdadera y pura contemplación – escribe San Bernardo– que el alma, abrasada en el fuego divino, se inflame en celo ardiente y en deseos vehementes de dar a Dios corazones que le amen»11. Efectivamente, no hay posibilidad de contemplación sin sentir arder el alma en un amor entrañable a Cristo y a cuanto Él ama, ni se puede dar el amor de Cristo si no se tiene sed ardentísima de la salvación de las almas, por las cuales derramó su sangre preciosa.

El apostolado viene a ser como un fruto que brota de la flor de la contemplación, y cuanto más contemplativa sea el alma, más fuerza de irradiación ejercerá en derredor suyo. Pues aun cuando la misión del alma contemplativa no tiene por fin el apostolado externo, sin embargo, la fidelidad a Dios, la entrega absoluta a su voluntad, la constancia en el cumplimiento del deber son como el venero fecundo de donde brotan las fuerzas más eficaces para el apostolado que realiza la Iglesia, aunque de una manera oculta y sólo perceptible a los ojos divinos.

La vida contemplativa es como el depósito escondido en el corazón de la montaña que alimenta sin cesar el surtidor de agua cristalina que fertiliza la tierra: nadie ve aquel manantial oculto, mas su influencia es decisiva para la productividad de la tierra y para satisfacer las necesidades del hombre.

El mundo de hoy acostumbra a medir el valor de las personas con el rasero de los frutos visibles que aportan a la sociedad. En este sentido habría que pensar que los treinta primeros años de la vida del Señor no sirvieron para nada. Error funesto. Estos años de Jesús ejercieron en las almas la misma influencia santificadora que los dedicados a la vida activa. Su intensa y continua oración, unida al sacrificio de cada día, fueron raudales de gracia que inundaron el mundo y le prepararon a la siembra de la semilla evangélica.

También la Santísima Virgen fue la gran contemplativa que pasó su vida oculta, sin aparecer en público, dedicada a guardar en su corazón purísimo las palabras brotadas de labios de su divino Hijo. La oración y el sacrificio de su existencia no pudieron menos de atraer torrentes de gracias sobre las almas. Nadie habrá que se atreva a negar el fecundo apostolado de una vida toda de Dios, consumida en el silencio y en la oración.

San José siguió igualmente las huellas de la Santísima Virgen, llevando intensa vida de contemplativo. Jamás apareció en público para ejercer ministerio alguno, cuando tanta necesidad había de predicación, antes vivió oculto en el anonimato, trabajando intensamente en la obra que le confiara el Padre, sin escatimar sacrificio alguno, ofreciendo todo con corazón generoso y enamorado de Dios en beneficio de las almas.

Estos modelos son suficientes para explicar la fecundidad de la vida contemplativa, también en apariencia inútil, pero a los ojos de Dios de una transcendencia incomparable.

Dios comunica al alma interior una fecundidad misteriosa. Rica en Dios por las gracias superabundantes que la inundan, procura difundir el bien atesorado entre los más necesitados. De aquí nace aquella maternidad espiritual de la que habla San Bernardo cuando distinguía dos clases de alumbramiento, o sea, dos clases de hijos, y una doble maternidad espiritual –no contrarias entre sí–: la que los engendra para Dios y los da a luz con la actividad de la predicación, y la que los engendra y da a luz a través de la contemplación.

Este segundo alumbramiento, propio de las almas contemplativas, es para el santo, el más atractivo y fecundo, pues es como llegar a olvidarse de sí para darse a las almas, para que, mediante su amor a Dios y unión con Él, aumente prodigiosamente el número de los hijos de la Iglesia12.

Esta maternidad espiritual, esta fecundidad ardiente en la comunicación de la vida divina a las almas, la sintieron muy hondo los santos y todos aquellos que de algún modo se distinguieron por sus virtudes extraordinarias. De ahí la inmolación silenciosa de multitud de vidas ejemplares en el seno de los claustros. Sirva de ejemplo Sor Isabel de la Santísima Trinidad, la carmelita que escaló las cumbres de la santidad viviendo el dogma consolador de la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma del justo, cuya doctrina está ejerciendo un benéfico influjo en la Santa Iglesia. También ella sentía, como esposa enamorada de Cristo, ansias de llevarle almas, de alimentar a tantos hijos hambrientos como discurren por el mundo sin conocer ni amar a Dios. Fue una antorcha que no solamente alumbraba, sino también calentaba los corazones con el fuego de su oración abrasada en amores divinos.

