Exhortación pastoral, publicada en noviembre de 1978, con motivo de la elección de Juan Pablo II como Vicario de Cristo en la tierra. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado en Toledo, 1978, 583-586.
Quiere la Iglesia acompañar a los hombres en sus alegrías y tristezas, en sus esperanzas y sus angustias. Y ¿quién la acompaña a ella en sus propios sentimientos de pena o de gozo, cuando los experimenta?
En poco más de dos meses su corazón se ha sentido oprimido por el dolor de la orfandad y por la alegría de la plenitud recobrada. Muerte de Pablo VI en agosto. Elección de Juan Pablo I como Sumo Pontífice. Su fallecimiento en septiembre, que nos deja desconcertados. Nuevo Cónclave, nueva elección, nuevo Papa; Juan Pablo II. Durante este breve lapso de tiempo, la Iglesia ha sufrido en el silencio y la oración, y ha saltado de gozo cantando los himnos de la gratitud y la glorificación. ¿Quién la ha acompañado?
Muchos, muchísimos hombres conocidos y desconocidos, de todas las partes del mundo, de todas las religiones, de todas las ideologías. Unos con respeto y admiración, otros compartiendo sus propios sentimientos, algunos con interés expectante por lo menos. Y sus propios hijos, esparcidos por tantos lugares de la tierra, que han vibrado más que nunca en ocasiones semejantes. Y los ángeles y santos del cielo que contemplan a la Iglesia como la Jerusalén anticipada, la antesala de la patria celeste.
La ha acompañado Cristo que la instituyó como Sacramento de salvación y su Espíritu que no la abandona nunca, nunca jamás. La Iglesia, cuanto más da, más recibe de los hombres de la tierra y de la Trinidad beatísima del cielo.
El nuevo Papa Juan Pablo II #
Todo ello aparecía bien visible en la tarde –más bien noche cerrada ya– del 16 de octubre, cuando salió al balcón central de la fachada de la Basílica Vaticana, el nuevo Papa, hasta entonces Cardenal Wojtyla. El clamor de la muchedumbre congregada en la Plaza de San Pedro atravesaba las nubes como la oración de los justos. ¿Cómo no había de percibirse en el cielo aquella alegría de la tierra? Era un hijo de Polonia, la nación tan querida y admirada. Pero el sentimiento que prevalecía sobre todos los demás era que allí estaba el Papa. ¡Cuánta y qué visible fraternidad en sus ojos, en su rostro, en los gestos de sus manos, en su voz y sus palabras!
Su elección ha sido un motivo de gozo para cuantos hemos participado en el Cónclave y una sorpresa que ha inundado de alegría a toda la Iglesia. Pensábamos la inmensa mayoría de los Cardenales en un nuevo Papa italiano y el Cónclave nos ha permitido ver que Dios nos invita a seguir un camino nuevo. Sin conflictos, sin tensiones de ningún género, sin luchas de nacionalidades ni de tendencias. Únicamente, la laboriosidad de la reflexión detenida, contrastada en conversaciones de unos con otros, y unificada en la oración sostenida sin cesar. ¿Cómo se puede calificar de conflictivo un cónclave que dura solamente dos días y en el que intervienen ciento once Cardenales procedentes de los más diversos lugares del mundo? El Cardenal Wojtyla era suficientemente conocido. Y se produjo con naturalidad la convergencia de criterios y de votos que le ha llevado al Pontificado. Un hombre de fe robusta, de oración intensa, de pastoralidad dinámica y premurosa, como le ha calificado su gran hermano el Cardenal Wyszinsky, Primado de Polonia, con el que ha venido colaborando durante veinte años en las batallas de la fe.
Su cultura, su conocimiento de la realidad del mundo de hoy y de sus problemas sociales y políticos, su fidelidad a la Cátedra de Pedro y su contacto frecuentísimo con la Santa Sede durante toda su vida de obispo, su piedad contagiosa, en una palabra, el conjunto extraordinario de cualidades humanas y de virtudes religiosas que nutren su rica vida interior, hacen que podamos saludarle y acoger su Pontificado con una inmensa esperanza.