Por su doctrina y por su riquísima vida interior es presentada como asociada al sacerdote en su apostolado. Por eso, «mientras el sacerdote lleva a Cristo a las almas por la palabra, los sacramentos y las otras formas variadas de su ministerio, la Carmelita, silenciosamente, se queda como Magdalena a los pies de Cristo, o mejor, como la Virgen Corredentora junto a la Cruz, identificada interiormente con todos los movimientos del alma del crucificado, y muriendo con Él por los mismos fines redentores»13.

Otro ejemplo más reciente. En 1935, poco antes de reingresar en la Trapa, Fray Mª Rafael oyó un sermón que le desconcertó en sumo grado: «Ayer, al llegar a la iglesia –escribe este joven– aún no se había acabado el sermón; era un Padre que yo conozco mucho, y dijo unas cosas que me dejaron un poco…, no sé cómo…; estaba hablando de la vida activa y del consuelo de ser apóstol y presentarse un día delante de Dios con todas las almas que había ayudado; dijo no sé qué de esos espíritus egoístas que no quieren más que su santificación y que se ocultan a las miradas de los hombres para no ser molestados…; dijo cosas, y a mí me hizo pensar…; no me gustó lo que dijo…, sin saber por qué me inquietó un poco».

Explica a continuación el motivo de su inquietud, o mejor, su desconformidad con aquella doctrina: «Pero, Señor, si es que no puedo…; si es que si me distraigo con los hombres, pierdo de estar con Dios…; si yo no quiero más que amar…; ¿por qué no me dejan?, ¿hago acaso mal?…; según este Padre, sí; según él, no dan gloria a Dios más que los que se ocupan, como Marta…; ¿estaré yo equivocado?, ¿seré egoísta?… Señor, Señor…, ilumina mi razón…; la contradicción me aprieta por todos lados…; el que es del mundo me llama loco, y el que es de Dios, también, aunque de otra manera…».

¿Qué hubiera sucedido si este joven, con excelentes cualidades de apóstol, en vez de seguir su vocación a la Trapa, hubiera hecho caso del predicador y se hubiera lanzado a la vida activa? Sin duda no habría perdido el tiempo; pero quizá consiguió mucho más con su vida de oración y entrega total a Dios, exigencia de su corazón movido por la gracia, según se deduce de estos pensamientos: «Quisiera volar por el mundo gritando a sus moradores: ¡Dios, Dios y sólo Él!… ¿Qué buscáis? ¿Qué miráis? ¡Pobre mundo dormido que no conoce las maravillas de Dios! Mi vocación es sufrir, sufrir en silencio por el mundo entero, inmolarme junto a Jesús por los pecados de mis hermanos, los sacerdotes, los misioneros, por las necesidades de la Iglesia, por los pecados del mundo…»14.

Indudablemente hacen falta misioneros, predicadores de la palabra de Dios, directores de almas, pues la mies es mucha y los operarios pocos, pero hoy día quizá lo que más se necesite en el mundo sean imitadores de la vida oculta del Señor, hombres y mujeres de verdadera entrega a la oración y al sacrificio, almas viviendo en el claustro una espiritualidad total.

Maravilloso es el apostolado que desde esos centros de irradiación espiritual se puede desarrollar mediante la oración y una vida de sacrificio. «Si no se rogara, dice el venerable P. Eymard, si no hubiera almas que se inmolaran en unión con nuestro Señor a favor de los pecadores, la voz de los misioneros no sería otra cosa que metal que suena o campana que retiñe». «Las Ordenes monásticas consagradas a la contemplación, a la alabanza, a la penitencia son la parte más preciosa y también más oculta de la Iglesia. Son en medio del mundo, el anticipo, la incoación de la Jerusalén celeste. El papel del monje es tener abierta la puerta del cielo por donde la Iglesia participa en la liturgia celeste, que es su razón última. El monje se coloca, por lo mismo, en la vanguardia del gran retomo de la humanidad redimida»15.

La vida contemplativa en la hora actual #

No es ningún secreto afirmar que estamos atravesando una de las más hondas crisis que ha conocido la historia. Yo diría que nos hallamos en el punto medio entre dos eras, una que se despide pugnando por mantener firmes sus normas, sus tradiciones seculares, y otra que quiere abrirse paso a toda costa, renovando estructuras, cambiando costumbres y hasta, en algunos sectores, intentando poner en duda los dogmas más fundamentales.

El choque entre ambas es brusco, desconcertante y está llevando la inquietud y la desorientación a multitud de almas. Puede llegar hasta vosotras, y de hecho ha llegado. Algunas religiosas, menos ciertamente que en otras instituciones, después de años de consagración a Dios, se han dejado llevar de las nuevas orientaciones, rompiendo los más solemnes compromisos, no con mal fin, sino engañadas por falsas doctrinas.

Para renovar vuestro entusiasmo por el género de vida a que estáis consagradas quiero ofreceros un poco de luz sobre lo que ha pensado la Iglesia de la vida contemplativa antes del Concilio, lo que piensa en el momento actual, y cuál debe ser vuestra respuesta a las esperanzas de esa misma Iglesia que tanto os ama.

Antes del Concilio #

Sería necesario examinar toda la literatura patrística, los escritores ascéticos y el magisterio ordinario de los Sumos Pontífices. Forma todo ello un canto sublime a la vida de consagración total a Dios, lejos del mundo. Pero no es posible hacerlo. Sólo aduciremos algunos textos de los últimos Papas.

San Pío X, en su carta a una Superiora de la Visitación, le decía en 1909: «Vosotras habéis escogido la mejor parte, no la abandonéis, y no os dejéis apartar por nada del mundo de vuestra santa resolución, bajo pretexto de querer ir a trabajar por la salvación del prójimo, siguiendo la falsa idea de que estos tiempos revueltos exigen vidas dedicadas a la acción, no a la contemplación».

«Los contemplativos –escribía Pío XI a los PP. Cartujos– se entregan a una especie de apostolado oculto y silencioso… Deseamos que tan valiosa institución se extienda y aumente. Pero si alguna vez fue necesario que hubiese anacoretas de esta clase en la Iglesia de Dios, es especialmente oportuno hoy en día, cuando vemos a tantos cristianos… dando rienda a su afán por las riquezas terrenas y los placeres de la carne… Pero es fácil de comprender cómo aquellos que asiduamente cumplen con el deber de la oración y la penitencia contribuyen mucho más al incremento de la Iglesia y al bienestar de la humanidad, que aquellos que trabajan cultivando el campo del Maestro»16.

El mismo inmortal Pontífice, en la encíclica Divini Redemptoris, dirigida al mundo para dar la voz de alerta contra el comunismo ateo que ya entonces pretendía apoderarse de Europa, previendo los males que de ese hecho podrían derivarse a la Iglesia, decía: «Tampoco podrá ser vencido el mal que hoy atormenta a la humanidad, sino con una santa y universal cruzada de oración y penitencia; y recomendamos singularmente a las Órdenes contemplativas, masculinas y femeninas, que redoblen sus súplicas y sacrificios para impetrar del cielo una poderosa ayuda a la Iglesia en las luchas presentes, con la poderosa intercesión de la Virgen Inmaculada, la cual así como un día aplastó la cabeza de la serpiente antigua, así también es hoy segura defensa e invencible Auxilio de los cristianos»17.

Pío XII demostró siempre una gran predilección por las almas consagradas a Dios en el retiro del claustro, alejadas del mundo. Bien lo manifestó en aquel tríptico de Radiomensajes dirigidos a las Religiosas de clausura, en el verano de 1958. Era la primera vez que un Papa se dirigía directamente a las almas contemplativas, dejándoles como testamento espiritual las mejores alabanzas tributadas a la vida de consagración a Dios. «Los que llevan vida contemplativa, decía el Papa, concurren con suma eficacia al bien de la Iglesia, precisamente porque ofrecen a Dios, por la salvación de los demás, no sólo sus preces y súplicas, sino aun su propia inmolación personal».

Luego, saliendo al paso de algunas corrientes imperantes, ya en aquella época, de desestima de la vida contemplativa, aun en sacerdotes y algún prelado, escribía: «Están fuera de la verdad quienes piensan que los Institutos religiosos antiguos carecen de utilidad en los tiempos presentes… Sois vosotras, en la Iglesia, esas escuelas de santidad oficialmente reconocidas. Donde ellas faltan, la vida cristiana no tiene ni puede tener aquella pujanza que es característica del Cuerpo Místico en su estado actual de desenvolvimiento. Es hacia los estados de perfección hacia donde ella, sobre todo, se orienta, expande y manifiesta»18.