Hermosa Iglesia de Cristo, que sabe dar tales ejemplos de serenidad profunda, de juventud perenne, de valiente decisión a la hora de proponer las soluciones adecuadas a sus problemas.
No hagamos mitos #
Cuanto digo en alabanza de la Iglesia o del nuevo Papa es un reconocimiento objetivo de los valores de la Institución fundada por Cristo o de la persona del Pontífice, tal como nos lo sugieren los datos que conocemos.
Pero no hagamos mitos. Juan Pablo II, en su primer discurso, ha llamado a todos a la fidelidad. Fidelidad al Concilio Vaticano II bien entendido y practicado; al depósito de la fe y la íntegra doctrina católica, a la liturgia tal como la Iglesia la señala, al Magisterio Pontificio, a la disciplina, a la vocación sacerdotal, religiosa, seglar. No renuncia, no podría hacerlo, a nada de lo que pertenece al patrimonio de las aspiraciones y logros de la Iglesia, particularmente de nuestro tiempo: colegialidad, ecumenismo, servicio al hombre, iluminación de los problemas sociales y políticos sin interferencia en lo que a otros compete.
Pero la verdadera clave para el éxito apostólico de su Pontificado, en la medida en que Dios quiera concedérselo, está en que él nos confirma en la fe a todos, y en que todos seamos fieles a las exigencias que ha señalado. Todas ellas están dentro de la realidad del misterio de la Iglesia, entendido y amado tal como el Concilio Vaticano II la diseñó en la gran carta que es la Lumen Gentium. Este es el secreto del éxito y del gozo en el trabajo pastoral, y sólo por aquí avanzaremos seguros, llevando de la mano a la Iglesia y siendo a la vez llevados por ella de cara a la humanidad del año 2000. Lo demás es anécdota para un instante o mito que no resiste el análisis crítico, al que no puede renunciar el hombre de fe.
Juan Pablo II es sucesor, en el tiempo, de Juan Pablo I, de Pablo VI y de los anteriores Papas. Pero eso es lo de menos. Lo importante es que sea el Vicario de Cristo en la tierra que cumple con la misión confiada a Pedro para siempre.
Un hijo de Polonia #
Nos resulta grato también saludar en el nuevo Papa a un hijo de la sufrida y católica Polonia que tan heroicas pruebas viene dando de la misma fidelidad que él ha proclamado como actitud fundamental de todo el que ama a la Iglesia y cree en ella.
Ser Papa no significa ningún premio al modo como solemos entender, esto es, lenguaje humano; es una elección para el servicio abnegado y constante. En esto reside el honor. Así entendido, ciertamente es una gloria para la Iglesia y para la nación polaca el que uno de sus hijos haya sido elegido para la misión del servicio supremo en nombre del Evangelio. A los católicos de España y del mundo tienen mucho que enseñarnos los que con tantos y tan heroicos esfuerzos han sabido resistir y luchar hasta el punto de que, no sólo mantienen su fe, sino que son capaces de propagarla por todo el mundo con sus misioneros enviados a todas partes.
Una inmensa fuente de energías espirituales se ha abierto para la Iglesia con el Papa Juan Pablo II. La humanidad de hoy, con sus grandezas y sus miserias, no va a ser ajena a los sentimientos de comprensión y amor que laten en el corazón del Papa Wojtyla. Pero tampoco permitirá que haya confusión de la Iglesia con el mundo. Si la hubiera, la Iglesia traicionaría a su misión. No esperemos cruzadas contra esto o contra aquello: lo que hace falta es únicamente identidad cristiana y católica, obediencia y fidelidad por parte de todos. Sólo así seremos responsablemente creadores en el servicio común a que, como obispos, sacerdotes, religiosos, seglares, estamos llamados.