Juan XXIII declaró a la faz del mundo la importancia de la vida de consagración total a Dios. Eran tiempos de intensa preparación del Vaticano II, y muchos creían que había llegado el momento, dando de lado a la contemplación, de que religiosos y religiosas salieran al mundo para lanzarse al apostolado y dar testimonio de Cristo. El pontífice se encargó de desvanecer tales ideas con aquella memorable alocución precisamente a los Abades del Císter de la Estrecha Observancia: «Aunque la Iglesia urja tan fuertemente el apostolado externo, tan necesario en nuestros días, sin embargo, atribuye la mayor importancia a la contemplación, y esto muy especialmente en nuestra época en que se insiste demasiado en la acción exterior. Efectivamente, el auténtico apostolado consiste precisamente en participar en la obra de salvación de Cristo. Ahora bien, esta participación es imposible sin un intenso espíritu de oración y sacrificio. Cristo rescató al mundo esclavo del pecado, principalmente por su oración y sacrificándose a sí mismo. Por eso, las almas que se esfuerzan por revivir este aspecto íntimo de la misión de Cristo, aunque no se consagren a ninguna actividad exterior, practican el apostolado de una manera eminente»19.

Poco antes, con motivo de enviar los Cirios bendecidos en la fiesta de la Purificación, insistía en el valor de la vida contemplativa: «El primer destino de los Cirios a las casas religiosas de las más estrictas mortificaciones y penitencias, quiere afirmar una vez más la preeminencia de los deberes del culto y de la consagración total a la vida de oración, sobre cualquier otra forma de apostolado, y, al mismo tiempo, subrayar la grandeza y la necesidad de las vocaciones para este género de vida. Los Cirios encendidos en el austero silencio de tantas casas religiosas, esparcidas por el mundo, serán como la proclamación de esta necesidad de apóstoles santos, y recordarán también a los apóstoles de la vida activa el valor insustituible de la oración y del renunciamiento para lograr conquistas no efímeras, que perduran más allá del curso del tiempo»20.

En el momento actual #

¿Qué piensa hoy la Iglesia de la vida contemplativa? Basta acudir a los documentos conciliares y a la doctrina del Pontífice reinante para encontrar la mejor respuesta.

El Vaticano II recogió las enseñanzas de Juan XXIII, de todos los demás Pontífices y de la tradición entera de la Iglesia, y colocó la vida contemplativa en el puesto que merece, saliendo en su defensa y trazando unas directrices nuevas encaminadas a mantener firme el estado monástico, si bien adaptado y renovado según las necesidades de los tiempos, pero partiendo siempre de una vuelta a las fuentes. En el decreto Perfectae caritatis hallamos el mejor panegírico sobre este género de vida. «Los institutos puramente contemplativos, de tal modo que sus miembros se dediquen totalmente y solamente a Dios en la soledad y el silencio, con asidua oración y áspera penitencia, conservan siempre su importancia, por grande que sea la urgencia del apostolado activo, y ocupan siempre un puesto preeminente en el Cuerpo Místico de Cristo, en el que todos los miembros no tienen la misma función. Ya que ellos:

  • Ofrecen a Dios el excelso sacrificio de alabanza.
  • Enriquecen al pueblo de Dios con frutos espléndidos de santidad.
  • Arrastran con su ejemplo.
  • Dilatan las obras apostólicas con su fecundidad misteriosa.

De esta forma son la honra de la Iglesia y manantial de gracias celestiales».

«Consérvese fielmente –insiste el Concilio– y cada día resplandezca más en su genuino espíritu, tanto en oriente como en occidente, la venerable institución de la vida monástica, que en el transcurso de los siglos ha obtenido excelentes méritos dentro de la Iglesia y en la sociedad humana»21.

Pablo VI, de innegable mentalidad abierta y renovadora, ha seguido la trayectoria de sus antecesores, y siempre que ha tenido ocasión, ha cantado las excelencias de la vida contemplativa, señalando los valores inalienables que encierra.

En 1964, al recibir a un numeroso concurso de Abades, les dirigió breves palabras, repitiendo una vez más el papel fundamental que la vida contemplativa desempeña en el Cuerpo Místico de Cristo. Para desvanecer los equívocos que circulaban, de que la vida de consagración a Dios lejos del mundo era egoísta y se desentendía de los problemas de la Iglesia…, insistió el Papa: «Quizá alguno piense que, por estar encerrados en su clausura, separados del mundo, estos monjes están al margen de la Iglesia. Nada de eso. En realidad, ellos son el corazón de la Iglesia, de los cuales tiene necesidad, y con cuya ayuda cuenta siempre. Los monjes representan los valores, de los cuales hoy más que nunca tiene necesidad la Iglesia». Luego sintetizó los medios por los que los contemplativos ejercen su misión en el mundo: «El recogimiento, la oración y el amor a la tradición». «Los monjes son, además, los especialistas de la oración litúrgica»22.

En septiembre de 1968 recibió Pablo VI una misión especial, pocas veces vista en los palacios vaticanos: una comunidad italiana de vida contemplativa, la del Monasterio de Fratoquio, próximo a la residencia veraniega de Castelgandolfo. En la alocución que les dirigió encontramos la mejor defensa de la vida contemplativa que se ha podido dar en la situación actual: «Vuestra vocación –les decía el Papa– ha venido a ser un tanto rara, singular, casi excepcional, puede decirse anacrónica; pero la Iglesia, debéis saberlo, os expresa toda su estima, os defiende y hace vuestra apología…».

«Vuestra vocación no es anacrónica: vosotros no ocupáis en la Iglesia un puesto inútil. ¡Más bien se os es debido! Somos Nos los que tomamos vuestra defensa, los que os hacemos la apología; es la misma Iglesia la que se pone de vuestra parte. Os lo repetimos con todo el corazón: la Iglesia os estima, la Iglesia os ama, la Iglesia os mira a vosotros»23.

Llegó a decir que si la vida contemplativa no estuviera en auge en la hora actual, la Iglesia se vería obligada a crearla: «Vuestra vocación es por lo mismo tan hermosa en el concierto de alabanzas que la Iglesia eleva a Dios y a Jesucristo, su Señor y Salvador, que, si antes de ahora no existiera, ella debería crearla, debería inventarla».

Recalca sin cesar: «Vuestra misión es la plegaria, es la comunión con Dios, es la alabanza a Dios: vosotros sois los profesionales, los especialistas de la oración. En estos momentos la Iglesia, por Nuestra voz, os habla: y conoce el importantísimo deber que en ella desempeñáis. La Iglesia y Nos mismo os lo agradecemos».

La misión contemplativa redunda, además, en provecho de toda la Iglesia. De ella necesita la Iglesia para custodiar su vida, aumentarla más y más. La Iglesia necesita en absoluto almas con la fuerza de la vida interior, solícitas sólo de unirse a Dios y de ser inflamadas del todo por el amor de las cosas celestiales. Si llegaran a faltar esas almas, si su vida languideciese y se debilitase, se seguiría necesariamente una pérdida de fuerzas en todo el Cuerpo Místico de Cristo.

¿Cuál debe ser vuestra postura, vuestra respuesta, en la hora actual, a las esperanzas de la Iglesia? #

La misión de los contemplativos en estos momentos de incertidumbre es mantenerse en una fidelidad plena y absoluta a las exigencias de su vocación específica. La Iglesia quiere que sigáis, con generosidad cada día renovada, el camino emprendido del servicio de Dios. Pensad que vuestra vida –quizá un tanto monótona y sin horizonte a primera vista– es de una trascendencia inmensa en la hora actual de la Iglesia. El deber de cada día exactamente cumplido, el vivir sometidas a la obediencia un año y otro, sin desfallecer lo más mínimo, el abrazarse con entrañable amor a todos los sacrificios impuestos por las reglas, la oración asidua y ferviente en el coro y en las demás tareas…, he aquí otros tantos medios excelentes de perfeccionamiento e irradiación espiritual.

Vosotras no necesitáis salir al mundo para ser testigos del Señor, hoy que tanto se habla de dar testimonio: perderíais lastimosamente el tiempo. Lo decía Pablo VI no hace muncho: «Vuestro testimonio, es cierto, no todos lo perciben, porque la vida contemplativa se acerca tanto al misterio de Dios, que el mundo no la entiende. No hagáis, por tanto, esfuerzos para ser de alguna manera comprendidas por los hombres, porque esto tal vez os conduciría a pérdidas deplorables. Sed lo que sois, y Dios cuidará de que vuestra luz brille ante los hombres».

Las almas contemplativas estáis obligadas a una santidad de vida superior a la del común de los fieles; de lo contrario cometeríais un fraude a las esperanzas de la Iglesia. De nada sirve vivir encerradas en una clausura, alejadas por completo del mundo, si sois contemplativas sólo de nombre. Sed conscientes de la responsabilidad que pesa sobre vosotras, si no llenáis los altos fines de vuestra vocación. Si San Alfonso María de Ligorio culpaba a los sacerdotes no fieles de ser, al menos en parte, la causa de que el mundo no fuera mejor; podemos añadir, por nuestra parte, que, si la vida monástica es desestimada y no irradia con fuerza la luz del Evangelio, tal vez se deba a que las almas contemplativas –verdadera «sal de la tierra»– no viven en plenitud su consagración con todas las exigencias que impone.

No olvidéis lo que decía aquel joven citado más arriba, gran contemplativo y lleno de experiencia de Dios: «Jesús necesita corazones que, olvidados de sí mismos y lejos del mundo, adoren y amen con frenesí y con locura su Corazón dolorido y desgarrado por tanto olvido»24.

Reflexión final #

No quisiera terminar esta carta pastoral, queridas religiosas de San Clemente, sin referirme, con suma brevedad, a aquel de quien sois hijas: el gran San Bernardo. La reforma que él emprendió en el siglo XII dio en seguida frutos copiosos. Al final de ese siglo, quinientas treinta Casas de Cistercienses, pobres y austeras, habían surgido en Europa. Lo mismo las comunidades de varones que las de mujeres se dejaron poseer por aquella mística del «divino amor», de la que Bernardo tuvo el secreto. Vuestro Monasterio fue una de esas Casas donde habitó la luz. Perteneciente en sus orígenes a la gran familia benedictina, vuestro Monasterio quiso también retomar a la observancia fiel de la regla de San Benito, que no otro fue el empeño de Bernardo de Claraval, Caballero de Cristo. Vuestras antepasadas, las monjas cuyos restos conserváis bajo el polvo de los sepulcros, supieron dar magníficos ejemplos de santidad que vinieron a confluir en el gran torrente, la espiritualidad de la Edad Media cristiana.

Haced cuanto podáis para fortalecer vuestras comunidades, para conservar vuestros Monasterios dignamente, para tener a mano los medios indispensables que exige la adecuada formación de vuestras novicias y profesas. Ello debe ser objeto de continua reflexión y oportunas decisiones en vuestra Orden.

De lo que sí podéis estar seguras es de que hoy sois tan actuales como ayer. La Iglesia y el mundo necesitan de vuestra presencia silenciosa y oculta, de vuestra oración y sacrificio, de vuestra delicadeza y vuestro temple ardoroso para vivir en la fe y en el amor.

Que este Octavo Centenario renueve en vuestro Monasterio los días de gloria a Dios y de servicio a la Iglesia como en otros tiempos, y os ayude a mantener la fidelidad de vuestro espíritu a los compromisos de la vida religiosa que habéis aceptado con amor.

1 Cfr. Summa Theologiae, 2-2 q. 181 a. I.

2 Cfr. San Gregorio Magno, Exposición de 1Reg. 1-5,IV, 68.

3 De consideratione, II, 2.

4 J. Card. Bona, Via compendii ad Deum, en Opera Omnia, Venetti 1764, c.9. n.4.

5 Cfr. Abad Tritemio, Homilía XII.

6 Homilía 69 sobre San Mateo.

7 San Jerónimo, Carta a Eustoquia,4.

8 San Agustín, Confesiones,1,2.

9 San Jerónimo, Comentario a Isaías;PL 25, 18.

10 C. Marmion, Jesucristo, ideal del monje,Barcelona 1949, 447.

11 Sermones sobre el Cantar de los Cantares, Sermón 57, 9: Obras completas de San Bernardo, II, Madrid 1955, BAC 130, 379.

12 Sermones sobre el Cantar de los Cantares, Sermón10 y Sermón 46; o. c., 53-56 310-315.

13 Cf. M. Philippon. La doctrina espiritual de Sor Isabel de la Trinidad, Buenos Aires 1942, 190.

14 Saber esperar, Venta de Baños (Palencia) 1962, 149-150.

15 Abadía de la Pierre qui-vire, Monjes, Madrid 1955, 123.

16 Constitución Umbratilem, 8 de agosto de 1924.

17 Divini Redemptoris,62.

18 Mensaje de Pío XII, transmitido por radio a las monjas de clausura los días 19 y 26 de julio y 2 de agosto de 1958. Texto completo en su original francés en: Pío XII, Discorsi e radiomessaggi, XX, 245-270.

19 Alocución a los Abades del Císter, 1 de noviembre de 1961.

20 Homilía del 2 de febrero de 1961, en la festividad litúrgica de la Purificación de la Virgen.

21 PC 9.

22 Discurso con motivo de la reconstrucción de la abadía de Montecasino, 24 de octubre de 1964.

23 Discurso de 14 de septiembre de 1968, a los Capitulares de varias órdenes religiosas contemplativas.

24 Fr. Mª Rafael, Saber esperar, n. 330.